CALAMANDREI, «Elogio de los Jueces escrito por un Abogado» (Capítulo 4): «De la llamada oratoria forense»

Capítulo 4: «De la llamada oratoria forense»

 

Don Quijote de La Mancha

CAPÍTULO XLIII

De los consejos segundos que dio don Quijote a Sancho Panza

 

¿Quién oyera el pasado razonamiento de don Quijote que no le tuviera por persona muy cuerda y mejor intencionada? Pero, como muchas veces en el progreso desta grande historia queda dicho, solamente disparaba en tocándole en la caballería, y en los demás discursos mostraba tener claro y desenfadado entendimiento, de manera que a cada paso desacreditaban sus obras su juicio, y su juicio sus obras; pero en esta destos segundos documentos que dio a Sancho mostró tener gran donaire y puso su discreción y su locura en un levantado punto.

Atentísimamente le escuchaba Sancho y procuraba conservar en la memoria sus consejos, como quien pensaba guardarlos y salir por ellos a buen parto de la preñez de su gobierno. Prosiguió, pues, don Quijote y dijo:

—En lo que toca a cómo has de gobernar tu persona y casa, Sancho, lo primero que te encargo es que seas limpio y que te cortes las uñas, sin dejarlas crecer, como algunos hacen, a quien su ignorancia les ha dado a entender que las uñas largas les hermosean las manos, como si aquel escremento y añadidura que se dejan de cortar fuese uña, siendo antes garras de cernícalo lagartijero, puerco y extraordinario abuso.

»No andes, Sancho, desceñido y flojo, que el vestido descompuesto da indicios de ánimo desmazalado, si ya la descompostura y flojedad no cae debajo de socarronería, como se juzgó en la de Julio César.

»Toma con discreción el pulso a lo que pudiere valer tu oficio, y si sufriere que des librea a tus criados, dásela honesta y provechosa más que vistosa y bizarra, y repártela entre tus criados y los pobres: quiero decir que si has de vestir seis pajes, viste tres y otros tres pobres, y así tendrás pajes para el cielo y para el suelo; y este nuevo modo de dar librea no le alcanzan los vanagloriosos.

»No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería.

»Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo, que toda afectación es mala.

»Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago.

»Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra.

»Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos ni de erutar delante de nadie.

—Eso de erutar no entiendo —dijo Sancho.

Y don Quijote le dijo:

Erutar, Sancho, quiere decir ‘regoldar’, y este es uno de los más torpes vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy sinificativo; y, así, la gente curiosa se ha acogido al latín, y al regoldar dice erutar, y a los regüeldoserutaciones, y cuando algunos no entienden estos términos, importa poco, que el uso los irá introduciendo con el tiempo, que con facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien tiene poder el vulgo y el uso.

—En verdad, señor —dijo Sancho—, que uno de los consejos y avisos que pienso llevar en la memoria ha de ser el de no regoldar, porque lo suelo hacer muy a menudo.

Erutar, Sancho, que no regoldar —dijo don Quijote.

Erutar diré de aquí adelante —respondió Sancho—, y a fee que no se me olvide.

—También, Sancho, no has de mezclar en tus pláticas la muchedumbre de refranes que sueles, que, puesto que los refranes son sentencias breves, muchas veces los traes tan por los cabellos, que más parecen disparates que sentencias.

—Eso Dios lo puede remediar —respondió Sancho—, porque sé más refranes que un libro, y viénenseme tantos juntos a la boca cuando hablo, que riñen por salir unos con otros, pero la lengua va arrojando los primeros que encuentra, aunque no vengan a pelo. Mas yo tendré cuenta de aquí adelante de decir los que convengan a la gravedad de mi cargo, que en casa llena, presto se guisa la cena, y quien destaja, no baraja, y a buen salvo está el que repica, y el dar y el tener, seso ha menester.

