DE LA FE EN LOS JUECES, PRIMER REQUISITO DEL ABOGADO
Tabla de contenidos
- 1 DE LA FE EN LOS JUECES, PRIMER REQUISITO DEL ABOGADO
- 2 De cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsula y del modo que comenzó a gobernar
- 3 ELOGIO DE LOS JUECES ESCRITO POR UN ABOGADO: ÍNDICE
- 4 CAPÍTULO I: «DE LA FE EN LOS JUECES PRIMER REQUISITO DEL ABOGADO»
- 5 BIOGRAFÍA DE PIERO CALAMANDREI
Don Quijote de La Mancha
De cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsula y del modo que comenzó a gobernar
(Primera parte)
¡Oh perpetuo descubridor de los antípodas, hacha del mundo, ojo del cielo, meneo dulce de las cantimploras, Timbrio aquí, Febo allí, tirador acá, médico acullá, padre de la poesía, inventor de la música, tú que siempre sales y, aunque lo parece, nunca te pones! A ti digo, ¡oh sol, con cuya ayuda el hombre engendra al hombre!, a ti digo que me favorezcas y alumbres la escuridad de mi ingenio, para que pueda discurrir por sus puntos en la narración del gobierno del gran Sancho Panza, que sin ti yo me siento tibio, desmazalado y confuso.
Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó Sancho a un lugar de hasta mil vecinos, que era de los mejores que el duque tenía. Diéronle a entender que se llamaba «la ínsula Barataria», o ya porque el lugar se llamaba «Baratario» o ya por el barato con que se le había dado el gobierno. Al llegar a las puertas de la villa, que era cercada, salió el regimiento del pueblo a recebirle, tocaron las campanas y todos los vecinos dieron muestras de general alegría y con mucha pompa le llevaron a la iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego con algunas ridículas ceremonias le entregaron las llaves del pueblo y le admitieron por perpetuo gobernador de la ínsula Barataria.
El traje, las barbas, la gordura y pequeñez del nuevo gobernador tenía admirada a toda la gente que el busilis del cuento no sabía, y aun a todos los que lo sabían, que eran muchos. Finalmente, en sacándole de la iglesia le llevaron a la silla del juzgado y le sentaron en ella, y el mayordomo del duque le dijo:
—Es costumbre antigua en esta ínsula, señor gobernador, que el que viene a tomar posesión desta famosa ínsula está obligado a responder a una pregunta que se le hiciere que sea algo intricada y dificultosa, de cuya respuesta el pueblo toma y toca el pulso del ingenio de su nuevo gobernador y, así, o se alegra o se entristece con su venida.
En tanto que el mayordomo decía esto a Sancho, estaba él mirando unas grandes y muchas letras que en la pared frontera de su silla estaban escritas, y como él no sabía leer, preguntó que qué eran aquellas pinturas que en aquella pared estaban. Fuele respondido:
—Señor, allí está escrito y notado el día en que vuestra señoría tomó posesión desta ínsula, y dice el epitafio: «Hoy día, a tantos de tal mes y de tal año, tomó la posesión desta ínsula el señor don Sancho Panza, que muchos años la goce».
—¿Y a quién llaman don Sancho Panza? —preguntó Sancho.
—A vuestra señoría —respondió el mayordomo—, que en esta ínsula no ha entrado otro Panza sino el que está sentado en esa silla.
—Pues advertid, hermano —dijo Sancho—, que yo no tengo don, ni en todo mi linaje le ha habido: Sancho Panza me llaman a secas, y Sancho se llamó mi padre, y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas, sin añadiduras de dones ni donas; y yo imagino que en esta ínsula debe de haber más dones que piedras; pero basta: Dios me entiende, y podrá ser que si el gobierno me dura cuatro días yo escardaré estos dones, que por la muchedumbre deben de enfadar como los mosquitos. Pase adelante con su pregunta el señor mayordomo, que yo responderé lo mejor que supiere, ora se entristezca o no se entristezca el pueblo.
