LA BOLSA DEL ESTADO Y SUS FALANGES DE MERCENARIOS
EL ÁRBOL REPUBLICANO DEL CONOCIMIENTO
Carta de Thomas Jefferson a Samuel Kercheval
Reforma de la constitución de Virginia: rotación de cargos, mandatos breves, revocabilidad de electos, elección y revocación popular de jueces, necesidad de reforma permanente de las instituciones políticas, reforma periódica de la Constitución cada 20 años, contraposición pueblo/ricos.
A Samuel KerchevalMonticello, a 12 de julio de 1816Señor,
He recibido su honrosa del 13 de junio con copia de los escritos de convocatoria para una convención, sobre la cual os place pedirme mi opinión. No tengo la costumbre de guardar ninguna misteriosa reserva sobre ningún asunto, ni de encerrar mis opiniones en la cartera. Al contrario, especialmente cuando yo estaba en funciones públicas, pensaba que el público tiene derecho a la franqueza y a saber de forma íntima a quien empleaban. Pero actualmente estoy retirado; me entrego confiadamente, como un pasajero, a los que están actualmente en el oficio y lo único que pido es tranquilidad, paz y buena voluntad. La cuestión que me plantea sobre la igualdad de la representación ha llegado a ser una cuestión de partidarios en la que no quiero tomar públicamente partido. Sin embargo, si Vd. me la plantea únicamente para su propia satisfacción y no para citarme en público, no tengo razones para abstenerme y aún menos con Vd. pues mi opinión coincide con la suya.
Al inicio de nuestra república he expuesto esta opinión al mundo entero, en el proyecto de una Constitución que se adjunta a “Notas sobre Virginia” , donde se insertaba una disposición proponiendo una representación igual y permanente. La novedad del tema en aquel momento, y nuestra inexperiencia de gobierno entonces, han llevado al proyecto a carencias notables y flagrantes con respeto a los verdaderos cánones republicanos. En verdad, los abusos de la monarquía habían hasta tal punto absorbido tanto el espacio de la reflexión política que imaginábamos que todo lo que no era monarquía era republicano. Es por ello que nuestras primeras constituciones no contenían en realidad principios directivos. Peor; la experiencia y la reflexión me han llevado a confirmarme la importancia particular que tiene la representación igualitaria que se proponía entonces. Sobre este punto por lo tanto, estoy completamente de acuerdo con su carta; y deploro únicamente que los derechos de autor de su prospecto impidan su publicación en los periódicos, único sitio donde podrían ser leídos de manera general para producir efectos generales. La ausencia actual de otro asunto además, le daría un buen lugar en todos los periódicos y presentarían la cuestión a la conciencia de todos.
Pero la desigualdad de representación en ambas cámaras de nuestros legisladores no es la única herejía republicana en esta primera tentativa de nuestros patriotas revolucionarios de redactar una Constitución. Pues debe admitirse que un gobierno es republicano en la medida en que cada miembro que compone la república tiene la misma voz en la gestión de los asuntos (en realidad no personalmente, lo que seria impracticable mas allá de los limites de una ciudad, o de un municipio pequeño) por medio de representantes elegidos por él y responsables ante él en breves intervalos de tiempo. Sometamos al test de esta regla cada rama de nuestra Constitución.
Debe admitirse que un gobierno es republicano en la medida en que cada miembro que compone la república tiene la misma voz en la gestión de los asuntos (en realidad no personalmente, lo que seria impracticable mas allá de los limites de una ciudad, o de un municipio pequeño) por medio de representantes elegidos por él y responsables ante él en breves intervalos de tiempo
En el cuerpo legislativo, la Cámara de representantes se elige por menos de la mitad del pueblo y de ninguna manera en proporción a los que la eligen. El Senado está todavía más desproporcionado y durante largos mandatos de irresponsabilidad. En el ejecutivo, el gobernador es completamente independiente de la voluntad del pueblo y de su control; su consejo también lo es y en el mejor de los casos no es más que la quinta rueda de una carroza.
En el poder judicial, los jueces superiores no dependen de nadie más que de sí mismos.
Pero en un gobierno fundado sobre la voluntad popular, este principio actúa en una dirección opuesta y contraria a esa voluntad. Allí, entonces, aún eran revocables por común acuerdo del poder ejecutivo y el legislativo. Pero nosotros los hemos hecho independientes de la nación misma. Son inamovibles, salvo que lo haga su propio cuerpo, por cualquier depravación de su conducta. Y ni siquiera por su propio cuerpo, dada la imbecilidad de los seniles
En el poder judicial, los jueces superiores no dependen de nadie más que de sí mismos. En Inglaterra, donde los jueces eran numerosos y revocables a voluntad de un ejecutivo hereditario, por lo que se temía el peor gobierno y una prolongación del mismo, fue una conquista, al establecerlos de por vida, que fuesen independientes de ese ejecutivo. Pero en un gobierno fundado sobre la voluntad popular, este principio actúa en una dirección opuesta y contraria a esa voluntad. Allí, entonces, aún eran revocables por común acuerdo del poder ejecutivo y el legislativo. Pero nosotros los hemos hecho independientes de la nación misma. Son inamovibles, salvo que lo haga su propio cuerpo, por cualquier depravación de su conducta. Y ni siquiera por su propio cuerpo, dada la imbecilidad de los seniles.
