Capítulo 9: «Del sentimiento y de la lógica en las sentencias»
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ANTE LA LEY
Franz Kafka
Ante la Ley hay un guardián que protege la puerta de entrada. Un hombre procedente del campo se acerca a él y le pide permiso para acceder a la Ley. Pero el guardián dice que en ese momento no le puede permitir la entrada. El hombre reflexiona y pregunta si podrá entrar más tarde.
—Es posible —responde el guardián—, pero no ahora.
Como la puerta de acceso a la Ley permanece abierta, como siempre, y el guardián se sitúa a un lado, el hombre se inclina para mirar a través del umbral y ver así qué hay en el interior. Cuando el guardián advierte su propósito, ríe y dice:
—Si tanto te incita, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Ten en cuenta, sin embargo, que soy poderoso, y que además soy el guardián más ínfimo. Ante cada una de las salas permanece un guardián, el uno más poderoso que el otro. La mirada del tercero es ya para mí insoportable.
El hombre procedente del campo no había contado con tantas dificultades. La Ley, piensa, debe ser accesible a todos y en todo momento, pero al considerar ahora con más exactitud al guardián, cubierto con su abrigo de piel, al observar su enorme y prolongada nariz, la barba negra, fina, larga, tártara, decide que es mejor esperar hasta que reciba el permiso para entrar. El guardián le da un taburete y deja que tome asiento en uno de los lados de la puerta. Allí permanece sentado días y años. Hace muchos intentos para que le inviten a entrar y cansa al guardián con sus súplicas. El guardián le somete a menudo a cortos interrogatorios, le pregunta acerca de su hogar y de otras cosas, pero son preguntas indiferentes, como las que hacen grandes señores, y al final siempre repetía que todavía no podía permitirle la entrada. El hombre, que se había provisto muy bien para el viaje, utiliza todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Éste lo acepta todo, pero al mismo tiempo dice:
—Sólo lo acepto para que no creas que has omitido algo.
Durante los muchos años que estuvo allí, el hombre observó al guardián de forma casi ininterrumpida. Olvidó a los otros guardianes y éste le terminó pareciendo el único impedimento para tener acceso a la Ley. Los primeros años maldijo la desgraciada casualidad, más tarde, ya envejecido, sólo murmuraba para sí. Se vuelve senil, y como ha sometido durante tanto tiempo al guardián a un largo estudio ya es capaz de reconocer a la pulga en el cuello de su abrigo de piel, por lo que solicita a la pulga que le ayude para cambiar la opinión del guardián. Por último, su vista se torna débil y ya no sabe realmente si oscurece a su alrededor o son sólo los ojos que le engañan. Pero ahora advierte en la oscuridad un brillo que irrumpe indeleble a través de la puerta de la Ley. Ya no vivirá mucho más. Antes de su muerte se concentran en su cabeza todas las experiencias pasadas, que toman forma en una sola pregunta que hasta ahora no había hecho al guardián. Entonces le guiña un ojo, ya que no puede incorporar su cuerpo entumecido. El guardián tiene que inclinarse hacia él profundamente porque la diferencia de tamaños ha variado en perjuicio del hombre.
—¿Qué quieres saber ahora? —pregunta el guardián—, eres insaciable.
—Todos aspiran a la Ley —dice el hombre—. ¿Cómo es posible que durante tantos años sólo yo haya solicitado la entrada?
El guardián comprueba que el hombre ha llegado a su fin y, para que su débil oído pueda percibirlo, le grita:
—Ningún otro podía haber recibido permiso para entrar por esta puerta, pues esta entrada estaba reservada sólo para ti. Yo me voy ahora y cierro la puerta.