A este instante entraron en el juzgado dos hombres, el uno vestido de labrador y el otro de sastre, porque traía unas tijeras en la mano, y el sastre dijo:
—Señor gobernador, yo y este hombre labrador venimos ante vuestra merced en razón que este buen hombre llegó a mi tienda ayer, que yo, con perdón de los presentes, soy sastre examinado, que Dios sea bendito, y poniéndome un pedazo de paño en las manos, me preguntó: «Señor, ¿habría en esto paño harto para hacerme una caperuza?». Yo, tanteando el paño, le respondí que sí; él debióse de imaginar, a lo que yo imagino, e imaginé bien, que sin duda yo le quería hurtar alguna parte del paño, fundándose en su malicia y en la mala opinión de los sastres, y replicóme que mirase si habría para dos. Adivinéle el pensamiento y díjele que sí, y él, caballero en su dañada y primera intención, fue añadiendo caperuzas, y yo añadiendo síes, hasta que llegamos a cinco caperuzas, y ahora en este punto acaba de venir por ellas: yo se las doy, y no me quiere pagar la hechura, antes me pide que le pague o vuelva su paño.
—¿Es todo esto así, hermano? —preguntó Sancho.
—Sí, señor —respondió el hombre—, pero hágale vuestra merced que muestre las cinco caperuzas que me ha hecho.
—De buena gana —respondió el sastre.
Y sacando encontinente la mano de bajo del herreruelo mostró en ella cinco caperuzas puestas en las cinco cabezas de los dedos de la mano, y dijo:
—He aquí las cinco caperuzas que este buen hombre me pide, y en Dios y en mi conciencia que no me ha quedado nada del paño, y yo daré la obra a vista de veedores del oficio.
Todos los presentes se rieron de la multitud de las caperuzas y del nuevo pleito. Sancho se puso a considerar un poco, y dijo:
—Paréceme que en este pleito no ha de haber largas dilaciones, sino juzgar luego a juicio de buen varón; y, así, yo doy por sentencia que el sastre pierda las hechuras, y el labrador el paño, y las caperuzas se lleven a los presos de la cárcel, y no haya más.
Si la sentencia pasada de la bolsa del ganadero movió a admiración a los circunstantes, esta les provocó a risa, pero, en fin, se hizo lo que mandó el gobernador. Ante el cual se presentaron dos hombres ancianos; el uno traía una cañaheja por báculo, y el sin báculo dijo:
—Señor, a este buen hombre le presté días ha diez escudos de oro en oro, por hacerle placer y buena obra, con condición que me los volviese cuando se los pidiese. Pasáronse muchos días sin pedírselos, por no ponerle en mayor necesidad de volvérmelos que la que él tenía cuando yo se los presté; pero por parecerme que se descuidaba en la paga se los he pedido una y muchas veces, y no solamente no me los vuelve, pero me los niega y dice que nunca tales diez escudos le presté, y que si se los presté, que ya me los ha vuelto. Yo no tengo testigos ni del prestado ni de la vuelta, porque no me los ha vuelto. Querría que vuestra merced le tomase juramento, y si jurare que me los ha vuelto, yo se los perdono para aquí y para delante de Dios.
—¿Qué decís vos a esto, buen viejo del báculo? —dijo Sancho.
A lo que dijo el viejo:
—Yo, señor, confieso que me los prestó, y baje vuestra merced esa vara; y pues él lo deja en mi juramento, yo juraré como se los he vuelto y pagado real y verdaderamente.
Bajó el gobernador la vara, y, en tanto, el viejo del báculo dio el báculo al otro viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como si le embarazara mucho, y luego puso la mano en la cruz de la vara, diciendo que era verdad que se le habían prestado aquellos diez escudos que se le pedían, pero que él se los había vuelto de su mano a la suya, y que por no caer en ello se los volvía a pedir por momentos. Viendo lo cual el gran gobernador, preguntó al acreedor qué respondía a lo que decía su contrario, y dijo que sin duda alguna su deudor debía de decir verdad, porque le tenía por hombre de bien y buen cristiano, y que a él se le debía de haber olvidado el cómo y cuándo se los había vuelto, y que desde allí en adelante jamás le pidiría nada. Tornó a tomar su báculo el deudor y, bajando la cabeza, se salió del juzgado. Visto lo cual por Sancho, y que sin más ni más se iba, y viendo también la paciencia del demandante, inclinó la cabeza sobre el pecho y, poniéndose el índice de la mano derecha sobre las cejas y las narices, estuvo como pensativo un pequeño espacio, y luego alzó la cabeza y mandó que le llamasen al viejo del báculo, que ya se había ido. Trujéronsele, y en viéndole Sancho le dijo:
—Dadme, buen hombre, ese báculo, que le he menester.
—De muy buena gana —respondió el viejo—: hele aquí, señor.
Y púsosele en la mano. Tomóle Sancho, y, dándose leal otro viejo, le dijo:
—Andad con Dios, que ya vais pagado.