Sin embargo esos jueces son un verdadero ejecutivo, lo mismo que el poder judicial, en todos nuestros asuntos menores y ordinarios
Los jueces de las instancias inferiores se eligen por ellos mismos, lo son de por vida y perpetúan su propio cuerpo sucediéndose eternamente de manera que una facción que tome una vez posesión de un tribunal de un condado no será jamás removido sino que tiene para siempre al condado entre sus indisolubles cadenas. Sin embargo esos jueces son un verdadero ejecutivo, lo mismo que el poder judicial, en todos nuestros asuntos menores y ordinarios. Nos tasan a voluntad, realizan el oficio de sheriff, el más importante de los funcionarios ejecutivos del condado, nombran a casi todos los jefes militares, jefes que una vez nombrados no son revocables mas que por ellos mismos. Los jurados, jueces de cualquier hecho y cualquier ley, según lo quieran ellos, no son seleccionados por el pueblo, ni a él sometidos. Son elegidos por un funcionario nombrado por el tribunal y el ejecutivo. ¿Elegidos, he dicho? Recogidos por el sheriff entre los que vagan en las salas de los tribunales una vez que todos los que son respetables se han marchado.
¿Dónde se encuentra entonces nuestro republicanismo? No en nuestra Constitución sino simplemente en el espíritu de nuestros ciudadanos. Esto obligaría incluso a un déspota a gobernar de manera republicana
¿Dónde se encuentra entonces nuestro republicanismo? No en nuestra Constitución sino simplemente en el espíritu de nuestros ciudadanos. Esto obligaría incluso a un déspota a gobernar de manera republicana. Gracias a este espíritu, y no a la forma de la Constitución, todo ha funcionado bien. Pero este hecho, tan triunfalmente citado e forma incorrecta por los enemigos de la reforma, no ha sido fruto de la Constitución, ha prevalecido a su pesar. Nuestros magistrados han obrado bien porque generalmente son personas honradas. Si algunos no lo eran, temían mostrarlo.
Se me dirá que es más fácil encontrar defectos que poner remedios. Yo no pienso que censurarles sea tan fácil como se supone. Plantead solamente principios veraces, adheríos a ellos de manea inflexible. No os dejéis intimidar, hasta abandonarlos, por las alarmas de los pusilánimes o por el croar de los ricos contra la preeminencia del pueblo. Si apelamos a la experiencia, remitiros a cualquiera de los quince o veinte gobiernos durante cuarenta años y mostradme cuando el pueblo ha hecho en esos cuarenta años la mitad de los perjuicios que un solo déspota habría hecho en un solo año. O mostradme la mitad e motines y rebeliones, crímenes y castigos que se hayan producido en cualquier nación durante un gobierno monárquico durante el mismo periodo. El verdadero fundamento del gobierno republicano es el derecho igual de cada ciudadano a su persona, a su propiedad y a su gestión. Comprobad para esto, como cuando se cuentan puntos, cada disposición de la Constitución, y ved si ella se liga directamente a la voluntad del pueblo.
Reducid nuestros legisladores a un número conveniente para una discusión completa pero ordenada. Permitid a cualquier hombre que combata o que pague impuestos a ejercer su derecho legítimo e igual a ser elegido. Sometedles a aprobación o rechazo en breves intervalos. Que el ejecutivo sea elegido de la misma forma y con la misma duración. Y no dejéis subsistir la pantalla de un consejo detrás del cual disimulen su responsabilidad. Se piensa que el pueblo no es competente para elegir sus jueces. Pero no sé si esto es cierto y, en caso que hubiese duda, hubiéramos de seguir ese principio. En esto, como en otras numerosas elecciones, se guiaran por la reputación, lo cual no tendría porque ser más equivocado que la modalidad actual de designación. En al menos un Estado de la Unión, esto ha sido probado desde hace mucho tiempo y con un éxito más que satisfactorio.
Se piensa que el pueblo no es competente para elegir sus jueces. Pero no sé si esto es cierto y, en caso que hubiese duda, hubiéramos de seguir ese principio. En esto, como en otras numerosas elecciones, se guiaran por la reputación, lo cual no tendría porque ser más equivocado que la modalidad actual de designación. En al menos un Estado de la Unión, esto ha sido probado desde hace mucho tiempo y con un éxito más que satisfactorio
Los jueces en Connecticut han sido elegidos por el pueblo cada seis meses, desde hace dos siglos y creo que casi no ha habido nunca un ejemplo de cambio tan potente; es la brida de la responsabilidad permanente. Por el contrario, si los prejuicios que derivan de una institución monárquica deben prevalecer contra el vital principio electivo, que es el nuestro, y si el ejemplo que existe entre nosotros de elección periódica de los jueces por el pueblo, no inspira aún confianza, al menos no adoptemos el mal y rechacemos el bien que hay en el precedente inglés. Conservemos la revocabilidad como acuerdo de los poderes ejecutivo y legislativo y el nombramiento solo por el ejecutivo. Confiarle al legislativo, como hacemos, es una violación del principio de separación de poderes. Esto hace desviarse a sus miembros de un comportamiento adecuado por la tentación de intrigar ellos mismos con el fin de obtener cargos y de vender su voto de forma corrupta; destruye la responsabilidad dividiéndola entre la multitud. Dejando el nombramiento en su lugar apropiado, en el poder ejecutivo, el principio de división de poderes se respeta y la responsabilidad gravita con todo su peso sobre una sola cabeza.
