CALAMANDREI, «Elogio de los Jueces escrito por un Abogado» (Capítulo 11): «De algunas tristezas y heroísmos de la vida de los jueces»

De algunas tristezas y heroísmos de la vida de los jueces

 

El Estado de derecho era esto

Por Hughes

Gaceta, 11 DE NOVIEMBRE DE 2023
Impunidad
 

En las últimas horas, y en respuesta al pacto entre el PSOE y Junts, se han evacuado numerosos comunicados de asociaciones gremiales diversas: las cuatro asociaciones judiciales, la asociación de fiscales, la de Inspectores de Hacienda, la de técnicos del mismo ministerio, los letrados de la Administración del Estado, los colegios de abogados, el Consejo General del Poder Judicial en mesa permanente, la asociación de abogados del Estado, el cuerpo diplomático, las salas de gobiernos de los Tribunales Superiores de Justicia, los presidentes de las audiencias provinciales, los inspectores de trabajo, la asociación de secretarios, interventores y tesoreros de la Administración Local, la asociación de cuerpos de letrados y auditores del Tribunal de Cuentas, la asociación del cuerpo superior de letrados de la Administración de la Seguridad Social, los abogados y procuradores, el foro de profesores…

Comprendemos por fin qué era el Estado de derecho. ¡El Estado de derecho era esto! Un Estado lleno de juristas, letrados y legistas. Absolutamente lleno de ejércitos de ellos.

Y como cada cuerpo tiene su idiosincrasia y sus problemas, se manifiestan por separado, con el celo gremial característico.

Pero esto no es tanto que el Estado de derecho reaccione contra el golpe como que reaccionen sus juristas. Porque lo que hemos visto, lo que estamos viendo, es solo la reacción particular de cada uno de ellos por separado.

Aquí está el Estado de derecho, nos dicen, ruge el Estado de derecho…  y lo que empiezan a llegar son hojas de asociaciones.

No reacciona el Estado de derecho, ¡reaccionan sus innumerables juristas agrupados por sectores!

Y lo que hacen no es más que… firmar un manifiesto. Lo que hacen todos los demás. Lo que haría un simple intelectual centrista o los Bardem. Bien mirado, es una gran declaración de impotencia.

Pero lo más asombroso es lo que la lectura de estos manifiestos revela. Los juristas del Estado, en sus distintas agrupaciones profesionales, protestan por lo suyo. Unos se quejan de la mención del lawfare o de la posible creación de comisiones políticas que los controlen, los diplomáticos se quejan por la cesión de la representación exterior a Cataluña, los de la Seguridad Social por la gestión de los impuestos, los de Hacienda por la fragmentación de la Administración tributaria… cada uno por la invasión de su respectivo ámbito de trabajo (su razón de ser) y como mucho, cuando levantan la cabeza de lo suyo, se quejan y lamentan por la Constitución, por el Estado de Derecho y por la democracia, pero… ni una sola mención a España, a su unidad, soberanía y nación. Y anonada especialmente, por su relevancia profesional, el final del manifiesto de la Asociación de Abogados del Estado (los niños bonitos del Estado de derecho), que «muestra su preocupación por la ruptura de la separación de poderes y del principio de Igualdad». Pero… ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?

 

 

El Estado de derecho era esto: un Estado lleno de jurisperitos y ¿qué ha podido el Estado de derecho contra el golpe? Nada. Se han puesto todos a firmar manifiestos. Si todos estos abogados, miles, quizás decenas de miles, no han sido capaces de nada contra Sánchez y Bolaños, si no pueden nada contra el PSOE en acción, quizás el Estado de derecho no era gran cosa o era más bien un Derecho del Estado: un abismal conjunto de normas, leyes, reglamentos que aplican, interpretan y tramitan cuerpos innúmeros de letrados.

Si el Estado de derecho era todo esto y no ha producido más que manifiestos, quizás el problema es algo más que Sánchez.

 

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Un artista del hambre

Por Franz Kafka

 