—¿Yo, señor? —respondió el viejo—. Pues ¿vale esta cañaheja diez escudos de oro?
—Sí —dijo el gobernador—, o, si no, yo soy el mayor porro del mundo, y ahora se verá si tengo yo caletre para gobernar todo un reino.
Y mandó que allí, delante de todos, se rompiese y abriese la caña. Hízose así, y en el corazón della hallaron diez escudos en oro; quedaron todos admirados y tuvieron a su gobernador por un nuevo Salomón.
Preguntáronle de dónde había colegido que en aquella cañaheja estaban aquellos diez escudos, y respondió que de haberle visto dar el viejo que juraba a su contrario aquel báculo, en tanto que hacía el juramento, y jurar que se los había dado real y verdaderamente, y que en acabando de jurar le tornó a pedir el báculo, le vino a la imaginación que dentro dél estaba la paga de lo que pedían. De donde se podía colegir que los que gobiernan, aunque sean unos tontos, tal vez los encamina Dios en sus juicios; y más que él había oído contar otro caso como aquel al cura de su lugar, y que él tenía tan gran memoria, que a no olvidársele todo aquello de que quería acordarse, no hubiera tal memoria en toda la ínsula. Finalmente, el un viejo corrido y el otro pagado se fueron, y los presentes quedaron admirados, y el que escribía las palabras, hechos y movimientos de Sancho no acababa de determinarse si le tendría y pondría por tonto o por discreto.
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ELOGIO DE LOS JUECES ESCRITO POR UN ABOGADO: ÍNDICE
I. De la fe en los jueces primer requisito del abogado
II. De la urbanidad ( o bien de la discreción) de los jueces
III. De ciertas semejanzas y diferencias entre jueces y abogados
IV. De la llamada oratoria forense
V. De cierta inmovilidad de los jueces en audiencia publica
VIII. De la predilección de abogados y jueces por las cuestiones de derecho o por las de hecho
IX. Del sentimiento y de la lógica en las sentencias
X. Del amor de los abogados por los jueces y viceversa
XI. De algunas tristezas y heroísmos de la vida de los jueces
XII. De cierta coincidencia entre los distintos de los jueces y de los abogados
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ELOGIO DE LOS JUECES ESCRITO POR UN ABOGADO
Piero Calamandrei
CAPÍTULO I: «DE LA FE EN LOS JUECES PRIMER REQUISITO DEL ABOGADO»
Quien fue al autor de la expresión cobarde y plebeya habent sua sidera lites («la justicia es un juego que no hay que tomarse en serio»), mediante la cual, bajo decoroso manto latino, se quiere significar en realidad que la justicia es un juego que no debe tomarse en serio? La creó seguramente un practicón sin escrúpulos ni entusiasmo que quiso justificar todas las negligencias, adormecer los remordimientos, evitar las fatigas. Pero tú, joven abogado, no te encariñes con este proverbio de resignación cobarde, enervante como un narcótico: quema la hoja en que lo encuentres escrito, y cuando hayas aceptado una causa que creas justa, ponte con fervor a trabajar, en la seguridad de que quien tiene fe en la justicia consigue siempre, aun a despecho de los astrólogos, hacer cambiar el curso de las estrellas.
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Para encontrar la justicia es necesario serle fiel: como todas las divinidades, se manifiesta solamente a quien cree en ella.
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Quien comparece ante un Tribunal llevando en su cartera en lugar de justas y honestas razones, recomendaciones secretas, ocultas peticiones, sospechas sobre la corruptibilidad de los jueces y esperanzas sobre su parcialidad, no debe asombrarse si, en lugar de hallarse en el severo templo de la justicia, creerá verse en un alucinante barracón de feria, en el que de cada pared un espejo le restituye, multiplicadas y deformadas, sus intrigas. Para encontrar la pureza en los Tribunales es preciso penetrar en su recinto con espíritu puro; también en este caso advierte el padre Cristóforo: omnia munda mundis («para el alma pura, todas las cosas parecen puras»).