Conservemos la revocabilidad como acuerdo de los poderes ejecutivo y legislativo y el nombramiento solo por el ejecutivo. Confiarle al legislativo, como hacemos, es una violación del principio de separación de poderes. Esto hace desviarse a sus miembros de un comportamiento adecuado por la tentación de intrigar ellos mismos con el fin de obtener cargos y de vender su voto de forma corrupta; destruye la responsabilidad dividiéndola entre la multitud
La organización de la administración de nuestros condados puede encontrarse que sea más difícil. Pero seguid este principio y el nudo se desanuda él solo. Dividid los condados en circunscripciones de una dimensión tal que cada ciudadano pueda asistir cuando sea llamado y actuar en persona. Atribuidles el gobierno de sus circunscripciones en todo aquello que le concierte exclusivamente. Un juez elegido por ellos en cada una de ellas, un oficial de policía, una patulla, una compañía militar, una escuela, el cuidado de los pobres, las vías públicas, la elección de uno o varios jurados para servir como tribunales, y que se deposite en cada una de la circunscripción los votos para la elección de funcionarios electivos de categoría superior.
Estas medidas descargarán a la administración del condado de casi todas sus responsabilidades, harán que se ejerzan mejor y haciendo de cada ciudadano un miembro activo del gobierno con cargos que le sean más próximos y de mayor interés para él, le ligarán con sentimientos poderosos al autogobierno de su país y a su Constitución republicana.
Los jueces electos de esa manera por circunscripción constituirán el tribunal del condado, se encargarían de los asuntos judiciales, de la gestión de puentes y caminos, de la recaudación de impuestos del condado y la imposición para pobres, y administrarían todos los asuntos e interés común para la generalidad del país. Estas circunscripciones, llamadas Comunas en Nueva Inglaterra, son el principio vital de su gobierno y han dado pruebas de que son la más sabia institución concebida por la inteligencia humana para el ejercicio de un gobierno autónomo y su preservación. Deberíamos organizar así nuestro gobierno en: 1º.-La República Federal general, para todo lo que compete a los asuntos extranjeros y federales 2º.-La del Estado, para todo lo que concierne exclusivamente a nuestros propios ciudadanos 3º.-Las repúblicas de los condados, para los deberes y derechos el condado y 4º.-la repúblicas de las circunscripciones, para los asuntos menores y no obstante numerosos y de interés para la vecindad. Y en el gobierno, como en cualquier otro asunto de la vida, es únicamente por división y subdivisión de los deberes cuando todos los asuntos, grandes y pequeños, pueden tratarse a la perfección. El conjunto se cimienta dando a cada ciudadano, personalmente, participación en los asuntos públicos.
El resumen de las enmiendas es: 1º-Sufragio universal 2º.-Igualdad de representación en el poder legislativo 3º.-Un ejecutivo elegido por el pueblo 4º.-Jueces electos o revocables 5º.-Jueces, jurados y sheriffs electos 6º.-División en circunscripciones 7º.-Enmiendas periódicas a la Constitución.
Lanzo estas ideas como rúbricas generales de enmienda para que sean consideradas y corregidas. Su objeto es garantizar el gobierno autónomo republicano de nuestra Constitución, tanto como el espíritu popular, y alimentar y perpetuar ese espíritu. No soy de los que tienen miedo del pueblo. Es de él y no de los ricos de quien dependemos para continuar a ser libres. Y para preservar su independencia no debemos dejar a nuestros gobernantes cargarnos con una deuda perpetua.
Debemos optar entre economía y libertad o prodigalidad y servidumbre. Si nos endeudamos hasta el punto que debemos imponer tasas sobre la bebida y el alimento, sobre nuestras necesidades y nuestro confort, sobre nuestros trabajos y nuestras diversiones, para nuestras vocaciones y creencias, como ocurre con la ente de Inglaterra, nuestros ciudadanos, igual que ellos, deberán trabajar diez y seis horas sobre veinticuatro y ceder la renta de quince de esas horas al gobierno para sus deudas y gastos corrientes, y como la decimosexta no es suficiente para procurarnos el pan, viviremos – como ellos ahora- de sopa de avena y patatas; sin tiempo para pensar y medios para obligar a los malos dirigentes a rendir cuentas, contentándonos con obtener nuestra subsistencia alquilando nuestros servicios para fijar sus cadenas en los cuellos de nuestros compañeros de sufrimiento.
Nuestros propietarios agrícolas, también, como los suyos, que conservan en efecto los títulos y la gestión de la propiedad que se dice ser suya pero que en realidad está como prenda de pago al Tesoro Público, deberán aventurarse, como los nuestros, en países extranjeros y contentarse con penuria, obscuridad, exilados de la gloria de la nación. Este ejemplo nos da la lección de que las fortunas privadas se destruyen tanto por el exceso público como por el privado. Y es la tendencia de todo gobierno humano.
Este ejemplo nos da la lección de que las fortunas privadas se destruyen tanto por el exceso público como por el privado. Y es la tendencia de todo gobierno humano.
