EL SEÑOR DE LAS MOSCAS
“Cuando Ralph cesó de sonar la caracola, la plataforma estaba atestada, pero aquella reunión era bastante diferente de la que había tenido lugar por la mañana. El sol vespertino entraba oblicuo por el otro lado de la plataforma y la mayoría de los muchachos, aunque demasiado tarde, al sentir el escozor del sol, se habían vestido; el coro, menos compacto como grupo, había abandonado sus capas.
Ralph se sentó en un tronco caído, dando su costado izquierdo al sol. A su derecha se encontraba casi todo el coro; a su izquierda, los chicos mayores, que antes de la evacuación no se conocían; frente a él, los más pequeños se habían acurrucado en la hierba.
Ahora, silencio. Ralph dejó la caracola marfileña y rosada sobre sus rodillas; una repentina brisa esparció luz sobre la plataforma. No sabía qué hacer, si ponerse en pie o permanecer sentado. Miró de reojo a la poza, que quedaba a su izquierda. Piggy estaba sentado cerca, pero no ofrecía ayuda alguna. Ralph carraspeó.
-Bien.
De pronto descubrió que le era difícil hablar con soltura y explicar lo que tenía que decir. Se pasó una mano por el rubio pelo y dijo:
-Estamos en una isla. Subimos hasta la cima de la montaña y hemos visto que hay agua por todos lados. No vimos ninguna casa, ni fuego, ni huellas de pasos, ni barcos, ni gente. Estamos en una isla desierta, sin nadie más…”
El señor de las moscas / William Golding
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EL SEÑOR DE LAS MOSCAS (Película)
EL SEÑOR DE LAS MOSCAS
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FICHA TÉCNICA
Título original: Lord of the Flies
Año: 1990
Duración: 90 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Harry Hook
Guion: Jay Presson Allen.
Novela: William Golding.
Música: Philippe Sarde
Fotografía: Martin Fuhrer
Compañías: Castle Rock Entertainment, Nelson Entertainment
Género: Aventuras. Drama. Thriller | Supervivencia. Infancia. Adolescencia
Sinopsis: Con motivo de una guerra, los niños de una región inglesa son evacuados en avión. Uno de los aparatos sufre una avería y cae al mar, cerca de una isla desierta. Los niños supervivientes llegan a la isla, llevando consigo al piloto, que está malherido. En tal circunstancia, no tendrán más remedio que organizarse si quieren sobrevivir… Adaptación de la novela homónima del premio Nobel de literatura William Golding. (FILMAFFINITY)
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EL SEÑOR DE LAS MOSCAS
El Señor de las Moscas, la obra escrita por Golding en 1954, suelta toda su vigencia en el siglo XXI. La convivencia de un grupo de niños en una isla, relanza la pregunta: ¿La crueldad, la violencia, el afán de destrucción, tienen su raíz en la sociedad en la que vive el hombre, o responden a la inclinación al mal propia de la raza humana? Si aun en esas condiciones los niños supieron construir un orden de convivencia y de creencias sostenido en la ley y el uso de la palabra, ¿por qué triunfa aplastante el eje del mal? El amor, el odio, la compasión y la violencia son analizados a través de este relevante análisis hecho por quien sabe internarse en los laberintos de la subjetividad, a la luz de un núcleo de horror como fantasma común, como la humanidad que nos une.
Si tienes miedo de alguien le odias, pero no puedes dejar de pensar en él, es como el asma, no te deja respirar.
Golding, El señor de las moscas.
La tentación de matar, de transgredir el mandamiento moral: «No matarás», es más fuerte en nosotros de lo que creemos, y se manifiesta por efectos psíquicos aún cuando escape a nuestra conciencia. Una de las formas de manifestarse es en los juegos, en los cuales por la dramatización, en el jugar a matar o a morir, a ganar o perder, esa hostilidad encuentra alguna satisfacción. Freud nos enseñó a reconocer también en la clínica dicha tendencia a matar que existe en el inconsciente, y lo reconocemos a partir del odio que, disfrazado, encuentra alguna representación, alguna satisfacción, en los sueños, los síntomas y los procesos de duelo.
