PROMETEO: «Locos sin esperanza», por Johann W. Goethe

PROMETEO

 

LOCOS SIN ESPERANZA

Prometeo de Goethe

Johann Wolfgang Goethe (1749-1832)

 

La oda "Prometeo" de Goethe pertenece a una tragedia de juventud inacabada, de la que se conservan dos actos y este poema. En 1978, Luis Alberto de Cuenca publicó Museo en la editorial Bosch. Es una miscelánea de fragmentos en la estela del Libro del Cielo y el Infierno de Borges y Bioy, y también incluye algún delicioso pastiche apócrifo.
 
De la Epopeya de Gilgamesh a los poemas Dada, y agrupados en capítulos simbólico-alegóricos como si se tratase de un museo, como advierte su título, visitamos algunos hermosos momentos de la historia de la literatura y la cultura, a menudo en forma de esbozos fragmentarios, como en una galería de exposiciones. Inexplicablemente, esta antología nunca se ha reeditado, a pesar de incluir cumbres como este Prometeo, con una traducción en la que escuchamos la voz que será de Rilke.
 
 

PROMETEO

El Prometeo romántico de Goethe (1774)

PROMETEO

 

Cubre tu cielo, Zeus,
con un velo de nubes,
y, semejante al joven que descabeza abrojos,
huélgate con los robles y las alturas.
Déjame a mí esta tierra,
la cabaña que tú no has construido
y el calor del hogar que tanto envidias.

Nada conozco bajo el sol tan pobre

como vosotros, dioses.
Nutrís, mezquinos, vuestra majestad
con las ofrendas de los sacrificios
y con el vaho de las preces.
En la indigencia viviríais
de no existir los niños y esos necios
mendigos que no pierden la esperanza.

Cuando era niño y nada sabía,

levantaba mis ojos extraviados
al sol, como si arriba hubiese oídos
para escuchar mis quejas,
y un corazón, afín al mío,
que sintiera piedad de quien le implora.

¿Quién me ayudó en mi pugna

contra los insolentes Titanes?
¿Quién de la muerte me salvó,
y de la esclavitud?
¿No fuiste tú, tú solo,
sagrado y fervoroso corazón,
quien todo lo cumpliste?
Y, sin embargo, ardiendo
en tu bondad y juventud, iluso,
agradecías tu salud a aquel
que, allá arriba, dormita...

¿Honrarte yo? ¿Por qué?

¿Aliviaste tú alguna vez
los dolores del afligido?
¿Enjugaste las lágrimas del angustiado?
¿No me han forjado a mí como hombre
el tiempo omnipotente
y la eterna fortuna,
que son mis dueños y también los tuyos?

¿Acaso imaginaste

que iba yo a aborrecer mi vida
y a retirarme al yermo
porque no todos mis floridos
ensueños dieran fruto?

Aquí estoy, dando forma

a una raza según mi propia imagen,
a unos hombres que, iguales a mí, sufran
y se alegren, conozcan los placeres y el llanto,
y, sobre todo, a ti no se sometan,
como yo.

J. W. Goethe (1774).

Traducción: L. A. de Cuenca

 

Prometeo, de Richard Cosway

El Prometeo metafórico de Kafka (1919)

Prometeo (Rubens)

 

Sobre Prometeo informan cuatro leyendas: según la primera, por haber traicionado a los dioses ante los hombres fue encadenado al Cáucaso, y los dioses enviaron águilas que le devoraban el hígado en perpetuo crecimiento.

Dice la segunda que, retrocediendo de dolor ante los picos despiadados de las aves de presa, Prometeo fue incrustándose cada vez más profundamente en la roca, hasta formar un todo con ella.

Según la tercera, en el decurso de los milenios se olvidó su traición, los dioses olvidaron, las águilas olvidaron, y él mismo olvidó.

Según la cuarta, se sintió cansancio de aquello que había perdido todo fundamento. Se cansaron los dioses, se cansaron las águilas, la herida se cerró, cansada.

Quedó la montaña de roca, inexplicable. La leyenda intenta explicar lo inexplicable. Como se origina en un motivo de verdad, debe finalizar nuevamente en lo inexplicable.

Franz Kafka (1919): La muralla china. Madrid: Alianza, 1973, pág 83

 

«Prométhée supplicié», de Pierre Paul Rubens et Frans Snyders (1618) Musée du Louvre-Lens.

El Prometeo original de Hesiodo (siglo VIII a. C.)