—¡Eso sí, Sancho! —dijo don Quijote—. ¡Encaja, ensarta, enhila refranes, que nadie te va a la mano! ¡Castígame mi madre, y yo trómpogelas! Estoyte diciendo que escuses refranes, y en un instante has echado aquí una letanía dellos, que así cuadran con lo que vamos tratando como por los cerros de Úbeda. Mira, Sancho, no te digo yo que parece mal un refrán traído a propósito; pero cargar y ensartar refranes a troche moche hace la plática desmayada y baja.

»Cuando subieres a caballo, no vayas echando el cuerpo sobre el arzón postrero, ni lleves las piernas tiesas y tiradas y desviadas de la barriga del caballo, ni tampoco vayas tan flojo, que parezca que vas sobre el rucio; que el andar a caballo a unos hace caballeros, a otros caballerizos.

»Sea moderado tu sueño, que el que no madruga con el sol, no goza del día; y advierte, ¡oh Sancho!, que la diligencia es madre de la buena ventura, y la pereza, su contraria, jamás llegó al término que pide un buen deseo.

»Este último consejo que ahora darte quiero, puesto que no sirva para adorno del cuerpo, quiero que le lleves muy en la memoria, que creo que no te será de menos provecho que los que hasta aquí te he dado: y es que jamás te pongas a disputar de linajes, a lo menos comparándolos entre sí, pues por fuerza en los que se comparan uno ha de ser el mejor, y del que abatieres serás aborrecido, y del que levantares en ninguna manera premiado.

»Tu vestido será calza entera, ropilla larga, herreruelo un poco más largo; greguescos, ni por pienso, que no les están bien ni a los caballeros ni a los gobernadores.

»Por ahora, esto se me ha ofrecido, Sancho, que aconsejarte: andará el tiempo, y según las ocasiones, así serán mis documentos, como tú tengas cuidado de avisarme el estado en que te hallares.

—Señor —respondió Sancho—, bien veo que todo cuanto vuestra merced me ha dicho son cosas buenas, santas y provechosas, pero ¿de qué han de servir, si de ninguna me acuerdo? Verdad sea que aquello de no dejarme crecer las uñas y de casarme otra vez, si se ofreciere, no se me pasará del magín; pero esotros badulaques y enredos y revoltillos, no se me acuerda ni acordará más dellos que de las nubes de antaño, y, así, será menester que se me den por escrito, que, puesto que no sé leer ni escribir, yo se los daré a mi confesor para que me los encaje y recapacite cuando fuere menester.

—¡Ah pecador de mí —respondió don Quijote—, y qué mal parece en los gobernadores el no saber leer ni escribir! Porque has de saber, ¡oh Sancho!, que no saber un hombre leer o ser zurdo arguye una de dos cosas: o que fue hijo de padres demasiado de humildes y bajos, o él tan travieso y malo, que no pudo entrar en él el buen uso ni la buena doctrina. Gran falta es la que llevas contigo, y, así, querría que aprendieses a firmar siquiera.

—Bien sé firmar mi nombre —respondió Sancho—, que cuando fui prioste en mi lugar aprendí a hacer unas letras como de marca de fardo, que decían que decía mi nombre; cuanto más que fingiré que tengo tullida la mano derecha y haré que firme otro por mí, que para todo hay remedio, si no es para la muerte, y teniendo yo el mando y el palo, haré lo que quisiere, cuanto más que el que tiene el padre alcalde… Y siendo yo gobernador, que es más que ser alcalde, ¡llegaos, que la dejan ver! No, sino popen y calóñenme, que vendrán por lana y volverán trasquilados, y a quien Dios quiere bien, la casa le sabe, y las necedades del rico por sentencias pasan en el mundo, y siéndolo yo, siendo gobernador y juntamente liberal, como lo pienso ser, no habrá falta que se me parezca. No, sino haceos miel, y paparos han moscas tanto vales cuanto tienes, decía una mi agüela, y del hombre arraigado no te verás vengado.

