CALAMANDREI, «Elogio de los Jueces escrito por un Abogado» (Capítulo 10): «Del amor de los abogados por los jueces y viceversa»

Capítulo 10: «Del amor de los abogados por los jueces y viceversa»

 

SOBRE LA CUESTIÓN DE LAS LEYES

Franz Kafka

 

Nuestras leyes, por desgracia, no son conocidas por todos; son un secreto de un grupo pequeño de aristócratas que nos domina. Estamos convencidos de que estas viejas leyes se cumplen con rigor, pero es algo molesto ser regido por leyes que no se conocen. No hablo aquí de las diferentes maneras de interpretarlas, ni de las desventajas resultantes cuando sólo individuos, y no todo el pueblo, pueden participar en su interpretación. Esas desventajas no son, tal vez, tan grandes. Las leyes son tan antiguas, siglos han trabajado en su interpretación. También esta interpretación se ha convertido en ley. Aunque se mantienen todas las libertades posibles de interpretación, subsisten de una manera muy limitada. Además, aparentemente, la aristocracia no tiene ningún motivo para dejarse influir por su interés personal en nuestro perjuicio cuando ejerce su labor interpretativa, pues las leyes fueron desde un principio promulgadas en favor de la aristocracia; así, la aristocracia permanece al margen de la ley y, por eso mismo, parece que la ley hubiese sido entregada exclusivamente en las manos de la aristocracia. En todo ello hay sabiduría —¿quién pone en duda la sabiduría de las leyes antiguas?—, pero también una fuente de tormento para nosotros, aunque tal vez eso sea inevitable.

Por lo demás, esas leyes aparentes sólo se pueden suponer. Su vigencia constituye una tradición, así como el hecho de que hayan sido confiadas como un secreto a la aristocracia. No obstante, tampoco son, ni pueden ser, más que una tradición antigua y, a causa de esta antigüedad, venerable, pues el carácter de esas leyes reclama el mantenimiento en secreto de su contenido. Si nosotros seguimos con atención, desde tiempos muy antiguos, las acciones de la aristocracia en el pueblo; si poseemos copias de nuestros antepasados sobre ellas y las hemos proseguido concienzudamente; si creemos haber descubierto algunas líneas directivas en los innumerables hechos investigados, que parecen deducirse de una u otra disposición legal, y si intentamos organizamos un poco en el presente y en el futuro según las conclusiones que tan cuidadosamente hemos filtrado y ordenado; todo eso es pura inseguridad y, tal vez, un simple juego de la razón, pues es posible que esas leyes que intentamos adivinar no existan en absoluto. Hay un partido pequeño que es de esa opinión y que intenta demostrar que si existe una ley, su enunciado sólo puede ser: «Lo que hace la aristocracia es ley». Este partido sólo ve actos arbitrarios de la aristocracia y rechaza la tradición popular, que, según su opinión, sólo trae alguna utilidad casual y, por el contrario, graves daños, ya que proporciona al pueblo frente a los acontecimientos venideros una imprudencia conducente a una seguridad falsa e ilusoria. Esos perjuicios son innegables, pero la inmensa mayoría de nuestro pueblo cree encontrar su causa en que la tradición es aún insuficiente, que, por consiguiente, se debe seguir investigando, y que el material recopilado, por enorme que nos parezca, aún es muy pequeño y tendrán que transcurrir siglos antes de que sea suficiente. En la oscuridad que representa esa visión para el presente sólo penetra algo de luz a través de la creencia de que llegará un tiempo en que la investigación conocerá un fin, todo se tornará claro, la ley pertenecerá al pueblo y la aristocracia desaparecerá. Esto no se dice con odio hacia la aristocracia, en absoluto, en realidad nos odiamos a nosotros mismos, ya que aún no somos dignos de la ley. Y, precisamente por esto, ese, en cierta medida, atrayente partido, que no cree en ninguna ley en sentido estricto, ha permanecido tan pequeño, aunque, por lo demás, reconoce por completo a la aristocracia y el derecho a su subsistencia. Esto sólo puede expresarse con una suerte de contradicción: un partido que rechazase tanto la creencia en las leyes como la aristocracia tendría de inmediato al pueblo detrás, pero un partido semejante no puede surgir, ya que nadie osa rechazar a la aristocracia. Sobre este filo de la navaja vivimos. Un escritor lo ha resumido así: La única ley indubitable y visible que se nos ha otorgado es la aristocracia, y ¿acaso deberíamos matarnos entre nosotros por esa única ley?

