El ataque de Carl Schmitt al Tratado teológico-político de Baruch de Spinoza
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MALDITO SPINOZA: El ataque de Carl Schmitt al Tratado teológico-político de Baruch de Spinoza – (Parte 1)
Por Lucía Fernández-Flórez. UAM (Madrid)
Thémata. Revista de Filosofía. Número 43. 2010
«… nos ha caído en suerte la rara dicha de vivir en un Estado, donde se concede a todo el mundo plena libertad para opinar y rendir culto a Dios según su propio juicio, y donde la libertad es lo más apreciado y lo más dulce…»
Baruch Spinoza, Tratado teológico-político
El debate entre la filosofía política y la teología política goza, en los últimos tiempos, de buena salud, si bien se trata de una salud un tanto convulsa para el organismo sociopolítico. Esto se debe no sólo a la irrupción de políticas religiosas de inspiración más o menos teocrática, que desde luego ponen en entredicho el principio liberal de separación entre Iglesia y Estado, sino a la recuperación de un debate de carácter marcadamente filosófico que se inició hace décadas en torno a la cuestión tan controvertida de la filosofía política moderna y de la querella filosófica y política contra la modernidad. Esta última razón es la que nos interesa exponer, pues se encuentra en el corazón del asunto, más amplio, de la relación entre política y religión al menos en el ámbito occidental, y por lo tanto condiciona inevitablemente las relaciones políticas de Occidente con otras “civilizaciones”, por utilizar la expresión de Huntington de reciente fortuna. El problema de la teología política y de su relación con la filosofía política moderna atraviesa, por consiguiente, el cuerpo político en lo que concierne a su legitimidad contemporánea, es decir, a las ideas que lo han conformado desde las revoluciones democráticas del siglo XVIII y que sostienen y apoyan tanto su ordenación legal como su aprobación social por la mayor parte de los ciudadanos, eso que desde siempre ha tenido que ver con la obediencia voluntaria y que tanto Spinoza como John Locke se atrevieron a llamar consentimiento a finales del siglo XVII.
Precisamente si tomamos en cuenta la reacción filosófica contra la modernidad política, tiene todavía interés el ataque que el filósofo político y teórico del derecho Carl Schmitt dirigió en 1938, durante los años de retiro espiritual tras su turbulento compromiso nazi, al filósofo Baruch (en latín, Benedictus) de Spinoza, que en pleno siglo XVII dejó de escribir sobre cuestiones exclusivamente metafísicas para escribir un Tratado teológico-político que escandalizó a toda Europa y que le valió inmediatamente el título de “ateo Spinoza”. Si esto que escribió Spinoza en 1670, y que provocó el ataque posterior de Schmitt en 1938 (tres siglos más tarde), es todavía revelador en estos tiempos, es porque ese ataque concentra el núcleo del rechazo teológico-político a la filosofía moderna y a sus consecuencias políticas, unas consecuencias que transformaron el mundo y lo convirtieron en gran parte en lo que hoy es; o, al menos, esa es la postura que mantiene el propio Schmitt en su acusación a Spinoza, como veremos. Sin embargo, en primer lugar, tendremos que insistir en la necesidad de una distinción conceptual entre la filosofía política y la teología política, puesto que este es el punto desde el que partimos con la finalidad de iluminar la querella antimoderna, particularmente en lo que concierne a Spinoza. Heinrich Meier señala, en su estudio sobre el problema teológico-político en Leo Strauss y en Carl Schmitt (1), que la filosofía política deriva su método y sus propuestas de la pregunta por la buena vida en la ciudad que el filósofo comparte con otros hombres, mientras que la teología política extrae, a su vez, su verdad conceptual y su receta política de la fe en la Revelación. Ambas disciplinas mantienen, entonces, una antipatía inmediata, puesto que, en palabras de Meier, “la teología política comienza y termina con la fe en la revelación. Esto es así porque presupone la verdad de la revelación, que es una verdad de fe. Por ello no puede evitar ser enemiga de la falta de fe desde el primer momento” (Meier, 1998:66).
