Tabla de contenidos
- 1 Capítulo 7: «De ciertas aberraciones de los clientes, que los jueces deben recordar en disculpa de los abogados»
- 2 Cómo se explicó el señor de Humeuesne delante de Pantagruel
- 3 ELOGIO DE LOS JUECES ESCRITO POR UN ABOGADO: ÍNDICE
- 4 DE CIERTAS ABERRACIONES DE LOS CLIENTES, QUE LOS JUECES DEBEN RECORDAR EN DISCULPA DE LOS ABOGADOS
Capítulo 7: «De ciertas aberraciones de los clientes, que los jueces deben recordar en disculpa de los abogados»
GARGANTÚA Y PANTAGRUEL
CAPITULO XII
Cómo se explicó el señor de Humeuesne delante de Pantagruel
Autorizado el señor de Humeuesne, comenzó de esta manera:
-Señor y señores: Si la iniquidad de los hombres se viera tan fácilmente en juicio categórico como se ven las moscas en la leche, el mundo, cuatro bueyes, no estaría tan comido de ratones como está y serían orejas hartas de tierras las que ahora han sido roídas cobardemente, porque como quiera todo lo que ha dicho la parte contraria es de plumón, aunque bien verdadero en cuanto a la letra y la historia del factum; sin embargo señores, su fineza, su pillería. Su pequeña cota de malla, han sido rotas sobre el cacharro de las flores.
Debo encarecer, señores, que a la hora en que yo como al par mi sopa, sin pensar mal, ni mal decir, entonces me viene a rascar y torturar el cerebro, resonándome en los oídos aquella antigualla que dice
Quien bebe al comer la sopa
después de muerto no bebe gota
Virgen santa. ¡Cuantas veces hemos visto los gruesos capitanes en pleno campo de batalla después de que se les daban los golpes del pan bendito de la cofradía, para más honestamente merecerse, tocar el laúd, hacer música con el culo y dar saltitos en una plataforma sobre sus escarpines acuchillados a la moda! Y mientras tanto, mundo está desenfrenado por las frazadas de paño de Leicester; el uno se corrompe, los otros se rompen la cara con las frialdades invernales y si la corte no da orden, dejará que espigue muy mal este año, que hace o mejor dicho hará juegos de cubiletes.
Si una pobre persona va a los baños calientes para hacerse iluminar el rostro con basura de vaca o a comprar botas de invierno y paseando los criados o las patrullas, reciben la decocción de una lavativa o la deyección fecal de un pescado en salmuera sobre sus chamarretas, ¿Se la debe llevar a roer las monedas o a fregar las escudillas de corcho?
Algunas veces pensamos en lo uno, pero Dios hace lo otro y cuando el sol se pone todas las bestias se quedan a la sombra. Yo no quiero ser creído si no lo pruebo vigorosamente por medio de gentes de pleno día.
El año treinta y seis, había yo comprado un caballo colín de Alemania, alto y corto, de muy buena lana, teñido de grana, como aseguraban los orfebres; a todo esto el notario me presentó varios. Yo no soy clérigo para coger la luna con los dientes, para una olla de manteca de vacas selló los instrumentos vulcánicos, y el ruido era tal que el buey en cecina hizo temblar el vino en plena media noche, sin luz, y fue arrojando al fondo del saco de un carbonero, calzado y aparejado con orejas y freno, y los manguitos requeridos para guisar, comida de rústicos, esto es, cabezas de carnero. Por eso tiene razón el adagio que dice que es buen agüero ver vacas negras en madera quemada cuando se hace el amor. Yo hice consultar la materia a mis señores los curas y resolvieron infrisesomorum que no hay más que cañonear el estío en una cueva bien guarnecida de papel y tinta, y plumas y cortaplumas de Lion, junto al Ródano tarabín, tarabán, porque tan pronto como un arnés siente las agujas, el añublo le come el hígado y luego no hace más que rebotear torti-coli-floreteando el sueño después de comer, y he aquí por qué la sal tanto.
Señores, no creáis que cuando la buena mujer citada enfurruñó Ia bolsa testicular para empanar mejor el camino del sirviente, tergiversó la asadura morcillar por las bolas de los museros, pues no había nada mejor para guardarse de los caníbales que tomar una ligazón de anadinos revueltos con trescientos nabos y un poco de bofe de ternera, del mejor áloe que tienen los alquimistas y lutinar y calcinar sus pantoflas, patatín, patatán, con hermosa salsa de liebre y buzar con una topera salvándose siempre de las mechas. Y si el dedo no os quiere decir de otra manera que siempre hay dos ases tiernos, de grueso cabo, guarda el as, colocad a la dama en un rincón del lecho, bailar el tralala-lí tra-la-lá y bebed a discreción depiscando grenoullibus por todas las hermosas polainas cotúrnicas y esto será muy bueno para los pajarillos de asador que se divierten en el juego de la horquilla y oyendo como golpean la cera y escaldan el metal las banastas de tripa.