—¡Oh, maldito seas de Dios, Sancho! —dijo a esta sazón don Quijote—. ¡Sesenta mil satanases te lleven a ti y a tus refranes! Una hora ha que los estás ensartando y dándome con cada uno tragos de tormento. Yo te aseguro que estos refranes te han de llevar un día a la horca, por ellos te han de quitar el gobierno tus vasallos o ha de haber entre ellos comunidades. Dime, ¿dónde los hallas, ignorante, o cómo los aplicas, mentecato? Que para decir yo uno y aplicarle bien, sudo y trabajo como si cavase.

—Por Dios, señor nuestro amo —replicó Sancho—, que vuesa merced se queja de bien pocas cosas. ¿A qué diablos se pudre de que yo me sirva de mi hacienda, que ninguna otra tengo, ni otro caudal alguno, sino refranes y más refranes? Y ahora se me ofrecen cuatro que venían aquí pintiparados, o como peras en tabaque, pero no los diré, porque al buen callar llaman Sancho.

—Ese Sancho no eres tú —dijo don Quijote—, porque no solo no eres buen callar, sino mal hablar y mal porfiar; y, con todo eso, querría saber qué cuatro refranes te ocurrían ahora a la memoria, que venían aquí a propósito, que yo ando recorriendo la mía, que la tengo buena, y ninguno se me ofrece.

—¿Qué mejores —dijo Sancho— que «entre dos muelas cordales nunca pongas tus pulgares», y «a idos de mi casa y qué queréis con mi mujer, no hay responder», y «si da el cántaro en la piedra o la piedra en el cántaro, mal para el cántaro», todos los cuales vienen a pelo? Que nadie se tome con su gobernador ni con el que le manda, porque saldrá lastimado, como el que pone el dedo entre dos muelas cordales, y aunque no sean cordales, como sean muelas, no importa; y a lo que dijere el gobernador, no hay que replicar, como al «salíos de mi casa y qué queréis con mi mujer». Pues lo de la piedra en el cántaro un ciego lo verá. Así que es menester que el que vee la mota en el ojo ajeno vea la viga en el suyo, porque no se diga por él: «espantóse la muerta de la degollada»; y vuestra merced sabe bien que más sabe el necio en su casa que el cuerdo en la ajena.

—Eso no, Sancho —respondió don Quijote—, que el necio en su casa ni en la ajena sabe nada, a causa que sobre el cimiento de la necedad no asienta ningún discreto edificio. Y dejemos esto aquí, Sancho, que si mal gobernares, tuya será la culpa y mía la vergüenza mas consuélome que he hecho lo que debía en aconsejarte con las veras y con la discreción a mí posible: con esto salgo de mi obligación y de mi promesa. Dios te guíe, Sancho, y te gobierne en tu gobierno, y a mí me saque del escrúpulo que me queda que has de dar con toda la ínsula patas arriba, cosa que pudiera yo escusar con descubrir al duque quién eres, diciéndole que toda esa gordura y esa personilla que tienes no es otra cosa que un costal lleno de refranes y de malicias.

—Señor —replicó Sancho—, si a vuestra merced le parece que no soy de pro para este gobierno, desde aquí le suelto, que más quiero un solo negro de la uña de mi alma que a todo mi cuerpo, y así me sustentaré Sancho a secas con pan y cebolla como gobernador con perdices y capones y más, que mientras se duerme todos son iguales, los grandes y los menores, los pobres y los ricos; y si vuestra merced mira en ello, verá que solo vuestra merced me ha puesto en esto de gobernar, que yo no sé más de gobiernos de ínsulas que un buitre, y si se imagina que por ser gobernador me ha de llevar el diablo, más me quiero ir Sancho al cielo que gobernador al infierno.

