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ESPAÑA: POR UN ESTADO FEDERAL
Comparando el ambiente social, mediático e intelectual de los tiempos actuales con los habidos en los momentos inmediatamente posteriores a la muerte del Dictador Francisco Franco, podemos llegar a la triste conclusión de que ahora somos más mojigatos a la hora de expresarnos, existe una menor libertad de expresión y, sobre todo, existe una menor capacidad de comunicar. Comprueben lo que decimos en estas breves lineas de Óscar Alzaga, cofundador de UCD, sin sombra alguna de radicalismo, que se expresaba sobre la cuestion nacional en 1978 en los siguientes términos:
«España es, en efecto, una unión de naciones, impuesta por un Estado centralista en crisis. España es también un proyecto fracasado de nación unitaria. Pero también es una comunidad social y cultural de pueblos. El Estado español es hoy, ciertamente, una unidad política, pero el proyecto democrático deberá tener en cuenta que el Estado español sea además la fórmula no sólo de un pacto jurídico-político de pueblos autónomos, esto es de un contrato, sino también de una comunidad popular.»
(Oscar Alzaga, Comentario Sistemático a la Constitucion Española de 1978)
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Óscar Alzaga Villaamil
Óscar Alzaga Villaamil(Madrid, 29 de mayo de 1942) es un abogado, catedrático de Derecho constitucional y político español.
Fue dirigente de las organizaciones demócratas cristianas de oposición al franquismo (1962 a 1975). Entre 1962 y 1963 fue delegado electo de los Estudiantes de la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid. En el aňo 1962 fue cofundador de la agrupación ilegal Unión de Estudiantes Demócratas, de la que fue durante un tiempo secretario general; también en ese año fue secretario de la sección juvenil de la Asociación Española de Cooperación Europea(AECE), a cuya Junta directiva Nacional perteneció, como vocal, hasta 1975. Y en 1963 fue cofundador de la organización ilegal Unión de Jóvenes Demócratas Cristianos, que, cuando en 1965 fue secretario general, ingresó como miembro de pleno derecho en la Unión Internacional de Jóvenes Demócratas Cristianos.
Entre 1963 y 1968 fue miembro de la directiva nacional de la entidad ilegal Izquierda Demócrata Cristiana, después denominada Unión Demócrata Cristiana, presidida por Manuel Giménez Fernández; y de 1967 a 1977 fue miembro de la directiva nacional de esta misma entidad (desde 1969 denominada Izquierda Democrática), presidida por Joaquín Ruiz Giménez. En 1976 y 1977 contribuyó a que amplios sectores demócratas cristianos confluyesen en una oferta electoral de centro.
La legislatura constituyente (1977-1979) fue miembro de la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados como miembro de Unión de Centro Democrático (UCD), partido del que fue cofundador. En 1979 fue elegido diputado por Madrid (UCD) en el Congreso. El presidente Adolfo Suárez le ofreció entonces ser Ministro de Educación y en 1980 ser Ministro de Administración Territorial, lo que declinó para ser el portavoz de UCD en la Comisión de Asuntos Constitucionales y poco después, simultanearlo con la Presidencia de la Comisión de Justicia e Interior.
En 1981, el presidente Leopoldo Calvo-Sotelo le ofreció en ajustes ministeriales sucesivos las carteras de Defensa, Cultura y Justicia, que no aceptó. En la subsiguiente crisis de UCD y tras el abandono de la misma por Adolfo Suárez (para constituir el Centro Democrático y Social (CDS)) y de Francisco Fernández Ordóñez (para fundar una agrupación socialdemócrata que inmediatamente después desembocó en el PSOE), contribuyó a fundar el Partido Demócrata Popular(PDP), que prontamente fue reconocido por la Unión Europea Demócrata Cristiana. Tras la disolución anticipada de las cámaras a fin de agosto de 1982 suscribió un pacto de coalición electoral con el Partido Popular.
En mayo de 1987, abandonó el escaño de Diputado y la vida política.
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Colectivo Javier de Burgos
Bajo el nombre de JAVIER DE BURGOS se menciona un colectivo de la Asociación Española de la Administración Pública, asociación fundada en la década de los sesenta, en plena Era de Franco, por miembros del entonces naciente Cuerpo Técnico de la Adminstración Civil (TAC), con una signifiación netamente renovadora, progresista y democrática. Bajo la tutela de la Asociación se iniciarion los primeros esfuerzos de organización sindical en la función pública; amparó diversos movimientos de funcionarios en su lucha por la reconquista de las libertades publicas; patrocinó el famoso “Manifiesto de los 500”, de 1973, que comportó el alineaiento de los cuadros directivos del Estado frente al régimen dictatorial, y ha organizado multitud de reuniones y seminarios sobre temas relacionados con la Administración, de amplia resonancia.
El Colectivo Javier de Burgos estaba formado por especialistas cualificados de la Administración del Estado (abogados, economistas, inspectores financieros, interventores, ingenieros….), e intentó sensibilizar a los sectores no especializados de la sociedad española respecto a diversos temas que afectaban a la función pública, pero especialmente centraron sus esfuerzos en el análisis y evaluación especializada del Estado de las Autonomías, que culminó en la obra colectiva de la cual rescatamos hoy para Vds. su Prologo.
España: por un Estado federal
Prólogo obra Colectivo Javier de Burgos (1978) (*)
Prologo de Alejandro Muñoz Alonso
1.- La doctrina y la práctica autonómicas
Ningún otro aspecto de la transición política española ni de la Constitución de 1978 ha suscitado, posiblemente, tantos comentarios, tantas críticas y, quizás, tantos entusiasmos como lo que, con frase hecha, se ha denominado «la construcción del Estado de las Autonomías». Los observadores políticos que se expresan a través de los medios informativos pero también los especialistas en Ciencia Política, Derecho Constitucional o Derecho Administrativo han producido en los cuatro años que van transcurridos desde la promulgación de la Constitución, por no hablar de las aportaciones anteriores, una cantidad ingente de material que va haciendo difícil su manejo. Han menudeado también las tesis doctorales y las memorias de licenciatura sobre aspectos concretos del proceso autonómico y hasta se ha suscitado una polémica entre los cultivadores de las disciplinas jurídicas citadas más arriba en la que, al menos en parte, parecía dilucidarse un «conflicto de competencias» sobre la materia autonómica.
Esta fórmula española de distribución territorial del poder establecido por la Constitución de 1978 ha logrado también la atención de especialistas extranjeros, italianos sobre todo, que han enriquecido esa abundante bibliografía a que nos referimos.