En efecto, según nos confirma Meier, la teología política es enemiga de la falta de fe, lo que equivale a decir que lo es de la modernidad filosófico-política, con su desafiante explosión de poder humano (encarnado en la técnica y la teoría del Estado) y de afirmación de las propias fuerzas que describió Hans Blumenberg en su obra La legitimidad de la modernidad. Desde este punto de vista, la teología política opone la fe a la falta de ella, situando ambas posiciones en una relación ontológico-existencial de ser frente a no-ser que es, como explicó Schmitt en El concepto de lo político, hostil; pero también donde el ser siempre actúa frente a su falta, no sólo como origen cargado de significado sino como articulación ahora oscurecida; en este sentido puede entenderse la irónica frase de Martin Heidegger sobre cómo “la publicidad (die Öffentlichkeit) oscurece todas las cosas” (Heidegger, 2003:152) que tanto le gustaba a Hannah Arendt (Arendt, 2001:11) porque describía la modernidad. Blumenberg, en concreto, disputa la ilegitimidad de la modernidad que se contiene en el teorema de la secularización, defendido por Max Weber y por el propio Schmitt, que se consideraba a sí mismo una especie de heredero de Weber. Para Schmitt, los conceptos políticos modernos no son otra cosa que conceptos teológicos secularizados (Schmitt, 2005:36) (2) que, por ello, no son nuevos (en el sentido literal del Neuzeit) sino que responden a una articulación del ámbito del poder secular que oculta su origen teológico, con vistas a que el poder secular se funde en sí mismo, sin recurrir a ningún poder transcendente o divino.
Tal y como explica Blumenberg, sin embargo, esta tesis teológico- política enarbolada explícitamente por Schmitt representa un ataque a la legitimidad moderna, precisamente por lo que tiene de impugnación: sólo al hablarse de la secularización de algo que es originariamente otra cosa puede sostenerse su contradicción interna –pues lo moderno no podría, en ningún caso, comprenderse a sí mismo como teológico– y puede proponerse, entonces, el retorno a lo previo, a lo originario (Blumenberg, 1999:4-5). Este proyecto teológico-político debe atribuirse no sólo a Schmitt, también al propio Heidegger y a sus alumnos Löwith y Arendt (3) e incluso al mismísimo Weber. En cualquier caso, la secularización sería un concepto vacío que serviría al objetivo ideológico de invalidar el proceso de independencia de la razón respecto de la fe, es decir, que serviría a un interés antirracionalista destinado a recuperar la dependencia de la razón respecto de la autoridad divina (Blumenberg, 1999:24-25) (4), particularmente la eclesiástica; obstaculizando, como es evidente además, la salida de la minoría de edad culpable de la que habló Kant en su texto sobre la Ilustración (Kant, 1978:25).
Esta es la tesis de Blumenberg contra la teología política, pero ¿cuál es el papel de Baruch de Spinoza en todo esto, y por qué hemos de concederle un estatuto especial en la filosofía política moderna? Aquí se tratará, entonces, de distinguir la modernidad de Spinoza en lo que se refiere a la filosofía política, según la distinción que ya hemos mencionado, pero también de averiguar la razón de su escandalosa teología política: no podemos olvidar que el filósofo interrumpe la redacción de la Ética (escrita “según el orden geométrico”) y se lanza a publicar un tratado al que denomina teológico-político, que habrá de resultar escandaloso tanto para los teólogos como para los políticos de su tiempo, y al parecer también de los que vendrían más tarde.
