De cierta coincidencia entre los destinos de los jueces y de los abogados
Tabla de contenidos
ESO QUE LLAMÁIS LIBERTAD
“En verdad, eso que llamáis libertad es la más peligrosa de vuestras cadenas, a pesar de que sus eslabones brillen al sol y deslumbren vuestros ojos. ¿Y qué sino fragmentos de vuestro propio yo desecharéis para poder ser libres?
Si lo que deseáis abolir es una ley injusta, debéis saber que esa ley fue escrita con vuestras propias manos sobre vuestras propias frentes. No la borraréis quemando vuestros Códigos ni lavando la frente de vuestros jueces, aunque vaciéis todo un mar sobre ella.
Y si es un tirano el que queréis deponer, tratad primero que su trono, erigido en vuestro interior, sea destruido. Porque ¿cómo puede un tirano obligar a los libres y a los dignos sino a través de un sometimiento en su propia libertad y una vergüenza en su propio orgullo?”
Y si es un dolor el que queréis borrar, ese dolor fue elegido por vosotros más que impuesto a vosotros.
Y si es un miedo el que queréis borrar, el lugar de ese miedo está en vuestro corazón y no en el puño del ser temido.
* * *
ESO QUE LLAMÁIS LIBERTAD
Y un orador dijo: Háblanos de la Libertad. Y él dijo:
A las puertas de la ciudad y a la lumbre de vuestros hogares os he visto hincados, adorando vuestra propia libertad.
Así como los esclavos se humillan ante un tirano y lo alaban aun cuando los martiriza.¡Oh, sí! En el jardín del templo y a la sombra de la ciudadela he visto a los más libres de vosotros utilizar su libertad como un yugo y un dogal.
Y mi corazón sangró porque sólo seréis libres cuando aun el deseo de perseguir la libertad sea un arnés para vosotros y cuando dejéis de hablar de la libertad como de una meta y una realización.
Seréis en verdad libres, no cuando vuestros días estén libres de cuidado y vuestras noches vacías de necesidad y pena.
Sino, más bien, cuando la necesidad y la angustia rodeen vuestra vida y, sin embargo, seáis capaces de elevaros sobre ellas desnudos y sin ataduras.¿Y cómo haréis para elevaros más allá de vuestros días y vuestras noches sin romper las cadenas que atasteis alrededor de vuestro mediodía, en el amanecer de vuestro entendimiento?
En verdad, eso que llamáis libertad es la más peligrosa de vuestras cadenas, a pesar de que sus eslabones brillen al sol y deslumbren vuestros ojos.
¿Y qué sino fragmentos de vuestro propio yo desecharéis para poder ser libres?
Si lo que deseáis abolir es una ley injusta, debéis saber que esa ley fue escrita con vuestras propias manos sobre vuestras propias frentes.
No la borraréis quemando vuestros Códigos ni lavando la frente de vuestros jueces, aunque vaciéis todo un mar sobre ella.Y si es un tirano el que queréis deponer, tratad primero de que su trono, erigido en vuestro interior, sea destruido.
Porque ¿cómo puede un tirano obligar a los libres y a los dignos sino a través de un sometimiento en su propia libertad y una vergüenza en su propio orgullo?Y si es un dolor el que queréis borrar, ese dolor fue elegido por vosotros más que impuesto a vosotros.
Y si es un miedo el que queréis borrar, el lugar de ese miedo está en vuestro corazón y no en el puño del ser temido.En verdad, todo lo que percibís se mueve en vosotros como luces y sombras apareadas.
Y cuando la sombra huye desvanecida para siempre, la luz que queda se convierte en sombra de otra luz.Así, vuestra libertad, cuando pierde sus cadenas, se vuelve ella misma cadena de una libertad mayor.
* * *
KHALIL GIBRAN, El profeta. Obras completas, Ediciones Bosmar, 1980. Filosofía Digital, 2007.