La Asociación Española de Administración Pública, consciente de la repercusión, precisamente en el campo administrativo, del nuevo modelo de Estado pergeñado por la Constitución, ha seguido el proceso autonómico desde sus inicios analizando con rigor tanto las normas constitucionales y estatutarias como la plasmación de las mismas en actos politices concretos. La ya larga trayectoria de las Comisiones de Transferencias, los informes de las Comisiones de Expertos, los Pactos Autonómicos de 1981, la inconclusa historia de la LOAPA y la misma actividad de los Gobiernos y Parlamentos de las Comunidades Autónomas ya en funcionamiento y, last but not least, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, suponen también un riquísimo material que, precisamente, está en la base de la ya vasta producción doctrinal a que nos referíamos más arriba.
La A.E.A.P., en cuyo seno están algunos de los mejores especialistas, tanto en el plano doctrinal como en el de la realidad administrativa, ha debatido incansablemente el tema buscando de un modo específico las consecuencias últimas del proceso autonómico en la práctica administrativa. Fruto de ese análisis es el libro que prologamos, que no dudamos en considerar como una de las aportaciones más serias y significativas a la bibliografía sobre las autonomías. Bastaría pensar que se trata de una obra colectiva y que sus autores, como ya hemos dicho, no sólo conocen la doctrina elaborada sobre la problemática autonómica, según muestran las abundantes referencias, sino el funcionamiento concreto y cotidiano de la Administración Pública tal y como es vivida y a veces sufrida por los ciudadanos.
Alejados de los apasionamientos políticos y de los apresurados enfoques periodísticos, los autores han reflexionado con distanciamiento y conocimiento sobre la histórica transformación del Estado que supone la generalización del proceso autonómico. Sus conclusiones no son precisamente optimistas y, de hecho, concluyen con una severa llamada de atención respecto de algunas posibles consecuencias de una cierta concepción del proceso autonómico que desbordaría incluso los parámetros federalistas para sumirse en un vago confederalismo que haría del Estado mero residuo tras una etapa de «devolución de poderes» que, de alguna manera, supondría un proceso inverso a la de la larga y secular marcha histórica creadora de la unidad española.
2.- El nuevo modelo de Estado
Nuestra Constitución cuenta entre sus virtudes la de ser obra del más amplio consenso político logrado en la Historia contemporánea de España. Nadie habría podido imaginar en 1975, a la muerte de Franco, un «arco constitucional» tan amplio – de Fraga a Carrillo – como el que sirvió de base a nuestro máximo texto jurídico.
Pero esa misma cualidad positiva implicó un laborioso proceso – artículo a artículo, línea a línea – en el que ciertos valores técnico-jurídicos quedaron sacrificados en aras del acuerdo. Fueron, en suma, los políticos mucho más que los expertos constitucionales los responsables últimos de la redacción. Y, posiblemente, fue muy difícil actuar de otro modo. Adelantemos ya que algo muy parecido sucedió con el proceso de redacción de los Estatutos de las Comunidades Autónomas que marcaron la pauta. Esto es especialmente cierto en el caso del Estatuto Vasco.
Estaba claro que la nueva Constitución debía intentar resolver los conflictos catalán y vasco, el problema «secular» de los «hechos diferenciales» de Cataluña y el País «asco, aunque no estaría de más señalar que, con todo rigor, no hay problema catalanista hasta finales del pasado siglo ni, propiamente, problema vasco hasta principios del presente. Aunque la elaboración histórica posterior haga remontar el sentimiento de agravio a 1714 y 1839 respectivamente.
Era evidente, en todo caso, que el viejo y esclerotizado Estado unitario centralista debía ser sustituido por un nuevo modelo que fuera capaz de lograr la armonía entre unidad y diversidad. En este contexto se produce la irresistible difusión de la idea de autonomía que desborda lo que habían sido sus límites históricos. Prácticamente se produce una peligrosa sinonimia entre «democracia» y «autonomía» presentándose a esta última como la conditio sine qua non de la primera, lo que, debe reconocerse era verdad, al menos parcialmente en Cataluña y el País Vasco.
Este abusivo solapamiento de los dos conceptos origina la prioridad absoluta de la reivindicación autonómica. El propio PSOE, sim una tradición consistente en este sentido, hay momentos en los que da la impresión de que, en el País Vasco intenta ser más nacionalista que el propio PNV. Se da así otro peligroso salto, de la autonomía al nacionalismo, que embrolla aún mas todo el proceso.
Todos los líderes políticos usan inmoderadamente el término «autonomía», pero parece bastante claro que cada uno da al vocablo un contenido diferente. Para unos se trata de una simple descentralización administrativa mientras que otros arropan con la misma palabra una reivindicación de soberanía y del consiguiente, derecho de autodeterminación que hace casi imposible el dialogo. El terrorismo de ETA viene a hacer todavía más confuso el problema vasco, peculiar, sin duda, pero con proyección sobre el conjunto del proceso autonómico.
Mientras tanto nadie propone un modelo claro y los que al margen de la política lo hacen, no son escuchados. Así sucede con el profesor Fernando Badía que insiste en su idea del Estado regional como tertium genus entre el Estado unitario y el federal [1] Se puede incluso percibir en las declaraciones de los políticos nacionalistas un progresivo avance en las reivindicaciones autonómicas. Se acepta primera un regionalismo a la italiana, atribuyendo a regiones como Cataluña o el País Vasco un estatuto especial, según los criterios de la propia constitución Republicana de 1931 -bien parecida, como inspiradora que fue, del modelo regional italiano- y, en el caso catalán, se tiende a un mínimo: el Estatuto de 1932; más tarde es el Estatuto de Nuria (proyecto, como se sabe, más avanzado que el texto definitivo) el que se intenta alcanzar. Cada vez se va, pues, subiendo el techo de la reivindicación autonómica lo cual no deja de ser lógico en un proceso negociador cuando la otra parte no parece saber muy bien lo que quiere y hasta dónde se propone llegar, fruto todo ello de un gran desconocimiento de la problemática autonómica por parte de algunos de los políticos más destacados.
En efecto, el Gobierno Suárez no es capaz de diseñar un modelo de Estado autonómico que, finalmente, queda dibujado de un modo desvaído en el título VIII de la Constitución que por sus defectos técnico-jurídicos, sus ambigüedades y sus lagunas parece redactado para dar trabajo al Tribunal Constitucional.
Como ya sucedió en la Constitución de 19 31 se rechaza el federalismo a pesar de que para los nacionalistas vascos y catalanes hubiera sido un modelo más aceptable. Recordemos que en el propio programa del PSOE aprobado en el Congreso de 1976 se opta por la solución federal. Pero en 1976-78 no resultaba viable en España ningún tipo de federalismo que aquí continúa asociado a la malhadada República de 1873, al cantonalismo y hasta a las taifas musulmanas.
Posteriormente se ha propuesto, sin embargo, por juristas tan notables como el profesor García de Enterría una interpretación inspirada en el «federalismo cooperativo» que tiene valedores tan destacados como C. J. Friedrich y que supone la sustitución del principio dualista basado en la rígida separación de los ámbitos correspondientes al Estado federal y a los Esta dos miembros por un principio cooperativo que como ha señalado La Pérgola supone la liquidación de todo residuo indicador de soberanía local y la intercomunicación de los diversos niveles de poder, de la federación y de los miembros, que actúan concertadamente y cooperan entre sí.
