Capitulo 5: «De cierta inmovilidad de los jueces en audiencia pública»
GARGANTÚA Y PANTAGRUEL
Françoise Rabelais
Capitulo X
Pantagruel, en una controversia oscura y difícil, resuelve equitativamente y prueba con ello que su juicio es admirable
Pantagruel, atento a los encargos y admoniciones de su padre, quiso un día probar su saber; al efecto en todas las encrucijadas de la villa anunció conclusiones de todos los ramos del saber en número de mil setecientas sesenta y cuatro, tocando en ellas las más intrincadas dudas de todas las ciencias.
En la calle de Teusse discutió con todos los profesores, maestros de arte y oradores, y los sentó a todos.
En la Sorbona, con los teólogos, por espacio de seis semanas durante cuatro horas, desde las doce hasta las seis de la tarde, con dos horas de intervalo para descansar y comer, pues no quiso privar a dichos teólogos sorbonistas de beber y repantigarse conforme a su costumbre. A estas sesiones asistían la mayor parte de los señores de la corte, maestros de respuestas, presidentes consejeros, matemáticos, secretarios, abogados y otros más, con los regidores, médicos y canonistas; hombres, en suma, a quienes no era fácil quitarles la carne de los dientes; pero no obstante sus ergos y sus falacias, a todos les puso el dedo en los labios y les probó palmariamente que no eran sino vanos enmucetados.
Desde entonces todo el mundo comenzó a admirar y hablar de su saber maravilloso, hasta las buenas mujeres lavanderas, revendedoras, campesinas, menestrales y otras cuando él pasaba por las calles decían: «Ese es«, con lo que se sentía halagado como Demóstenes, príncipe de los oradores griegos, cuando una vieja de Acropeya, señalándole con el dedo, dijo lo mismo.
Por entonces había pendiente en la corte un pleito seguido entre dos grandes señores, uno de los cuales era el señor Baisecul, como demandante, y en representación de la otra parte el señor Humeuesne. La controversia, desde el punto de vista del derecho, era difícil y árdua, y el parlamento tanto entendía de esto como de los dialectos alemanes. Dispuso el rey que se reunieran en asamblea los cuatro hombres más sabios y más Elocuentes de todos los parlamentos de Francia con el Gran Consejo y los Rectores de las principales Universidades no sólo del reino, sino también de Italia y de Inglaterra, como Iason, Filippe Dece, Petrus de Petronibus y muchos otros portavalonas (Nota: portatogas, es decir, letrados) Reunidos por el espacio de cuarenta y seis semanas, no había acertado a morder en el asunto para ajustarlo a derecho de ningún modo y estaban tan despechados y tan vencidos que se llenaban de vergüenza.
Pero uno de ellos, llamado Doubet, el más sabio, prudente y experto de todos, un dis en que estaban filogrobelizados (Nota: atontados, aturdidos) del cerebro, les dijo: – Señores, hace ya mucho tiempo que estábamos aquí sin hacer cosa de provecho y no encontramos fondo ni rio en esta materia; cuanto más estudiamos menos entendemos, lo que es para nosotros gran vergüenza y grave cargo de conciencia, hasta tal punto, que yo creo que de aquí saldremos deshonrados; puesto que no hacemos más que andarnos por las ramas en nuestras consultas y disertaciones. Por esto, he aquí lo que he pensado. Habréis pido hablar de ese gran personaje llamado el maestro Pantagruel quien ha probado ser sabio por encima de la capacidad del tiempo presente en las grandes controversias que con nosotros tuvo públicamente. Soy de opinión de que le lamemos y consultemos con él este negocio, porque seguramente si él no lo resuelve, no habrá quien lo resuelva.
Consistieron de buen grado todos los consejeros y doctores, lo llamaron inmediatamente y le rogaron examinara y analizara el pleito y les dijera luego lo que de pensaba con arreglo a la verdadera ciencia legal, a cuyo fin le entregaron los papeles, que abultaban más que la carga de cuatro enormes burros garañones.