Cierto es que los cuatro bueyes de aquella cuestión eran algo flacos de memoria, pues para rascarse la papera no llamaban al cuervo marino ni al pato de Saboya; pero la gente de tierra cifraba en ellos gran esperanza, diciendo: estos niñitos serán grandes en logaritmos y esto será para nosotros una rúbrica de Derecho; nosotros no podemos faltar a la caza del lobo, haciendo nuestros setos sobre el molino de viento de que hablaba la parte contraria; pero el gran diablo allí lo envía y coloca detrás los alemanes, que hacen diablos de ahumar, y tran tran, al caso, porque no tenía apariencia de decir que en Paris, sobre el puente, gallina de paja, estuviesen todos ellos con más flecos que abubillas de pantano, sino que sacrificasen los pompones en las esteras adornadas de letras versales o cursivas, me es igual, porque el palo delgado no engancha los gusanos.
Supuesto el caso de que en lugar de los perros corredores hubiesen tocado el cuerno las rezongonas delante del notario, hubiera dicho él su reacción por arte cabalístico, y de aquí se deduce (salvo mejor juicio del Tribunal) que seis adarmes de prado a medida larga hacen tres cajas de tinta fina, sin soplar en el bacín, considerando que en los funerales del rey Carlos llevaba puesto el toisón a toda marcha por
Seis blancos, entendido,
por mi Juramento, de lana
y yo veo que ordinariamente, en todas las buenas casas, cuando uno vea la husma descolgándose por la chimenea y diciendo su nombre, no se hace más que doblar los riñones y soplar con el culo si la habitación está caliente, y allí mismo
Las cartas examinadas
son las vacas entregadas
Yo no digo, verdaderamente, que no se pudiera por equidad desposeer de su justo título a los que beben el agua bendita, como se hace con una alabarda de tejedor, pues los supositorios no se hacen a los que quieren resignarse, sino a buen juego hacen dinero. Tunc señores, ¿quid iuris pro minoribus? Porque el uso, como dice la ley sálica, es tal que el primer botafuego que descuerna la vaca que se mosquea en pleno canto de la música sin solfear los puntos del juego del zapatito, debía en tiempos de Gundemaro sublimar la penuria de su miembro por la espuma testicular siempre que se constipara en la mesa de media noche per regalar a deshora vinos blancos de Anjou que ensartan en la perineta lazos y lazos a la moda de Bretaña. Concluyendo ut supra con costos, daños e intereses.
Cuando el señor de Humeuesne hubo acabado, Pantagruel dijo al señor de Baisecul:
-Amigo mío, queréis replicar algo?
A lo que Baisecul respondió:
-No señor, porque he dicho toda la verdad; pero, por Dios, dad fin a nuestra diferencia, porque estamos aquí sin gran frio.
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ELOGIO DE LOS JUECES ESCRITO POR UN ABOGADO: ÍNDICE
I. De la fe en los jueces primer requisito del abogado
II. De la urbanidad ( o bien de la discreción) de los jueces
III. De ciertas semejanzas y diferencias entre jueces y abogados
IV. De la llamada oratoria forense
V. De cierta inmovilidad de los jueces en audiencia publica
VIII. De la predilección de abogados y jueces por las cuestiones de derecho o por las de hecho
IX. Del sentimiento y de la lógica en las sentencias
X. Del amor de los abogados por los jueces y viceversa
XI. De algunas tristezas y heroísmos de la vida de los jueces
XII. De cierta coincidencia entre los distintos de los jueces y de los abogados
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CAPITULO VII
DE CIERTAS ABERRACIONES DE LOS CLIENTES, QUE LOS JUECES DEBEN RECORDAR EN DISCULPA DE LOS ABOGADOS
Es sorprendente la constancia con que los clientes, al elegir sus abogados, buscan en ellos precisamente las cualidades opuestas a las que son estimadas por los jueces. Los jueces prefieren los abogados discretos y lacónicos; los clientes los quieren violentos y de gran vistosidad; a los jueces les hastían los ingeniosos fabricantes de sofismas; los clientes ven en la fertilidad con que se excogitan sutiles expedientes, la condición más apreciable del ingenio del abogado; los jueces prefieren los defensores que, al exponer su tesis, confíen en la bondad de los argumentos y no en la imposición de su autoridad personal, y los clientes buscan los defensores entre los diputados o los profesores. Pero lo más extraño es esto: que también el juez, cuando por cualquier asunto personal se convierte en justiciable y tiene necesidad de un defensor, cae en la misma aberración de los clientes profanos, y lo va a buscar entre aquellas categorías de abogados de los cuales, como juez, siempre ha desconfiado.