Reconozcamos que la fórmula federal, bien conocida y ensayada, hubiera sido preferible a la indefinición de que adolece nuestro modelo autonómico. Aunque se puede prever que los problemas teóricos que plantea el federalismo, especialmente el de la soberanía y del poder residual, hubieran podido dar aquí al traste con el intento.
Por otra parte, en nuestra opinión el federalismo genuino es el que sirve como instrumento de unión de lo previamente separado – ex pluribus unum, como dice el lema del escudo de los Estados Unidos- pero no es tan funcional cuando lo que se pretende es precisamente lo contrario como en el caso español. Aquí no había que unir lo separado sino flexibilizar una unión demasiado estrecha.
Esta falta de modelo no es, desde luego, un puro problema teórico sino que tiene consecuencias prácticas, pues condiciona, sin ninguna duda, la interpretación del texto constitucional y produce una amplia disparidad de enfoques de la que vamos a dar algunos ejemplos.
El «Informe de la Comisión de Expertos sobre Autonomías» insiste en que la Constitución no establece «un diseño acabado de la nueva organización política». Para el profesor Fernando Badía «el Estado integral» de la Constitución española del 9 de diciembre de 19 31 y el actual «Estado regional italiano» o el «Estado autonómico español» son una misma forma de Estado que no es ni se puede confundir con la forma de Estado unitario, ni con la forma de Estado federal. Se trata -lo repetimos una vez más, continúa- de una forma intermedia entre las dos citadas formas jurídicas de Estado. La única diferencia que existe entre el Estado autonómico y las otras dos formas de Estado análogo es la que el sujeto de la autonomía es o puede ser una «región» o una «nacionalidad». [2]
El profesor J. J. Solozábal escribía en 1980, «podríamos aventurar una calificación de la organización territorial establecida en nuestra Constitución como Estado unitario altamente descentralizado que puede facilitar un juego político cuasifederal».[3] Algo más tarde, en 1982, escribe «la forma de Estado establecida en nuestra Constitución, que ha recibido el nombre de Estado autonómico o Estado de las Autonomías, presenta rasgos mixtos que comparte con el Estado unitario y el Estado federal; pero a la vez tiene perfiles jurídicos que le caracterizan, hasta cierto punto, – aunque quizá no hasta el grado de justificar la acuñación de una nueva categoría para definirlo – y que son muy próximos a los que la doctrina constitucional confiere al llamado Estado regional». [4]
Como se ve se está bastante lejos de la unanimidad. Y a la vista de cómo se ha ido concretando el difuso modelo constitucional, los autores del libro que prologamos afirman: «Hoy día resulta risible la conceptuación del Estado español como un modesto Estado regional intermedio entre el Estado central y el Estado federal, tal como se presentó a la opinión pública española en el 78.»
3.- Nación y nacionalidad. ¿Estado plurinacional?
La indefinición del modelo de Estado diseñado por la Constitución – que reúne rasgos de todos los modelos conocidos y da argumentos a todas las posturas doctrinales – se ve agravada todavía más por la inclusión en el artículo 2 del término nacionalidades, que no vuelve a aparecer en todo el texto constitucional y que ha dado pie para que desde ciertos puntos de vista se haya afirmado, y se siga afirmando, que el modelo es el de ~ Estado plurinacional. Digamos de entrada que si esto fuera así, nuestros constituyentes, que tanto velaron por evitar ninguna alusión federalizante, se habían dejado «colar» indirectamente un concepto, el de Estado plurinacional, de potencialidades disgregadoras y cantonalistas mucho más evidente que las que implica la fórmula federal. Evitar ésta para abrazarse al esquema plurinacional sería algo así como pasar de Herodes a Pilatos.
Señalemos que desde ninguna perspectiva doctrinal se ha aclarado suficientemente la posible diferencia entre nación y nacionalidad. Cuando Mancini formulaba el viejo «principio de las nac10nal1dades» se estaba refiriendo a la exigencia de toda nación a constituir su propio Estado, en virtud de su soberanía originaria. Y a en el siglo xx y a partir del Tratado de Versalles se ha formulado esta misma idea a través del «principio de autodetermmación» de los pueblos.
Nación y nacionalidad no aparecen, pues, como entidades diferenciadas. Salvo, curiosamente, en el pensamiento leninista y en el derecho constitucional de inspiración soviética. Efectivamente, en el contexto de la obra de Lenin cuando se habla de nacionalidad se está haciendo referencia a la nación pequeña oprimida frente a la nación grande, opresora e imperialista. Así en la polémica de Lenin con Rosa Luxemburg en 1914, antes por lo tanto de toma del poder por los comunistas, Lenin pide para las «naciones proletarias», para las nacionalidades oprimidas por el zarismo, el derecho de autodeterminación y consiguientemente la posibilidad de separarse del conjunto plurinacional creando un propio Estado independiente.
Lenin después de recordar «que de la autodeterminación de las naciones habla no sólo el programa ruso de 1903, sino también la decisión del Congreso Internacional de Londres de 1896», afirma rotundamente que «por autodeterminación de las naciones se entiende su separación estatal de las colectividades de nacionalidad extraña, se entiende la formación de un Estado nacional independiente» y que «sería erróneo entender por derecho a la autodeterminación todo lo que no sea el derecho a una existencia estatal separada».
Más adelante Lenin hace suya una observación de Kautsky, según la cual «los Estados de composición abigarrada en el sentido nacional (los titulados Estados de nacionalidades a diferencia de Estados nacionales) son «siempre Estados, cuya estructura interna, por estas o las otras razones, ha resultado anormal o se ha desarrollado poco». Lenin insistía en que «los grandes rusos son en Rusia la nación opresora» contrapuesta a las naciones o nacionalidades oprimidas entre las que se incluye, desde luego a Ucrania considerando «indudable el derecho de Ucrania a un Estado independiente».[5]
Lenin veía sin duda en esa concepción de las nacionalidades un camino para debilitar al Imperio de los zares contra el que luchaba. Tras la Revolución soviética de 1917, la práctica política de los comunistas cambia claramente, aunque sigan manteniendo retóricamente la misma posibilidad de la autodeterminación. La VII Conferencia panrusa de abril de 1917 del partido bolchevique había reivindicado para «todas las naciones que forman parte de Rusia … el derecho de libre separación y de formación de Estados independientes». Y Stalin, nombrado Comisario de las nacionalidades por el Gobierno revolucionario hizo adoptar una Declaración de los derechos de los pueblos de Rusia en la que se reitera el derecho de secesión. Pero si Finlandia logra en efecto su independencia más o menos mediatizada, Ucrania, granero y reserva industrial de Rusia, no lo consigue a pesar de su tenaz y prolongada resistencia. Y otro tanto ocurre con Bielorrusia y con las nacionalidades del Caúcaso.[6]
A pesar de estos hechos Lenin seguía insistiendo en que «hay que distinguir entre el nacionalismo de la nación que oprime y el de la nación oprimida, entre el nacionalismo de una gran nación y el de una pequeña nación», aunque poco después subraye «hay que mantener y consolidar la unión de las repúblicas socialistas; no puede existir ninguna duda sobre este punto».[7]
La URSS actual sigue siendo un «Estado multinacional» y «cada república federada conserva el derecho a separarse libremente de la URSS», según dicen los artículos 70 y 72 de la vigente Constitución de 1977. Cualquiera conoce el valor real de esta afirmación. Si Breznev aplicó a Checoslovaquia, que no forma parte de la URSS, el principio de la «soberanía limitada», y le envió los tanques del Pacto de Varsovia, piénsese en las posibilidades efectivas de separación de las repúblicas componentes de la Unión Soviética.