Aún no había seguridad de que yo contratara un abogado; tampoco había logrado averiguar nada concreto sobre el asunto. Todos aquellos rostros eran repugnantes; la mayor parte de las personas con las que me encontraba y con las que volvía a cruzarme en los pasillos una y otra vez, parecían viejas gordas; vestían inmensos delantales rayados en blanco y azul que les cubrían por entero el cuerpo; se frotaban el vientre mientras se movían con pesadez de un lado a otro. Ni siquiera podía saber si nos encontrábamos en un palacio de justicia. Habían cosas que parecían indicarlo así; muchas otras lo negaban. Pero sobre todos estos detalles, lo que más me recordaba a un tribunal era un estruendo que se oía a lo lejos sin cesar; imposible decir de qué dirección provenía; saturaba a tal punto todos los ambientes, que aparentemente procedía de todos lados; o, para ser más exacto todavía, era como si el lugar donde uno se encontrara, fuera el verdadero origen de aquel estruendo; pero con certeza, aquello era una ilusión, pues el rumor nacía a lo lejos. Esos pasillos estrechos, de sencillas bóvedas, cuyo recorrido era ligeramente sinuoso, surcado por altas puertas apenas decoradas, parecían creadas para un profundo silencio; Eran los pasillos de un museo o de una biblioteca. Pero si esto no era un tribunal, ¿por qué buscaba yo aquí a un abogado? Porque lo buscaba por todas partes; después de todo, en todas las partes es necesario; se lo necesita más fuera de un tribunal que dentro, de él, pues se supone que el tribunal dicta su sentencia según la ley. La vida sería imposible si se admitiera que aquí se procede con injusticia o basándose en datos superfluos; hay que confiar en que el tribunal deje su acción a la majestad de la ley misma: Acusación, defensa y sentencia; la intervención aquí de una persona en forma individual sería un sacrilegio. Otra cosa muy distinta es la que respeta a la circunstancia de una sentencia; Ésta se fundamenta en testimonios de familiares y extraños, amigos, y enemigos, en privado y en público, en la ciudad y en el campo; en síntesis en todas partes. Un abogado es aquí imprescindible; no, muchos abogados, los mejores, formando una hilera, una muralla viviente, pues los abogados son lentos por naturaleza en cambio los fiscales, esos zorros astutos, esas sagaces comadrejas, esos ratoncitos invisibles, se cuelan por los recovecos, se escabullen entre las piernas de los abogados. ¡Cuidado! Pues por eso estoy aquí; por coleccionar abogados. Pero todavía no encontró ninguno; sólo estas viejas gordas que van y vienen, siempre igual; de no haberme empeñado en la búsqueda, ya me habría dormido. No me encuentro en el lugar adecuado; por desgracia no puedo sustraerme a la impresión de no estar en el lugar apropiado. Debería encontrarme en un lugar donde se reúna gente de toda clase, de distintas comarcas, estados y profesiones, de diversas edades; debería poder escoger esmeradamente entre la multitud, a los eficientes, a los amables, a aquellos que tienen una mirada para mí. Para esto posiblemente sería lo mejor una gran feria anual. En cambio, me arrastro por estos pasillos donde sólo puedo ver a estas viejas, y sólo a algunas, siempre las mismas, y aun a estas pocas, a pesar de su lentitud, no logro detenerlas, se me escabullen, flotan como nubes cargadas de lluvia, totalmente empeñadas en ocupaciones extrañas. ¿Por qué entró a ciegas en un edificio, sin leer la inscripción sobre el pórtico?, y me deslizo inmediatamente en los pasillos tan obstinadamente, que el recordar que alguna vez estuve afuera, ante el pórtico, ¿se vuelve imposible? Ya ni siquiera recuerdo haber subido las escaleras. Sin embargo no puedo volver atrás; esta pérdida de tiempo, el darme cuenta del error que cometí me sería insoportable. ¿Cómo desandar las escaleras de esta vida breve, presurosa, acompañada de un estruendo que no cesa? Imposible. El tiempo que se te ha acordado es tan corto, que si pierdes un segundo pierdes tu vida entera; porque sólo es tan larga como el tiempo que pierdes. Si has comenzado, pues, un camino, sigue adelante en cualquier circunstancia: sólo puedes ganar; no corres ningún peligro; Quizás al fin caigas, pero si al dar los primeros pasos te hubieras arrepentido y bajado la escalera, te habrías despeñado desde el comienzo mismo; y esto no sólo es probable sino seguro. Si no encuentras nada detrás de las puertas, hay otros pisos; si no encuentras nada arriba, no importa; continúa subiendo. Mientras no dejes de subir no terminarán los escalones; bajo tus pasos ascendentes, ellos crecen hacia lo alto.

 

Kafka, por Robert Crumb

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ELOGIO DE LOS JUECES ESCRITO POR UN ABOGADO: ÍNDICE

Presentación y Prólogo

I. De la fe en los jueces primer requisito del abogado 

II. De la urbanidad ( o bien de la discreción) de los jueces  

III. De ciertas semejanzas y diferencias entre jueces y abogados 

IV. De la llamada oratoria forense 

V. De cierta inmovilidad de los jueces en audiencia publica

VI. De ciertas relaciones entre los abogados y la verdad, o bien de la justa parcialidad del defensor 

VII. De ciertas aberraciones de los clientes, que los jueces deben recordar en disculpa de los abogados  

VIII. De la predilección de abogados y jueces por las cuestiones de derecho o por las de hecho 

IX. Del sentimiento y de la lógica en las sentencias 

X. Del amor de los abogados por los jueces y viceversa 

XI. De algunas tristezas y heroísmos de la vida de los jueces 

XII. De cierta coincidencia entre los destinos de los jueces y de los abogados 

 