Pero Pantagruel les dijo: –Señores: los dos litigantes de este pleito, ¿viven todavía? – y como le contestaran afirmativamente, prosiguió: ¿De qué diablo sirven entonces barullos de papeles y copias como me dais? ¿No es mejor que ver con los propios ojos, oír con los propios oídos el debate, que leer esas bagatelas, que no son sino engañifas, sutilezas diabólicas de Cépola y subversiones del Derecho? Estoy seguro de que vosotros y todos aquellos por cuyas manos ha pasado el pleito habéis encontrado y opuesto el pro y el contra, y en caso de que la controversia fuera fácil de juzgar y clara, la habéis oscurecido con razones irracionales, necedades y opiniones ineptas de Accurso, Baldo, Bartolo, Castro, Imola, Hipolytus, Panormo, Bartachin, Alejandro, Curtius y otros viejos mastines que jamás entendieron la ley más fácil de las Pandectas, que no fueron otra cosa que ladrones de diezmos e ignorantes de todo lo necesario para la inteligencia de las leyes, porque no tenían conocimiento de las lenguas griega y latina y si sólo de las gótica y bárbara. Las leyes siempre han sido tomadas primeramente del griego, según el testimonio de Ulpiano Posteriori de origine iuris y todas están llenas de sentencias y palabras griegas; después se tradujeron al latín en la forma más elegante y adornada por Salustio, Varrón, Cicerón, Séneca y Quintiliano. ¿Cómo entonces hubieran podido entender esos viejos resudosos el texto de las leyes si jamás vieron un libro de lengua latina, como claramente se deduce de su estilo, de pastor campesino, marmitón o cocinero y no de jurisconsulto?
Además, dado que las leyes han sido extraídas de la filosofía moral y natural, ¿cómo han de comprenderlas esos locos, que no han estudiado más filosofía que mi mula?
De humanidades, historia y conocimiento de la antigüedad están tan cargados como lo está de plumas un renacuajo, mientras que el derecho está saturado de ello y sin estas nociones no se puede comprender, como demostraré algún día más extensamente y por escrito.
Así pues, si queréis que yo conozca de ese pleito, primero haréis quemar todos esos papeles, después haréis venir a esos dos grandes señores personalmente ante mí, y cuando les haya escuchado, os daré mi opinión sin envoltura ni disimulos.
Algunos se opusieron, porque como sabréis, en todas las reuniones hay más locos que sabios y la parte más grande se impone a la mejor, como dice Tito Livio hablando de los cartagineses; pero Douhet sostuvo virilmente que Pantagruel había dicho muy bien, que esos registros; respuestas, réplicas, reproches, salutaciones y otras tales diablerías no eran sino subversiones del derecho para el alongamiento de los pleitos y que el demonio se los llevaría a todos si no procedían de otra manera según la equidad evangélica y filosófica.
Al fin se quemaron los papeles y se llamó para que comparecieran personalmente a los dos litigantes.
Cuando los vio Pantagruel, les dijo: – ¿Sois vosotros los que sostenéis este gran pleito? – Si, señor -dijeron ellos. – ¿Quién es el demandante? –Yo -contestó Baisecul. – Entonces contadme punto por punto y con sujeción a la verdad vuestro negocio, porque si mentís en una sola palabra os quitaré la cabeza de encima de los hombros y os enseñaré que en justicia sólo se debe decir la verdad, así pues, guardaos de añadir ni quitar al hacerme el relato de vuestro caso. Hablad.
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ELOGIO DE LOS JUECES ESCRITO POR UN ABOGADO: ÍNDICE
I. De la fe en los jueces primer requisito del abogado
II. De la urbanidad ( o bien de la discreción) de los jueces
III. De ciertas semejanzas y diferencias entre jueces y abogados
IV. De la llamada oratoria forense
V. De cierta inmovilidad de los jueces en audiencia publica
VIII. De la predilección de abogados y jueces por las cuestiones de derecho o por las de hecho
IX. Del sentimiento y de la lógica en las sentencias
X. Del amor de los abogados por los jueces y viceversa
XI. De algunas tristezas y heroísmos de la vida de los jueces
XII. De cierta coincidencia entre los distintos de los jueces y de los abogados
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CAPITULO V
DE CIERTA INMOVILIDAD DE LOS JUECES EN AUDIENCIA PÚBLICA
Debe ser un gran tormento para los jueces el escuchar a un abogado que dice cosas inútiles o insensatas; para que acabe este tormento es necesario que el orador cese de hablar, lo que el juez enérgico consigue interrumpiéndole, o bien que el oyente cese de escuchar, lo que el juez pacífico consigue durmiéndose.