Otro caso de Estado plurinacional es Yugoslavia, en cuyos textos doctrinales a veces se observa una distinción entre naciones y nacionalidades, siendo las primeras los grandes conjuntos dotados de una República federada propia y las nacionalidades las minorías étnicas existentes en el seno de los primeros. Se trata de grupos relativamente poco numerosos y dispersos que, a diferencia de las naciones, no poseen el derecho de autodeterminación y secesión. Este concepto de nacionalidad no sería, por lo tanto, en ningún caso aplicable a las Comunidades Autónomas españolas.
Si resulta difícil diferenciar naciones y nacionalidades, tampoco cabría afirmar que nuestra Constitución considera a España como una «nación de naciones», curiosa cuadratura del círculo preconizada por Anselmo Carretero o por Herrero de Miñón, y que está desmentida en el propio artículo 2 del texto constitucional que parte de «la indisoluble unidad de la nación española».
Así lo ve, por ejemplo, Óscar Alzaga, que subraya cómo la nación española es una realidad anterior a la Constitución porque la sirve de fundamento (art. 2.0 ); asimismo insiste en que «el Estado se apoya no sobre una pluralidad de nacionalidades y regiones dotadas de soberanía» según se deduce del artículo 1.2; por otra parte el mismo art. 2.0 proclama «la indisoluble unidad de la nación española>.>, aludiendo poco después al carácter «indivisible» de la misma; por otra parte la Constitución no concibe otra «nacionalidad», en el sentido aquí de condición de nacional, que la española. Alzaga analiza otros artículos de la Constitución para concluir que «en suma, del conjunto de la Constitución se desprende, sin lugar a dudas, que el Estado se asienta sobre una sola Nación soberana, que es España». [8]
Por el contrario, para J. R. Recalde, Cataluña y Euskadi son naciones cuyo proceso rápido de construcción se produce en un momento en que el proceso de construcción lento de España, también nación, no estaba ultimado, generándose así una crisis.[9]
El concepto de nacionalidad queda, pues, en una especie de limbo jurídico-político. Por la Constitución sólo sabemos que es algo distinto de la región, pero las nacionalidades no tiene un tratamiento autonómico propio. Los diferentes procedimientos de acceso a la autonomía previstos en los artículos 143 y 151 no se corresponden con la distinción terminológica que nos ocupa. La propia Disposición transitoria segunda que, en principio podría parecer que se refería a las llamadas «nacionalidades históricas» prefiere referirse discretamente a «los territorios que en el pasado hubieren plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatutos de autonomía». Da la impresión de que nuestros constituyentes «tiraron la piedra» en el art. 2.o para después «esconder la mano» en el resto del texto.
El concepto de «nacionalidad» queda pues indefinido y carente de efectos jurídicos pero no de posibles utilizaciones políticas interesadas como ha demostrado la evolución reciente. Óscar Alzaga, en su ya citado Comentario sistemático sobre la Constitución, después de reproducir una larga cita del nacionalista catalán Heribert Barrera, en la que niega que España sea una nación, escribe que «quizá es interesante subrayar hasta qué punto pueden ser divergentes las interpretaciones que se construyan sobre este art. 2.0 y, más en concreto, sobre la palabra «nacionalidades»», que el mismo recoge y augura que «la batalla por el desarrollo ideológico de esta palabra es intuible en el horizonte» para terminar confesando que «nos hubiera parecido preferible la ausencia del término que puede trocarse en no poco vidrioso».[10]
Por nuestra parte muy al principio del proceso constituyente escribíamos: «Esta carga polémica del término «nacionalidades» podía haber sido, quizá, suficiente argumento para prescindir de él. . . El debate en torno a las nacionalidades tiene todas las características de un enfrentamiento ideológico y no es la Constitución la mejor cancha para semejantes torneos… En resumen, – terminábamos – esta fórmula sólo tiene sentido como disfraz de imperialismos colonialistas o como remedio a la balcanización. ¿Tiene que ver algo este país nuestro con esas hipotéticas situaciones? Nadie seriamente podrá afirmarlo, salvo quienes, en el fondo, añoran una España de taifas o un cantonalismo cartagenero que replanteando todo desde la raíz, vuelva a crear España sobre la base plural de una miríada de soberanías pactantes.»[11]
Más recientemente el ya citado profesor Solozábal ha defendido la inclusión del término «nacionalidades»: «Su empleo, – escribe – finalmente, resultó, a mi juicio, afortunado, pues contribuyó a apaciguar las tensiones nacionalistas, demostrando la compatibilidad fundamental entre sus aspiraciones y la unidad del Estado español, sin que la claridad del constituyente dejare duda alguna de la arbitrariedad que suponía culpar a su empleo del reforzamiento del separatismo». Continuaba el mismo autor señalando que «se posibilita con él (el término nacionalidades) la integración de aquellas comunidades que no se sentían cómodas en el modo de realizarse hasta el presente su inserción en el Estado español.»[12]
Solozábal entiende que «la nacionalidad, a nuestro juicio, es concebida más que como sinónimo de nación como región cualificada. . . podríamos pensar en la nacionalidad como aquella región con acusada conciencia de su especificidad». Señala «la nula trascendencia jurídico-organizacional del concepto en la Constitución» y ya en un plano más doctrinal alude a «la crisis del concepto estatalista de nacionalidad, pero implica, asimismo, una amortiguación de la idea convencional del Estado-nación que exigía de los ciudadanos una lealtad exclusiva». [13]
4.- Los nacionalismos enfrentados
Partiendo de esos presupuestos, Solozábal propone más que constata «abandonar la concepción excluyente del nacionalismo – lo que podemos llamar nacionalismo de conciencia nacionalista -. . . por otro nacionalismo acorde con la experiencia política y el horizonte mental de nuestro tiempo, más transigente y pluralista, un nacionalismo de conciencia nacional». Esto se concretaría en que «los nacionalismos periféricos aceptarían la renuncia al propio estado a cambio de una estructura política apropiada para garantizar y potenciar la propia identidad». En contrapartida, «el nacionalismo español abandonaría su obsesión hegemónica admitiendo los derechos culturales y políticos de las nacionalidades históricas».[14]
Este autor entiende, en suma, que «la crisis del concepto estatalista de nacionalismo» («el cual se resistía a admitir que la realización plena de la potencialidad nacional no supusiese la posesión por parte de la nacionalidad de un Estado exclusivo»), haría compatibles el concepto de «nacionalidades» tal y como lo utiliza el art. 2.0 de la Constitución con la existencia de una indivisible nación española. Dicho de otra manera, se compatibilizarían el nacionalismo español con los otros nacionalismos peninsulares especialmente con el vasco y el catalán.[15]
También es un enfoque compatibilizador el de J. R. Recalde. Este autor ha estudiado el caso vasco y entiende que «la nación vasca por construir tiene dos modelos en lucha por la hegemonía: el esencialista, que entiende la nación como algo definido antes y previamente al pueblo … ; y el popular, para el que la nación es una construcción democrática dirigida más al futuro que al pasado … ; este segundo modelo-continúa es el de un proyecto que intenta resolver en forma armónica la construcción de la nación vasca dentro de una comunidad nacional española».[16] Añadamos que para este autor el primer modelo es el patrocinado por los abertzales vascos y en concreto por el PNV, mientras que el segundo es el que propugnaría el PSOE.