♦♦♦♦♦♦♦
"Los dones que provienen de la justicia son superiores a los que se originan en la caridad" (Khalil Gibran)
*******
ELOGIO DE LOS JUECES ESCRITO POR UN ABOGADO: ÍNDICE
I. De la fe en los jueces primer requisito del abogado
II. De la urbanidad ( o bien de la discreción) de los jueces
III. De ciertas semejanzas y diferencias entre jueces y abogados
IV. De la llamada oratoria forense
V. De cierta inmovilidad de los jueces en audiencia publica
VIII. De la predilección de abogados y jueces por las cuestiones de derecho o por las de hecho
IX. Del sentimiento y de la lógica en las sentencias
X. Del amor de los abogados por los jueces y viceversa
XI. De algunas tristezas y heroísmos de la vida de los jueces
XII. De cierta coincidencia entre los destinos de los jueces y de los abogados
***
CAPTIULO XII
DE CIERTA COINCIDENCIA ENTRE LOS DESTINOS DE LOS JUECES Y DE LOS ABOGADOS
El abogado. — Feliz tú, juez, que puedes seguir en tu trabajo el regulado ritmo del horario de la audiencia y sentir a tu alrededor, cuando trabajas, el reposante respeto de la sala o el secreto recogimiento del despacho. Cuando entra el Tribunal, calla todo murmullo. Tu obra se desarrolla alejada del tumulto, sin acontecimientos imprevistos y sin precipitaciones; tú ignoras el ansia de improvisar, las sorpresas de la última hora; tú no tienes que fatigarte para encontrar argumentos, porque estás llamado solamente a escoger entre los buscados por nosotros, que realizamos por ti el duro trabajo de excavar, y para mejor meditar tu elección, tienes el deber de sentarte en tu cómodo sillón; tanto que, mientras los otros hombres se sientan para descansar, “sesión” se llama para ti el período de mayor trabajo. Pero la fatiga del abogado no conoce horario ni tregua; cada proceso abre un nuevo camino, cada cliente suscita un nuevo enigma. El abogado debe estar presente, al mismo tiempo, en cien sitios distintos, de la misma manera que su espíritu debe seguir al mismo tiempo cien pistas. A los clientes y no a él, les pertenecen también sus horas nocturnas, que son aquellas en que él, tormentosamente, elabora para ellos los más preciosos argumentos. Él es, material y espiritualmente, la proteiforme inquietud que vigila alerta, como tú eres, ¡oh juez!, la olímpica inmovilidad que, sin prisa, espera.
El juez.—Pero tú no sabes qué tumulto de peticiones, qué fluctuar de incertidumbres se agitan a veces dentro de la aparente inmovilidad del magistrado sentado. Si a menudo, durante la noche, sientes llamar a tu puerta al importuno cliente, más a menudo yo siento hasta el alba, en medio del insomnio, martillar en mi corazón la angustia de la duda. ¿Qué juez podrá dormir la víspera de una sentencia de muerte? Y, además, el peso de la condena pronunciada recae todo sobre el juez; el temor del error; el angustioso pensamiento de haber acaso encadenado la inocencia, le obsesiona y le abate. Los jueces no saben ya reir, porque sobre su cara se imprime con los años, como en una careta, el espasmo de la piedad que combate con el rigor. Cuando con tu defensa has cumplido tu deber, puedes tú, abogado, esperar sereno los acontecimientos; pero el juez, si consigue estar impasible, no consigue estar sereno.
El abogado.—¿Sereno crees tú al abogado? ¿No te das cuenta, desde tu alto estrado, de que los abogados encanecen precozmente y pasan por la vida más deprisa que tú? El abogado vive cien existencias en una; le consumen juntos los cuidados de cien diversos destinos. Aun si, una semana al año, consigue aislarse sobre la cima de un monte o a bordo de un velero, le acompañan inexorablemente en sus vacaciones, los dolores, las codicias, las esperanzas de las personas que le han inoculado, despiadadamente, sus penas, para poder así librarse de ellas. Aunque él sea un dilapidador de su dinero, debe luchar para conservar el de sus clientes; aunque sea un hombre de bien, debe perder el sueño por las malas acciones de los otros; si es un corazón pacífico que prefiere verse robado por un criado a tomarle las cuentas, debe envenenarse la existencia para vigilar hasta el céntimo a los criados de los demás. Y hablas después de la angustia del juzgar. ¿Pero tú has imaginado nunca el tormento del abogado que sabe, o cree saber, que de su habilidad depende en gran parte la orientación de tu juicio? A él le corresponde encontrar argumentos que sepan convencerte; y si tú te equivocas, es culpa del abogado que no ha sabido sacarte a tiempo del campo del error. Nadie sabe describir la angustia del abogado, cuyo cliente es inocente y no consigue demostrarlo; que se siente inferior e impotente frente a la maestría o a las trampas del abogado contrario; que después de la derrota irreparable encuentra, por fin, pero demasiado tarde, el argumento que le habría asegurado la justa victoria.