¿Es la violencia algo inherente a la condición humana? ¿Es la televisión la que inculca la violencia, la que escenifica un modelo de violencia buena o legítima y un modelo de violencia mala o ilegítima? ¿O será la educación represiva la que facilita el estallido cuando se afloja la prohibición?
Cuando se intenta encontrar alguna explicación al hecho de esta violencia juvenil se barajan variadas teorías. Siempre las mismas. ¿Es la violencia algo inherente a la condición humana? ¿Es la televisión la que inculca la violencia, la que escenifica un modelo de violencia buena o legítima y un modelo de violencia mala o ilegítima? ¿O será la educación represiva la que facilita el estallido cuando se afloja la prohibición?
¿Cómo se pasa de la agresividad propia de la relación imaginaria con el otro a la acción violenta? La del asesinato o la del suicidio. Son la misma. ¿Es explicable sólo por la violencia del mundo en que vivimos? No todos los niños que ven televisión, imitan lo que ven y salen a matar o se suicidan. Los niños juegan a la guerra, al policía y al ladrón, al poli bueno y al poli malo, dando satisfacción en el plano del juego a la agresión. Por otro lado, el divertimento que supone para algunos las escenas de despedazamiento, devoración o mutilaciones que se ven en algunas películas de terror, recuerdan las fabulaciones y juegos de los niños pequeños cuando arrancan la cabeza de los muñecos, o torturan a todo bicho que camina.
En su tesis sobre la paranoia, Lacan habla de las «tensiones sociales» como desencadenantes del pasaje al acto criminal o el delirio. Dichas «tensiones sociales» son las que vive la persona en su ámbito más cercano, en la estructura familiar. El acto o decir loco intentaría resolver algo de dichas tensiones.
Además de escandalizar a su tiempo con el develamiento de la sexualidad infantil, Freud se ocupa de repensar el problema del mal como el núcleo más profundo del hombre. Pone en cuestión uno de los mandamientos que sostiene esta cultura: «amarás al prójimo como a ti mismo». Un imposible, que genera un malestar que se hace cultura.
Ante el «amor al prójimo» Freud se horroriza. Porque, dice, el otro, el prójimo, es un ser malvado, y mi amor es demasiado precioso para dárselo a cualquiera sólo por haberse acercado.
Freud acaba con la idea de la bondad del hombre que sólo osaría defenderse si se lo atacara. El prójimo no es sólo un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él la agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, apoderarse de sus bienes, humillarlo, ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo.
Pero nada dice que esa maldad que habita en el prójimo no sea también la mía. Nada dice que sean diferentes. El otro, el prójimo, es la imagen del espejo. La diferencia estaría en la renuncia o no a esa violencia a partir de lo simbólico.
¿Es posible argumentar, que los muchachos en la isla retornaron al estado de naturaleza, lo cual explicaría la violencia y las muertes? ¿Acaso es viable para un ser de lenguaje retornar al estado natural? ¿Cómo regresar a un lugar donde nunca se ha estado?
El ser de lenguaje no tiene nada de natural. Su mundo es un mundo de ficciones, de ideas e imágenes que conforman su realidad. Las palabras inventan la realidad y también la ponen en duda. Todo puede ser puesto en cuestión a partir de la función de la palabra, que es voluntad de destrucción, pero también de creación, ya que vuelve a imaginar otra realidad en la que creer.
El ser de lenguaje no tiene nada de natural. Su mundo es un mundo de ficciones, de ideas e imágenes que conforman su realidad. Las palabras inventan la realidad y también la ponen en duda. Todo puede ser puesto en cuestión a partir de la función de la palabra, que es voluntad de destrucción, pero también de creación, ya que vuelve a imaginar otra realidad en la que creer.