El horizonte no puede ser más sugestivo, pero creemos que aun cuando se debe constatar que se ha avanzado mucho en esa dirección queda todavía un largo camino. Es verdad que el problema catalán presenta unas características evidentes de moderación sobre todo si le comparamos con el nacionalismo de los años 30. Pero en el caso vasco el proceso ha sido el inverso, ya que presenta una virulencia que nada tiene que ver con los planteamientos de hace medio siglo. Como era de prever los nacionalismos vasco y catalán, por no hablar del mucho más débil nacionalismo gallego no «practican» este concepto «blando» de nacionalidad e insisten en el slogan «Somos una nación», entendido este término en su acepción histórica más plena que lleva implícita Estado propio, soberanía y autodeterminación. Estaríamos, pues, todavía en el viejo concepto estatalista de nacionalismo.
Aunque los ejemplos que se pueden aducir son muy numerosos vamos a referirnos a unos pocos extraídos de la prensa nacionalista vasca tanto la moderada como la radical.
En plena lucha anti-LOAPA, el PNV justificaba su oposición por medio de un portavoz señalando que «la aplicación de la LOAPA elimina de hecho la posibilidad de que el Parlamento autónomo legisle de forma soberana en aquellas competencias que según el Estatuto de Gernika son exclusivas de las instituciones de la Comunidad».[17] Pocos días después el propio presidente del PNV afirmaba que su partido «está también a favor de que se reforme la Constitución y el Estatuto, ya que hemos aceptado unos mínimos sabiendo que los derechos de este pueblo van mucho más allá».[18] Como vemos no sólo se confunde autonomía con soberanía, sino que se alude a unos derechos concebidos como anteriores a la Constitución con lo que vuelve a esbozarse una especie de soberanía originaria privativa del pueblo vasco.
La vigencia del viejo principio de las nacionalidades como «hase del nuevo Derecho Internacional» era recordada por el ex lehendakari Leizaola con motivo del 79.0 aniversario de la muerte de Sabino de Arana para subrayar que el fundador del nacionalismo vasco no se había equivocado. En el mismo periódico y ese mismo día se cita a una historiadora, que escribe: «A finales del siglo :xx no tiene sentido hablar de Fuero cuando se puede hablar incluso de autodeterminación … ».[19]
En el mismo Deia, órgano oficioso del PNV se publicaba el 1 de diciembre de 1982 un artículo de José Antonio Ayestarán Lecuona, en el que, entre otras cosas, se decía: «En Euskadi no puede hablarse de democracia plena sino tras el ejercicio colectivo del derecho a la autodeterminación. Y no podrá hablarse de elecciones democráticas que tras la plena y libre autodeterminación». Después se cita a Anthony D. Smith y a sus proposiciones sobre el nacionalismo que están en la línea del más rancio nacionalismo estatalista e independentista, «el origen de todo poder político es la nación, la colectividad total. . . las naciones sólo pueden realizarse en sus propios Estados … ».
Más adelante Ayestarán escribe: «Es inútil que recordemos que la doctrina socialista ante los problemas nacionales es el derecho a la autodeterminación y que si el Estatuto de Gernika era la opción que esperábamos del Gobierno «burgués» de UCD, cambio, aquí y ahora, supone lo antedicho.»[20]
Este artículo suscitó una encendida polémica periodística en la que quien esto escribe denunció los «desvaríos nacionalistas».[21] Contestó Ayestarán Lecuona, que escribía: «Para mí ha sido sorpresivo que una moderada – por elemental- enumeración de rasgos de política nacionalista, comunes a todos los movimientos nacionalitarios (sic) que en la historia han sido, haya podido levantar tal ira en Tirios y tanto entusiasmo en Troyanos», reiterando después que «hay que afirmar otra vez que el derecho a la autodeterminación de los pueblos está consagrado (sic) por todos los códigos internacionales modernos» y que «en la raíz de la democracia de Suecia está la pacífica autodeterminación de Noruega».[22]
Desde Egin terciaba en la polémica Imanol Beristain para quien «la dialéctica nacionalista no puede, no debe renunciar a la plenitud del Estado-nación diferenciado e independiente que usted lo califica como utópico horizonte. El pleno ejercicio de la soberanía política que el articulista (Ayestarán) reivindica para el País Vasco lo reivindicamos asimismo todos los nacionalistas auténticos». Y más adelante: «Euskadi es la patria de los vascos, mi patria, mi nación, mi pueblo y no sólo me asiste el derecho sino que tengo la grave obligación de defender una plena soberanía política, el derecho a su plena y libre autodeterminación y a su independencia, derechos que para nosotros los nacionalistas son incuestionables.»[23]
Cuando en el mismo mes de diciembre, el nuevo Presidente del Gobierno Felipe González hizo unas declaraciones a El País en la que hacía una reivindicación del nacionalismo español afirmando «me complace recibir la acusación de nacionalista», la prensa nacionalista vasca denunció las distintas medidas que, en su opinión, se aplicaban al nacionalismo español por una parte y a los nacionalismos vasco y catalán por la otra. «Me gustaría saber después – escribía lbarzábal, comentarista político de Deia – qué razones existen para defender el «mayor margen de autonomía, el mayor margen de independencia para España» y negarse a que éstos {los nacionalistas vascos y catalanes) defiendan lo mismo para el País Vasco o Cataluña».[24]
En el contexto de esta nueva polémica escribía poco después en Deia otro articulista: «El nacionalismo vasco prende y cunde en un pueblo al que no se reconoce soberanía política. Esto le priva de importantes refuerzos jurídicos de que gozan los nacionalismos de las naciones-estado. Así, el nacionalismo vasco, que tiene por objetivo y deber el desarrollo más completo posible de la identidad nacional de su pueblo, aspira a aquel grado de soberanía que juzga le corresponde y necesita para su fin.»