 

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30 oct 2023
Megyn Kelly se une a Jonna Spilbor, abogada fundadora de Jonna Spilbor Law, y Arthur Aidala, presentador del programa de radio Arthur Aidala Power Hour, para discutir la evidencia que surge sobre la autopsia de George Floyd y cómo podría afectar la condena de Derek Chauvin, cómo la nueva información no coincide con la narrativa pública, si la Corte Suprema de los Estados Unidos aceptará este caso.

 

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ELOGIO DE LOS JUECES ESCRITO POR UN ABOGADO: ÍNDICE

Presentación y Prólogo

I. De la fe en los jueces primer requisito del abogado 

II. De la urbanidad ( o bien de la discreción) de los jueces  

III. De ciertas semejanzas y diferencias entre jueces y abogados 

IV. De la llamada oratoria forense 

V. De cierta inmovilidad de los jueces en audiencia publica

VI. De ciertas relaciones entre los abogados y la verdad, o bien de la justa parcialidad del defensor 

VII. De ciertas aberraciones de los clientes, que los jueces deben recordar en disculpa de los abogados  

VIII. De la predilección de abogados y jueces por las cuestiones de derecho o por las de hecho 

IX. Del sentimiento y de la lógica en las sentencias 

X. Del amor de los abogados por los jueces y viceversa 

XI. De algunas tristezas y heroísmos de la vida de los jueces 

XII. De cierta coincidencia entre los distintos de los jueces y de los abogados 

 

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CAPITULO X

DEL AMOR DE LOS ABOGADOS POR LOS JUECES Y VICEVERSA

DEL AMOR DE LOS ABOGADOS POR LOS JUECES Y VICEVERSA

 

No creáis al abogado que, después de haber perdido un pleito, se hace el incomodado contra los jueces y aparenta odiarlos y despreciarlos. Pasado el breve malhumor, fugaz como los celos de los enamorados, el corazón del abogado es todo para los Tribunales, cruz y delicia de su vida. Si en las altas horas de la noche, los juerguistas, al regresar a casa, pasan bajo la ventana de un abogado, la verán iluminada; el abogado está allí, a su mesa, y en la tranquilidad nocturna redacta para la mujer amada que le disputa un rival, cartas ardientísimas, prolijas, enfáticas y fastidiosas, como todas las cartas de amor; estas cartas se llaman demandas, dúplicas o conclusiones, y esta amada se llama la Audiencia. Si en una biblioteca pública véis a un abogado que saca de los estantes, entre nubes de polvo, viejos librotes, que ningún otro consulta, es que busca ciertas fórmulas mágicas, halladas en los siglos lejanos por viejos cabalistas, que le han de servir para vencer por encanto los desdenes de su bella esquiva: la Sala. Y si la tarde del día festivo, el abogado se encamina hacia el campo, no penséis que va a distraerse; tratad de seguirlo sin que de ello se aperciba, y os daréis cuenta de que, cuando cree estar solo, su cara adquiere una expresión inspirada y sonriente, su mano se mueve dibujando un rotundo gesto inconsciente y sus labios, dirigiéndose a los árboles, confidentes habituales de los enamorados, repiten los susurros de su eterna pasión: “Señores de la Sala…”.

 

 

Se dice que los abogados no aman a los jueces todo lo que éstos se merecen. Y, sin embargo, yo conozco ciertos defensores que, para mejor persuadir a los jueces, con la dulzura de su acento, con la armonía del gesto y con la graduación de sus sonrisas, aprenden de memoria sus discursos y los ensayan delante del espejo.

 

 

¿Qué enamorado llegaría a tal paroxismo de sumisión, hasta preparar de esta manera las frases irresistibles que habrá de susurrar a su amada?