Tanto Thomas Hobbes como Baruch de Spinoza representan, en el siglo XVII que hereda las luchas religiosas del XVI en Europa, un desafío a la filosofía política antigua, a la que acusan de especulativa y de idealista respecto a la realidad natural de los seres humanos. Así, Hobbes se sirve de la naturaleza humana para crear un hombre artificial – el Estado – mientras que Spinoza, algunos años más tarde, denuncia el idealismo de los filósofos antiguos, y su desprecio de la naturaleza humana que conocemos por la experiencia, al afirmar rotundamente que “nada ocurre en la naturaleza que pueda atribuirse a vicio de ella” (Spinoza, 1996:171); algo parecido afirma el propio Hobbes en Leviatán cuando, al hablar de la competición entre los hombres en el estado natural, dice que “ninguno de nosotros acusa […] a la naturaleza del hombre. Los deseos, y otras pasiones del hombre, no son en sí mismos pecado. No lo son tampoco las acciones que proceden de esas pasiones, hasta que conocen una ley que las prohíbe” (Hobbes, 1979:226), es decir, un Estado que regula la convivencia humana y que convierte el pecado en un crimen. En consecuencia, ambos filósofos nuevos insisten en desligarse de los antiguos al estudiar al hombre como una parte de la naturaleza, pero también en relacionar ese nuevo naturalismo con la organización política en el naciente Estado. El deseo de ruptura con la filosofía anterior es evidente, aunque pueda partir de una concepción equivocada: si bien Hobbes y Spinoza dirigen sus invectivas contra Platón y Aristóteles, en verdad su rebelión es contra su autoridad dogmática en la filosofía cristiana. Así, Hobbes defiende el uso de la razón precisamente contra aquellos que “obtienen su instrucción de la autoridad de los libros, y no de su propia meditación” (Hobbes, 1979:144), del mismo modo que Spinoza anuncia, en la Ética, que hablará de “los actos y apetitos humanos como si fuese cuestión de líneas, superficies y cuerpos” (Spinoza, 1996:172), siguiendo el método geométrico de la ciencia. En resumen, ambos filósofos creen estar haciendo ciencia, y la hacen distinguiéndola, a su vez, de los absurdos de los filósofos.
Esta aspiración a la ciencia de Hobbes y Spinoza tiene su correlato, como ya hemos dicho, en la aspiración a dar lugar a una ciencia del Estado y a una ciencia política que se apoyen en su conocimiento científico de la naturaleza humana. Esto es lo más importante, o lo que aquí más nos interesa, pues Hobbes y Spinoza son filósofos de lo político, tal vez los más significativos de su época; y, sin duda, su importancia ha sido destacada por los filósofos posteriores, en particular por Carl Schmitt en su obra sobre El Leviatán y la doctrina del Estado de Thomas Hobbes (1938), donde el nombre de Spinoza oportunamente se silencia en el título, no así en el texto. Para comprender la relevancia filosófico-política de Hobbes y Spinoza en la modernidad, no sólo debemos aproximarnos a la reflexión que hizo Schmitt sobre el Estado moderno en uno y en otro filósofo, aspirantes a científicos; debemos, ante todo, cuestionar la teoría del Estado que cada uno maneja a partir de su concepción de la naturaleza humana, y relacionarla con su teoría de la religión, puesto que ambos filósofos existen en una circunstancia política condicionada por las guerras religiosas – Hobbes en Inglaterra, Spinoza en Holanda – que ha provocado la Reforma protestante a partir del siglo XVI. Como es natural, su existencia influye de manera clara en su filosofía política y en su tratamiento de la religión; pero además esa condición existencial, política y religiosa, será subrayada de modo harto significativo por el Schmitt que escribe contra la modernidad del “judío Spinoza” en 1938.
Ya hemos mencionado que Hobbes procede a partir de la naturaleza humana en la construcción del Estado. Dos pasiones típica y generalmente humanas – el miedo a la muerte violenta (y a sus sucedáneos: robo, asalto, expropiación) y el ansia de poder y de gloria – nos dirigen hacia el Estado cuando hacemos uso de nuestra razón calculadora (Hobbes, 1979:149, 227). La misión del Estado consiste, entonces, en pacificar la sociedad natural de los hombres, en la que cada individuo hace uso de su derecho natural a la defensa y al ataque. Sin embargo, aunque Hobbes hable de un pacto que los hombres mantienen entre sí y por el cual renuncian a su derecho natural en favor del Estado, lo cierto es que el pacto es algo que históricamente ya se ha producido y que ha de ser legitimado, fundado en razones comprensibles para cualquier individuo, que supriman, a su vez, otros motivos, en especial los religiosos; y esto porque dicha motivación religiosa amenaza – en los siglos XVI y XVII – con destruir la asociación política. El papel de la razón humana natural, en este caso, consiste por eso en comprender la naturaleza humana y en ayudar, mediante la comprensión y el cálculo, a consolidar el Estado y a fomentar la obediencia. Esta es la explicación de que, en Leviatán, se hable de dos estados naturales del ser humano, en oposición a su asociación bajo el poder del Estado: por un lado, el estado natural pre-político, del que el propio Hobbes afirma que “nunca fue generalmente así, en todo el mundo” (Hobbes, 1979:226); y por otro lado, el estado político que se está disolviendo o que degenera de nuevo en naturaleza, lo que corresponde a la situación de una guerra civil (5). Es, por lo tanto, evidente que lo que interesa de verdad a Hobbes es la posibilidad de que los hombres apelen a su poder natural de resistencia para rebelarse contra el Estado, originando de ese modo una guerra civil.