—Por Dios, Sancho —dijo don Quijote—, que por solas estas últimas razones que has dicho juzgo que mereces ser gobernador de mil ínsulas: buen natural tienes, sin el cual no hay ciencia que valga. Encomiéndate a Dios, y procura no errar en la primera intención: quiero decir que siempre tengas intento y firme propósito de acertar en cuantos negocios te ocurrieren, porque siempre favorece el cielo los buenos deseos. Y vámonos a comer, que creo que ya estos señores nos aguardan.

 

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ELOGIO DE LOS JUECES ESCRITO POR UN ABOGADO: ÍNDICE

Presentación y Prólogo

I. De la fe en los jueces primer requisito del abogado 

II. De la urbanidad ( o bien de la discreción) de los jueces  

III. De ciertas semejanzas y diferencias entre jueces y abogados 

IV. De la llamada oratoria forense 

V. De cierta inmovilidad de los jueces en audiencia publica

VI. De ciertas relaciones entre los abogados y la verdad, o bien de la justa parcialidad del defensor 

VII. De ciertas aberraciones de los clientes, que los jueces deben recordar en disculpa de los abogados  

VIII. De la predilección de abogados y jueces por las cuestiones de derecho o por las de hecho 

IX. Del sentimiento y de la lógica en las sentencias 

X. Del amor de los abogados por los jueces y viceversa 

XI. De algunas tristezas y heroísmos de la vida de los jueces 

XII. De cierta coincidencia entre los distintos de los jueces y de los abogados 

 

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CAPITULO IV

DE LA LLAMADA ORATORIA FORENSE

oratoria forense
“Cicerón denuncia a Catilina”, del pintor italiano Cesare Maccari, 1880, Palazzo Madama, Roma.

 

Tomad dos o más personas medianamente cultas y razonables, que quieran hablar entre sí para ponerse de acuerdo sobre cualquier cuestión técnica o para persuadir a un tercero que los escuche: hombres de negocios que gestionan un contrato, médicos llamados a consulta, generales que combinan un plan de ataque. Su modo de razonar será en la forma el mismo: un diálogo cortado, formado de frases en el que cada uno tratará de expresar lo esencial con palabras sencillas, las objeciones serán expuestas e impugnadas una tras otra para llegar al punto central en que discuten, los períodos quedarán a medias cuando quien los pronuncia se da cuenta de que el interlocutor ha comprendido el resto por sí, y el gesto, la mirada, el tono, bastarán, mejor que las frases floreadas, para establecer el contacto y el acuerdo. Así hablan los hombres que quieren hacerse entender y persuadir. En cambio los abogados, estos profesionales de la persuasión, emplean a menudo un modo de expresarse que es todo lo contrario; el diálogo vivo y cortado es sustituido por el monólogo cerrado; el estímulo vivificante de las objeciones es suprimido o diferido; es insuperable aquel que consigue, sin perder el aliento, pronunciar largos períodos, aunque desde la primera palabra todos hayan comprendido dónde quiere ir a parar. Se insiste largamente sobre aquello en que todos están de acuerdo; se llenan los vacíos del pensamiento con ornamentos retóricos inútiles o falaces. La interrupción es una ofensa; cada uno habla para sí, fijando su esquema mental, como un equilibrista que no levanta la mirada de la silla que le oscila sobre la punta de la nariz. Este modo de razonar, que es la negación del que emplean para hablar entre sí las personas razonables, es llamado por algunos “oratoria forense”.

 

Veritas nimium altercando amittitur (la verdad se pierde discutiendo demasiado)

 