El juez.—Lo comprendo; pero al menos, ¡qué premio no representa para el abogado el conseguir la victoria al final de ciertos juicios! Durante todo el proceso, el centro de todas las curiosidades y de todas las simpatías es el defensor; el público vive, uno tras otro, todos sus movimientos, que exalta con su elocuencia. El juez está al fondo de la Sala, silencioso y pasivo, como una inútil figura decorativa de la escena; y si al fin la verdad triunfa, el aplauso y la emoción no van al juez que ha sabido destilarla del tumulto de su corazón, sino que van al abogado, quien aparece siempre como el triunfador de la justicia, a quien corresponde, en pago del oscuro tormento del juez, la gloria y la riqueza.
El abogado.—No hables de riqueza; tú sabes que el verdadero abogado, el que dedica toda su vida al patrocinio, muere pobre; ricos se hacen solamente aquellos que bajo el título de abogados, son en realidad comerciantes o mediadores o hasta, como hacen ciertos especia- listas en materia de divorcio, desenvueltos alcahuetes. Y en cuanto a la gloria y al reconocimiento de la clientela, debes agradecer al abogado que colocándose como un trámite entre tú y su cliente, te ahorra de verlos en persona. Tú conoces el mundo a través de la palabra del abogado, que te presenta con buenas maneras y con bello estilo forense el caso, ya aislado, de las escorias de la cruda realidad, y ya traducido en comprensibles términos jurídicos; pero todas las insolencias de los litigantes, todas sus locuras y toda su villanía se desahogan, antes de subir a la Sala, en el despacho del abogado, que sostiene el primer choque y que opera la primera purificación a la luz, no solamente de los códigos, sino también de la gramática y de la urbanidad. Él es para ti el clarificador y el bruñidor de la grosera realidad; el que limpia los hechos del fango con que viven mezclados, para presentarlos limpios y floridos, con una inclinación, sobre tu mesa. Pero en este duro trabajo de afinamiento y de desinfección, no creas que el abogado se halla confortado con la gratitud de los que recurren a su obra; si se arriesga a explicar cortésmente que el abogado no está hecho para servir de mampara a sus mentiras, el cliente se ofende; si se le aconseja que no empiece una litis temeraria, el cliente lo juzga pusilánime; si se le advierte que para no aburrir a los magistrados es preciso ser sobrio al escribir y al hablar, el cliente le juzga un holgazán. Cuando el abogado consigue, a precio quién sabe de cuantos esfuerzos, vencer una causa que parecía desesperada, el cliente da a entender que por la victoria, más que a la maestría de la defensa, se deben dar las gracias a una recomendación de un viejo amigo que ha intervenido a tiempo a espaldas del defensor; cuando la pierde, el cliente está convencido de que su abogado se ha dejado corromper por el adversario; cuando se demora el fallo porque el Tribunal tiene vacaciones, es culpa del abogado, que, prolongándola, quiere ganar más. Y no digamos nada de la despiadada negligencia con que el cliente olvida que también las fuerzas del abogado tienen su límite; que también es un hombre sujeto al cansancio y a las enfermedades; si al cliente que te cuenta por décima vez lo que le ocurre, le haces observar con una cansada sonrisa que no puedes escucharle más porque tienes fiebre, te mirará atónito, sin comprender, y empezará de nuevo el hilo de su discurso, porque si el abogado tiene el deber de interesarse por sus asuntos privados, él no tiene obligación de tomarse interés por los del abogado.
