Capitulo 6: «De ciertas relaciones entre los abogados y la verdad, o bien de la justa parcialidad del defensor»
GARGANTÚA Y PANTAGRUEL
Françoise Rabelais
CAPITULO XI
Como los señores de Baisecul y Humeuesne pleitearon ante Pantagruel sin abogados
Baisecul hablo como sigue:
–Señor: es cierto que una buena mujer de mi casa llevó a vender en el mercado unos huevos.
Cubríos, Baisecul -dijo Pantagruel.
– Gran merced, señor, continuo. El caso sucedió entre los dos trópicos, hacia el zenit, y en sitio diametral opuesto a los Trogloditas, en un año en que los montes Nipheos sufrían una gran esterilidad de mentiras por efecto de una gran sedición de patrañas ocurridas entre los Chalanes y los Corredores, con motivo de una rebelión de suizos que estaban reunidos en asamblea en número de tres, seis, nueve, diez, para marchar a la Guía nueva en el primer agujero del año, cuando se les da sopa a los bueyes y la llave del carbón a las muchachas, para que les den avena a los perros; en toda la noche no hizo más que, con la mano sobre el jarro, despachar billetes de posta para ir a pie y lacayos para detener los bajeles, porque los sastres querían hacer con los recortes robados
Una cervatana
para cruzar el océano
que por entonces embarazado de un pote de coles, según opinión de los despenseros del hambre; pero los matemáticos dijeron que en su orina no descubrían ningún signo evidente
Algo salada
de comer con mostaza la becada,
sino que los señores de la corte, por medio un bemol. ordenaron al gálico que no racimara de los calderos ambulantes, porque los palurdos habían empezado muy bien a bailar con diapasón el baile inglés
Un pie en el fuego
y la cabeza en medio.
como dice el bueno de Ragot. ¡Ah, señores! Dios lo arregle todo a su gusto y contra fortuna, desgracia, que un carretero rompió en sus narices su látigo; esto sucedió al volver de la Вісоса, donde se había graduado de doctor Antitus Vende-berros, con gran majadería, como dicen los canonistas, Beatilourdes quoniam ipsi trapezaverunt. Mas esto, que es lo que hace que la Cuaresma caiga alta, porque San Fiacro de Brye, no es sino porque
Pentecostés
no llega una vez que no me arruine, pero en estos días la poca lluvia abate el mucho viento,
y así vemos que cada uno se agarra de su nariz, mientras otros miran en perspectiva ocularmente hacia la chimenea, directamente a la enseñanza del vino, a las cuarenta cinchas que son más necesarias que veinte, por debajo de los quinquenios. A menos que no quisiera soltar el halcón detrás de las moscas mejor que descubrirlo, porque la memoria pronto se pierde cuando se caza por el rastro. Eso es, Dios libre de mala a Thibaut y al palo de mesana.
A esto dijo Pantagruel:
-Muy bien, hijo mío, muy hermoso. Hablad seguido y sin acaloramientos, que os entiendo perfectamente: proseguid.
-Entonces, señor, dicha buena mujer, diciendo sus gaudes y audinos no pudo cubrirse de un falso revés subiéndose por la virtud goda de los privilegios de la universidad para campanearse angélicamente se tapó con un septenario de piedras de catapulta y tirándole un estoque volante muy cerca del sitio en donde se venden los trapos viejos que usan los pintores de Flandes cuando quieren, con arreglo a derecho, herrar las cigarras, y me desvanecí tan fuertemente como el mundo no podría hacerlo, visto que sabe confeccionar tan lindos bonetes.
Aquí pretendió interrumpir y decir algo el señor de Humeuesne pero enseguida le salió al paso Pantagruel exclamando:
– ¡Por el vientre de San Antonio! ¿Te toca hablar sin que te lo manden? Yo estoy aquí para intervenir y estudiar vuestras diferencias, y ¿te me quieres imponer? Paz, por el diablo, paz. Tú hablarás a tu gusto cuando está haya concluido. Seguid, Baisecul, y no os molestéis.