Para extirpar de los hábitos forenses esta tendencia al bel canto que ha desacreditado entre los jueces la oralidad, sería preciso que las Salas de justicia no fuesen demasiado vastas y que el lugar de los abogados estuviese muy próximo al de los magistrados, de modo que el defensor pudiese, mientras habla, leer en los ojos de sus oyentes togados, la hilaridad o el disgusto que suscitan en ellos algunos de sus artificios retóricos. Las grandes salas, en las que falta todo sentimiento de recogida intimidad, llevan naturalmente al orador a forzar el tono, como la soledad invita a cantar. ¿Cómo no sentirse obligado a levantar la voz y a ampliar los gestos en la gran Sala de las Secciones Unidas de la Corte Suprema, en la que el abogado se siente minúsculo y perdido en la extensión de las columnatas y ve los jueces lejanísimos, allá arriba, en el alto estrado, como ídolos inmóviles en el fondo de un templo, mirados a través de un anteojo invertido? Aquella sala con su ornada solemnidad es una instigación a la oratoria altisonante. Verdad es que, como correctivo, el arquitecto ha hecho correr sobre lo alto de las paredes, escrita en oro entre hojas y festones, una máxima de cuatro palabras, una por cada parte: Veritas nimium altercando amittitur. Sobre la pared de cara al orador descuella en lo alto, por encima de las cabezas del lejano colegio juzgador, aquel nimium, áureo como el silencio; y el orador que en medio de un vuelo de elocuencia posa allí la mirada, inmediatamente comprende el latín, y rápidamente concluye.

 

 

Abogado novel, que sueñas con poder un día, cuando seas una primera figura de la abogacía, dar rienda suelta a los torrentes de tu elocuencia ante la Corte Suprema, te aconsejo que tomes en seguida el tren de Roma y asistas, entre el escaso público, a una vista ante una sección de lo civil de la Corte de Casación; te darás cuenta de la diferencia entre el sueño y la realidad (y más todavía lo notarías si en lugar de entrar en una sala de lo civil, entraras al lado, en la de una sección de lo penal). Si tienes la paciencia de resistir toda la sesión, que puede durar tres o cuatro horas, asistirás, supongamos, a ocho recursos; menos de media hora por recurso. En cada uno de ellos, después de una breve lectura del magistrado relator, oirás hablar al abogado del recurrente, después al del recurrido y finalmente al Ministerio Fiscal. Ocho o diez minutos por cada informe, apenas los suficientes, según las reglas de la elocuencia clásica, para comenzar el exordio. Y si un abogado se extiende más de diez minutos, oirá al presidente censurarle por su prolijidad. Saldrás de la Sala lleno de melancolía, pero también lleno de admiración por dos especies de heroísmo: el de los defensores que consiguen decir en ocho minutos clara y correctamente, sin balbucear por la prisa y sin asustarse de ansiedad por el tiempo que vuela, todo lo que deben decir; y el de los jueces que toda una tarde soportan impasibles (y así años) el tremendo destino de escuchar veinticuatro informes en tres horas.

 

Vir bonus dicendi peritus (un buen hombre, hábil en hablar). Vir bonus tacendi peritus (un buen hombre hábil en el silencio).

 

Los jueces y los abogados opinan, de acuerdo, que debe retocarse la clásica definición del  defensor vir bonus dicendi peritus. Opina el abogado. — La probidad es verdaderamente la primera virtud del defensor, en el sentido de que no debe nunca afirmar ante el juez, a sabiendas, nada contrario a la verdad. Pero como el defensor tiene la obligación de guardar secreto, y no puede, para no traicionar la verdad, traicionar la defensa, debe saber callar a tiempo y encontrar en el silencio la conciliación entre el deber de lealtad hacia el juez y el deber de patrocinio del cliente. Dice el juez. — El defensor probo es verdaderamente un precioso colaborador de la justicia; pero como, cuando un abogado habla, tengo el deber de desconfiar de él y de creer que quiere engañarme en beneficio de su cliente, su probidad, en relación a mí, se demuestra, sobre todo, callando. La prueba más grata de lealtad que un abogado puede dar al juez, para evitarle sospechas, inquietudes y pérdida de tiempo, es el silencio. En saber callar se acredita su sabiduría y su discreción. Así, pues, el abogado llega de acuerdo, aunque por diferente camino, a dar del perfecto defensor esta definición corregida y que entraña una nueva visión: vir bonus tacendi peritus.

