CALAMANDREI, «Elogio de los Jueces escrito por un Abogado» (Capítulo 2): «De la urbanidad (o bien de la discreción) de los jueces»

De la urbanidad (o bien de la discreción) de los jueces 

 

Don Quijote de La Mancha

CAPÍTULO XLV

De cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsula y del modo que comenzó a gobernar

(segunda parte)

De la urbanidad

 

Luego acabado este pleito, entró en el juzgado una mujer asida fuertemente de un hombre vestido de ganadero rico, la cual venía dando grandes voces, diciendo:

—¡Justicia, señor gobernador, justicia, y si no la hallo en la tierra, la iré a buscar al cielo! Señor gobernador de mi ánima, este mal hombre me ha cogido en la mitad dese campo y se ha aprovechado de mi cuerpo como si fuera trapo mal lavado, y, ¡desdichada de mí!, me ha llevado lo que yo tenía guardado más de veinte y tres años ha, defendiéndolo de moros y cristianos, de naturales y estranjeros, y yo siempre dura como un alcornoque, conservándome entera como la salamanquesa en el fuego o como la lana entre las zarzas, para que este buen hombre llegase ahora con sus manos limpias a manosearme.

—Aun eso está por averiguar, si tiene limpias o no las manos este galán —dijo Sancho.

Y volviéndose al hombre, le dijo qué decía y respondía a la querella de aquella mujer. El cual, todo turbado, respondió:

—Señores, yo soy un pobre ganadero de ganado de cerda, y esta mañana salía deste lugar de vender, con perdón sea dicho, cuatro puercos, que me llevaron de alcabalas y socaliñas poco menos de lo que ellos valían. Volvíame a mi aldea, topé en el camino a esta buena dueña, y el diablo, que todo lo añasca y todo lo cuece, hizo que yogásemos juntos; paguéle lo soficiente, y ella, mal contenta, asió de mí y no me ha dejado hasta traerme a este puesto. Dice que la forcé, y miente, para el juramento que hago o pienso hacer; y esta es toda la verdad, sin faltar meaja.

Entonces el gobernador le preguntó si traía consigo algún dinero en plata; él dijo que hasta veinte ducados tenía en el seno, en una bolsa de cuero. Mandó que la sacase y se la entregase así como estaba a la querellante; él lo hizo temblando; tomóla la mujer, y haciendo mil zalemas a todos y rogando a Dios por la vida y salud del señor gobernador, que así miraba por las huérfanas menesterosas y doncellas, y con esto se salió del juzgado, llevando la bolsa asida con entrambas manos, aunque primero miró si era de plata la moneda que llevaba dentro.

Apenas salió, cuando Sancho dijo al ganadero, que ya se le saltaban las lágrimas, y los ojos y el corazón se iban tras su bolsa:

—Buen hombre, id tras aquella mujer y quitadle la bolsa, aunque no quiera, y volved aquí con ella.

Y no lo dijo a tonto ni a sordo, porque luego partió como un rayo y fue a lo que se le mandaba. Todos los presentes estaban suspensos, esperando el fin de aquel pleito, y de allí a poco volvieron el hombre y la mujer, más asidos y aferrados que la vez primera, ella la saya levantada y en el regazo puesta la bolsa, y el hombre pugnando por quitársela; mas no era posible, según la mujer la defendía, la cual daba voces diciendo:

—¡Justicia de Dios y del mundo! Mire vuestra merced, señor gobernador, la poca vergüenza y el poco temor deste desalmado, que en mitad de poblado y en mitad de la calle me ha querido quitar la bolsa que vuestra merced mandó darme.

—¿Y háosla quitado? —preguntó el gobernador.

—¿Cómo quitar? —respondió la mujer—. Antes me dejara yo quitar la vida que me quiten la bolsa. ¡Bonita es la niña! ¡Otros gatos me han de echar a las barbas, que no este desventurado y asqueroso! ¡Tenazas y martillos, mazos y escoplos, no serán bastantes a sacármela de las uñas, ni aun garras de leones!: ¡antes el ánima de en mitad en mitad de las carnes!

—Ella tiene razón —dijo el hombre—, y yo me doy por rendido y sin fuerzas, y confieso que las mías no son bastantes para quitársela, y déjola.

Entonces el gobernador dijo a la mujer:

—Mostrad, honrada y valiente, esa bolsa.

Ella se la dio luego, y el gobernador se la volvió al hombre y dijo a la esforzada, y no forzada:

—Hermana mía, si el mismo aliento y valor que habéis mostrado para defender esta bolsa le mostrárades, y aun la mitad menos, para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza. Andad con Dios, y mucho de enhoramala, y no paréis en toda esta ínsula ni en seis leguas a la redonda, so pena de docientos azotes. ¡Andad luego, digo, churrillera, desvergonzada y embaidora!