Viendo esto Baisecul, dijo: La pragmática sanción que de esto no haga mención y que el papa dé a todos y a cada uno libertad de pedir a su gusto, si las camisas no están plegadas; por mucha que sea la pobreza del mundo, nadie se persignará en la rabadilla; el arco iris, estimado frescamente Milán para encerrar calandrias, consintió que la buena mujer despellejara a los herniados, por las protestas de los pececillos eclesiásticos que por entonces eran necesarios para intervenir en la construcción de las botas viejas; por tanto, Juan el Ternero, su primo difunto, revestido con una bolsa testicular, le aconsejó que no se metiera en aquel azar de secundar la cuerda repicatoria de las campanas sin primero iluminar el papel; a todo esto, corre, nada, juega y sal, porque
Non de ponte vadit
Qui cum sapienta cadit
atendiendo a que los señores Condes no les convenía la armonía de las flautas de Alemania, dado que habían aprovisionado los anteojos de los Pirineos impresos nuevamente en Amberes. Y he aquí, señores, que hizo mal trabajo. Yo veo en ello parte adversa, in sacro verbo datis, porque pretendiendo atemperar el placer del rey me armé de pies a cabeza con una buena comida para ir a ver como los vendimiadores habían destrenzado sus altos bonetes para juzgar a los monigotes, porque el tiempo estaba un tanto temeroso de las purgas, pues muchísimos arqueros libres habían sido rehusados de la muestra aun cuando sus chimeneas fueran bastante altas, según la proporción de esparavanes y verrugas venéreas; por esto, aquél año, hubo gran cosecha de bagatelas en todo el país de Artoys y no fue pequeño conminamiento para los señores portadores de leños que comían sin desmayar galli-cisne-grullas con el vientre desabrochado. Por mi voluntad todos tenían hermosa voz, jugaron entonces muy bien a la pelota y esas pequeñas finuras que se hacen para etimologizar los zuecos, bajaron lentamente al Sena para servir para siempre de puente a los peces, como según se dice decretó el rey de Canarre, y el negocito que por vuestra señoría se dicte y declare sobre el caso lo que sea de razón con gastos, daños e intereses.
En esto dijo Pantagruel: – Amigo mío. ¿Queréis decir algo más?
Y respondió Baisecul: – No, señor, porque ya se ha dicho en todo el tuautem y en nada he discrepado, por mi honor.
Entonces, señor Humeuesne, hablad lo que queráis, sin mentir ni apartaros de la cuestión.
*******
ELOGIO DE LOS JUECES ESCRITO POR UN ABOGADO: ÍNDICE
I. De la fe en los jueces primer requisito del abogado
II. De la urbanidad ( o bien de la discreción) de los jueces
III. De ciertas semejanzas y diferencias entre jueces y abogados
IV. De la llamada oratoria forense
V. De cierta inmovilidad de los jueces en audiencia publica
VIII. De la predilección de abogados y jueces por las cuestiones de derecho o por las de hecho
IX. Del sentimiento y de la lógica en las sentencias
X. Del amor de los abogados por los jueces y viceversa
XI. De algunas tristezas y heroísmos de la vida de los jueces
XII. De cierta coincidencia entre los distintos de los jueces y de los abogados
***
CAPITULO VI
DE CIERTAS RELACIONES ENTRE LOS ABOGADOS Y LA VERDAD,O BIEN DE LA JUSTA PARCIALIDAD DEL DEFENSOR
La lucha entre los abogados y la verdad es antigua, como la que existe entre el diablo y el agua bendita; y entre las bromas sobre la mentira profesional de los abogados, se oye razonar seriamente de esta manera: —En todo proceso hay dos abogados, uno que dice blanco y otro que dice negro; la verdad no la pueden decir los dos si sostienen tesis contrarias; por lo tanto, uno de los dos sostiene una falsedad. Esto autorizaría a creer que el cincuenta por ciento de los abogados son unos embusteros; pero como el mismo abogado que tiene razón en una causa no la tiene en otra, quiere decir que no hay uno que no esté dispuesto a sostener en un determinado momento causas perdidas, o sea que una vez unos y otra vez otros, todos son unos embusteros. Esta forma de razonar ignora que la verdad tiene tres dimensiones, y que puede presentarse como diferente a quienes la observen desde distintos puntos de vista. En el proceso, ambos abogados, aun sosteniendo opuestas tesis, pueden proceder, y casi siempre proceden, de buena fe; porque cada uno representa la verdad como la ve desde el ángulo visual de su cliente. En una galería de Londres hay un famoso cuadro del pintor Champaigne, en el que el cardenal Richelieu está retratado en tres diversas poses: en el centro del lienzo aparece de frente y a los dos lados está retratado de perfil en actitud de mirar la figura central. El modelo es uno solo, pero sobre el lienzo parece que concurren tres personas distintas, tan diversa es la cortada expresión de las dos medias caras laterales y más aún el reposado carácter que en el retrato del centro se obtiene de la situación de los dos perfiles. Así ocurre en el proceso. Los abogados indagan la verdad de perfil, aguzando la mirada cada uno desde su lado: sólo el juez, que se sienta al centro, la mira tranquilamente de cara.
La balanza es el símbolo tradicional de la justicia, porque parece que representa materialmente con su mecanismo el juego de fuerzas psíquicas que hace funcionar el proceso, en el cual para que el juez, después de algunas oscilaciones, se detenga sobre la verdad, es necesario que intervenga la lucha de las dos contrapuestas tesis extremas, como los dos platos de la balanza, para poderse contrapesar, deben gravitar sobre la extremidad de cada brazo. Cuanto más las fuerzas contrapuestas se alejan del centro de la barra (o sea de la imparcialidad del juzgador), tanto más sensible resulta el aparato y más exacta la medida. Así los abogados, tirando cada uno todo lo que puede de su parte, crean el equilibrio en cuya busca va el juez; quien quisiera censurar su parcialidad, lo que debería condenar es el peso que actúa sobre el platillo de la balanza.