Y la punta de lanza de este yugo es la deuda pública. Le siguen los impuestos y a continuación, la miseria y la opresión
Separarse de ese principio en un caso particular constituye un precedente para un segundo caso, el segundo para otro tercero y así sucesivamente hasta que la masa de la sociedad sea reducida a no ser mas que simples autómatas sufrientes y no tener mas sensibilidad que para soportar y sufrir. Entonces, comienza, efectivamente, la bellum omniium et omnia, que ciertos filósofos, observando que esta tan generalizada en este mundo, han tomado como si fuera un estado natural y no un estado abusivo de la humanidad. Y la punta de lanza de este yugo es la deuda pública. Le siguen los impuestos y a continuación, la miseria y la opresión.
Algunos contemplan las constituciones con una piadosa reverencia, y piensan que son como el Arca de la Alianza, demasiado sagradas para tocarse. Atribuyen a los hombres de las épocas precedentes una sabiduría más que humana y suponen que lo que hicieron está fuera del alcance de toda enmienda. Yo he conocido esa época; he pertenecido a ella y en ella he trabajado. Se ha hecho digna de su país. Era muy semejante a la actual pero sin experiencia; y cuarenta años de experiencia en el gobierno valen por un siglo de lectura de libros. Esto, lo dirían de ellos mismos, si surgiesen de entre los muertos:
Yo no soy de ninguna manera el abogado de cambios frecuentes y no probados en las leyes y las constituciones. Pienso que mas vale tolerar las imperfecciones moderadas, porque, desde el momento en que las conocemos, nos adaptamos a ellas y encontramos los medios prácticos para corregir sus nefastos efectos.
Pero también sé que las leyes y las instituciones deben ir de la mano del progreso del espíritu humano. A medida que deviene más desarrollado, más ilustrado, que se hacen nuevos descubrimientos, que nos son desveladas nuevas verdades, y que cambian las costumbres y las opiniones con las circunstancias, las instituciones deben igualmente cambiar y caminar con su tiempo. Podríamos de igual manera pedir a un hombre que llevase el vestido que le iba bien cuando era niño que si pedimos a una sociedad civilizada mantenerse bajo el régimen de sus ancestros bárbaros.
Esta idea ridícula es la que ha inundado recientemente a Europa de sangre. Sus monarcas, en vez de ceder sabiamente a un cambio gradual de las circunstancias, favoreciendo un acomodo progresivo a una progresiva mejora, se han agarrado a sus viejos abusos, se han atrincherado tras sus sólidas costumbres y han obligado a sus súbditos a buscar con sangre y violencia innovaciones temerarias y ruinosas, que si hubiesen estado sometidas a la deliberación pacifica y la sabiduría de una nación, se hubieran alcanzado en formas aceptables y saludables.
Nosotros no seguimos tales ejemplos, y no tengamos la debilidad de creer que una generación no es capaz de cuidar de sí misma y de poner orden en sus propios asuntos. Aprovechemos, como nuestros Estados hermanos han hecho, nuestra razón y experiencia para corregir las groseras tentativas de nuestros primeros consejos inexperimentados aunque fuesen sabios, virtuosos y bienintencionados.
Y en fin, prevengamos en nuestra Constitución su revisión a intervalos específicos. Lo que deban ser estos intervalos, la naturaleza misma lo indica. Según las tablas de mortalidad europeas, sobre el total de adultos existentes en un momento dado, una mayoría estará muerta en diez y nueve años aproximadamente. Al final e este periodo, pues, una nueva mayoría se instala; o dicho en otros términos, una nueva generación.
Cada generación es tan independiente como la precedente, como era el caso de las que le precedieron a su vez. Estas, como las aquellas, tienen el derecho a elegir por sí mismas la forma de gobierno que crea la más apta para promover su propia felicidad; por consiguiente, a adaptarse a las circunstancias en las que se encuentra, las cuales ha recibido de sus predecesores y es por la paz y el bien de la humanidad que una ocasión en solemne de hacerlo cada diez y nueve o veinte años, debería estar prevista por la Constitución; de manera que pueda ser transmitida, con readaptaciones periódicas de generación en generación hasta el final de los tiempos, si es que algo humano puede durar largo tiempo.
Hace ya cuarenta años que fue formulada la Constitución de Virginia. Las mismas tablas nos informan que en este periodo, los dos tercios de los adultos que vivían entonces, han muerto. El tercio restante, ¿tienen el derecho de tener sometidos a su voluntad y a las leyes hechas entonces a los otros dos tercios que, como ellos, componen la masa actual de adultos? Y si no lo tienen ¿quién lo tiene? ¿Los muertos? Pero los muertos no tienen derechos. No son nada y nada pueden poseer. Donde no hay substancia no puede haber accidente. Ese conjunto material, y todo lo que hay sobre él, pertenece a sus habitantes actuales durante la duración de su generación.
Ello solos tienen el derecho de dirigir lo que son sus propios asuntos y de decir la ley de esta dirección; y esa declaración no puede hacerse sino por la mayoría. Esta mayoría, por lo tanto, tiene el derecho de delegar sus representantes a una Convención y hacer la Constitución que piense ser la mejor para ellos. Pero, ¿cómo recoger su voz? He ahí la dificultad. Si son invitados por una autoridad privada, o a reuniones de comité o distrito, estas divisiones son tan extensas que pocos asistirán a ellas y su voz será expresada de manera imperfecta o errónea. Esta sería una de las ventajas de la división por circunscripciones que propongo. El Alcalde de cada circunscripción por transmisión, para tratar una cuestión como esta, reuniría a toda la circunscripción, registraría el simple si o no de sus miembros, lo transmitiría al tribunal del condado, los cuales a su vez transmitirían lo acordado en sus circunscripciones a la autoridad general más apropiada y la voz el pueblo entero sería así honradamente, plenamente y pacíficamente expresada, discutida y decidida por la razón común de toda la sociedad. Si esta avenida se cierra a la llamada de la tolerancia se hará entender por la vía de la fuerza, y continuaremos, como ocurre en otras naciones, en el circulo sin fin de la opresión, la rebelión, la reforma, y de nuevo la opresión, la rebelión, la reforma, y así para siempre.