Protesta después el autor porque «las cuestiones fundamentales que afectan al País Vasco como pueden ser el reconocimiento de su derecho a la autonomía y cláusulas de su Estatuto, las deciden «democráticamente», no los representantes del pueblo vasco, sino los del Estado español. Entre ellos, aunque los nacionalistas vascos representaran a la totalidad del pueblo vasco estarían siempre en minoría, minoría numéricamente ridícula».
Se lamenta más adelante este articulista de que «en la parte del País Vasco inserta en el Estado español… todo ciudadano español goza, desde su residencia, de los mismos derechos que tenía en su lugar de origen y tienen los vascos de nacimiento». La consecuencia sería que en la hipótesis de que se pusiera en práctica el derecho a la autodeterminación «el sujeto de tal derecho, que como tal correspondería al pueblo vasco, comprendería de inmediato a los inmigrados residentes».[25]
Como se ve late en los textos anteriores lo que Recalde ha llamado «modelo esencialista, que entiende la nación como algo definido antes y previamente al pueblo, según la cual el pueblo no definido por la esencia nacional no tiene otro camino que dejarse asimilar en ella».[26]
Como se ve se está en una pendiente desde la que es muy fácil precipitarse en el «antimaketismo» y en el racismo que caracterizó al primer nacionalismo vasco, al nacionalismo de Sabino de Arana.[27] Una actitud que está a años luz de la solidaridad que la propia Constitución pide en su art. 2.
Pero no se crea que esta proclividad al etnocentrismo es exclusiva del nacionalismo burgués, ya que en el abertzalismo radical se va incluso más lejos.
En Egin, próximo a Herri Batasuna y por lo tanto a la propia ETA (m), el colectivo Euzkotarrak, conocido por su radicalismo, publicaba el 17 de diciembre un análisis postelectoral, en el que tras estimar que «ha habido un rearme españolista y éste ha tenido éxito», criticaba las posiciones del PNV y de HB insistiendo en que todos los que viven en Euskadi son vascos. Para Euzkotarrak en el País Vasco hay dos comunidades diferenciadas y añadía: «Con estas teorías de falso humanismo cristiano, no racista y electoralista y con las otras de un internacionalismo ignorante y utópico, dentro de la lucha nacional no haremos carrera jamás.»
Euzkotarrak entiende que «el gran enemigo de los dirigentes nacionalistas, es el electoralismo» y criticaba al PNV y HB porque «ambas formaciones han felicitado al enemigo con reservas. Lo cual no pasa de ser un ridículo gesto versallesco y desmovilizador» y porque han valorado sus subidas en votos «sin quitarse el porcentaje españolista prestado que tienen en sus recuentos, que de cara a la lucha nacional son una verdadera lacra o, en el mejor de los casos «handicap» con el que habrá que contar tarde o temprano». Al PNV se le acusa de estar «dirigido por hombres que no tienen ansias ni valor de independentistas». Se insiste varias veces en la necesidad del independentismo y estimaba que el Gobierno socialista «no tendrá problemas en prometer una solución menos que más federal» que desde sus posiciones sería insatisfactoria.[28]
En línea muy similar se escribe en Egin en un doble artículo de también doble autoría, «Libre (se refiere a Euskadi), para un abertzale, sólo puede querer decir que la soberanía como nación recae, sólo y separadamente en el pueblo vasco». Ante el problema de la participación en las instituciones dicen, «la participación en instituciones del Estado (Parlamento español) sí que entraría en contradicción con la estrategia de ruptura y resistencia, ya que supone renunciar a la soberanía diferenciada del pueblo vasco». En polémica con Euzkotarrak y en relación con la existencia de dos comunidades – posición que niegan («una comunidad es algo cerrado») para afirmar que lo que existen son fracciones ( <mna fracción está sujeta a una gran movilidad social») -, afirman que «esto, que puede ser cierto en la sociedad política (las dos comunidades) y que la «nomenklatura» estatalista tiene extraordinario interés en fomentar como técnica de dominación … no es cierto en cambio, a nuestro juicio, ni admisible desde los objetivos abertzales, en la sociedad civil vasca». Entienden que existe una «dinámica de inculturación» que facilita la integración de los inmigrantes.[29] Como se ve nos hallamos prácticamente otra vez ante lo que Recalde llama «modelo esencialista».
Las referencias podrían alargarse casi indefinidamente, pero estimamos que son suficientes para mostrar que si en el terreno doctrinal se van abriendo camino trabajosamente concepciones de nacionalismo más modernas y moderadas en la práctica política sobreviven planteamientos muy poco alejados de las visiones netamente estatalistas basados en interpretaciones muy estrechas del viejo principio de las nacionalidades. En estos enfoques -y a pesar del injerto marxista con sus componentes internacionalistas y de solidaridad de clase, tan evidentes en las versiones radicales – se sigue manteniendo una actitud exclusivista dudosamente solidaria y con caracteres bien evidentes de mesianismo y milenarismo.
Las profundas raíces comunes entre milenarismo y nacionalismo han sido espléndidamente exploradas y expuestas por Juan Aranzadi en una obra, Milenarismo vasco [30] que estimamos de lectura y reflexión indispensables para cuantos, desde un lado u otro, estén implicados de alguna manera en el llamado «problema vasco».
Aranzadi se propone la «desmitificación del nacionalismo vasco» en el que detecta elementos de «carácter socio-religioso, trascendente a la política» que, en su opinión, explican «lo poco que afectan a lo sustancial del problema las variaciones de la coyuntura política». Pero avisa desde el principio que «incurriría en la más gruesa y ciega de las necedades (el lector) si, dejándose llevar por el maniqueísmo político imperante sobre este tema, dedujera de esa crítica desmitificadora del nacionalismo vasco algún tipo de apoyo o justificación al nacionalismo español. No hubieran sido esencialmente distintas las conclusiones críticas y desmitificadoras obtenidas si en lugar de los Mitos fundacionales de la conciencia nacionalista vasca, hubiéramos sometido a análisis los Mitos fundacionales de la conciencia nacionalista española (o francesa, catalana, rusa o senegalesa): el subsuelo de todas las idolatrías nacionales es igualmente de barro, todas las identidades nacionales son alucinaciones colectivas, mejor o peor conseguidas, más o menos arraigadas y compartidas, y sólo en esa medida más o menos ilusorias o «reales» ».[31]
Dudamos que se pueda describir de una manera más concisa o más clara la «naturaleza» de todos los nacionalismos. Para Aranzadi sobre una España nacional que, a diferencia de otros Estados europeos no cuaja definitivamente por diversos factores (recordemos la idea del «proceso lento» de Recalde) predomina una España imperial. Después de un largo período en que «los vascos son al mismo tiempo españoles, sin sentir en ello la más mínima contradicción» la pérdida de los fueros y el peligro de un sentimiento de comunidad diferenciada, frutos de la transformación centralista del Estado español que «es incapaz de hacer arraigar en los vascos un nacionalismo español de corte liberal-democrático (que no podría haber sido más que federalista), el antiguo patriotismo español de los vascos va desapareciendo a medida que desaparece el Antiguo Régimen en que se apoyaba».[32]
5.- Una nueva política autonómica
Si nos hemos detenido en el análisis de algunos aspectos de la problemática nacionalista lo hemos hecho porque ahí están las bases sobre las que se asientan los sentimientos autonómicos más fuertes y, a la vez, una gran parte de los obstáculos con que tropieza esa empresa histórica de nuestra época que es la construcción del Estado autonómico. Pensar que pudiera ser sólo un problema jurídico supondría un desenfoque peligroso. Por supuesto que el Derecho es un gran instrumento, pero de nada serviría el esfuerzo jurídico sin atender a las razones políticas y, sobre todo, a los sentimientos y a las actitudes.