No creas que el abogado se halla confortado con la gratitud de los que recurren a su obra; si se arriesga a explicar cortésmente que el abogado no está hecho para servir de mampara a sus mentiras, el cliente se ofende; si se le aconseja que no empiece una litis temeraria, el cliente lo juzga pusilánime; si se le advierte que para no aburrir a los magistrados es preciso ser sobrio al escribir y al hablar, el cliente le juzga un holgazán
El juez.—Pero también el oficio del juez es cruel; y cruel contra los jueces eres, a menudo, también tú, abogado. A veces el corazón de aquel hombre que se sienta en la Sala envuelto en la toga del juzgador, sufre las pasiones de la dolorida humanidad: la angustia de un amor traicionado, el ansia de un hijo moribundo. Pero estas voces deben callar en audiencia; el corazón del juez debe estar despejado, aun cuando esté lleno de sus afectos más secretos. El que como hombre siente que la cuestión que está llamado a resolver es cien veces menos importante que su dolor, debe considerar su dolor como una miseria sin importancia, frente a la cuestión más fútil que está llamado a juzgar; y mientras el hombre solloza pensando en el hijo que murió ayer, el magistrado debe prestar atención al defensor que sin piedad habla hasta dos y tres horas, para contarle qué razones tuvo el inquilino para no pagar la renta.
El abogado.—Acusas al abogado de no tener piedad de ti que le escuchas, como si él hablase por su gusto; pero, ¿no has pensado nunca en la pena del que, convencido de que defiende una causa justa, habla para transmitir a los jueces su convicción y se da cuenta de que no lo consigue, y se obstina desesperadamente, aunque se debiliten sus fuerzas, en hablar bajo la anhelante sensación de deber todavía añadir alguna cosa, a costa de la vida, por el triunfo de la verdad? ¿No has visto alguna vez desde tu sillón palidecer al abogado mientras habla, y llevarse por un instante la mano al corazón, con un rápido gesto de pena, que en seguida hace desaparecer el flujo del discurso? Y, además, si la muerte no le llega a la mitad de su informe, viene poco a poco, con la vejez, la desconsoladora soledad. También los clientes de los abogados siguen la moda y prefieren la segura audacia de los jóvenes a la trémula sabiduría de los viejos. Y los viejos quedan solos en su estudio polvoriento, que ya nadie visita, mirando con ojos extraviados, en las largas horas de ocio, los estantes donde desde hace cincuenta años custodian los inútiles legajos que los nietos arrojarán, sin abrirlos, a la basura.
El juez.—Pero más solos se quedan los viejos magistrados jubilados, despojados del oro y del armiño, convirtiéndose en débiles viejos desocupados que buscan un poco de sol en los bancos de los jardines públicos y pasan sus días rememorando el inmenso grupo de amigos devotos que tenían a su alrededor cuando estaban en activo, y que ha quedado disperso de un golpe al alcanzar ellos el límite de edad. Y si para redondear la pensión o para no permanecer alejados de las conocidas salas, intentan dedicarse a la abogacía, la soledad de estos viejos principiantes, perdidos entre la multitud de los abogados jóvenes, es todavía más profunda y más triste.
El abogado.—Esta es nuestra vida, ¡oh juez!; este sería al fin nuestro porvenir si por acaso nos es permitido llegar a viejos. Y sin embargo, siento que no querría a ningún precio cambiar mi destino.
El juez.—Ni yo; porque me parece que entre todas las profesiones que los mortales pueden ejercer, ninguna otra puede ayudar mejor a mantener la paz entre los hombres, que la del juez que sepa dispensar aquel bálsamo para todas las heridas, que se llama justicia. Por esto, también, el final de mi vida me puede aparecer, aunque solitario, dulce y sereno; porque sé que la conciencia de haber empleado la parte mejor de mí mismo en procurar la justa felicidad de los otros, me dará tranquilidad y esperanza en el último suspiro. En esta esperanza, ¡oh abogado!, nuestros dos destinos se encontrarán a su término terreno; por esta meta común podemos, como hermanos, darnos la mano.