Si esta avenida se cierra a la llamada de la tolerancia se hará entender por la vía de la fuerza, y continuaremos, como ocurre en otras naciones, en el circulo sin fin de la opresión, la rebelión, la reforma, y de nuevo la opresión, la rebelión, la reforma, y así para siempre
Tal es, Señor, mi opinión sobe los gobiernos que vemos entre los hombres y sobre los únicos principios por los cuales podemos impedirnos caer en el mismo temible camino. Los he expuesto más ampliamente de lo que su carta invitaba. Pero no puedo decir las cosas a mitad; y tengo confianza en su honor, para que lo utilice de manera que se me preserve de la parrilla de los diarios. Si Vd las aprueba y las imponen, como se ha hecho a favor de la igual representación, harán mucho bien. Si no, guárdelas para sí, como la efusión propia de la edad marchita y de la ociosidad.
Con no menos sinceridad, le transmito mi gran respeto y mi consideración.
Thomas Jefferson
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LA BOLSA DEL ESTADO Y SUS FALANGES DE MERCENARIOS, por Thomas Jefferson
“Había salido de Francia durante su primer año de revolución, en pleno fervor de los derechos naturales y del celo reformador. Mi concienzuda devoción a dichos derechos no podía hacerse más grande, pero su ejercicio diario la había despertado y excitado. El presidente Washington me recibió cordialmente, y mis colegas y el círculo de ciudadanos principales con aparente benevolencia. Pero no puedo describir el asombro y mortificación de los que me llenaron las conversaciones de sus mesas. El tema principal era la política, y el sentimiento más favorecido, con toda evidencia, la preferencia del gobierno monárquico sobre el republicano. Yo no podía ser apóstata ni hipócrita, y a menudo me encontraba en la situación de único abogado del lado republicano de la cuestión. El sistema financiero de Hamilton había sido aprobado. Dos eran sus objetivos: primero, como rompecabezas, evitar toda posibilidad de comprensión e investigación popular; segundo, como máquina, un sistema para corromper el legislativo. Y con dolor y vergüenza hay que reconocer que su máquina no era ineficaz; que incluso en el mismo nacimiento de nuestro gobierno se encontraban miembros lo bastante sórdidos como para subordinar sus intereses y cuidarse más bien del bien particular que del público.”
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LA BOLSA DEL ESTADO Y SUS FALANGES DE MERCENARIOS, por Thomas Jefferson
En los primeros tiempos de ejercicio de mi cargo no tomé más nota que ésta de las transacciones en que intervine; mas no tardé en comprender la importancia de hacerlo, para ayudar a mi memoria. En consecuencia, hice a menudo memorandos en papeles sueltos, que sacaba del bolsillo para la ocasión y ponía a un lado para copiarlos en limpio cuando mis ocupaciones me lo permitieran, lo que rara vez ocurrió. Por consiguiente, hice encuadernar los papelajos arrugados, borrados y mal escritos como estaban, con los demás documentos; el encuadernador lo hizo en mi gabinete, ente mis propios ojos, y no tuvo oportunidad de leer un solo papel.
GRACIAS A LOS DEFENSORES DE LOS PRINCIPIOS REPUBLICANOS, ESTADOS UNIDOS NO ES HOY UNA MONARQUÍA OLIGÁRQUICA Y CENTRALISTA
Hoy, transcurridos veinticinco años o más desde aquellas fechas, he revisado todo con calma, olvidadas ya las pasiones del momento y ateniéndome sólo a las razones de las transacciones como determinantes del juicio. Algunas de las informaciones que registré han sido hasta ahora apartadas de las demás, porque he visto que eran incorrectas, o dudosas, o simplemente personales y privadas, que nada tienen que hacer aquí. Quizá habría pensado que tampoco merecía la pena conservar las otras si no hubieran contenido un testimonio contrario a la única historia de aquel período que pretende haberse compilado en base a documentos auténticos no publicados.
Pero una breve revisión de los hechos demostrará que las contiendas de aquellos tiempos fueron contiendas de principios entre los defensores del gobierno republicano y los del gobierno monárquico, y que, de no haber sido por los esfuerzos de los primeros, nuestro gobierno sería, en fecha tan temprana como la actual, algo muy distinto a lo que el feliz resultado de aquellos esfuerzos ha hecho de él.
La alianza entre los Estados bajo los antiguos artículos de la Confederación, cuyo fin era la defensa conjunta frente a la agresión de Gran Bretaña, demostró ser insuficiente, como en general suelen ser los tratados de alianza, para garantizar el cumplimiento de las estipulaciones mutuas; y una vez cumplidas estas últimas, el lazo de unión había de desaparecer por sí mismo, convirtiéndose todos los Estados en entidades soberanas e independientes.