Es el caso de los muchachos de este relato. Tras ser abatido el avión en el que viajaban -paradójicamente para ser salvados de la violencia de una guerra- se encuentran en una isla desierta, territorio desconocido y por lo tanto hostil. Al comienzo apelan a la terceridad de un Otro de ley, paterno, que ordene la realidad en la nueva situación, bajo la forma de: «mi padre sabe dónde estamos y vendrá a rescatarnos», ó, «si nuestros padres nos vieran», ó «¿qué harían los mayores en esta situación». Apelan a la palabra, pero aunque el diálogo es propicio para poner un freno a la agresividad, sabemos que la palabra a menudo fracasa.
Pasa el tiempo y el reconocimiento de la soledad, el miedo y la desesperanza, los lleva a inventar un Otro. En la soledad de la isla dan vida a la «fiera». La fiera los mira, los vigila, los persigue. El miedo se hace terror. Son como el cazador cazado: «cuando sales a cazar, llegas a pensar que no estás persiguiendo la caza, sino que te están cazando a ti, como si siempre hubiese algo detrás de tí»
Después, la fiera se hace fantasmas, monstruos, y lo que comienza como cantos y juegos para calmar el miedo, se convierte en una especie de ritual, de religión, hasta en el inicio de una especulación teológica: «la fiera se disfrazó», «hay que calmar a la fiera con el presente de una parte del animal sacrificado». La cabeza del jabalí, clavada en una estaca y cubierta de moscas, es lo que da título al libro. «El señor de las moscas». Una manera de nombrar lo que no tiene representación posible, lo inexorable de la muerte.
La necesidad humana de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo. «La capacidad de adorar del hombre es responsable de todos sus crímenes», escribe Ciorán.
Golding refleja en su escritura que los niños, abajo, en la isla, no hacen más que reproducir, como en un espejo, la violencia y los estamentos del mundo del que provienen, aquella que sobrevuela en los combates aéreos sobre sus cabezas. Después de todo, si ellos se encuentran en esa situación es justamente por eso.
¿A qué juegan los niños? Juegan a ser mayores. En verdad, es el lenguaje el que juega con ellos. Su equipaje rebosa de saberes ligados a la cultura de la que provienen, a la historia de las guerras, a los discursos trasmitidos, a la literatura, a las películas, a su particular historia familiar. Y a eso apelarán a la hora de resolver situaciones, o de empeorarlas.
Por ello entiendo que Golding refleja en su escritura que los niños, abajo, en la isla, no hacen más que reproducir, como en un espejo, la violencia y los estamentos del mundo del que provienen, aquella que sobrevuela en los combates aéreos sobre sus cabezas. Después de todo, si ellos se encuentran en esa situación es justamente por eso.
Podemos reconocer a través de los principales personajes del relato al ejército con el tirano de turno, la rivalidad entre los jefes, el sentido de la propiedad, la ciencia realista con su aspiración de verdad toda, la víctima, la religión, el sentido común, el loco, el verdugo, el pueblo (aquí representado por los «peques», que «tenían la edad suficiente para enlazar con el mundo adulto de la autoridad» que para ellos era ejercida por los niños mayores, vivían su propia vida, sufrían terrores indecibles y no participaban de las rivalidades entre los mayores)
De todas maneras no debe engañarnos el recurso literario que utiliza el autor al ambientar esta parábola. No es necesaria ninguna guerra para que se den las cosas de tal manera. Basta con evocar una pequeña comunidad o grupo, cualquier internado, la milicia, o el funcionamiento de ciertas instituciones. Parece tratarse del modo en que los hombres se organizan socialmente.
Algo notable: no había niñas en el grupo de la isla. ¿Qué papel jugaría el amor homosexual en el desarrollo de la paranoia y la pasión de la violencia? ¿Y qué decir de la violencia con que hacen eclosión los impulsos sexuales en la pubertad, momento de la vida en que se encontraban los mayores? ¿Qué hacer con este empuje imparable, violento, y que no encuentra cauce para la satisfacción sexual?
Hay escenas de representaciones gozosas del empuje fálico, cuando se ríen y festejan haberle clavado a la cerda la estaca «por el mismísimo culo», o la persecución final con la amenaza de un palo afilado por las dos puntas.