Es, por lo tanto, evidente que lo que interesa de verdad a Hobbes es la posibilidad de que los hombres apelen a su poder natural de resistencia para rebelarse contra el Estado, originando de ese modo una guerra civil
Esto último es lo que en algunos casos se denomina la “guerra subversiva” (Rivera, 2007:181), que retoma el estado humano natural porque las fuerzas entre los hombres vuelven a igualarse. Como afirma Antonio Rivera sobre Hobbes, hay que tener en cuenta el “contexto polémico” (Rivera, 2007:180) en que tiene lugar la reflexión de Hobbes sobre el poder del Estado y la amenaza de la guerra subversiva, que, según hemos visto, pende sobre la reflexión hobbesiana de manera mucho más real debido a las circunstancias de la Inglaterra de la época, marcadas por las sucesivas rebeliones de sectas con intereses mezclados de religión y política (6). La cuestión, para Hobbes, consiste en invalidar o en neutralizar esta amenaza, a la que Foucault se refirió en términos estratégicos más que en términos polémicos puesto que no se trataba de “un contenido del discurso que hay que refutar” sino de “una determinada estrategia teórica y política que Hobbes, precisamente, quería eliminar y hacer imposible” (Foucault, 2003:86), a saber, la subversión contra todo tipo de dominación política de unos hombres sobre otros. Con dicho objetivo estratégico de neutralización en mente, Hobbes habla de una ley de naturaleza que ata a los hombres en su búsqueda racional de la paz, que les ayuda, por un lado, a comprender su naturaleza igualitaria y competitiva y que, por otro, les obliga a comprometerse “por la paz, en la medida en que espere[n] obtenerla, y que cuando no puede[n] obtenerla, puede[n] entonces buscar y usar toda la ayuda y las ventajas de la guerra, de cuya regla la primera rama contiene la primera y fundamental ley de naturaleza, que es buscar la paz, y seguirla, la segunda, la suma del derecho natural, que es defendernos por todos los medios que podamos” (Hobbes, 1979:228-29).
La estrategia prioritaria consiste en buscar racionalmente la paz, pero esto, a su vez, implica que cada individuo ceda sus derechos naturales al Estado. Por consiguiente, no son los hombres los que acuerdan la paz entre ellos, con objeto de formar una sociedad, sino que se comprometen a someterse al poder del Estado, que es su creación, pero que en todo caso les transciende.
Debemos recordar que el individuo natural descrito por Hobbes vive “una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta” (Hobbes, 1979:225). Strauss resumió esta famosa descripción de Hobbes de la siguiente manera: “los fundadores de la civilización no son héroes […], sino pobres diablos desnudos y temblorosos” (Hilb, 2005:171). De este modo, la única esperanza de progreso personal – y colectivo – se encuentra en la pacificación fomentada por el Estado. Sin embargo, el Estado es también un gran hombre, una persona artificial que sobrepasa el poder de cada individuo por completo. Schmitt dirá que es la máquina de las máquinas, el primer gran invento de la era técnica del hombre (Schmitt, 1997:89). En este sentido, el Estado se caracteriza porque su poder es obra de los hombres, pero simultáneamente sobrehumano; esto da lugar al concepto de soberanía. De nuevo en palabras de Foucault, “la voluntad de preferir la vida a la muerte: esto va a fundar la soberanía” (Foucault, 2003:84), puesto que ésta no consiste solamente en ceder el derecho natural individual sino en transferirlo a otra persona (Hobbes, 1979:231-32), el soberano, que deja de ser un individuo entre los otros para convertirse en un gigante que representa al Estado. De este modo, en la teoría de Hobbes, el Estado se identifica con la soberanía, con el hecho histórico-natural de un poder absoluto, sobrehumano, que ya no le pertenece a los hombres que conviven en la ciudad sino que les supera en todo y que les organiza siempre para la vida, lo que equivale a decir: para la paz. La política que sirve para fundar el Estado, que es una política que hacen los individuos cuando compiten y también cuando pactan transferir su poder, se transforma así en el ejercicio de la soberanía, una emanación del poder humano que sustituye a Dios; sin embargo, sustituye también a los hombres, que se despojan así de su libertad natural.