Creo que en muchas ocasiones el sueño de los jueces es premeditado; se duermen voluntariamente para no oír lo que dice el abogado y así poder todavía, según su conciencia, dar la razón a la parte que aquél defiende. El sueño es muchas veces un hábil expediente con que el juez defiende a la parte de los errores de su defensor.
Me gusta el juez que, mientras hablo, me mira a los ojos; me hace el honor de buscar así en mi mirada, más allá de las palabras que pueden ser solamente un hábil juego dialéctico, la luz de una conciencia convencida. Me gusta el juez que mientras hablo me interrumpe; yo hablo para serle útil, y cuando él, invitándome a callar, me advierte que la continuación de mi discurso le produciría tedio, reconoce que hasta aquel momento no lo he aburrido. Me gusta también (pero acaso un poco menos) el juez que, mientras hablo, se duerme; el sueño es el medio más discreto que el juez puede emplear para irse de puntillas, sin hacer ruido, dejándome, cuando el discurso no le interesa ya, discurrir a placer por mi cuenta.
Un juez me confiaba sus experiencias profesionales sobre el sueño provocado por la palabra de los oradores: — No es cierto que el sueño sea insidioso; antes bien, tiene por costumbre, con mucha lealtad, hacerse preceder de un discreto aviso. Quien escucha a un orador, se da muy bien cuenta de estar en los límites del sopor cuando, en un cierto momento, se atenúa hasta desvanecerse el significado de las palabras; y el timbre de la voz, aunque continúa llegando claramente, adquiere una difusa y misteriosa resonancia, como la modulación rítmica de una flauta encantadora de serpientes. Esta purificación acústica de la palabra que de expresión del pensamiento se transforma y casi se disuelve en música, es, para el sagaz oyente, el seguro preanuncio de la magia del sueño que se le avecina. Pero los abogados incautos no se dan cuenta de que, con modular sus frases, con dar a sus períodos una sabia sonoridad cadenciosa, facilitan y apresuran esta fatal disociación entre el significado y el sonido de la voz. Basta que comience a hablar uno de esos oradores castizos, que saben con tanto arte dosificar las notas de sus discursos, para que inmediatamente el juez, olvidando el hilo del argumento, se abandone al encanto musical. El resto viene por sí sólo.
Existen in rerum natura ciertas voces insistentes, que a ciertas horas y en ciertos paisajes parecen ser con su obstinación rítmica, el símbolo acústico de la somnolencia: el canto monótono de las cigarras en el mediodía estival, el croar de las ranas en lontananza en el bochorno húmedo que precede al temporal, finalmente, el zumbido de las moscas en ciertas habitaciones de hotel de segundo orden. Así me hablaba, durante un intervalo de la vista, un juez que había salido para tomar el aire al corredor del Tribunal. Era una tórrida tarde de Julio; el ujier de la Audiencia, sentado en un banco, se enjugaba el sudor con la capa negruzca. Y de la puerta entreabierta de la Sala de lo penal, llegaba a intervalos la enfática exasperación de un informe de defensa, semejante al gorgoteo nasal de un discurso en lengua desconocida transmitido despiadadamente por la radio.
Observad cuántas personas del público que asiste a un concierto tienen los ojos abiertos, y comprenderéis la exacta trascendencia de aquel cumplido que un juez dirigió, al final de la vista, a un abogado: — Su informe ha sido toda una música.
Dijo un juez, que tenía cierta fantasía, a un profesor de Procedimientos: Os pasáis la vida enseñando a los estudiantes lo que es el proceso; mejor sería, para obtener buenos abogados, enseñarles lo que el proceso no es. Por ejemplo: el proceso no es un escenario para histriones; no es un escaparate para exponer las mercancías; no es una academia de conferenciantes, ni un salón de desocupados que cambian conceptos ingeniosos, ni un círculo de jugadores de ajedrez, ni una sala de esgrima… ni un dormitorio… — continuó tímidamente el profesor.
FIN DEL CAPITULO V
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