 

 

Preguntó un joven abogado, que tenía el celo del neófito: — He defendido tres pleitos: en dos de los cuales estaba convencido de tener razón, he trabajado muchas semanas para preparar largos escritos, todos llenos de admirable doctrina; en el tercero, en que me parecía no tenerla, me he limitado a echar fuera cuatro líneas para preparar una prueba testifical; los dos primeros los he perdido; el tercero lo he  ganado. ¿Cómo debo arreglármelas en lo sucesivo?. Respondió el abogado viejo: —Todas las causas, sin excluir ninguna, debes estudiarlas a fondo, para buscar los argumentos de defensa más serios y más convincentes; pero no olvides nunca de formular, no en lugar de los argumentos más sólidos, sino como complemento de ellos, la acostumbrada excepción de incompetencia a la consabida petición de prueba. Así, si encuentras un juez estudioso (lo que ocurre casi siempre), te dará la razón por los argumentos serios; si ocurre que encuentras un juez que tenga prisa (lo que ocurre algunas veces), te dará la razón por los otros.

 

 

Cuando un juez en los fundamentos de su sentencia dirige a la defensa de una parte los adjetivos de “hábil”, “docto” y otros por el estilo, lo hace casi siempre para endulzar lo que va a decirle a continuación, esto es, que él no se deja engañar por aquella habilidad y que no se adhiere a aquella doctrina. Si un abogado, al leer los fundamentos de una sentencia ansiosamente esperada, da con tales adjetivos laudatorios dirigidos a él, puede estar seguro, sin necesidad de leer la parte dispositiva, que ha perdido el pleito.

 

 

Cuando los espectadores profanos de una vista se aventuran a sacar de la actitud de los magistrados horóscopos sobre la suerte del pleito que se discute, invariablemente prevén lo contrario de lo que ocurrirá. Si los jueces escuchan con gran atención el informe de un defensor, esto no significa, como cree el profano, que los jueces se inclinan a la tesis que aquél sostiene, sino todo lo contrario: que estando decididos a no darle la razón, sienten todavía curiosidad por saber qué otros argumentos encontrará para sostener la tesis por ellos ya tácitamente condenada. Si el presidente corta la palabra bruscamente a un abogado o le invita a concluir, esto no quiere decir, como puede creer el profano, que su causa esté desahuciada, sino que el Tribunal no está dispuesto a perder el tiempo escuchando argumentos de los que ya está convencido. Aprenda el abogado principiante a alegrarse de ser interrumpido por el presidente durante su informe; pero aprenda también cuando, esperando la sentencia de un pleito en el que ha puesto toda su alma, cree ver un anuncio consolador en la dulce sonrisa que le ha dirigido por la calle el ponente, que también aquella sonrisa, con la sentencia inminente, es una señal infausta; los jueces están siempre dispuestos a pagar con cortesías personales fuera del Tribunal a los abogados a quienes unos minutos antes, en la discusión de una sentencia, no han dado la razón.

 

 

La amistad personal entre el juez y el abogado no es, al contrario de lo que creen los profanos, un elemento que pueda favorecer al cliente; porque si el juez es escrupuloso, tiene tanto temor de que la amistad pueda, sin darse cuenta, llevarlo a ser parcial a favor del amigo, que, naturalmente, se siente llevado por reacción contraria a ser injusto en contra suya. Para un juez honrado, que debe decidir una controversia entre un amigo y un extraño, es necesaria mucha más fuerza de voluntad para dar la razón al amigo que para quitársela; se necesita más valor para ser justo, aun a riesgo de parecer injusto, que para ser injusto, siempre que queden a salvo las apariencias de la justicia.

 

 

FIN DEL CAPÍTULO X

 

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Después de analizar la influencia perjudicial del positivismo lógico en el discurso ético y político, Jonathan Wolff pasa a explicar la famosa concepción contractualista de la justicia de John Rawls. El argumento de Rawls toma la forma de un experimento mental que involucra un contrato hipotético en el que las personas ignoran ciertos hechos sobre sí mismas que podrían sesgarlas a su favor (por ejemplo, su raza, género, clase, edad, talentos, etc.). De esta manera, la ignorancia se utiliza como una forma de garantizar la imparcialidad a la hora de decidir cómo deben constituirse las sociedades. Después de todo, uno no puede arreglar las cosas para su propio beneficio si no sabe cuáles son sus intereses o cuál será su posición en la sociedad. Rawls argumentó que las personas detrás de este llamado «velo de ignorancia» estarían de acuerdo con dos principios de justicia: el principio de libertad y el principio de diferencia. Jonathan Wolf explica estos principios y los principales argumentos a favor y en contra de ellos. 