Espantóse la mujer y fuese cabizbaja y mal contenta, y el gobernador dijo al hombre:

—Buen hombre, andad con Dios a vuestro lugar con vuestro dinero, y de aquí adelante, si no le queréis perder, procurad que no os venga en voluntad de yogar con nadie.

El hombre le dio las gracias lo peor que supo, y fuese, y los circunstantes quedaron admirados de nuevo de los juicios y sentencias de su nuevo gobernador. Todo lo cual, notado de su coronista, fue luego escrito al duque, que con gran deseo lo estaba esperando.

Y quédese aquí el buen Sancho, que es mucha la priesa que nos da su amo, alborotado con la música de Altisidora.

 

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ELOGIO DE LOS JUECES ESCRITO POR UN ABOGADO: ÍNDICE

Presentación y Prólogo

I. De la fe en los jueces primer requisito del abogado 

II. De la urbanidad ( o bien de la discreción) de los jueces  

III. De ciertas semejanzas y diferencias entre jueces y abogados 

IV. De la llamada oratoria forense 

V. De cierta inmovilidad de los jueces en audiencia publica

VI. De ciertas relaciones entre los abogados y la verdad, o bien de la justa parcialidad del defensor 

VII. De ciertas aberraciones de los clientes, que los jueces deben recordar en disculpa de los abogados  

VIII. De la predilección de abogados y jueces por las cuestiones de derecho o por las de hecho 

IX. Del sentimiento y de la lógica en las sentencias 

X. Del amor de los abogados por los jueces y viceversa 

XI. De algunas tristezas y heroísmos de la vida de los jueces 

XII. De cierta coincidencia entre los distintos de los jueces y de los abogados 

 

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CAPITULO II

DE LA URBANIDAD (O BIEN DE LA DISCRECIÓN) DE LOS JUECES

 

Mientras el proceso se concebía como un duelo entre los litigantes, en el cual el magistrado, a semejante de árbitro en campo de gimnasia, se limitaba a anotar los puntos y a controlar la observancia de las reglas del juego, parecía natural que la abogacía se redujera a un certamen de acrobacias y que el valor de los defensores se juzgara con criterio, por así decirlo, deportivo. Una frase ingeniosa, que no hiciese avanzar un paso a la verdad, pero que pusiera de manifiesto cualquier defecto del defensor contrario, producía el entusiasmo del público, como hoy, en el estadio, el golpe maestro de un futbolista. Y cuando el abogado se levantaba para informar, dirigíase al público, con el mismo gesto del púgil que al subir al ring muestra la turgencia de sus bíceps. Pero hoy, cuando todos saben que en cada proceso, aun en los civiles, se ventila, no un juego atlético, sino la más celosa y alta función del Estado, no se viene a las Salas de justicia para apreciar escaramuzas. Los abogados no son ni artistas de circo ni conferenciantes de salón: la justicia es una cosa seria.

 

***

Yo me pregunto — me decía confidencialmente un juez — si en la tan extraña compostura de ciertos abogados en audiencia pública no se encontrará la misteriosa intervención de un medium. Los aludidos, cuando no visten la toga, son verdaderamente personas correctas y discretas que conocen perfectamente y practican todas las reglas de la buena educación. Detenerse con ellos en la calle a hablar del tiempo que hace, es un delicioso placer; saben que no está bien levantar la voz en la conversación, se abstienen de emplear palabras enfáticas para expresar cosas sencillas, guárdanse de interrumpir la frase del interlocutor y  de infligir el tormento de largos períodos; y cuando entran en una tienda a comprar una corbata o se sientan a charlar en un salón, no se ponen a dar puñetazos sobre el mostrador ni a señalar con el índice dirigiendo la mirada contra la señora de la casa que sirve el té. Y sin embargo, estas personas bien criadas, cuando informan, olvidan la urbanidad y el buen gusto. Con los cabellos desordenados y el rostro congestionado emiten una voz alterada y gutural que parece amplificada por las arcanas concavidades de otro mundo; emplean gestos y vocabulario que no son suyos, y hasta cambian (también he podido observarlo) la pronunciación habitual de ciertas consonantes. ¿Es preciso, pues, creer que caen, como suele decirse, in trance y que a través de su persona inerte habla el espíritu de algún charlatán de plaza huido del infierno? Así debe ser; no se comprendería de otra manera cómo pueden suponer que, para hacerse tomar en serio por el Tribunal, haya que gritar, gesticular y desorbitar los ojos en la Audiencia de tal modo que si lo hicieran en su casa, mientras están sentados a la mesa con la familia, entre sus inocentes hijitos, se desencadenaría una clamorosa tempestad de carcajadas.