¿Hubiera sido diferente de haber niñas entre ellos? ¿Acaso lo propio de la posición femenina hubiera implicado un freno a la barbarie? Recordemos que los dioses, temiendo que la arrogancia de los hombres los sublevara contra los mismos dioses, les enviaron a las mujeres, únicas criaturas que consideraban que con su encanto serían capaces de domeñarlos. Y si nos acordamos del mito de Pandora, también de castigarlos. Otros, como Jardiel Poncela, esperan de una mujer que les calme los nervios (aunque las más de las veces los alteren), que les abra una cuenta en el banco, les escuche sus confidencias y penas y sobre todo, siempre les haga entrega de su organismo.
Entiendo que no es casual que el autor no incluyera niñas en el argumento. La constitución de la sociedad humana (representada aquí por el grupo de la isla) se ordena según una lógica masculina, fálica, con sus consecuencias de luchas de prestigio, y sus aspiraciones de poder y de gloria.
¿Y la violencia de las mujeres? ¿Es la misma? ¿O sólo imita la de los varones? Quizá algo pudiera ser diferente si algo de la lógica propia del ser femenino, del alma femenina, se pusiera en juego en el mundo masculino. Aunque a menudo constatemos que por el contrario se propone a las mujeres una identificación con el modo fálico del varón.
¿Y la violencia de las mujeres? ¿Es la misma? ¿O sólo imita la de los varones? Quizá algo pudiera ser diferente si algo de la lógica propia del ser femenino, del alma femenina, se pusiera en juego en el mundo masculino. Aunque a menudo constatemos que por el contrario se propone a las mujeres una identificación con el modo fálico del varón.
En el texto los muchachos mayores son los protagonistas principales de la violencia. Los vemos transitar progresivamente desde el estado en que aún funciona la ley y, por lo tanto, el horror ante la posibilidad de cortar carne viva, desde lo insoportable de ver derramar sangre, al surgimiento del goce maligno que está en ellos, al triunfo de dicho goce sobre la palabra.
Utilizaré goce por afecto, como lo define el psicoanálisis, en este caso ligado al sufrimiento y la voluntad de destrucción, a lo que Freud llama pulsión de muerte, lo que está más allá del principio del placer. Goce como lo que es refractario a cualquier intento de introducir una diferencia, lo cual es lo propio de la palabra y el deseo.
Cuando uno de los muchachos, Piggy, el científico realista, con la caracola en la mano que le da la palabra, pregunta: «¿Qué es mejor, la ley y el rescate o cazar y destruirlo todo?», la respuesta llega desde lo alto. Otro de los muchachos, hasta entonces encerrado en sí mismo, se revela como verdugo. Desde lo alto de la montaña empuja una enorme piedra que acaba con su vida y la de la caracola, símbolo del orden y la palabra. La roca del goce hizo añicos la palabra.
Igual suerte corre otro de los muchachos. Simón no creía que hubiese fiera ninguna. «Tal vez la fiera somos nosotros», sugiere tímidamente en una asamblea y todos se ríen de él. Simón representa al «loco», y la respuesta que encuentra en la sociedad cuando con su decir convoca una escucha que las más de las veces se traduce en la exclusión de su palabra y en la segregación social.
Simón estaba advertido del peligro y las consecuencias de dar a conocer dicha verdad. No obstante, cuando descubre el misterio de la supuesta fiera, decide hacer llegar la noticia a los demás lo antes posible. Tenían que saber que se trataba del esqueleto de un hombre, atrapado por los tirantes de un paracaídas que al inflarse con el viento elevaba el esqueleto y luego lo dejaba caer, moviéndole como las marionetas, como si tuviera vida. El monstruo era en realidad inofensivo y horrible.
Nuevamente triunfa el goce maligno sobre las palabras que destruirían el mundo de creencias que se habían forjado, lo que haría perder sentido a los rituales, lo que les hubiera permitido enfrentarse con la imagen de la fiera que los habitaba.