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ELOGIO DE LOS JUECES ESCRITO POR UN ABOGADO: ÍNDICE
I. De la fe en los jueces primer requisito del abogado
II. De la urbanidad ( o bien de la discreción) de los jueces
III. De ciertas semejanzas y diferencias entre jueces y abogados
IV. De la llamada oratoria forense
V. De cierta inmovilidad de los jueces en audiencia publica
VIII. De la predilección de abogados y jueces por las cuestiones de derecho o por las de hecho
IX. Del sentimiento y de la lógica en las sentencias
X. Del amor de los abogados por los jueces y viceversa
XI. De algunas tristezas y heroísmos de la vida de los jueces
XII. De cierta coincidencia entre los distintos de los jueces y de los abogados
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CAPITULO IX
DEL SENTIMIENTO Y DE LA LÓGICA EN LAS SENTENCIAS
La motivación de las sentencias es, verdaderamente, una garantía grande de justicia, cuando mediante ella se consigue reproducir exactamente como en un croquis topográfico, el itinerario lógico que el juez ha recorrido para llegar a su conclusión; en tal caso, si la conclusión es equivocada, se puede fácilmente determinar, a través de los fundamentos, en qué momento de su camino, el juez ha perdido la orientación. ¿Pero cuántas veces los fundamentos son una fiel reproducción del sendero que ha guiado al juez hasta el punto de llegada? ¿Cuántas veces el juez está en condiciones de darse exacta cuenta, él mismo, de los motivos que le han inducido a decidir así? Se representa escolásticamente la sentencia como el producto de un puro juego lógico, fríamente realizado, sobre conceptos abstractos, ligados por una inexorable concatenación de premisas y de consecuencias; pero en realidad, sobre el tablero del juez, los peones son hombres vivos que irradian una invisible fuerza magnética que encuentra resonancias o repulsiones ilógicas, pero humanas, en los sentimientos del juzgador. ¿Cómo se puede considerar fiel una motivación que no reproduzca los subterráneos meandros de estas corrientes sentimentales, a cuyo influjo mágico ningún juez, ni el más severo, puede sustraerse?
Aun cuando continuamente se repita que la sentencia se puede esquemáticamente reducir a un silogismo en el cual, de premisas dadas, el juez saca, por la sola virtud de la lógica, la conclusión, ocurre a veces que el juez, al hacer la sentencia, invierte el orden natural del silogismo: esto es, primero encuentra la parte dispositiva y después las premisas que sirven para justificarlo. A esta inversión de la lógica formal, parece que el juez sea inducido oficialmente por ciertos preceptos judiciales, como los que le imponen publicar al final de la audiencia la parte dispositiva de la sentencia (esto es, la conclusión), mientras le consiente demorar algunos días la formulación de los motivos (esto es, las premisas). La misma ley parece, pues, reconocer que la dificultad de juzgar no consiste tanto en encontrar la conclusión, que es trabajo que puede despacharse en el día, sino en encontrar después, con más largas meditaciones, las premisas cuya conclusión debería ser, según el vulgo, la consecuencia. Las premisas aparecen muy a menudo, no obstante su nombre, meses después; el techo, en materia judicial, se puede construir antes que las paredes. Con esto, no se quiere decir que la parte dispositiva se obtenga a ciegas y que los fundamentos tengan solamente el objeto de hacer aparecer como fruto de riguroso razonamiento lo que en realidad es fruto del arbitrio; se quiere decir solamente que, al juzgar, la intuición y el sentimiento tienen muy a menudo una participación más importante de lo que a primera vista parece; por algo, dirá alguno, sentencia deriva de sentir.
Para explicar la diferencia que existe entre la psicología del abogado y la del juez, suele decirse que el primero esta llamado a presentar, frente a una conclusión ya dada (la que da la razón a su cliente), las premisas que mejor la justifiquen, mientras el segundo está llamado a sacar de premisas dadas (las resultantes del proceso) la conclusión lógicamente derivada. Pero no siempre la diferencia es tan clara: a veces también el juez se esfuerza en encontrar a posteriori los argumentos lógicos más idóneos para sostener una conclusión anticipada sugerida por el sentimiento. También al juez le puede ocurrir, como al abogado, partir de la conclusión para llegar a las premisas; pero mientras al abogado esta conclusión le es impuesta por el cliente, al juez se la impone aquella misteriosa y clarividente virtud de intuición que se llama el sentido de la justicia.
Más que en la virtud cerebral de la dialéctica, los buenos jueces confían en su pura sensibilidad moral; y cuando después se ven obligados a llenar con argumentaciones jurídicas los fundamentos de sus sentencias, consideran esta fatiga como un lujo de intelectuales desocupados, porque están convencidos de que cuando aquella íntima voz ha pronunciado dentro su dictamen, no había necesidad de demostraciones racionales.
Todos los abogados saben que los fallos justos son mucho más frecuentes que los fundamentos impecables; y así ocurre a menudo, que después de una casación por defectos de motivación, el juez de instancia no puede en conciencia hacer otra cosa que reproducir, con mayor habilidad, el fallo de la sentencia casada. Esto ocurre porque a veces el juez, en el cual las dotes morales son superiores a las intelectuales, siente intuitivamente de cuál de las partes está la razón; pero no consigue dar con los medios dialécticos para demostrarlo. Creo que la angustia más obsesionante para un juez escrupuloso ha de ser precisamente ésta: sentir, sugerida por la conciencia, cuál es la decisión justa y no conseguir encontrar los argumentos para demostrarlo según la lógica. En este aspecto, es conveniente que el juez tenga también, aun en pequeño grado, algo de la habilidad del abogado; porque al redactar los fundamentos debe ser el defensor de la tesis antes fijada por su conciencia.