Podemos preguntarnos ahora por la relación que mantiene la soberanía con las guerras religiosas que, para empezar, han originado todo el movimiento filosófico-político (Foucault diría estratégico) de Hobbes. Aquí encontraremos la clave de la innovación de Spinoza en el Tratado teológico-político, además del motivo fundamental del ambiguo ataque de Schmitt en el siglo XX. En este sentido, Hobbes habla en Leviatán de fundar una república, así como de fundar una república cristiana (en la tercera parte de la obra). ¿Cuál es el vínculo entre la república de la segunda parte de Leviatán, que extrae sus conclusiones de la ciencia “del hombre” en la primera parte de la obra, y la república cristiana con la que Hobbes continúa su disquisición sobre la gran máquina estatal? Lo cierto es que la religión ha sido definida y entresacada de las relaciones naturales que mantienen los hombres; en particular, en el capítulo XI, Hobbes afirma que “los hombres han creado en el mundo innumerables tipos de dioses. Y este miedo a las cosas invisibles es la semilla natural de aquello que cada uno llama en sí mismo religión, o superstición en aquellos que adoran o temen de otro modo ese poder” (Hobbes, 1979:207).
Esto quiere decir que la religión es un producto natural de la fantasía humana, efecto a la vez de la ignorancia y de la curiosidad. Desde este punto de vista, resulta inevitable que haya muchas religiones en el estado de naturaleza en que viven los hombres, de modo que es natural que los innumerables dioses se opongan entre sí. La existencia de muchos dioses es sólo una consecuencia obvia de la guerra de todos contra todos que mantienen los individuos naturales, o bien en ese supuesto estado natural prepolítico o bien en una situación de inminente guerra civil.
Por consiguiente, el Estado tiene la función de acabar con la competencia individual entre los dioses, entre las religiones. Sin embargo, esto no se consigue sólo mediante la negación de la naturaleza humana, ignorante y curiosa, puesto que sabemos que el Estado procede de ella y la organiza para la vida. En términos positivos, el Estado tiene que fundar un orden común, donde los hombres no sólo se comprometan a la búsqueda racional de la paz sino también a reprimir, e incluso ceder, su entusiasmo religioso; esta y no otra es la fundación de la tolerancia propuesta, algunos años más tarde, por John Locke en la Carta sobre la tolerancia, cuando se habla de ponerle freno a los “fanáticos enardecidos” (Locke, 2005:4) que son capaces de perseguir, torturar y matar a los infieles o a los creyentes de otra religión. No obstante, esto significa, todavía en Hobbes, que el Estado tiene la función de legislar y de ordenar la vida religiosa de sus súbditos, y que, por ello, no puede admitir que ningún Dios esté por encima del soberano; ni tampoco que haya una religión universal que convoque unánimemente a todos los hombres en el cumplimiento de la Ley de Dios, como persigue de hecho la Iglesia católica así como sus hijas rebeldes de la Reforma protestante, todas ellas deudoras del principio cristiano de la evangelización. Este es el trasfondo de la disputa entre las Iglesias, cuyas misiones evangelizadoras de la humanidad no excluyen sino que exigen una dimensión pública y, en conclusión, una institución eclesiástica que, de una manera o de otra, medie entre los súbditos del Estado y los fieles de la Iglesia (García Alonso, 2008:165 ss.) (7). Esta actividad evangelizadora y mediadora es, precisamente, lo que el Estado de Hobbes no puede asumir en absoluto.