 

 

 

 


1 Comment

  1. Chanquete de derecho ha muerto
    Por Hughes
    5 NOV 2023

    Ir a protestar a Ferraz es mejor que nada, pero ¿es Ferraz el sitio? Hace no mucho, un señor mayor se presentó allí a quejarse por alguno de los innumerables y ya difíciles de recordar desmanes del gobierno. Aparecieron los Marlaska Boys, policía de partido cuando toque, y se lo llevaron. Ayer blindaron la sede a conciencia. Ferraz es como el escenario de una película de Álex de la Iglesia. Una fachada normal, paisaje de Madrid, podría convertirse en Shutter Island. Del costumbrismo a la fantasía terrorífica cañí en un parpadeo.

    ¿Pero es Ferraz el sitio? Se siente que el golpe se da desde muchos lugares. La amnistía llega en un momento en el que el PP castiga a Vox, le trabaja el hígado como un boxeador obnubilado, con sus legiones (pandis) mediáticas dedicadas a corroer el partido que debería ser apoyo. ¿Qué le piden luego a García-Page? Este es el contexto, no lo olvidemos, en el que se produce lo que ellos llaman el golpe, pues al parecer nada pasaba hasta la Amnistía y el Sanchismo. Esta era la forma que tenían de prepararse.

    El mundo pepero-mediático es el primer círculo de resistencia y resulta en sí mismo ya dificilísimo. Es todo lo que los jóvenes han resumido con la palabra búmer. Una modorra generacional. Es obstaculización golpista. Es como hablar con un ficus. Es el corcho que recubre el objeto de regalo. Infunde una sensación de pereza y absurdo que induce a lo kafkiano. Estamos encerrados en una habitación psiquiátrica y el PP es la pared acolchada. ¿Merece la pena volver a rebotar?

    «Es como si se hubiera muerto un amigo», decía ayer en una radio de ese mundo un tertuliano de la primera glaciación boomer. ¡Se había muerto el amigo Estado de derecho! El Estado de derecho es Chanquete, es el Estado de derecho-Chanquete cuya muerte anuncia y llora el mundo tertuliano, moderadamente normal, centristamente azul, etc., eso que es como lo democristiano sin lo cristiano. Una especie de propensión gris.

    Las voces del tertuliano-Pancho salen de un matorral y llega corriendo por la playa, lágrimas en sus mejillas de cocodrilo ingenuo, alarma en su voz de heraldo sorprendido: «¡Chanquete ha muerto! ¡Chanquete de derecho ha muerto!».

    ¿Es la amnistía mucho peor que todo lo demás?

    Ir a Ferraz ya es algo, es mejor que nada, pero lo que llaman golpe, esto que sufrimos, tiene muchos centros y viene de muy atrás, de muy cerca y muy lejos. Hasta está en nosotros sin saberlo. Es una conspiración de la realidad toda. «Mamá, tú también estás con ellos». Está en el espejo, en nuestro metabolismo. Son las palabras que emitimos cuando no pensamos.

    La primera resistencia sería restablecer alguna forma de salud mental. Escapar, como se pueda, de la jerga refrita. Huir de las palabras peperas pues son como las palabras del Hombre Blanco para Cochise. Meter palabras nuevas, frescas, desusar otras viejas, gastadas.

    Como quien se despierta a media noche porque siente el fuego, ellos repiten ahora lo del golpe. Golpe es algo súbito, rápido, sorpresivo… Esto se veía llegar como se ve llegar el tren desde la estación de un pueblo. Serviría una notación musical, siempre en italiano: era como un larghissimo sostenuto con sordino que pasó a andantino y de repente se hizo presto vivace y forte.

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