¿Qué quiere decir “gran abogado”? Quiere decir abogado útil a los jueces porque les ayuda a decidir según justicia; útil al cliente por ayudarle a hacer valer las propias razones. Útil es el abogado que habla lo estrictamente necesario, que escribe claro y conciso, que no embaraza la audiencia con su arrolladora personalidad, que no fastidia a los jueces con su prolijidad ni les hace sospechar con sus sutilezas; exactamente lo contrario, por tanto, de lo que cierto público entiende por “gran abogado”.
Dijo el cliente al elegir defensor: — Elocuente y astuto: magnífico abogado. Dijo el juez al fallar en contra: — Charlatán y embrollador: abogado pésimo.
Ciertos clientes acuden al abogado confiándole sus males, con la ilusión de que, contagiándoselos, quedarán inmediatamente curados, y salen sonrientes y satisfechos, convencidos de haber reconquistado el derecho de dormir tranquilos desde el momento en que han encontrado quien ha asumido la obligación profesional de pasar las noches agitadas por su cuenta.
Una noche encontré en el teatro un cliente que aquel mismo día había venido a mi despacho a manifestarme que estaba al borde de la quiebra. Pareció contrariado y sorprendido por encontrarme en aquel lugar de distracción, y desde lejos me miraba durante el espectáculo con cierto ceño, casi suficiente para hacerme comprender que con la ruina que le amenazaba, no era delicado que yo pensase en divertirme y no sintiese el elemental deber de permanecer en casa suspirando por él.
Cuando explicas a ciertos clientes que los abogados no se han creado para poner trampas a la justicia, te miran con aire estupefacto. ¿Para qué, pues, sirve el abogado si no es para asumir sobre él nuestros embrollos, y conservar inmaculada nuestra fama de personas decentes?
Hay un momento en que el abogado civilista debe mirar de frente la verdad, con ojos desapasionados de juez; es aquel en que, requerido por el cliente para que le aconseje sobre la oportunidad de promover un pleito, tiene el deber de examinar imparcialmente, tomando en consideración las razones del eventual adversario, si puede ser útil a la justicia la obra de parcialidad que se solicita de él. Así el abogado, en materia civil, debe ser el juez instructor de sus clientes, cuya utilidad social es tanto más grande cuanto mayor es el número de sentencias de “no ha lugar a proceder” que se pronuncian en su despacho.
La obra más preciosa de los abogados civilistas es la que desarrollan antes del proceso evitando con sabios consejos de transacción los litigios que empiezan y haciendo todo lo posible a fin de que no adquieran aquel paroxismo morboso que hace indispensable el refugio en la clínica judicial. Ocurre lo mismo con los abogados que con los médicos, de los cuales si alguien duda que su intervención sirva seriamente para hacer variar el curso de una enfermedad ya declarada, nadie se atreve a negar la gran utilidad social de su obra profiláctica. El abogado probo debe ser, más que clínico, el higienista de la vida judicial; y precisamente por esta diaria obra de desinfección de la litigiosidad, que no se saca a la publicidad de los Tribunales, los jueces deberían considerar a los abogados como sus colaboradores más fieles.
Al acabar un día ocioso, en que ningún cliente se había acercado a llamar a su puerta, el abogado salió de su despacho frotándose las manos con aire feliz, y dijo: — Buen día; nadie ha venido a pedirme que le anticipe las costas.
No es cierto, como he oído decir a algún defensor sin escrúpulos, que la cuestión jurídica sea de la competencia del abogado y la cuestión moral de la competencia del cliente. Creo más bien que es oficio nobilísimo del abogado el de llamar la atención del cliente antes sobre la cuestión de moralidad que sobre la de derecho; y hacerle entender que los artículos de los Códigos no son cómodos biombos fabricados para esconder suciedades. Considerar las cuestiones de derecho como un teorema a demostrar mediante fórmulas abstractas, en el cual los hombres están representados por letras y los intereses por cifras, puede hacerlo el jurista en un tratado o en una lección; pero el abogado práctico debe ver, detrás de la fórmula, los hombres vivos. Dejemos que los profesores enseñen en clase que la ley es igual para todos; será después misión del abogado explicar a los clientes que la ley civil está hecha, particularmente, para las personas honradas, y que para las otras existe la penal.
Los jueces se lamentan de que los abogados escriben mucho; y casi siempre tienen razón. Pero se equivocan si, de este exceso, culpan solamente a la natural verbosidad de los abogados o acaso a su deseo de mayor lucro. Los jueces no saben en qué medida esta prolijidad es debida a las presiones del cliente, y cuánta paciencia necesita el abogado para no someterse a la insistencia de quien gradúa la bondad de la defensa por el peso del papel escrito. Tengo en la memoria la frase de una distinguida señora, la cual, después de haberme explicado por décima vez los argumentos en los cuales, a su entender, debía apoyar su defensa, en el momento de marcharse se detuvo en la puerta de la habitación, y con una sonrisa suplicante suspiró: — Abogado, en usted confío; ¡escriba mucho!