Cuando llega al campamento con la noticia, están todos desquiciados por el terror, los truenos y relámpagos. Danzan y cantan. Y aunque Simón gritaba algo acerca de un hombre muerto en lo alto de la montaña, no le oían. Para ellos quien se acercaba era la fiera. Cuando intenta hacer conocer la verdad acaban con él. Nuevamente triunfa el goce maligno sobre las palabras que destruirían el mundo de creencias que se habían forjado, lo que haría perder sentido a los rituales, lo que les hubiera permitido enfrentarse con la imagen de la fiera que los habitaba. Por ello, después, continúa la carrera del odio, que aplasta a Piggy y persigue a muerte a Ralph. «¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre! ¡Acaba con ella!»
Finalmente los rescatan. Con gran alivio para el lector, quien es llevado al límite del horror en la persecución final, porque Ralph, último bastión de la cordura y la razón, del rechazo al goce, está a punto de caer en manos de sus perseguidores. Llega el Séptimo de Caballería, o la Armada Inglesa, en este caso.
«Me parece a mí que para ser ingleses… sois todos ingleses, ¿no es así?… no ofrecéis un espectáculo demasiado brillante que digamos». Son las palabras que pronuncia el oficial de marina al ver el estado en que se encontraban los niños. Pensó que les hacía falta un buen baño, un corte de pelo, un pañuelo para la nariz, una pomada. (Primo Levi en La tregua, nos refiere también acerca de tres baños por los que tuvieron que pasar los sobrevivientes al ser rescatados, como si la ofensa y el horror pudiera borrarse con agua y jabón y así ser hombres nuevos).
El oficial los restituye a la identidad de la lengua inglesa como semántica del poder.
No puede evitar estremecerse ante la “revelación de haber vencido a un ser vivo, de haberle impuesto su voluntad, de haberle arrancado la vida, con la satisfacción de quien calma una larga sed (…) Tenías que haber visto la sangre…”
El muchacho que organiza la rebelión, uniformado como jefe desde que aparece en escena, intimidando con tanta superioridad uniformada y la arrogancia autoritaria de su voz, también apela a esa identidad compartida de la lengua en las primeras asambleas: «Somos ingleses, dice, no somos salvajes, los ingleses somos siempre los mejores, tenemos que hacer lo que es debido». Jack se aferra a una identidad mentirosa, y se revela «salvaje» mediante la negación: «no somos salvajes». Más tarde actuará aquello que niega, mediante pinturas, disfraces y máscaras, como en las películas de indios. Tras la máscara desaparecen la vergüenza o la timidez (sentimientos ligados a lo social) atreviéndose así a más y más violencia. Jack es instrumento del goce. No puede evitar estremecerse ante la «revelación de haber vencido a un ser vivo, de haberle impuesto su voluntad, de haberle arrancado la vida, con la satisfacción de quien calma una larga sed (…) Tenías que haber visto la sangre…»
¿Alcanzará con agua, jabón, pomadas y un buen corte de pelo, para borrar las huellas de tremenda experiencia?
Por detrás, la isla ardía en llamas provocadas por los niños de la tribu durante la persecución. Finalmente el humo había hecho posible el rescate. Pero el Paraíso había sido reducido a cenizas. En el fondo de todo paraíso, ilusión, se esconde un infierno. Comprobar la maldad del prójimo y la propia hacen caer, no sin gran dolor, las ilusiones infantiles y juveniles del amor al prójimo, lo dice Freud y la experiencia de cada uno. Es por lo que lloran los muchachos, por la «pérdida de la inocencia, y las tinieblas del corazón del hombre».
El odio no encuentra su límite en un nuevo balanceo hacia el amor. Tampoco el odio es lo contrario del amor. En todo caso, ambas pasiones se contraponen a la indiferencia. Y no es necesario referirnos a guerras o muertes violentas. Están las sutilezas de la agresividad cotidiana, especialmente aquellas que se juegan en los terrenos del amor.
Freud nos desengaña respecto a la esperanza de alguna solución posible al respecto. Ni siquiera por el camino del amor. El odio no encuentra su límite en un nuevo balanceo hacia el amor. Tampoco el odio es lo contrario del amor. En todo caso, ambas pasiones se contraponen a la indiferencia. Y no es necesario referirnos a guerras o muertes violentas. Están las sutilezas de la agresividad cotidiana, especialmente aquellas que se juegan en los terrenos del amor.