Pero a nadie se escapaba que estas entidades independientes y separadas, como los pequeños Estados griegos, estarían eternamente en guerra unas con otras, para convertirse finalmente en meros partidarios y satélites de las principales potencias europeas. Todos debieron, en consecuencia, concebir esperanzas en un nuevo lazo de unión, capaz de garantizar una paz eterna y un sistema político propio e independiente del europeo. Evidentemente, las constituciones, las costumbres y las circunstancias individuales darían nacimiento a opiniones diferentes sobre si todos los Estados debían consolidarse bajo un solo gobierno o mantener su independencia en cuestiones internas, configurando una sola nación en relación con el extranjero.
Siempre se ha dicho y creído que algunos oficiales del ejército (dirigidos, según la opinión unánime, por Steuben y Knox), habituados a la monarquía por sus costumbres militares, propusieron al general Washington decidir esta cuestión ante el ejército antes de licenciarlo y asumir personalmente la corona, para lo cual contaría con su seguro apoyo. La indignación con que, según se dice, rechazó esta propuesta patricida fue digna de su virtud y sabiduría.
El siguiente paso (sugerido por los mismos individuos, con ocasión de su despedida) fue el establecimiento de una orden hereditaria denominada Orden de los Cincinnati, bien preparada por la mencionada característica para injertarse en el futuro marco gubernamental, y encabezada también por el general Washington. El general me escribió sobre este tema cuando me encontraba en el Congreso de Annapolis, y en la la página 28 del volumen 5º de la historia de Marshall hay un extracto de mi carta.
Después me rindió visita en el mismo lugar, camino de una reunión de la Sociedad, y tras conversar conmigo hasta bien entrada la noche, dejó el lugar completamente decidido a poner cuanto fuera de su parte para lograr la plena desaparición de la Sociedad. Pero no pudo conseguir más que la abolición de su principio hereditario, pues la encontró firmemente enraizada en los sentimientos de sus miembros, reforzados por un acontecimiento casual.
LA MAYORÍA DE LOS ASISTENTES A LA CONVENCIÓN DE FILADELFIA ERAN DEMASIADO HONESTOS, SABIOS Y FIRMES PARA DEJARSE ENGAÑAR POR LAS MANIOBRAS DE HAMILTON Y LOS MONÓCRATAS
Me visitó de nuevo en su camino de regreso, explicándome detalladamente la oposición con que había tropezado, el efecto de la llegada del enviado a Francia, y la dificultad para limitar la duración de la Sociedad a la vida de sus primeros miembros. Se hallarán más detalles entre mis papeles, en sus cartas y las mías, y algunos en la Encyclopédie Méthodique et Dictionnaire d’ Economie Politique, comunicados por mí a su autor, M. Meusnier, que en esa obra había hecho de la Sociedad la base de un libelo contra nuestro país.
La falta de una autoridad capaz de hacer justicia a los acreedores públicos y garantizar el cumplimiento de los tratados con otras naciones, condujo, algún tiempo después, a la convocatoria en Annapolis de una convención de los Estados. Aunque ya en esta reunión se evidenció una diferencia de opinión sobre la cuestión del gobierno republicano o monárquico, el sentimiento en favor del primero estaba tan generalizado entre los Estados, que los partidarios del último se limitaron a obstruir y demorar todo cuanto se proponía; tenían la esperanza de que, al paralizarse todo, todo iría de mal en peor, provocando al usurpación del poder mediante el establecimiento de un gobierno monárquico al que el pueblo se sometería, prefiriéndolo a la anarquía y a la guerra interior y exterior, consecuencias seguras de la falta de un gobierno general.
El efecto de sus maniobras junto con la insuficiente asistencia de diputados de los Estados, fue la convocatoria de una convención más general, a celebrar en Filadelfia. En ésta, el mencionado partido persistió en sus prácticas, con el mismo objetivo de evitar el establecimiento de un gobierno de concordia, que preveían republicano, y abrirse camino hacia la monarquía por el sendero de la anarquía. Pero la mayoría de los asistentes a aquella reunión eran demasiado honestos, sabios y firmes para dejarse engañar por sus maniobras.
Una de éstas fue la propuesta del coronel Hamilton de una forma de gobierno que constituía de hecho un compromiso entre el partido monárquico y el republicano. Conforme a ella, el ejecutivo y una rama del legislativo ejercerían sus funciones mientras acreditasen buena conducta, es decir, con carácter vitalicio, y los gobernadores de los Estados serían nombrados por estos dos órganos permanentes. La propuesta, sin embargo, fue rechazada, a la vista de lo cual Hamilton abandonó la convención por considerarla imposible, y no regresó hasta poco antes de su conclusión.
Estas opiniones y esfuerzos, secretos o confesados, de los partidarios de la monarquía habían provocado grandes recelos en la generalidad de los Estados; estos recelos fueron la base de la fuerte oposición a la Constitución convencional, y sólo la general decisión de establecer ciertas enmiendas a guisa de barreras contra un gobierno monárquico o consolidado pudieron aplacarlos. Relato lo ocurrido durante el período de las dos convenciones en base a la información de quienes fueron miembros de las mismas, pues yo me encontraba ausente, en misión en Francia.
Regresé de dicha misión el primer año del nuevo gobierno, desembarcando en Virginia en diciembre de 1789 y dirigiéndome a Nueva York en marzo de 1790 para tomar posesión del cargo de Secretario de Estado. Allí encontré, ciertamente, el estado de cosas más inesperado que hubiera podido imaginar.