Los hombres no deben servir a Dios, sino que deben servirse de sí mismos en el Estado; desde esta perspectiva, Dios es sólo un símbolo que usa el Estado en su beneficio, es decir, en beneficio de la organización de toda esa materia humana. ¿Cuál es, entonces, el sentido de la república cristiana de Hobbes? Nada más y nada menos que el de un Estado que es a la vez una Iglesia: “llamada república porque está formada por hombres unidos en una persona, su soberano, e Iglesia porque está formada por hombres cristianos, unidos bajo un soberano cristiano” (Hobbes, 1979:458). Se trata de un Estado cristiano, pero su cristianismo emana de la soberanía y responde a un criterio de uniformización social y religiosa; además, se sujeta a las leyes de la república: el Estado es justo porque dicta las leyes, no porque sea cristiano y se pliegue a la Ley revelada por Dios en la Escritura. No cabe justicia más allá de la propia existencia del Estado. Justas son, explica Hobbes, sólo las leyes de la república (Hobbes,1979:347) (8). Este cristianismo del Estado pierde, por lo tanto, la cualidad evangélica y reguladora que es propia del cristianismo, así como de cualquier otra religión universal; pierde también el carácter de subordinación que cada individuo manifiesta en su relación con Dios, se admita o no una institución mediadora como la Iglesia: no sólo porque ésta no tiene el poder de castigar al fiel – excepto si la Iglesia es el Estado, como ya se ha mencionado arriba – sino porque tampoco el fiel tiene derecho a escuchar la voz de la conciencia, si ésta le impele a actuar en contra de las leyes estatales.
En realidad, el Estado es el instrumento con el que los hombres se gobiernan a sí mismos, aunque con él produzcan un poder que les supera; puede que este poder tome de Dios su característica absoluta y sobrehumana (Hobbes, 1979:447) (9), pero le despoja en realidad de toda su capacidad legisladora, reveladora de la Ley. Además, ha dejado de ser inescrutable: el individuo no está legitimado a acudir ni a la Iglesia ni directamente a la Escritura (el libre examen protestante) en busca de respuestas y de órdenes, sólo al soberano, que dicta las leyes pero que se sitúa por encima de ellas (Hobbes, 1979:348). El Estado resulta aplastante para el súbdito, abominable incluso; pero en ningún momento le parece inescrutable, pues es el producto de su razón, de su cálculo, y si se para a pensar en ello descubrirá que el poder absoluto del Estado le beneficia, pues asegura “para siempre el camino de su deseo futuro” (Hobbes, 1979:199). Aunque el elemento extralegal de su poder le asemeja a Dios –ese elemento que Schmitt considerará “decisionista” (Schmitt, 2007:54) (10)– no se trata de Él sino del Estado, una obra calculada por los hombres que puede, en efecto, ser destruida a manos de éstos.
Desde la teología política, se le concede una enorme importancia a la cuestión de la voluntad inescrutable de Dios, y a su negación o a su “neutralización” moderna. En este sentido, la clave del argumento moderno reside en el examen de la profecía y de los milagros llevado a cabo por Hobbes, que luego renovará Spinoza en el Tratado teológico-político. La opinión de Hobbes al respecto tiene que ver con que los profetas hacen milagros sobre la base de la religión establecida y tradicional (Hobbes, 1979:444); la insistencia en este segundo punto quiere decir que, si admitimos la posibilidad de la crítica racional de la Escritura, el propio Dios nos advierte “contra el peligro de los milagros” y los “falsos profetas” (Hobbes, 1979:445). Una vez más, el punto central del argumento se centra en la cualidad epistemológica y política de la creencia en el milagro: como en la actualidad se hace difícil reconocer un verdadero milagro –un prodigio o un hecho extraordinario mediante el cual Dios habla o se revela a los hombres– debemos plegarnos a la Sagrada Escritura y a los milagros mediante los cuales Dios se reveló a los profetas (Hobbes, 1979:446). Sin embargo, esto plantea un nuevo problema, que aparece con toda su fuerza en los capítulos XXXIII a XXXVII de la tercera parte de Leviatán: nada nos asegura que algo haya sido un milagro, excepto la creencia en que lo fue, es decir, en la palabra de los profetas (capítulo XXXIII), que es algo que sólo le corresponde al creyente, al fiel; en todo aquello que la razón humana natural puede interpretar como parte de la ley natural, la autoridad es evidentemente racional y no precisa de la revelación (capítulo XXXIII); por el contrario, en aquello que concierne a lo sobrenatural, como “una misma cosa puede ser un milagro para uno y no para otro” (Hobbes, 1979:499) y es mucha “la ignorancia y capacidad de error de todos los hombres en general” (Hobbes, 1979:504), sólo puede aceptarse como milagro aquello que es legislado por el Estado (capítulo XXXVII). La conclusión de Hobbes, en este aspecto, es demoledora: milagroso es aquello que el soberano quiere, por lo que la potencia revolucionaria de la religión es desactivada en favor de la constitución del Estado.