 

 

No creo que en nuestras Facultades de Derecho haya necesidad de instruir a los jóvenes en la elocuencia forense, como en las antiguas escuelas de retórica. Los estudios jurídicos deben servir para estimular el pensamiento; cuando éste sea ágil y rápido, el lenguaje brota por sí mismo. Pero si hubiera de instituirse una escuela de oratoria forense, la haría funcionar de la siguiente manera: daría al alumno para que estudiase en una mañana los autos de una complicada y difícil controversia civil, de la cual debería darme cuenta oralmente, de modo claro y completo, en el inexorable término de una hora. Al día siguiente, sobre el mismo argumento, tendría que hablar media hora; al tercer día, el tiempo que se le concedería para repetir el informe habría que reducirlo a un solo cuarto de hora. A esta última prueba, que sería  la decisiva, debería asistir un auditorio de estudiantes absolutamente desconocedores del caso. Si el relator conseguía tratar, en este informe concentrado, todos los puntos esenciales del pleito, de modo tan claro y ordenado que el auditorio lo pudiera seguir y entender, acreditaría con ello haber aprendido el género de elocuencia necesario para ser un buen abogado de casación.

 

 

El informe de defensa, para ser verdaderamente útil, debería ser, no un monólogo perfilado, sino un diálogo vivo con el juez, que es el verdadero interlocutor; y se debería responder con los ojos, con los gestos y con las interrupciones. El abogado debe estimar las interrupciones del juez, porque le acreditan que éste no permanece inerte y extraño a su discurso. Interrumpir quiere decir reaccionar; y la reacción es el mejor reconocimiento de la acción estimulante. El proceso se aproximará a la perfección cuando haga posible, entre jueces y abogados, el cambio de preguntas y respuestas que se desarrollan normalmente entre personas que se respetan, cuando, sentadas a una mesa, tratan, en interés de todos, de aclararse recíprocamente las ideas. Desmenuzando la oración en un diálogo, la oratoria forense se perderá, pero ganará la justicia.

 

 

El informe de los abogados se considera por muchos jueces como un período de descanso mental; el juez vuelve a estar espiritualmente presente en la Sala cuando el abogado se calla.

 

 

Quien entrase en una Sala de justicia ignorando lo que es un juicio, mientras los abogados informan, se preguntaría, naturalmente, al cabo de unos momentos, quién era el auditorio obsequiado con aquella elocuencia. Y jamás se le ocurriría que lo forman aquellos señores aburridos y distraídos que se sientan allá arriba en los sillones de los magistrados. El profano que observe por primera vez esta escena, tendrá la impresión de que el orador afanoso, que gesticula envuelto en  la toga, habla solamente por pasatiempo y desahogo, como se canta o se hace gimnasia en casa; y que todas las personas que toman parte en el juicio, están allí no para escucharlo, sino para dejar que se desahogue, esperando pacientemente que haya terminado su ejercicio, después del cual cada uno podrá empezar a trabajar en serio. El informe, más bien que parte integrante del proceso, ha llegado a ser una especie de paréntesis, de divagación, introducido en medio del proceso; como en ciertos antiguos espectáculos teatrales en los cuales, para que los actores descansasen, se colocaba entre un acto y otro un intermedio de baile, durante el cual los espectadores podían tranquilamente dormir sin miedo a perder el hilo de la comedia.

 

 

Opinión de un juez sobre la elocuencia forense. — La forma de elocuencia en que mejor se funden las dos cualidades más apreciables del orador, la brevedad y la claridad, es el silencio.

 

 

El abogado que habla tiene la sensación casi acústica de los momentos en que su palabra llega a convencer al juez, y de aquellos en que lo deja en duda y hasta le molesta. Es como un fenómeno de resonancia: a veces se siente que los argumentos que salen de la boca del abogado están al unísono con la disposición del juez y le hacen vibrar; otras, su voz resuena falsa y sin eco, como aislada en el vacío. Y cuando más fuerza el abogado el tono, tratando de superar lo molesto de este aislamiento, tanto más se le hace imposible ponerse a tono con quien lo escucha.