Mito y logos

Minos-Zeus
 
 
A Prometeo, de astutas decisiones, lo ató [Zeus] con ligaduras de las que no se puede librar, con dolorosas cadenas que metió a través de una columna, y contra él lanzó un águila de amplias alas. Ésta le comía el inmenso hígado, pero éste crecía por la noche tanto cuanto el ave de rápido vuelo había devorado por el día. [Y a ésta la mató el valeroso Heracles, poniendo así fin a sus desdichas, y no contra la voluntad de Zeus Olímpico, que domina en lo alto, sino para que la gloria del hijo de Alcmena, nacido en Tebas, fuera aún mayor que antes en la fecunda tierra. De este modo honraba a su famoso hijo y, a pesar de que estaba muy irritado, cesó en la cólera que antes tenía porque Prometeo combatía sus planes]. 
 
En efecto, cuando los dioses y los mortales se disputaban en Mecona, entonces Prometeo, tratando de engañar al inteligente Zeus, con ánimo resuelto le ofreció un enorme buey que había dividido. Por una parte puso, en la piel, la carne y las entrañas ricas en grasa, ocultándolas en el estómago del buey; por otro lado, colocando bien los blancos huesos del buey con engañoso arte, se los presentó, después de haberlos cubierto con blanca grasa. Ante esto, el padre de los dioses le dijo: Japetónida, famoso entre todos los soberanos, mi buen amigo, cuán desigualmente hiciste las partes. 
 
Así habló en tono mordaz Zeus, conocedor de inmortales designios . A él le respondió, por su parte, el astuto Prometeo con una leve sonrisa, sin olvidarse de su engañoso artificio: Zeus gloriosísimo, el más grande de los sempiternos dioses, elige de éstos el que en tu pecho te indique tu ánimo. 
 
Habló en verdad con engañosa mente y Zeus, conocedor de inmortales designios, se dio cuenta y no ignoró el engaño, sino que en su corazón proyectó contra los hombres mortales males que, realmente, iba a cumplir. 
 
Levantó con ambas manos la blanca grasa; se irritó en sus entrañas y la cólera le llegó a su ánimo cuando vio los blancos huesos del buey por el pérfido engaño. Desde entonces en la tierra las estirpes de hombres queman para los inmortales blancos huesos sobre humeantes altares. Y a aquél Zeus amontonador de nubes, muy irritado, le dijo: Japetónida, conocedor de los designios relativos a todas las cosas, mi buen amigo, no te olvidaste, en efecto, del pérfido arte. 
 
De este modo se expresó lleno de irritación Zeus, sabedor de inmortales designios, y desde ese momento, acordándose en cada instante del engaño, no otorgaba a los fresnos la fuerza del incansable fuego [para los mortales que habitan sobre la tierra]. Pero de él se burló el noble hijo de Jápeto robando en una caña hueca la luz del incansable que desde lejos se ve. Dañó así, de nuevo, en lo más profundo el ánimo del altitonante Zeus, y le irritó en su corazón cuando vio entre los hombres el brillo del fuego que desde lejos se observa. 
 
Al punto, a cambio del fuego, tramó males para los hombres: el famoso Cojo [Hefestos] modeló, por decisión del Crónida, algo semejante a una respetable doncella; la ciñó y adornó con un vestido de destacada blancura la diosa Atena de ojos verdes; la cubrió desde su cabeza con un velo, hecho a mano, admirable de ver; encantadoras coronas de fresca hierba trenzada con flores le colocó en torno a su cabeza Palas Atenea; en su cabeza le colocó una diadema de oro, que hizo él mismo, el famoso Cojo, con sus manos, intentando agradar a su padre Zeus; en ésta estaban grabados, cosa admirable de ver, muchos artísticos monstruos, cuantos terribles crían la tierra y el mar; muchos de éstos puso y en todos ellos se respiraba su arte, admirables y semejantes  a seres vivos dotados de voz. 
 
Cuando hizo el bello mal, a cambio de un bien, la llevó donde estaban precisamente los demás dioses y los hombres, engalanada con el adorno de la diosa de los ojos verdes, hija de poderoso padre; la admiración se apoderó de los inmortales dioses y los mortales hombres, cuando vieron el arduo engaño, sin remedio para los hombres. De ella, en efecto, procede el linaje de las femeninas mujeres, gran desgracia para los mortales. 
 
 HesiodoTeogonía, 522-590
 
Hesiodo
 
 

El Prometeo filosófico de Platón (inicios del siglo IV a. C.)

El Prometeo de Platón

 

Hubo una vez un tiempo en que existían los dioses, pero no había razas mortales. Cuando también a éstos les llegó el tiempo destinado de su nacimiento, los forjaron los dioses dentro de la tierra con una mezcla de tierra y fuego, y de las cosas que se mezclan a la tierra y el fuego. Y cuando iban a sacarlos a la luz ordenaron a Prometeo y a Epimeteo que los aprestaran y les distribuyeran las capacidades a cada uno de forma conveniente. A Prometeo le pide permiso Epimeteo para hacer él la distribución. "Después de hacer yo el reparto, dijo, tú lo inspeccionas". Así lo convenció, y hace la distribución. En ésta, a unos les concedía la fuerza sin la rapidez y a los más débiles, los dotaba con la velocidad. A unos los armaba y, a los que les daba una naturaleza inerme, les proveía de alguna otra capacidad para su salvación. A aquellos que envolvía en su pequeñez, les proporcionaba una fuga alada o un habitáculo subterráneo. Y a los que aumentó en tamaño, con esto mismo los ponía a salvo. Y así, equilibrando las demás cosas, hacía su reparto. Planeaba con la precaución de que ninguna especie fuera aniquilada.