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CAPITULO XI

DE ALGUNAS TRISTEZAS Y HEROÍSMOS DE LA VIDA DE LOS JUECES

De algunas tristezas y heroísmos de la vida de los jueces

 

En la “República” de Platón, médicos y jueces son confundidos bajo una misma desconfianza, como síntomas reveladores de las enfermedades físicas y morales que sufren los ciudadanos. Esta afinidad psicológica entre las dos profesiones no es hoy menos evidente, sobre todo por aquel sentimiento de viril pesadumbre que la experiencia de los males ajenos, físicos o morales, determina en quien diariamente los estudia y los conforta. También los jueces, como los médicos, no ven a su alrededor más que lisiados y leprosos; también los jueces, como los médicos, respiran continuamente el aire viciado de las salas, en aquellos grises hospitales de toda la humana corrupción, que son los Tribunales.

 

 

Sé de un químico que cuando en su laboratorio destilaba venenos, se despertaba sobresaltado por la noche, recordando con terror que un miligramo de aquella sustancia podía ser suficiente para matar un hombre. ¿Cómo puede dormir tranquilamente el juez, el cual sabe que tiene en su secreto alambique un tóxico sutil que se llama injusticia, del cual una gota escapada por error puede bastar no sólo para quitar la vida, sino, lo que es más terrible, para dar a toda una vida un sabor amargo que ninguna dulzura podrá nunca hacer que desaparezca?

 

 

 

El buen juez pone el mismo escrúpulo para juzgar todas las causas, aun las más humildes; sabe que no existen grandes y pequeños pleitos, porque la injusticia no es como aquellos venenos de los que cierta medicina afirma que tomados en grandes dosis matan, pero tomados en dosis pequeñas curan. La injusticia envenena aun en dosis homeopáticas.

 

 

Así como para distraerse con sucesos excepcionales de la tranquila normalidad de la vida diaria, a los buenos burgueses les gusta encontrar en las novelas policíacas o en las salas cinematográficas, dramas judiciales con tintas oscuras, así el juez, para encontrar en el teatro espectáculos excepcionales a propósito para distraerlo de su cuotidiana realidad, querría ver representados, en escenarios rosa y azul, cónyuges que se quieren bien, hermanos que se dividen la herencia sin rencores, comerciantes que no quiebran y propietarios de terrenos limítrofes que, sentados en el margen común, se cuentan conmovidos hasta el límite del llanto, la alegría recíproca de sentirse buenos vecinos.

 

 

Hasta en aquella hora de expansión de espíritu que el hombre fatigado puede encontrar en su mesa, si se sientan a su alrededor amables conversadores, está prohibida al juez, al cual, un artículo del código que le amenaza con la recusación si se le prueba ser ‘’comensal habitual” de un justiciable, aconseja hacer sus comidas en ascética soledad. También esto lo debe saber el joven licenciado, cuando, al acudir a las dependencias judiciales, interroga a su corazón para estar seguro de la vocación que presiente: que durante su noviciado, en aquel lugar provinciano donde él, acaso todavía soltero, estará al frente del Juzgado, su mesa, en la única fonda de la ciudad, deberá estar apartada y silenciosa; único comensal admitido a su mesa deberá ser, invisible, pero presente, su propia independencia.

 

 

En ciertas ciudades de Holanda viven en oscuras tenduchas los talladores de piedras preciosas, los cuales pasan todo el día trabajando en pesar, sobre ciertas balanzas de precisión, piedras tan raras, que bastaría una sola para sacarlos por siempre de su miseria. Y después, cada noche, cuando las han entregado, fúlgidas a fuerza de trabajo, a quien ansiosamente las espera, serenos preparan sobre la misma mesa en que han pesado los tesoros ajenos, su cena frugal, y parten sin envidia, con aquellas manos que han trabajado los diamantes, el pan de su honrada pobreza. También el juez vive así.

 

 

No conozco otro oficio que, más que el de juez, exija en quien lo ejerce fuerte sentido de viril dignidad; sentido que obliga a buscar en la propia conciencia, más que en las opiniones ajenas, la justificación del propio obrar, y asumir de lleno, a cara descubierta, la responsabilidad. La independencia de los jueces, esto es, el principio institucional por el cual, en el momento en que juzgan, deben sentirse libres de toda subordinación jerárquica, es un duro privilegio que impone a quien lo disfruta el valor de responder de sus actos sin esconderse tras la cómoda pantalla de la orden del superior. Por esto, la colegiación, que se suele considerar como una garantía para los justiciables, fué acaso establecida para ayuda de los jueces; para darles un poco de compañía en la soledad de su independencia.