Ciertos hombretones de buen apetito opinan que los médicos han sido creados, no para enseñar la templanza, que conserva la salud, sino para buscar remedios heroicos contra las enfermedades producidas por los excesos y proporcionar así a sus fieles clientes la receta para continuar tranquilamente excediéndose; del mismo modo piensan algunos que la función de los abogados en la sociedad no es la de mantener a sus clientes en el camino de la legalidad, sino la de excogitar soluciones para reparar las fechorías de los embrollones y para ponerlos así en condiciones de continuar.
Sé de un leguleyo que después de haber sido condenado por falsedad y estafa y eliminado por este motivo del Colegio de Abogados, cuando salió de la prisión se encontró con un número de clientes que jamás había soñado cuando la gente lo creía honrado. Esta es la mentalidad del gran público en relación a los abogados: si ha sido capaz de cometer la estafa por su cuenta, dice la gente, quién sabe lo hábil que será para embrollar a los jueces por encargo de sus clientes.
Si el acusado pobre y oscuro encuentra a su lado, aun en los procesos más reñidos y peligrosos, el defensor que fraternalmente le asiste, esto significa que en el corazón de los abogados no se alberga solamente la codicia de dinero y la sed de gloria, sino también, y a menudo, la cristiana caridad que obliga a no dejar al inocente solo con su dolor y al culpable a solas con su vergüenza. Pero hay algo más: cuando alguno pasa al lado de la violencia que amenaza el derecho y en lugar de proseguir de prisa su camino, aparentando no ver, se detiene desdeñoso para apostrofar al prepotente y, olvidando su propio peligro, se lanza generosamente en medio de la reyerta, para ayudar al débil que tiene razón, hacer esto se llama valor cívico, que es virtud todavía más rara que la de la caridad. Recuérdese tal proceder a los que con gusto sigilen bromeando con frases anticuadas sobre la proverbial rapacidad de los abogados.
En la abogacía civil la diferencia entre los profesionales dignos y los aprovechados, es la siguiente: que mientras éstos se ingenian para encontrar en las leyes los preceptos que permitan a los clientes violar legalmente la moral, aquéllos buscan en la moral las razones para impedir a los clientes hacer lo que sólo las leyes permiten.
En opinión de Racine, los sesenta años son precisamente la edad adecuada para litigar: le bel âge pour plaider (la buena edad para suplicar). Pero todos los abogados conocen clientes para los cuales a cualquier edad, aun en aquella en que otros sueñan con el amor y la gloria, el objeto esencial de la existencia es el litigio, hacia el cual los arrastra, no maldad ni avidez, sino la morbosa exasperación de aquella sedienta curiosidad del misterioso porvenir que todo hombre discreto sabe ocultar en el fondo de su corazón cuando la siente levantarse con él cada mañana. El litigioso ama los procesos porque le renuevan continuamente la ansiedad de la espera; la derrota no le acobarda porque redobla en él los enigmas del desquite, y si multiplica las peticiones y los incidentes lo hace, no porque espere que prosperen, sino porque le proporcionan el modo de crear ante si una serie de metas que prolongan su deseo de vivir hasta poderlo alcanzar. Su terror es el final del proceso, aunque le sea favorable, porque significa revelación del misterio, desaparición del riesgo, clausura del porvenir. ¿De qué sirve vivir cuando la última sentencia ha sido pronunciada? ¿Mais vivre sans plaider est-ce contentement? (¿Pero vivir sin suplicar es contentamiento?). Conozco un venerando litigante, hoy más que octogenario, que con más de sesenta años inició un litigio para entrar en posesión de una discutida heredad. Sus adversarios, que entonces eran jóvenes, creyeron que la mejor táctica contra él sería la de detenerlo con excepciones dilatorias en espera de su muerte, que suponían no lejana. Y se inició entonces un épico duelo entre el procedimiento y la longevidad. Pero mientras, con el transcurso de los años, en las defensas se sucedían generaciones de abogados, y uno tras otro eran jubilados los magistrados que habían pronunciado las primeras sentencias, él solo, el viejo, en lugar de declinar, adquiría nuevo vigor a cada interlocutoria que alejara todavía más en el incierto porvenir la solución del proceso. Aun hoy persevera impávido, con su larga barba de patriarca, agitándose desde una trinchera de papel sellado; y mira en actitud de desafío a sus adversarios, que, haciéndose la ilusión de tener como aliada la muerte para darles la victoria, no se han dado cuenta de que sólo la victoria podría hacerlo morir.
FIN DEL CAPÍTULO VII
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