 

 

No olvidéis que brevedad y claridad son las dos condiciones que el juez más aprecia en el discurso del abogado. ¿Y si no consigo ser al mismo tiempo breve y claro, cuál de las dos condiciones, con objeto de molestar menos al juez, debo sacrificar? Inútil la claridad si el juez, vencido por la prolijidad, se duerme; decídete, más bien, por la brevedad, aunque sea oscura; cuando un abogado habla poco, el juez, aunque no comprenda lo que dice, comprende que tiene razón.

 

 

No me enternecen las lágrimas de los que deploran que, con las normas actualmente establecidas en el proceso penal para limitar la duración de los informes, haya sido condenada a muerte la “bella” oratoria. Antes bien, me rebelo a admitir el valor de los informes de los abogados bajo el aspecto puramente estético; cuando oigo hablar de una hermosa defensa, de una defensa brillante, tengo la impresión de que estos calificativos, que serían una alabanza agradable para un conferenciante de salón, son irreverentes y frívolos cuando se pretende aplicarlos al duro y austero oficio del abogado. Pero aun desde el punto de vista de quien pretenda considerar la oratoria forense solamente bajo el aspecto artístico, todos saben que no se ha visto jamás un espectáculo  estéticamente  más  repugnante y humillante que el que ofrecían, en los juicios criminales de hace algunos decenios, los defensores de gran facundia, los cuales, después de haber hablado durante tres o cuatro sesiones seguidas, no conseguían encontrar el modo de acabar y finalmente producían la penosa impresión de haber quedado aprisionados, sin facultad para poder detener al molino de viento de la propia elocuencia. El arte es medida y disciplina; y si todavía hay quien en las defensas de los abogados busca el placer artístico, agradezca al legislador que, limitando la duración de los discursos, ha querido aconsejar, aun en el campo de la oratoria, un saludable retorno de las palabras en libertad al llamado “freno del arte”.

 

 

Aquel día en la Audiencia estuve elocuentísimo; me di cuenta de la satisfacción afectuosa que se dibujó en las caras de los magistrados cuando, al final de mi discurso, me senté. Casi me parece que fué tanta la simpatía con que me saludaban, que por un milagro de amor, sus brazos envueltos en las mangas de la toga se alargaron algunos metros, para llegar desde sus sillones hasta mí y acariciarme. Esto ocurrió, si no recuerdo mal, aquel día en que me levanté para decir:

Renuncio a la palabra.

 

 

También la oratoria forense tiende, como la arquitectura, a ser “racional : líneas rectas, paredes  lisas, supresión de inútiles adornos, franca ostentación, en lugar de discreto disimulo de los elementos arquitectónicos que responden a necesidades estéticas. También el orador, en fin, como el arquitecto, debe pensar antes de nada en la solidez de la construcción; tanto mejor después, si de esa solidez surge, sin buscarla, la belleza monumental. Pero esto de despreciar los elementos ornamentales y dejar al descubierto los elementos maestros de la construcción, no me parece tarea exenta de riesgo. Tengo un gran miedo de que al prescindir de los embellecimientos de ciertos discursos, como de ciertas fachadas, resulte que debajo, en lugar de robustas vigas, sólo haya frágil estuco.