 

 

Siento un poco de sutil malestar cuando encuentro en los Tribunales, llevando bajo el brazo la cartera de sus escritos, a algún magistrado que, jubilado por haber alcanzado el límite de edad, se ha dedicado a ejercer la abogacía. Sí; lo sabemos: abogacía y magistratura están moralmente al mismo nivel, y el cambiar la toga del juez por la del defensor no es rebajarse. Pero hasta ayer le habíamos visto austero y solemne en su sillón, dispuesto a cortar nuestras torpes discusiones profesionales; y teníamos la impresión de que era mejor que nosotros porque había alcanzado, ejercitando la imparcialidad durante toda su vida, aquella serena tranquilidad de espíritu que permite a los viejos valuar y compadecer desde lo alto, como miserias que no les alcanzan, las pasiones y la codicia de la turbulenta juventud. Da pena encontrárselos en medio de nosotros, afanosos y ásperos, en nuestras mismas luchas, y sentir su voz, que ya los años han hecho un poco trémula, adoptar tonos de desdén retórico por encargo del cliente. No hay espectáculo más triste que el ofrecido por ciertas personas de edad cuando inconscientemente se aventuran en juveniles intemperancias, que requerirían para no resultar torpes la pronta agilidad de los veinte años. Y aun también para ciertas destrezas forenses, para ciertas turbulencias de audiencia, es necesaria la desenvoltura de la edad; nunca he sentido tanto la mortificante tristeza de ciertos procedimientos abogadiles como cuando los he visto puestos en práctica por estos viejos principiantes, que con ingenua torpeza intentan, al declinar de su noble vida, aprender a ser parciales.

 

 

El verdadero “drama del juez” no es el que de vez en cuando aparece con este título en la novela o en el teatro y que se apoya casi siempre en una lucha enfática entre los deberes del oficio y la pasión del hombre; como los casos en que el fiscal debe sin saberlo acusar a un hijo suyo; o aquel, todavía más extravagante, en que el juez instructor llega a conocer que el crimen que trata de descubrir lo cometió él mismo en estado de sonambulismo. Menos novelesca y más sencilla es la pesadumbre que alimenta el drama del juez. El drama del juez es la soledad; porque él, que para juzgar debe estar libre de afectos humanos  y colocado un escalón más alto que sus semejantes, difícilmente encuentra la amistad, que sólo sabe de espíritus colocados al mismo nivel, y, si la ve que se avecina, tiene el deber de esquivarla con desconfianza, antes de que haya de darse cuenta de que la movía solamente la esperanza de sus favores o de que oiga se la censuran, como traición a su imparcialidad. El drama del juez es la cotidiana contemplación de las tristezas humanas que llenan todo su mundo, donde no tienen sitio las caras tranquilas y amables de los afortunados que viven en paz, sino sólo los rostros de los atormentados, descompuestos por el odio del litigio o por el envilecimiento de la culpa. Pero, sobre todo, el drama del juez es la costumbre, que, insidiosa como una enfermedad, le gasta y le desalienta hasta hacerle sentir, sin que se rebele, que el decidir de la vida y del honor de los hombres, se ha convertido para él en una práctica de ordinaria administración. El juez que se habitúa a hacer justicia es como el sacerdote que se habitúa a decir misa. Feliz ese viejo párroco de pueblo que hasta el último día siente,  al acercarse al altar con vacilante paso senil, aquella sagrada turbación que experimentó, sacerdote novel, en su primera misa; feliz el magistrado  que, hasta el día que precede a su jubilación por edad, experimenta al juzgar aquel sentimiento casi religioso de consternación que le hizo estremecer cincuenta años antes, cuando, juez principiante, debió pronunciar su primera sentencia.

 

 

Un viejo magistrado, sintiéndose morir, serenamente sobre su lecho suplicaba: — Señor, querría al morir estar seguro de que todos los hombres que yo he condenado han muerto antes que yo, porque no puedo pensar en que deje en las prisiones de este mundo, sufriendo penas humanas, aquellos que fueron encerrados por orden mía. Querría, Señor, cuando me presente a tu juicio, encontrarlos en espíritu en el umbral para que me dijeran que saben que yo los juzgué según justicia, según lo que los hombres llaman justicia. Y si con alguno, sin darme cuenta, he sido injusto, a él más que a los otros quisiera encontrar allí, a mi lado, para pedirle perdón y para decirle que ni una vez, al juzgar, he olvidado que era una criatura humana esclava del error, que ni una vez al condenar, he podido reprimir la turbación de la conciencia, temblando ante una función que, en última instancia, puede ser solamente tuya, Señor.

 

 

FIN DEL CAPÍTULO XI

 

 


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