En el amor como pasión imaginaria, con su aspiración al Uno, con su ansia de poseer al amado. Es este amor el que desemboca en el odio. Basta un gesto, una palabra, algo insólito que muestre al otro como diferente de lo que imaginé de él, para que se rompan los espejismos y el otro se haga «extraño», hostil.
«El amor no es un Dios absoluto, es un dios secundario, que cuando quiere hacerse absoluto se convierte en demonio», son palabras de M. Zambrano.
Y como no es empresa fácil renunciar a la satisfacción de las tendencias agresivas, (como nos recuerda Freud en el «Malestar en la cultura»), el hombre se vinculará amorosamente entre sí a mayor número de hombres siempre que sobren otros en quienes descargar los golpes. Así nacen las fratrias, posibles por la segregación. Es decir, somos todos hermanos, nos queremos, somos ingleses, los mejores, porque formamos un círculo de simpatía que excluye a otros en quienes satisfacer la hostilidad.
Aunque sea un duro trance enfrentarse al horror de algunos hechos, sabemos que si permanecen ocultos, negados, mantienen su eficacia y sólo podemos esperar catástrofe tras catástrofe en la realidad.
Me preguntaba qué pasaría con las marcas que esta experiencia, que es trauma, golpe, accidente, dejaría en los muchachos. Dudábamos que pudieran borrarse con un buen baño y un corte de pelo, y ¡a olvidar!
Es verdad que para vivir son necesarios muchos olvidos. No es casualidad que los horrores prefieran ser olvidados, incluso que se pretenda negar su existencia. No es lo que conviene. Aunque sea un duro trance enfrentarse al horror de algunos hechos, sabemos que si permanecen ocultos, negados, mantienen su eficacia y sólo podemos esperar catástrofe tras catástrofe en la realidad.
¿Qué pasaría si la «compasión» o la «comprensión» o la «incomodidad» nos hicieran mirar para otro lado, como al oficial que llega a rescatarlos y conmovido por el espectáculo gira su mirada hacia el espléndido crucero que les aguarda a lo lejos?. La «compasión» o la «comprensión» juegan con la identificación imaginaria. También el horror.
Puede que la compasión libere de la condena, pero también impediría reconocer lo peculiar del acto, la posibilidad de encontrarse con la imagen criminal, asumirla o no, reconocerse o no en ella.
La propuesta del psicoanálisis es
que la violencia deje de operar
como horror mudo, hacerla
transitar los caminos de la palabra, reconocerla como fantasma
común. Así es posible descubrir la común humanidad que nos liga a
quien ha sido su agente. Eso
lo saben todos los escritores
de novelas policíacas, el detective
es el que tiene la mente criminal
más brillante, quien podría cometer
el crimen perfecto.
La propuesta del psicoanálisis es que la violencia deje de operar como horror mudo, hacerla transitar los caminos de la palabra, reconocerla como fantasma común. Así es posible descubrir la común humanidad que nos liga a quien ha sido su agente. Eso lo saben todos los escritores de novelas policíacas, el detective es el que tiene la mente criminal más brillante, quien podría cometer el crimen perfecto.
Tratar este tema es también subjetivar algo de la propia violencia. Quedamos situados ante una escena que nos implica como la Tragedia antigua implica a los espectadores y asegura así su función social de catarsis.
Decíamos que el odio no encuentra su límite en un nuevo balanceo hacia el amor, sino en la articulación al deseo, al reconocimiento de lo fallados que estamos, unos y otros, en el reconocimiento y aceptación de las diferencias.
Por ello la religión del Amor fracasa en esto. Al inundar el mundo de Amor, aplasta el deseo.
En cuanto al odio el destino será seguir su camino. El amor no es solución. Y el deseo es contrario al sistema de producción. ¿Podrá algo el psicoanálisis en la vía de rescatar el deseo y el goce particular de cada sujeto en esta cultura de la globalización del deseo?