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Estás defendiendo un pleito importante, uno de aquellos pleitos, no raros en lo civil, en el que de su resolución depende la vida de un hombre, la felicidad de una familia. Estás convencido de que tu cliente tiene razón: no sólo según las leyes, sino también según la conciencia moral, que tiene más valor que las leyes. Sabes que deberías vencer si en el mundo existiese justicia…; pero estás lleno de temores y de sospechas: tu adversario es más sabio, más elocuente, tiene más autoridad que tú. Sus escritos están redactados con un arte refinado que tú no posees. Sabes que es amigo personal del presidente, que los magistrados lo consideran un maestro; sabes que el contrario alardea de influencias irresistibles. Además el día de la vista, tienes la absoluta sensación de haber hablado mal, de haber olvidado los mejores argumentos, de haber aburrido a la Sala, que, por el contrario, escuchaba sonriente la brillante oración de tu contrario. Estás abatido y desalentado; presientes una derrota inevitable; te repites, con amargor de boca, que no debe esperarse nada de los jueces… Y, por el contrario, cuando conoces la sentencia recibes la inesperada noticia de que la victoria es tuya; a pesar de tu inferioridad, de la elocuencia del adversario, de la temida amistad y de las alardeadas protecciones. Estos son los días de fiesta del abogado: cuando se da cuenta de que, contra todos los medios del arte y de la intriga, vale más, modesta y oscuramente, tener razón.
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No tema el abogado modesto, acaso principiante, encontrarse frente a frente como adversario con uno de esos profesionales, que por su doctrina, por su elocuencia, por su autoridad de hombres públicos, o también por el aire que se dan, se suelen llamar “príncipes del foro”. El abogado modesto, siempre que esté convencido de la justicia de su causa y sepa con sencillez y claridad exponer sus razones, se dará cuenta casi siempre de que los jueces, cuando más evidente es la desproporción de fuerzas entre los contradictores, tanto más están dispuestos, aun dedicando su admiración al de más mérito, a proteger al menos dotado.
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Frecuentemente los jueces, por la tendencia que todos sentimos a proteger al débil contra el fuerte, llegan, sin darse cuenta, a favorecer a la parte que está peor defendida: una defensa inexperta puede hacer a veces, si encuentra un juez de corazón generoso, la fortuna de su cliente.
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Si tienes por adversario uno de esos abogados que son considerados como maestros en astucia, guárdate de intentar competir con él en ingeniosos ardides; mejor que disimular la propia inferioridad en este género de procedimientos, es ostentarla francamente y limitarse a hacer comprender al juez que contra las argucias del adversario tú no sabes blandir más arma que la confianza en la justicia. He ganado casi siempre los pleitos en que tenía como adversarios abogados más astutos que yo; pero si no los he ganado, he quedado satisfecho de no encontrarme en el lugar del vencedor.
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Observa con crudeza Guicciardini en sus Recuerdos que las sentencias de nuestros Tribunales, con todas las cautelas procesales que los juristas han bus- cado para haberlas menos falaces, consiguen ser justas en el cincuenta por ciento de los casos, lo mismo que las de los jueces turcos que se han hecho proverbiales por dictarse a ciegas; y parece que con esto quiere dar a entender que todos los cuidados puestos por los pueblos civilizados para perfeccionar el ritualismo judicial, se los lleva el viento, y que mejor sería, en lugar de ilusionarse con la esperanza de que nuestra pobre lógica de criaturas imperfectas consiga jamás encontrar la justicia, seguir el ejemplo del buen juez de Rabelais, que para ser imparcial, decidía los pleitos con los dados. Claro es que Guicciardini con esta desconsoladora convicción prueba que no había nacido para la abogacía, que no ama los corazones fríos: e hizo bien cambiar de profesión en la juventud. Pero quien tenga verdadera vocación para el patrocinio os dirá que si todos los costosos cuidados que la civilización moderna dedica a perfeccionar las instituciones judiciales sirvieran para aumentar aunque sólo fuera en un solo caso el tanto por ciento de las sentencias justas, estos cuidados estarían bien empleados; y aunque todo el trabajo nuestro de abogados y jueces para sacar de la oscuridad la luz de lo justo, fuese ilusorio también, en tal caso, esta fatiga prodigada, sin fruto apreciable, hacia la justicia, sería siempre una santa prodigalidad y acaso la más alta expresión del espíritu mediante el cual el hombre se diferencia de las bestias. El esfuerzo desesperado de quien busca la justicia no es nunca infructuoso aunque su sed no se satisfaga: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia.
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Todo abogado vive en su patrocinio ciertos momentos durante los cuales, olvidando las sutilezas de los Códigos, los artificios de la elocuencia, la sagacidad del debate, no siente ya la toga que lleva puesta ni ve que los jueces están envueltos en sus pliegues; y se dirige a ellos mirándoles de igual a igual, con las palabras sencillas con que la conciencia del hombre se dirige fraternalmente a la conciencia de su semejante para convencerlo de la verdad. En estos momentos la palabra “justicia” vuelve a ser fresca y nueva como si se pronunciase entonces por primera vez; y quien la pronuncia siente en la voz un temblor discreto y suplicante como el que se siente en las palabras del creyente que reza. Bastan estos momentos de humilde y solemne sinceridad humana para limpiar a la abogacía de todas sus miserias.