Ahí radican, precisamente, la grandeza y la miseria de la LOAPA. Con independencia, y respeto anticipado, a la decisión del Tribunal Constitucional respecto al recurso contra la misma que ante él se sustancia, cabe afirmar que la LOAP A es un buen texto jurídico como lo son los Informes que emitieron las Comisiones de Expertos presididas por el profesor García de Enterria que sirvieron de base al proyecto aprobado por las Cortes durante el verano de 1982. Los autores del libro que prologamos han incluido un análisis de los pactos autonómicos y de la LOAPA por lo que no estimamos necesario volver aquí sobre unos textos jurídicos cuya valoración global positiva compartimos, por otra parte.
Pero, por sí solas, las bondades jurídicas de la LOAPA son incapaces de contrapesar el, o mejor dicho los pecados originales que pesan sobre ella. El primero se refiere a la oportunidad: los preceptos de la LOAP A llegan tarde pues debieron, en sus líneas maestras, formar parte ya de la Constitución como debieron inspirar los primeros Estatutos. Debieran haber constituido el verdadero cimiento del Estado autonómico que, de alguna manera, se ha construido así casi casi empezando por el tejado.
El segundo defecto de origen de la LOAP A radica en su aspecto político: fruto de los pactos autonómicos de 31 .de julio de 1981, esta discutida ley se presenta y en gran medida es una imposición de los dos grandes partidos en aquel momento. La LOAP A debió ser obra de un acuerdo entre las fuerzas políticas y, desde luego, hubiera sido preciso contar a toda costa, con los nacionalistas vascos y catalanes. Actuar como se hizo fue un error político que ha aplazado una vez más lo que debió ser un hito fundamental en la consolidación del Estado autonómico.
Todo este lastre que hace difícil y aun problemática la tarea de ultimar la construcción del Estado autonómico lleva a los autores del libro a proponer una reforma de la Constitución que, como ellos mismos señalan, ha sido preconizada por diversos autores.
Reconozcamos que para hacer las cosas bien una reforma del Título VIII sería el camino adecuado. Pero como los autores señalan acertadamente «la reforma constitucional ha sido desde 1978 la demanda de los enemigos de las libertades públicas y del sistema democrático, demanda que encubre la abrogación de la Constitución». Se trata por eso, aquí y ahora, d.e una bandera difícil de izar, pues iba a presentarse como testimonio del fracaso del régimen democrático. A la vista de la campaña anti-LOAP A piénsese en cuál sería la reacción ante una propuesta de reforma que inevitablemente sería presentada como un retroceso. No creemos que ningún partido político, ni siquiera el PSOE con sus diez millones de votos asumiera semejante empeño. Por otra parte sólo una legislatura fruto de unas elecciones en las que la reforma hubiera figurado en el programa de los ganadores justificaría abrir un proceso de reforma que, sin duda, supondría una enorme conmoción nacional.
Estimamos, por eso, que aquí y ahora, repetimos, esto es, a la vista de nuestras presentes y específicas circunstancias – sin cuya consideración no se puede tomar ninguna decisión política – no es oportuno hablar de reforma de la Constitución de 1978, aun cuando estemos plenamente de acuerdo en que no tiene ningún sentido hipostasiar y sacralizar la Constitución, pues las Constituciones son para los pueblos y no viceversa.
Suscribimos, sin embargo, la propuesta de los autores: «debería abordarse una política decidida que tapone las vías de agua del Estado resultante» y nos parecen tan imprescindibles como a ellos las medidas de nueva política autonómica que enuncian tanto en las páginas finales como a lo largo del texto en varias ocasiones.
Sólo añadiríamos que para el éxito de esta nueva política autonómica creemos que la única vía es la de la negociación y el pacto, especialmente con los nacionalistas vascos y catalanes. Sólo después de intentada sin éxito la negociación podría pensarse en la imposición de las mayorías aritméticas. Y eso no dejaría de ser la constatación de un fracaso que España y sus pueblos no se merecen.
NOTAS:
(*) «España: por un Estado federal», copyright 1983 Asociación Española de la Administración Publica
Prologo de Alejandro Muñoz Alonso
Edición Editorial Arcos Vergara S.A.
[1] Vid. de este autor Formas de Estado desde la perspectiva del Estado regional, Madrid, 1965, y ya en concreto sobre el caso español un artículo «Teoría y realidad del Estado autonómico» en Revista de Política Comparada U.I.M.P. no 6 (invierno 1980-81).
[2] Vid. art. cit. en la nota anterior, pág. 75. . .
[3] Vid. Juan José Solozábal Echevarría, «Nación, nacionalidades y autonomías en la Constitución de 1978. Algunos problemas e la Organización territorial del Estado» en Sistema, n.o .38-.39 (octubre de 1980), pág. 279.
[4] Vid. Juan José Solozábal Echevarría, «Sobre el modelo organización territorial del Estado según la Const1tuc1on e 1978» en Revista de Derecho Político, UNED, n.0 13 (primavera de 1982), pág. 5.
[5] Vid. V. I. Lenin, Obras escogidas, Ed. del Instituto de Marxismo Leninismo del CC del PCUS. Ed. Progreso, Moscú, 1966, Tomo 1, págs. 613 y siguientes.
[6] Vid. Andté Fontaine, Historia de la Guerra fría, Ed. Caralt, Barcelona, Tomo I.
[7] Vid. oh. cit. en nota 5, Tomo III, págs. 761 y 763. Un buen estudio de las concepciones marxistas y, en concreto, de las de Lenin sobre el tema de la nación puede encontrarse en la reciente obra de José Ramón Recalde, La construcción de las naciones, Ed. Siglo XX, Madrid,1982.
[8] Vid. Óscar Alzaga, Comentario Sistemático a la Constitución Española de 1978, Eds. del Foro, Madrid, 1978, pags. 101 y siguientes.