 

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Sería útil que, entre las varias prueban que los candidatos a la abogacía hubiesen de superar con el fin de ser habilitados para el ejercicio de la profesión, se comprendiese también una prueba de resistencia nerviosa como la que se exige a los aviadores aspirantes. No puede ser un buen abogado quien está siempre dispuesto a perder la cabeza por una palabra mal entendida, o que ante la villanía del adversario, sepa reaccionar solamente recurriendo al tradicional gesto de los abogados de la vieja escuela de agarrar el tintero para tirarlo. La noble pasión del abogado debe ser siempre consciente y razonable; tener tan dominados los nervios, que sepa responder a la ofensa con una sonrisa amable y dar las gracias con una correcta inclinación al presidente autoritario que le priva del uso de la palabra. Observo siempre que la vociferación no es indicio de energía y que la repentina violencia no es indicio de verdadero valor; perder la cabeza durante el debate, representa casi siempre hacer perder la causa al cliente.

 

***

El abogado que creyera asustar a los jueces a fuerza de gritos, me recordaría al campesino que, cuando perdía alguna cosa, en lugar de recitar plegarias a San Antonio, abogado de las cosas perdidas, comenzaba a lanzar contra él una serie de blasfemias, y después quería justificar su impío proceder diciendo: — A los santos, para hacerlos atender, no es necesario rogarles, sino meterles miedo.

 

***

El aforismo jura novit curia no es solamente una regla de derecho procesal, la cual significa que el  juez debe hallar de oficio la norma que corresponde al hecho, sin esperar que las partes se la indiquen, sino que es también una regla de corrección forense, que indica al abogado, si siente interés por la causa que defiende, que le conviene no darse tono de enseñar a los jueces el derecho; al contrario, la buena educación impone que se les considere como maestros. Será gran jurista, pero verdaderamente pésimo psicólogo (y, por consiguiente, mediocre abogado), quien hablando a los jueces como si estuviese en cátedra, los enojara con la ostentación de su sabiduría y los fatigara con desusadas y abstrusas exposiciones doctrinales. Me viene a la memoria aquel viejo profesor de medicina legal, que dándose cuenta de que un examinando se había preparado utilizando, en lugar de sus apuntes, amarillentos por cincuenta años de uso, un difícil texto moderno, le dijo, interrumpiéndolo con aire sospechoso:

—Joven,  me parece que tú quieres saber más que yo

—; y le suspendió.

 

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Yo tengo confianza en los abogados — me decía un juez —, porque abiertamente se presentan como defensores de una de las partes y confiesan así los límites de su credibilidad; pero desconfío de ciertos jurisconsultos de la cátedra que, sin firmar los escritos y asumir abiertamente la función de defensor, colocan dentro de la carpeta de la causa, dirigidos a nosotros los jueces, como si fuésemos sus alumnos, ciertos dictámenes que titulan “por la verdad”, casi queriendo hacer creer que en estas consultas solicitadas, ellos no estiman hacer obra de patrocinadores de una parte, sino de maestros desinteresados que no se cuidan de las cosas terrenas. Esta forma de proceder me parece indiscreta por dos motivos: primero, porque si el consilium sapientis estaba en uso cuando los juzgadores eran analfabetos, ofrecer actualmente al magistrado que es abogado semejante lección a domicilio, no es hacerle un cumplido; segundo, porque no se alcanza a comprender cómo puede ocurrir que, en estos dictámenes, incluidos entre los escritos de una parte, la verdad, con V mayúscula, coincide siempre con los intereses de la parte que alega el dictamen. Esta era también la opinión de un ilustre jurisconsulto, añadió el juez, que de cuando en cuando aparecía erudito; y me recitó un pasaje de Scaccia que dice así: Ego cuidam, contra cuius causam allegabatur consilium antiqui et valentie doctoris, dicebam: amice, si pars adversa, quae eo tempore litigabat, audivisset prius illum doctorem cum pecunia, tu nunc in causa tua haberes consilium illius pro te (Le dije a uno, contra cuya causa se alegaba el consejo de un antiguo y poderoso doctor: amigo, si la parte contraria, que en ese momento disputaba, hubiera escuchado primero a ese doctor con el dinero, ahora tendrías su consejos a favor de tu caso).

 

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El abogado que, defendiendo una causa, entra en abierta polémica con el juez, comete la misma imperdonable imprudencia que el alumno que durante el examen discute con el profesor.