Había salido de Francia durante su primer año de revolución, en pleno fervor de los derechos naturales y del celo reformador. Mi concienzuda devoción a dichos derechos no podía hacerse más grande, pero su ejercicio diario la había despertado y excitado. El presidente me recibió cordialmente, y mis colegas y el círculo de ciudadanos principales con aparente benevolencia. Los corteses almuerzos que se me ofrecieron, como recién llegado entre ellos, me situaron de inmediato en su sociedad cotidiana. Pero no puedo describir el asombro y mortificación de los que me llenaron las conversaciones de sus mesas. El tema principal era la política, y el sentimiento más favorecido, con toda evidencia, la preferencia del gobierno monárquico sobre el republicano.
EL SISTEMA FINANCIERO DE HAMILTON TENÍA DOS OBJETIVOS: EVITAR QUE EL PUEBLO INVESTIGARA LAS CUENTAS DEL GOBIERNO, Y CORROMPER AL LEGISLATIVO
Yo no podía ser apóstata ni hipócrita, y a menudo me encontraba en la situación de único abogado del lado republicano de la cuestión, salvo que entre los invitados se hallase por casualidad algún miembro de dicho partido con escaño en una de las Cámaras legislativas. El sistema financiero de Hamilton había sido aprobado. Dos eran sus objetivos: primero, como rompecabezas, evitar toda posibilidad de comprensión e investigación popular; segundo, como máquina, un sistema para corromper el legislativo.
Él no se recataba de confesar su opinión de que sólo hay dos motivos que gobiernan al hombre, la fuerza o el interés; comentaba que en este país no podía ni pensarse en la fuerza, por lo que, evidentemente, había que apoderarse de los intereses de los miembros del legislativo para mantener a éste ligado al ejecutivo. Y con dolor y vergüenza hay que reconocer que su máquina no era ineficaz; que incluso en el mismo nacimiento de nuestro gobierno se encontraban miembros lo bastante sórdidos como para subordinar sus intereses y cuidarse más bien del bien particular que del público.
Es bien sabido que la mayor dificultad con que tropezamos durante la guerra fue la falta de dinero o medios para pagar a nuestros soldados, que combatían, y a nuestros campesinos, fabricantes y comerciantes, que suministraban el alimento y vestido que los primeros necesitaban. Cuando el sistema del papel moneda se agotó por sí mismo, se entregaron certificados de deuda a los acreedores particulares, con garantía de pago en cuanto los Estados Unidos pudieran hacerlo. Pero las penalidades de estas gentes a menudo las obligaron a desprenderse de ellos por la mitad, un quinto e incluso un décimo de su valor; y los especuladores se dedicaron a obtenerlos con engaño de los poseedores, recurriendo a las prácticas más fraudulentas y persuadiéndoles de que jamás les pagarían.
En el proyecto para financiar y pagar los certificados, Hamilton no distinguió entre los primitivos poseedores y los compradores fraudulentos del papel. Poner a estas dos clases de deudores a la misma altura provocó repugnancias tan notables como justas, y se hicieron los mayores esfuerzos en favor del pago completo a los primeros y el reembolso a los últimos del precio que ellos pagaron, más intereses. Pero esto hubiera impedido el juego que había de jugarse, y para el cual ya se habían preparado y adiestrado las mentes de los ávidos miembros.
Cuando la medida de las fuerzas, en esfuerzos contradictorios, indicó la forma en que finalmente se aprobaría el proyecto de ley, cosa que se supo antes de puertas para adentro que de puertas para afuera, sobre todo en lo que se refiere a los habitantes de zonas alejadas de la Unión, la sórdida lucha dio comienzo. Los correos y los caballos por relevos, y veloces veleros prácticos, por mar, volaban en todas direcciones. En todos los Estados, poblaciones y comunidades campesinas se asociaban y contrataban socios activos y agentes que compraban el papel a cinco chelines, y hasta a dos chelines la libra, antes de que sus portadores supieran que el Congreso ya había decidido su redención a la par. De esta forma se hurtaron inmensas sumas a gentes pobres e ignorantes, mientras otros, que antes fueron también pobres, acumulaban inmensas fortunas. Como es natural, unos hombres enriquecidos de tal manera por la destreza de un gobernante seguían al jefe que les conducía a la fortuna, convirtiéndose en los más celosos instrumentos de todas sus empresas.
Cuando yo llegué, este juego ya había terminado; sobre el tapete había otro, en el que participé llevado por mi ignorancia y mi inocencia. Esta maniobra fiscal es bien conocida bajo el nombre de “la Asunción”. Aparte de las deudas del Congreso, los Estados habían contraído durante la guerra otras deudas independientes y de gran envergadura, especialmente Massachussetts, en una tentativa absurdamente dirigida contra la palaza inglesa de Penosbscott; y cuanta más deuda acumulaba Hamilton, más botín para sus mercenarios. Este dinero, sabia o tontamente gastado, se suponía empleado en servicios de interés general y, por consiguiente, debía ser restituido de la bolsa general. Pero se objetaba que nadie sabía cómo eran las deudas, su monto y las pruebas de haberse contraído. Poco importa; las estimamos en veinte millones. Pero de eso veinte millones no sabemos cuánto debe reembolsarse a un Estado y cuánto a otro. Poco importa; lo estimaremos.