[9] «España es, en efecto, una unión de naciones, impuesta por un Estado centralista en crisis. España es también un proyecto fracasado de nación unitaria. Pero también es una comunidad social y cultural de pueblos. El Estado español es hoy, ciertamente, una unidad política, pero el proyecto democrático deberá tener en cuenta que el Estado español sea además la fórmula no sólo de un pacto jurídico-político de pueblos autónomos, esto es de un contrato, sino también de una comunidad popular.»
[10] Ob. cit. en nota 7, pág. 412.
[11] Alejandro Muñoz Alonso, «¿Un Estado plurinacional?», en Cambio 16, n.0 325, 26 de febrero de 1978, pág. 18.
[12] J. J. Solozábal, art. cit. en nota 4, pág. 66.
[13] Ibídem, págs. 67, 69.
[14] J. J. Solozábal, «Por un nuevo concepto de nacionalismo», en Estudios sobre Historia de España (Obra homenaje a M. Tuñ6n de Lara), Tomo III, págs. 251 y sigs.
[15] El texto entrecomillado está en el artículo del autor citado en nota 4, pág. 68.
[16] J. R. Recalde, ob. cit. en nota 7, pág. 449.
[17] Egin, 12 de junio de 1982, pág. 5.
[18] Egin, 15 de junio de 1982, pág. 6.
[19] Deia, 28 de noviembre de 1982, pág. 13, «Sabino a los 79 años de su muerte», por Jesús M;a de Leizaola, y «Sabino de Arana y el nacionalismo vasco», por Martín de Legalde.
[20] José Antonio Ayestarán Lecuona, «En la hora crítica del nacionalismo vasco», Deia, 1 de diciembre de 1982, pág. 15.
[21] Alejandro Muñoz Alonso, «Desvaríos nacionalistas», Diario 16 de diciembre de 1982, pág. 3.
[22] José Antonio Ayestarán Lecuona, «Desvaríos nacionalistas», Deia, 12 de diciembre de 1982, pág. 19.
[23] Imanol Beristain, «Desvaríos nacionalistas», Egin, 16 de diciembre de 1982, pág. 19.
[24] Eugenio Ibarzábal, «Compás de espera», Deia, 19 de diciembre de 1982, pág. 3.
[25] José Ramón Scheifler Amézaga, «¿Antagónicos los nacionalismos español y vasco?, en Deia, 22 de diciembre de 1982, página 17.
[26] J. R. Recalde, ob. cit., pág. 449.
[27] Vid. J. J. Solozábal, El primer nacionalismo vasco, Ed. Túcar, Madrid, 1975, y J. Corcuera, Orígenes, ideologia y organizaci6n del nacionalismo vasco 1876-1904, Ed. Stglo XXI, Madrtd, 1979.
[28] Euzkotarrak, «Pensamos hoy», Egin, 17 de diciembre de 1982, pág. 19.
[29] Alfonso Arnau Tornos y Carmen Pino Pertierra, «Coherencia táctica y estrategias», I «¿Participación en las instituciones vascas?», Egin, 12 de enero de 1938, pág. 19, 11, «¿Dos comunidades?», Egin, 13 de enero de 198.3, pág. 20. .
[30] Juan Aranzadi, Milenarismo vasco (Edad de oro, etnia y nativismo), Ed. Taurus, Madrid, 1981.
[31] Ibídem, págs. 14 y 19
[32]. Ibídem, pág. 21.
IMAGEN DE PORTADA: «Reunión de poetas»
Este cuadro, conocido también como «Los poetas contemporáneos» o “Una lectura de Zorrilla en el estudio del pintor”, es obra de Antonio María Esquivel. 1846. Museo del Prado.
Los componentes son: Antonio Ferrer del Río (1814-1872), Juan Eugenio Hartzenbusch (1806-1880), Juan Nicasio Gallego (1777-1853), Antonio Gil y Zárate (1793-1861), Tomás Rodríguez Rubí (1817-1890), Isidoro Gil y Baus (1814-1866), Cayetano Rosell y López (1817-1883), Antonio Flores (1818-1866), Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873), Francisco González Elipe, Patricio de la Escosura (1807-1878), José María Queipo de Llano, conde de Toreno (1786-1843), Antonio Ros de Olano (1808-1887), Joaquín Francisco Pacheco (1808-1865), Mariano Roca de Togores (1812-1889), Juan González de la Pezuela (1809-1906), Ángel de Saavedra, duque de Rivas (1791-1865), Gabino Tejado (1819-1891), Francisco Javier de Burgos (1778-1849), José Amador de los Ríos (1818-1878), Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862), Carlos Doncel, José Zorrilla (1817-1893), José Güell y Renté (1818-1884), José Fernández de la Vega, Ventura de la Vega (1807-1865), Luis de Olona (1823-1863), Antonio María Esquivel, Julián Romea (1818-1863), Manuel José Quintana (1772-1857), José de Espronceda (1808-1842), José María Díaz († 1888), Ramón de Campoamor (1817-1901), Manuel Cañete (1822-1891), Pedro de Madrazo y Kuntz (1816-1898), Aureliano Fernández Guerra (1816-1891), Ramón de Mesonero Romanos (1803-1882), Cándido Nocedal (1821-1885), Gregorio Romero Larrañaga (1814-1872), Bernardino Fernández de Velasco y Pimentel, duque de Frías (1873-1851), Eusebio Asquerino (h.1822-1892), Manuel Juan Diana (1814-1881), Agustín Durán (1793-1862).
Interpretación del cuadro
En el centro aparece Zorrilla leyendo. Los dos lienzos que hay en el fondo representan: el de la izquierda, al Duque de Rivas; el de la derecha, a Espronceda. Están sentados, de izquierda a derecha, los señores Nicasio Gallego, Gil y Zárate, Bretón de los Herreros, Ros de Olano, Burgos, Martínez de la Rosa, Mesonero Romanos, Duque de Frías y Durán (D. Agustín). De pie, y por el mismo orden, se encuentran los señores Ferrer del Río, Hartzenbusch, Rodríguez Rubí, Gil y Baus, Rossell, Flores (D. Antonio), González Elipe, Escosura, Conde de Toreno, Pacheco, Roca de Togores, Pezuela, Tejado (D. Gabino), Amador de los Ríos, Valladares, Doncel, Güel y Renté, Fernández de la Vega, Vega (D. Ventura), Olona, Antonio María Esquivel (con la paleta, al centro),. Romea (D. Julián), Quintana, Díaz (D. José María), Campoamor, Cañete, Fernández Guerra, Madrazo (D. Pedro), Nocedal, Romero Larrañaga, Asquerino y Diana (D, Juan Manuel). Descripción tomada de Burgos, Carmen de, Fígaro (Revelaciones, «Ella» descubierta, epistolario inédito), Madrid, Imprenta de «Alrededor del mundo», 1919, pág.158.
https://franciscojavierdeburgos.blogspot.com/p/la-asociacion-fjb.html