FIN DE LA OBRA
*******
El PP cumple así una doble función: legitimar lo que se haga y despistar y adormecer al pueblo todo lo que pueda, haciéndole sentir incluso que está protestando. Lo harán una vez a la semana, los sábados, con dj, igual que los viejos de mi barrio quedan en el parque a hacer zumba al sol.
El Estado de derecho ha demostrado ser un castillo de papel, y estando la Cultura, la Prensa, el PP y Europa en el ajo o in the garlic como dijo ayer un tuitero, queda poco más que el pueblo
*******
SOLIDARIDAD CON LOS INSOLIDARIOS
DESAGRAVIO A CATALUNYA
Publico, 12 NOV 2023
La amnistía a los procesistas catalanes no es una derrota ni una concesión, sino un desagravio justo y necesario de los españoles a los catalanes. Me da la ligera impresión de que nadie se atreve a decirlo. Los procesistas no cometieron ninguna ilegalidad hasta que el Estado español/judicial les cerró todas las ratoneras democráticas conque defender sus argumentos. España se negó a escuchar la voz demócrata y amparada en la Constitución del nacionalismo catalán.
Todo empezó en 2006, con la reforma del Estatut de Autonomía catalán. Fue estudiado y aprobado por las cortes catalanas, después enviado y también votado positivamente en el congreso español, y finalmente sometido a referéndum entre los catalanes. Tanto orden constitucional no lo supera ni Marie Kondo en sus armarios. Pero al PP no le convencen ni los parlamentos democráticos ni las urnas, y decidió llevar el Estatut al Tribunal Constitucional.
En aquel TC había bastante paridad entre magistrados conservadores y progresistas, y, como la cosa se alargó en el tiempo, se fueron muriendo algunos, pero con bastante orden, dejando las mayorías más o menos equilibradas. El 18 de mayo de 2008 murió el conservador García-Calvo y su puesto no fue cubierto. No estoy ironizando sobre la muerte de nadie. Pero la vigencia de aquel Estatut quedó al albur de la edad y la salud de unos muy provectos magistrados. Las votaciones a favor o en contra del futuro de España dependieron de quién se muriera. Si que se muera un juez te cambia la democracia, no imagino qué te pasará si cambiaras de camello. Lo digo por un amigo. Y es por eso que algunos lo llaman lawfare.
Al final se dijo, con mayoría progresista en el TC, que el Estatut catalán aprobado por las cámaras española y catalana, por el poder legislativo, era anticonstitucional. Se negaba, entre otras cosas, considerar a Catalunya nación o nacionalidad. Consideración que no se le había negado al pueblo andaluz, cuyo Estatuto de Autonomía aclama a Blas Infante, tanto en 1983 como en 2007, como “padre de la patria andaluza”. En su estatuto de autonomía, Andalucía se reconoce como patria. Y como nacionalidad. Y no le mandan los piolines. Es algo que no se le permite a los catalanes. Y es solo una cuestión semántica avivada por los que no saben nada de semántica. O sea, las derechas. Dejemos de bajar al subnivel intelectual de los fascistas y hagamos más caso al legislar que a los berridos.
En 2014, los catalanes nos pidieron a los españoles un favor de forma muy educada. Estáis jodiendo el Estatut que hemos votado y habéis aprobado en los parlamentos (o sea, en las urnas) tanto catalanes como castellanos. ¿Podríais dejarnos hacer un referéndum consultivo sobre si los catalanes queremos seguir o cambiar? El 151 de la Constitución, en su artículo octavo, hace legal “la ratificación por referéndum de la iniciativa autonómica”, por ejemplo. Antes incluso del golpe de Estado de Tejero, en 1980, el gobierno de Adolfo Suárez impulsó esta ley que permite a las comunidades autónomas celebrar elecciones consultivas. No fue Pablo Iglesias en el despacho del Doctor No diseñando bolivarianos venenos apocalípticos. Pero se les negó a los catalanes, también, ese derecho consultivo constitucional.