A fuerza de leer en las revistas los más bellos fundamentos de derecho aislados de la parte dispositiva y de verlos considerados como título de mérito en el llamado escrutinio para las promociones, existe el peligro de que algún juez se habitúe a considerar la parte dispositiva como un elemento secundario de la sentencia, esto es: solamente como una ocasión para redactar unos interesantes considerandos, los cuales de esta manera resultarían en lugar de un puente de paso hacia la justa conclusión, el verdadero fin del juicio. Se puede creer como exacto que no comprendería la santa seriedad de la justicia, el juez que, lejos de presentar a las preocupaciones de los litigantes una solución justa, se preocupase de ofrecer para distracción de los lectores, un ensayo de amena lectura; podría resultar una especie de padre Zappata judicial: el juez que motiva bien y decide mal.
No siempre sentencia bien fundada quiere decir sentencia justa, ni viceversa. A veces unos fundamentos desaliñados y breves indican que el juez, al decidir, estaba tan convencido del acierto de su fallo, que consideró tiempo perdido el que se emplease en demostrar su evidencia; como otras veces una motivación difusa y muy cuidada, puede revelar en el juez el deseo de disimular a sí mismo y a los demás, a fuerza de arabescos lógicos, la propia perplejidad.
No digo, como he oído muchas veces, que sea nociva al juez la mucha inteligencia; digo que es juez óptimo aquel en quien prevalece sobre las dotes de inteligencia la rápida intuición humana. El sentido de la justicia, mediante el cual se aprecian los hechos y se siente rápidamente de qué parte está la razón, es una virtud innata que no tiene nada que ver con la técnica del derecho; ocurre como en la música, respecto a la cuál, la más alta inteligencia no sirve para suplir la falta de oído.
FIN DEL CAPÍTULO IX
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Ronald Dworkin ofrece una breve descripción introductoria de «Una teoría de la justicia» de John Rawls y «Anarquía, Estado y utopía» de Robert Nozick en una entrevista con Bryan Magee de 1978.
Aunque ambos escribieron obras de filosofía política muy influyentes, llegó a conclusiones bastante diferentes. Rawls es famoso por presentar un argumento novedoso para su posición que hacía uso de un experimento mental que involucraba un contrato hipotético. Sin embargo, a diferencia de otras teorías del contrato social, Rawls añadió el giro adicional de que los negociadores deben ignorar ciertos hechos sobre sí mismos que podrían sesgarlos a su favor (por ejemplo, su raza, género, clase, edad, talentos, etc.). De esta manera, la ignorancia se utiliza como un mecanismo para garantizar la imparcialidad a la hora de decidir cómo deben estructurarse las sociedades. Después de todo, uno no puede manipular las cosas para su beneficio a expensas de los demás si no sabe cuáles son sus intereses personales o cuál será su posición en la sociedad. Rawls argumentó que detrás de este llamado «velo de ignorancia» la gente estaría de acuerdo en dos principios, siendo el más interesante el principio de diferencia, que establece que las desigualdades económicas sólo pueden justificarse si benefician a los peor situados de la sociedad.
Sin embargo, Nozick rechazó tal punto de vista, quien argumentó desde el punto de partida de los derechos absolutos de propiedad que no pueden violarse sin el consentimiento de uno. A pesar de un principio tan fuerte, Nozick argumentó que todavía puede existir una especie de Estado mínimo, lo que llamó un «Estado de vigilancia nocturna«, que protege la propiedad y las personas.
Una forma de pensar en la diferencia de puntos de vista entre Rawls y Nozick (aunque esto pueda ser demasiado simplista e incluso engañoso en ciertos aspectos) es que mientras Nozick privilegia la libertad y los derechos por encima de la igualdad y la justicia, Rawls privilegia la igualdad y la justicia.
Este clip muestra a Ronald Dworkin discutiendo el pensamiento político de John Rawls y Robert Nozick en una entrevista de 1978 con Bryan Magee
La «intuición» no puede ser fundamento de ka decisión judicial. Eso supone justificar la decisión injusta, la creencia ajena a la razón -unico imperio de la ley.
Saludos