El abogado que pretendiese ejercitar su ministerio con imparcialidad, no sólo constituiría una embarazosa repetición del juez, sino que sería el peor enemigo de éste; porque no llenando su cometido, que es oponer a la parcialidad del contradictor la reacción equilibrante de una parcialidad en sentido inverso, favorecería, creyendo ayudar a la justicia, el triunfo de la injusticia contraria.
El abogado, como el artista, puede tener la virtud de descubrir y revelar los aspectos más escondidos y secretos de la verdad, hasta el punto de dar a los profanos, que no tienen la misma virtud, la impresión de que los hechos por él recogidos con amorosa fidelidad, son solamente una invención suya. Pero el abogado no altera la verdad si consigue presentar de ella los elementos más significativos que escapan al vulgo; y no es justo acusarle de traicionar aquélla cuando, por el contrario, consigue ser, como el artista, su más sensible intérprete.
Como la magnanimidad del historiador destaca las gestas heroicas de aquellos hechos que en el relato de un vulgar cronista aparecían como un sencillo episodio menospreciable, también en los procesos, y especialmente en los penales, los hechos se adaptan a la medida intelectual y moral del defensor. El público se imagina que ciertos abogados saben escoger para sus defensas solamente aquellos delitos que tienen en su origen cierta nobleza de impulsos, cierta grandeza de pasión; la verdad más bien es que estos abogados tienen el don de saber descubrir en todos los delitos, aun en los más abyectos, aquellos elementos de piedad humana que mejor se compaginan con su índole y que quedarían ocultos al público si ellos no fueran sus generosos descubridores.
Poned dos pintores ante el mismo paisaje, el uno al lado del otro, cada cual con su caballete; volved al cabo de una hora a mirar lo que cada uno ha trazado sobre el lienzo. Veréis dos paisajes tan absolutamente diversos que parecerá imposible que el modelo de ambos sea el mismo. ¿Diréis por eso que uno de los dos ha traicionado la verdad?
Para juzgar la utilidad procesal de los abogados es necesario no mirar al defensor aislado, cuya actividad unilateral y parcial, tomada en sí, puede parecer hecha exprofeso para desviar a los jueces de su camino, sino que se hace preciso considerar el funcionamiento en el proceso de dos defensores contrapuestos, cada uno de los cuales con su propia parcialidad, justifica y hace necesaria la parcialidad del contrario.
Imparcial debe ser el juez, que es uno, por encima de los contendientes; pero los abogados están hechos para ser parciales, no sólo porque la verdad se alcanza más fácilmente escalándola desde dos partes, sino porque la parcialidad del uno es el impulso que engendra el contraimpulso del adversario, el empuje que excita la reacción del contrario y que, a través de una serie de oscilaciones casi pendulares, de un extremo al otro, permite al juez hallar lo justo en el punto de equilibrio. Los abogados proporcionan al juez las sustancias elementales de cuya combinación nace en cierto momento, en el justo medio, la decisión imparcial, síntesis química de dos contrapuestas parcialidades. Deben ser considerados como “par” en el sentido que esta expresión tiene en mecánica: sistema de dos fuerzas equivalentes, las cuales, obrando sobre líneas paralelas en dirección opuesta, engendran el movimiento, que da vida al proceso, y encuentra reposo en la justicia.
La mejor prueba de la acción purificadora que sobre la conciencia del juez ejercita el debate de dos abogados contrapuestos, destinados a absorber del aire todas las intemperancias polémicas para dejar al juez aislado en una atmósfera de serenidad, está representada por la institución en el proceso penal del Ministerio público, mediante el cual, el Estado ha creado una especie de antagonista oficial del abogado defensor, cuya presencia evita que el juez entre en discusión con éste e inconscientemente se forme un estado de espíritu contrario al acusado. Así en el proceso penal, donde los intereses de parte se satisfarían con un solo abogado, el Estado ha sentido la necesidad, en interés público, de colocar dos, para contraponer a la natural parcialidad del defensor una especie de parcialidad artificial, destinada a alimentar desinteresadamente la polémica, de la cual tiene necesidad el juez para sentirse por encima de ella.
La defensa de cada abogado está construida por un sistema de llenos y vacíos: hechos puestos de relieve porque son favorables, y hechos dejados en la sombra porque son contrarios a la tesis defendida. Pero sobreponiendo los argumentos de los dos contradictores y haciéndolos adaptarse, se ve que a los vacíos de la una corresponde exactamente los llenos de la otra. El juez así, sirviéndose de una defensa para colmar las lagunas de la contraria, llega fácilmente, como en ciertos juegos de paciencia, a ver ante sí el conjunto ordenado, pieza por pieza, en el tablero de la verdad.
El abogado actúa sobre la realidad como el historiador que recoge los hechos según el criterio de selección que se ha preestablecido y prescinde de aquellos que, a la luz de tal criterio, le parecen desprovistos de interés. También el abogado, como el historiador, traicionaría su oficio si alterase la verdad relatando hechos inventados; no lo traiciona mientras se limita a recoger y a coordinar, de la cruda realidad, sólo aquellos aspectos que favorecen su tesis
FIN DEL CAPÍTULO VI
Deja tu opinión