Ahora estamos hablando de si indultar a gente que solo puso unas urnas. Nosotros, los de la izquierda, nunca os hubiéramos pedido trece años de cárcel por poner unas urnas para que vuelva Franco. Los trece son los años que nuestra nefasta justicia le impuso a Oriol Junqueras por saltarse una constitución que se los había saltado a ellos. Condenar a trece años de años de cárcel es pena habitual para un homicida, pero que caiga esa pena sobre un político independentista que abre unas urnas, me provocó y me provoca vergüenza y rabia.
*******
MI NEGOCIO…
Franz Kafka
Mi negocio recae completamente sobre mis hombros. Dos señoritas con máquinas de escribir y libros de contabilidad en el antedespacho, mi habitación con máquina de escribir, una caja fuerte, una mesa de consulta, un sillón de cuero y teléfono, ése es todo mi aparato laboral. Tan fácil de abarcar con la mirada, tan simple de dirigir. Soy joven y los negocios marchan, no me puedo quejar y no me quejo. Desde Año Nuevo un hombre joven ha alquilado sin rodeos la pequeña y vacía vivienda contigua, que yo, tan desacertado, había dudado largo tiempo en alquilar. También es una habitación con recibidor, y además con cocina. Yo podría haber necesitado una habitación con recibidor, mis dos señoritas se sienten ya un poco sobrecargadas, pero ¿de qué me habría servido la cocina? Esa pequeña objeción fue la culpable de que dejase escapar el apartamento. Ahora está allí ese joven. Se llama Harras. No sé realmente qué puede hacer ahí. En la puerta sólo hay un letrero que indica: «Despacho de Harras». He iniciado algunas pesquisas, me han dicho que se trata de un negocio similar al mío, no se puede prevenir lo suficiente en cuestión de concesión de créditos, pues es un hombre joven y ambicioso, cuyas ideas tal vez tengan futuro, pero no se puede aconsejar un crédito, ya que, por el momento, según todas las apariencias, no hay capital disponible. La información habitual que se da, cuando no se sabe nada. A veces me encuentro con Harras en la escalera, debe de tener siempre una prisa extraordinaria, pasa por mi lado rápidamente; aún no le he podido ver bien, mantiene preparada en la mano la llave del despacho, en un instante ya ha abierto la puerta, se ha deslizado dentro como el rabo de una rata y yo acabo de llegar ante su placa «Despacho de Harras», que ya he leído más veces de las que merece. Las paredes, miserablemente delgadas, delatan al hombre laborioso y honrado, pero esconden al tramposo. Mi teléfono está adosado a la pared que me separa de mi vecino, pero destaco como un hecho irónico que, aun en el caso de que lo colgara en la pared de enfrente, se oiría todo en la habitación contigua. He dejado de mencionar los nombres de mis clientes cuando hablo por teléfono, pero tampoco se necesita mucha astucia para deducir los nombres a través de inevitables expresiones características en la conversación. A veces me agito nervioso, con el receptor del aparato en la oreja, de puntillas, y no puedo evitar que se revelen algunos secretos. Por supuesto que por esta causa mis decisiones profesionales cuando hablo por teléfono se han tornado más inseguras, mi voz tiembla. ¿Qué hace Harras cuando hablo por teléfono? Si quisiera exagerar, algo que se debe hacer con frecuencia para lograr claridad en las cosas, diría: Harras no necesita teléfono, utiliza el mío, ha llevado su canapé hasta la pared y escucha allí sentado; yo, por el contrario, tengo que correr a coger el teléfono cuando suena, tengo que corresponder a los deseos de los clientes, tomar decisiones trascendentales, emplear complejas tácticas de persuasión, pero sobre todo informar involuntariamente a Harras a través de la pared. Tal vez ni siquiera espera a que termine la conversación, sino que se levanta de su posición de escucha, bien informado sobre el caso, sale disparado, como de costumbre, busca el lugar en la ciudad y, antes de que yo haya colgado el auricular, ya me está quitando el trabajo.
FIN DE LA "SEGUNDA TEMPORADA" DE PUNTO CRÍTICO
HASTA LA VISTA