 

 

En los procesos civiles de algunas regiones de Italia, la práctica ha creado (acaso contra ley) una forma de discusión oral de las causas que creo tiene todas las ventajas de la oralidad, sin tener los inconvenientes de la oratoria. En lugar de la solemne discusión en Audiencia pública ante la Sala desconocedora del asunto y que no presta atención, la discusión tiene lugar a puerta cerrada, algunas semanas después del señalamiento, cuando ya el ponente ha estudiado los autos y ha dado cuenta a la Sala. Este sistema tiene dos ventajas: primera, proporcionar al abogado oyentes que conocen la materia de que les habla y que, por lo tanto, están en condiciones de apreciar lo que les dice; segunda, establecer una forma de discusión familiar, dialogada, como puede darse entre personas que hablan en torno a una mesa, sin toga y sin solemnidad. A fin de que la oralidad, que quiere decir expresión pura y simple del propio pensamiento, recobre el puesto que le corresponde, es preciso arrojar del proceso la oratoria, entendida como arte retórica de esconder el propio pensamiento bajo las palabras. Es preciso suprimir en el proceso los gestos, las actitudes estatuarias, las distancias. La oratoria es en gran parte cuestión de mímica; haced sentar a un orador e inmediatamente cambiará el registro de su música. No sé imaginarme a Cicerón declamando sus catilinarias correctamente sentado ante una mesa.

 

 

Por qué si un juez encuentra a un abogado en el tranvía o en el café y traba conversación con él, acaso sobre cuestiones relacionadas con un proceso en curso, ¿está dispuesto a darle un mayor crédito que si le oyera decir las mismas cosas en Audiencia, actuando de defensor? ¿Por qué en la conversación de hombre a hombre hay más confianza y más aproximación espiritual que en el discurso que el abogado dirige al juez? Abogado magnífico es el que consigue hablar en audiencia con la misma simplicidad y la misma pureza con que hablaría al juez que encontrase en la calle; aquel que, cuando viste la toga, consigue dar al juez la impresión de que puede fiarse de él como si estuviera fuera del Tribunal.

 

 

De un informe lleno de artificios retóricos, dijo cierto juez, después de haberle oído con delectación, pero con recelo: — Diré como de aquella rosa: es tan bella que parece artificial.

 

 

La burla más maligna que un juez puede hacer a un abogado, es dejarle hablar sin interrumpirle cuando se da cuenta de que dice cosas inútiles o perjudiciales a la defensa que sostiene.

 

 

Para el oído tan práctico del juez aparece como sintomático, más que lo que dice el abogado, el tono  con que lo dice; ciertas frases de un informe, en las cuales se observa que la voz del abogado se esfuerza por no sonar a falsa, son como el tono sordo que, al auscultar, indica al juez el punto exacto en que se localiza la enfermedad.

 

 

El cliente que asiste a la vista de su pleito no sale satisfecho si su abogado no habla en último lugar; porque es opinión común que en los debates quien habla el ultimo tiene siempre razón. Pero el cliente no sabe que también entre los jueces se encuentran seres desconfiados e irritables en los cuales el escuchar los argumentos ajenos provoca la irreprimible necesidad de impugnarlos. Cuando se tropieza con tales naturalezas difíciles, es mejor que el último que provoque la reacción del juez sea el abogado contrario; de modo que el juez entre en audiencia privada excitado en contra de él por la ira polémica más reciente. En tales casos, el proverbio es cierto pero al revés: quien habla él último no tiene nunca razón.

 

 

Confidencia de un magistrado después de una vista: — ¿Quién ha dicho que en las causas civiles la discusión oral no sirve para nada? Antes de los informes de los abogados estaba en duda. Ha hablado el defensor del actor y he comprendido que el actor no tenía razón; pero después, por fortuna para el actor, ha hablado el defensor del demandado, y entonces me ha convencido de que el actor, verdaderamente, tenía razón. El cliente no sabe que en muchas ocasiones, después de una victoria, debería ir a abrazar conmovido, no a su abogado, sino al abogado contrario.

 

 

Me pregunto a veces, al ver cómo hablan o escriben ciertos abogados, si la función del defensor no será, más bien que poner en evidencia las razones de su cliente, la de evidenciar las sinrazones; así que el juez sagaz puede siempre, a golpe seguro, buscar las razones de una parte en los escritos del abogado contrario.

 

***

FIN DEL CAPITULO IV

 

 

 


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