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El aforismo tan estimado por los viejos doctores según el cual res iudicata facit de albo nigrum et de quadrato rotundum («la cosa juzgada hace de lo blanco, negro, y de lo cuadrado, redondo«) hace hoy sonreír; sin embargo, pensándolo bien, debería hacer temblar. El juez tiene efectivamente, como el mago de la fábula, el sobrehumano poder de producir en el mundo del derecho las más monstruosas metamorfosis, y de dar a las sombras apariencias eternas de verdades; y porque, dentro de su mundo, sentencia y verdad deben en definitiva coincidir, puede, si la sentencia no se adapta a la verdad, reducir la verdad a la medida de su sentencia. Sócrates en la prisión explica serenamente a los discípulos, con una elocuencia que jamás un jurista ha sabido igualar, cuál es la suprema razón que impone, hasta el último sacrificio, obedecer la sentencia aunque sea injusta: al adquirir fuerza de cosa juzgada la sentencia es necesario que se separe de sus fundamentos, como la mariposa que sale del capullo, y resulta desde aquel momento inaccesible para ser calificada de justa o injusta, puesto que está destinada a constituir desde entonces en adelante el único e inmutable término de comparación a que los hombres deberán referirse para saber cuál era, en aquel caso, la palabra oficial de la justicia. Por ello el Estado siente como esencial el problema de la selección de los jueces; porque sabe que les confía un poder mortífero que, mal empleado, puede convertir en justa la injusticia, obligar a la majestad de las leyes a hacerse paladín de la sinrazón e imprimir indeleblemente sobre la cándida inocencia el estigma sangriento que la confundirá para siempre con el delito.
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El derecho, mientras nadie lo turba y lo contrasta, se hace invisible e impalpable como el aire que respiramos; inadvertido como la salud, cuyo valor sólo se conoce cuando nos damos cuenta de haberla perdido. Pero cuando el derecho es amenazado o violado, descendiendo entonces del mundo astral en que reposaba en forma de hipótesis, al de los sentidos, se encarna en el juez y se convierte en expresión concreta de voluntad operante a través de su palabra. El juez es el derecho hecho hombre; sólo de este hombre puedo esperar en la vida práctica la tutela que en abstracto la ley me promete; sólo si este hombre sabe pronunciar a mi favor la palabra de la justicia, comprenderé que el derecho no es una sombra vana. Por esto se sitúa en la iustitia no simplemente en el ius el verdadero fundamentum regnorum; porque si el juez no está despierto, la voz del derecho queda desvaída y lejana como las inaccesibles voces de los sueños. No está a mi alcance encontrar en la calle que recorro, hombre tras hombre ni en la realidad social, el derecho abstracto que vive únicamente en las regiones sidéreas de la cuarta dimensión; mas fácilmente puedo encontrarte a ti, juez, testimonio corpóreo de la ley, de quien depende la suerte de mis bienes terrenales. ¿Cómo no amarte sabiendo que la asistencia continua a todos mis actos, que el derecho me promete, puede actuarse en la realidad sólo a través de tu obra? Cuando te encuentro en mi camino y me inclino ante ti con reverencia, hay en mi saludo un dulzor de reconocimiento fraterno. Yo sé que de todo lo que me es íntimamente más querido tú eres custodio y fiador; en ti saludo la paz de mi hogar, mi honor y mi libertad.
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A mi padre, abogado, escuché, en los últimos días de su vida, estas palabras tranquilizadoras: — Las sentencias de los jueces son siempre justas. En cincuenta y dos años de ejercicio profesional, ni una vez he debido lamentarme de la justicia. Cuando he ganado un asunto ha sido porque mi cliente tenía razón; cuando lo he perdido ha sido porque tenía razón mi adversario. —¿Ingenuidad? Acaso; pero sólo con esta santa ingenuidad, la abogacía puede elevarse del juego de la astucia, engendradora de odios, hasta la fe operadora de la paz humana.
FIN DEL CAPÍTULO I
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BIOGRAFÍA DE PIERO CALAMANDREI
Bienaventurados los que, teniendo hambre y sed de justicia, no quieren juzgar ni ser juzgados, porque ellos serán sus Jueces