Cuando les hubo provisto de recursos de huida contra sus mutuas destrucciones, preparó una protección contra las estaciones del año que Zeus envía, revistiéndolos con espeso cabello y densas pieles, capaces de soportar el invierno y capaces, también, de resistir los ardores del sol, y de modo que, cuando fueran a dormir, estas mismas les sirvieran de cobertura familiar y natural a todos. Y los calzó a unos con garras y revistió a los otros con pieles duras y sin sangre. A algunos les concedió que su alimento fuera devorar a otros animales, y les ofreció una exigua descendencia, y, en cambio, a los que eran consumidos por éstos, una descendencia numerosa, proporcionándoles una salvación a la especie. Pero. como no era del todo sabio Epimeteo, no se dio cuenta de que había gastado las capacidades en los animales; entonces todavía le quedaba sin dotar la especie humana, y no sabía qué hacer.

Mientras estaba perplejo, se le acerca Prometeo que venía a inspeccionar el reparto, y que ve a los demás animales que tenían cuidadosamente de todo, mientras el hombre estaba desnudo y descalzo y sin coberturas, inerme. Precisamente era ya el día destinado, en el que debía también el hombre surgir de la tierra hacia la luz. Así que Prometeo, apurado por la carencia de recursos, tratando de encontrar una protección para el hombre roba a Hefesto y a Atenea su sabiduría profesional, junto con el fuego -ya que era imposible que sin el fuego aquélla pudiera adquirirse o ser de utilidad a alguien- y, así, luego la ofrece como regalo al hombre. De este modo, pues, el hombre consiguió tal saber para su vida; pero carecía del saber político, pues éste dependía de Zeus. Ahora bien, a Prometeo no le daba ya tiempo de penetrar en la acrópolis en la que mora Zeus; además los centinelas de Zeus eran terribles. En cambio, en la vivienda común de Atenea y de Hefesto, en la que aquéllos practicaban sus artes, podía entrar sin ser notado, y así robó la técnica de utilizar el fuego de Hefesto, y las otras que pertenecen a Atenea, y se las entregó al hombre. Y de aquí resulta la posibilidad de la vida para el hombre; aunque a Prometeo luego, a través de Epimeteo, según se cuenta, le llegó el castigo de su robo.

Puesto que el hombre tuvo participación en el dominio de lo divino a causa de su parentesco con la divinidad, fue, en primer lugar, el único entre los animales en creer en los dioses, e intentaba construirles altares y esculpir sus estatuas. Después, articuló rápidamente, con conocimiento, la voz y los nombres, e inventó sus casas, vestidos, calzados, coberturas y alimentos del campo. Una vez equipados de tal modo, en un principio habitaban los humanos en dispersión, y no existía ciudades. Así que se veían destruidos por las fieras, por ser generalmente más débiles que aquéllas; y su técnica manual resultaba un conocimiento suficiente como recurso para la nutrición, pero insuficiente para la lucha contra las fieras. Pues aún no poseían el arte de la política, a la que el arte bélico pertenece. Ya intentaban reunirse y ponerse a salvo con la fundación de ciudades. Pero, cuando se reunían, se atacaban unos a otros, al no poseer la ciencia política; de modo que de nuevo se dispersaban y perecían.

Zeus, entonces, temió que sucumbiera toda nuestra raza, y envió a Hermes que trajera a los hombres el sentido moral y la justicia, para que hubiera orden en las ciudades y ligaduras acordes de amistad. Le preguntó, entonces, Hermes a Zeus de qué modo daría el sentido moral y la justicia a los hombres: "¿Las reparto como están repartidos los conocimientos? Están repartidos así: uno solo que domine la medicina vale para muchos particulares, y lo mismo los otros profesionales. ¿También ahora la justicia y el sentido moral los infundiré así a los humanos o los reparto a todos?". "A todos, dijo Zeus, y que todos sean partícipes. Pues no habría ciudades, si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros conocimientos. Además, impón una ley de mi parte: que al incapaz de participar del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad".

PlatónProtágoras, 320c-320d

 

Loquillo - Political Incorrectness

 
Loquillo - Political Incorrectness - Autor: Luis Alberto de Cuenca