E inicióse así otra disputa entre los diversos Estados, y algunos consiguieron mucho, otros poco, otros nada. Pero se consiguió el principal objetivo, y la falange del Tesoro se vio reforzada por nuevos reclutas. Esta medida dio pie a la más amarga y furiosa contienda que haya conocido el Congreso, antes o después de la Unión de los Estados; yo llegué en mitad de la misma. Pero, sintiéndome extraño en el terreno, extraño a sus actores, y habiendo estado ausente tiempo más que suficiente para haber perdido toda familiaridad con el tema, cuyos objetivos no conocía aún, no me preocupé del mismo.
PARA HACER PERMANENTE LA INFLUENCIA DEL SISTEMA FINANCIERO EN EL GOBIERNO DEL PAÍS, SE CREÓ EL BANCO DE LOS ESTADOS UNIDOS
En cualquier caso, la grave y penosa cuestión fue rechazada por la Cámara de Representantes. Las enemistades derivadas de este tema fueron tan poderosas que al rechazarse se suspendieron los trabajos. El Congreso abría y levantaba sus sesiones día tras día sin hacer nada en absoluto, pues las partes no estaban de humor para cooperar. Los miembros orientales que, con Smith, de Carolina del Sur, eran los principales jugadores en este juego, amenazaban con secesión y disolución. Hamilton estaba desesperado.
Un día, cuando me disponía a visitar al presidente, me lo encontré en la calle. Me tuvo media hora paseando de un lado a otro delante de su puerta. Pintó con los colores más patéticos el humor del legislativo, la decepción de los llamados Estados acreedores, el peligro de secesión de sus miembros y de separación de sus Estados. Comentó que los miembros de la Administración debían obra de común acuerdo, que aunque la cuestión no competía a mi departamento, nuestro común deber la transformaba en común preocupación, que el presidente era el centro donde en definitiva recaían todas las cuestiones administrativas, y que todos nosotros debíamos agruparnos en torno suyo y apoyar con esfuerzos mutuos las medidas por él aprobadas; y que, como la cuestión sólo se había perdido por pocos votos, era probable que una apelación por mi parte al buen juicio y discreción de algunos de mis amigos diera lugar a un cambio en la votación, con lo que la máquina del gobierno, por el momento inmovilizada, podría ponerse de nuevo en movimiento.
Le dije que era ciertamente un extraño en aquel tema; que, al no haberme informado todavía sobre el sistema financiero adoptado, no sabía hasta qué punto aquello era necesario; que, sin lugar a dudas, si su rechazo amenazaba con disolver nuestra Unión en su incipiente estado, yo lo consideraría la más desafortunada de todas las consecuencias, para evitar la cual debía aceptarse cualquier otro mal parcial y transitorio. Le propuse, no obstante, almorzar juntos al día siguiente, con el propósito de invitar a uno o dos amigos y conferenciar todos juntos, pues me parecía imposible que hombres razonables, consultándose fríamente, no pudieran llegar a un compromiso para salvar la Unión.
La discusión se celebró. En ella no tuve otra intervención que la meramente exhortativa, pues era ajeno a las circunstancias que la determinaban. Pero finalmente se acordó que si se atribuía la sede del gobierno a Filadelfia por diez años y después permanentemente a Georgetown, el fermento provocado en los Estados del Sur por la otra medida podría quizá calmarse un poco. En consecuencia, dos de los miembros del Potomac (White y Lee, aunque White con una revulsión casi convulsiva del estómago) consintieron en cambiar sus votos, y Hamilton se comprometió a ocuparse del otro asunto.
La influencia que tenía sobre los Estados orientales, unida a la de Robert Morris con los centrales, aseguró el cumplimiento de su parte del acuerdo; y así se aprobó “la Asunción”, dividiéndose veinte millones de acciones entre los Estados favorecidos, buen alimento para el rebaño de corredores de Bolsa. Esto incrementó el número de incondicionales del Tesoro, haciendo a su jefe dueño y señor de toda votación del legislativo capaz de imprimir al gobierno la dirección más conveniente a sus puntos de vista políticos.
Bien sé, y así debe entenderse, que sólo una cifra muy inferior a la mayoría del Congreso se rindió a esta corrupción. Lejos de ello. Pero los miembros honestos de aquel organismo estaban ya divididos, en números casi iguales, entre los partidos denominados republicano y federal. Los últimos, de principios monárquicos, se adhirieron, como era de esperar, a Hamilton, su director en cuanto tocaba a esos principios, y a ellos se unió la falange mercenaria, garantizándole una segura mayoría en ambas Cámaras; por consiguiente, toda la actividad legislativa quedó bajo la dirección del Tesoro.
Pero la maquinaria no era todavía perfecta. Los efectos del sistema financiero y de “la Asunción” eran transitorios; se perderían con la desaparición de los miembros a quienes habían enriquecido particularmente. Había, pues, que inventar un dispositivo que hiciera más permanente su influencia, mientras los esbirros se mantenían en su lugar para contrarrestar toda oposición. Este dispositivo fue el Banco de los Estados Unidos.
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THOMAS JEFFERSON, Las Anotaciones. Autobiografía y otros escritos. Editorial Tecnos, 1987. Traducción de A. Escohotado y M. Sáenz de Heredia.
George Carlin – Yo no voto (Subtitulado)
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