 

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Cuando el abogado, hablando ante el juez, tiene la impresión de que la opinión de éste sea contraria a la suya, no puede afrontarlo directamente como podría hacer con un contradictor situado en el mismo plano. El abogado se encuentra en la difícil situación de quien, para refutar a su interlocutor, debe primeramente ablandarle; de quien para hacerle comprender que no tiene razón debe comenzar por declarar que está perfectamente de acuerdo con él. De este inconveniente deriva, en la clásica oratoria forense, el frecuente recurso a la preterición, figura retórica de la hipocresía; la cual aflora por fin en ciertas frases de estilo, como en aquella tan torpe y de que tanto se ha abusado, con la que el abogado, cuando quiere recordar al juez alguna doctrina, dice muy suavemente quererla “recordar a sí mismo”. Típico es, como ejemplo de tal expediente, el exordio de aquel defensor que debiendo sostener una determinada tesis jurídica ante una Sala que había ya resuelto dos veces la misma cuestión contradiciéndose, comenzó su discurso así: — La cuestión que yo trato no admite más que dos soluciones. Esta Excelentísima Audiencia lo ha resuelto ya dos veces, la primera en un sentido, la segunda en sentido contrario… —Pausa; después, con una inclinación: — … y siempre admirablemente! —.

 

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Amo a la toga, no por los adornos dorados que la embellecen ni por las largas mangas que dan solemnidad al ademán, sino por su uniformidad estilizada, que simbólicamente corrige todas las intemperancias personales y difumina las desigualdades individuales del hombre bajo la oscura divisa de la función. La toga, igual para todos, reduce a quien la viste a ser un defensor del derecho, “un abogado”, como quien se sienta en los sillones del Tribunal es “un juez”, sin adición de nombres o títulos. Es de pésimo gusto presentar en Sala bajo la toga al profesor Ticio o al Excmo. Sr. Cayo; como sería falta de corrección dirigirse en audiencia pública al Presidente o al Ministerio Fiscal, llamándole D. José o D. Cayetano. También la peluca de los abogados ingleses, que puede parecer un ridículo anacronismo, tiene el mismo objeto de afirmar el oficio sobre el hombre; hacer desaparecer al profesional, que puede también ser calvo y canoso, bajo la profesión, que tiene siempre la misma edad y la misma dignidad.

 

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Óptimo es el abogado de quien el juez, terminada la discusión, no recuerda ni los gestos, ni la cara, ni el nombre; pero recuerda exactamente los argumentos que, salidos de aquella toga sin nombre, harán triunfar la causa del cliente.

 

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La justicia no sabe qué hacer con aquellos abogados que acuden a los Tribunales, no para aclarar a los jueces las razones del cliente, sino para mostrarse y poner de manifiesto sus propias cualidades oratorias. El defensor debe tratar únicamente de proyectar sus dotes de claridad sobre los hechos y sobre los argumentos de la causa, y de mantener en la sombra la propia persona, a la manera de esos modernísimos mecanismos de iluminación, llamados difusores, que escondiendo la fuente luminosa, hacen aparecer las cosas como transparentes por su agradable fosforescencia interna. Al contrario de las lámparas de luz directa, prepotentes y descaradas: que deslumbran a quien las mira y alrededor, sobre los objetos, no se ve más que oscuridad.

 

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El abogado que, durante la discusión, en lugar de hablar del pleito, habla de sí mismo, comete con los jueces que le escuchan una falta de respeto semejante a la que cometería si en lo más hermoso del discurso se quitase la toga para hacer notar a los jueces que le viste el mejor sastre de la ciudad.

 

 

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El abogado debe saber sugerir al juez tan discretamente los argumentos para darle la razón, que le deje en la convicción de que los ha encontrado por sí mismo.

 

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Sin probidad, no puede haber justicia; pero probidad quiere decir también puntualidad, que sería una probidad de orden inferior a utilizar en las prácticas secundarias de administración ordinaria. Esto puede referirse también al abogado cuya probidad se revela en forma modesta, pero continua, en la precisión con que ordena los traslados, en la compostura con que viste la toga, en la claridad de su escritura, en la parsimonia de su discurso, en la diligencia con que atiende a presentar los escritos en el plazo señalado. Y esto, sin ofensa de nadie, se dice también a los jueces, cuya probidad no consiste solamente en no dejarse corromper, sino también, por ejemplo, en no hacer esperar dos horas en el pasillo a los abogados y a las partes citadas para dar principio a una prueba testifical.

 

 

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FIN DEL CAPÍTULO II

 


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