Este resorte absolutista, pero también legalista (11) – que Hobbes se sacó de la manga contra la guerra civil religiosa-, impresionó a Carl Schmitt por su crudeza y por su brillantez: “más que crear al nuevo Dios, lo invoca” (Schmitt, 1997:78). No obstante, en el argumento de Hobbes en favor del Estado se contenía, según Schmitt, el germen que acabaría destruyendo a Leviatán: de nuevo la guerra civil. En efecto, la potencia revolucionaria de la creencia es desactivada por Hobbes mediante la obediencia que el súbdito le debe al soberano si lo que desea – y es indudable que lo desea – es conservar su vida y estimular su deseo futuro. Pero Hobbes deja abierta una puerta a la libertad del súbdito cuando no sólo afirma que mi soberano puede “obligarme a obedecer” de obra y de palabra, pero “no a pensar de forma diferente a aquella a que mi razón me conduce” (Hobbes,1979:443); para colmo, al final del capítulo XXXVII de Leviatán, Hobbes distingue entre razón pública y razón privada, aduciendo sobre esta última que “el pensar es libre” (Hobbes, 1979:506). Esta es la puerta que, en opinión de Schmitt, se traduce en una grieta en el magnífico cuerpo de Leviatán: “es en este lugar, en el apogeo de la potencia del poder soberano que logra la unidad de religión y política, donde se muestra la fisura en la unidad, de otro modo tan cerrada e irresistible” (Schmitt, 1997:109). El Estado, ese gigante que demuestra un poder soberano, absoluto, sobre sus creadores, se abre así a la pura impotencia del individuo que razona en privado y que cree lo que quiere.
Hasta aquí nos hemos introducido en la filosofía de Hobbes, sobre todo en lo que concierne a la relación entre política y religión, precisamente como un preámbulo al Tratado teológico-político de Spinoza. Esto es así porque el propio Schmitt considera –siguiendo para ello a Leo Strauss, autor de La crítica de la religión de Spinoza (1930)– que el escritor del Tratado teológico-político depende en extremo del Leviatán de Hobbes (Schmitt, 1997:49). Ahora bien, esto es cierto en un sentido indudable, y es que Spinoza aborda la lectura de Leviatán –apenas veinte años después– con un propósito científico y a la vez rompedor; es decir, sigue a Hobbes en lo que respecta a la fundación del Estado sobre la base de la naturaleza humana, pero le discute todo lo demás, especialmente aquello que tiene que ver con la constitución de la república cristiana en la tercera parte de Leviatán. Veamos en qué consiste la ruptura de Spinoza respecto a Hobbes, eso sobre lo que “cayó la mirada del primer judío liberal” (Schmitt, 1997:111) y que constituirá, ya en el siglo XX, el núcleo del ataque de la teología política contra la teoría moderna del Estado. Todo hace pensar que el ataque que Schmitt dirige a Spinoza tiene que ver con la introducción de un germen liberal en el Estado, particularmente en relación con la religión pública –el cristianismo– defendida por Hobbes en 1650. Pero esto convertiría a Locke en alguien tan culpable como Spinoza, y el ataque, en efecto, se concentra en Spinoza y en su iniciativa de carácter judío y liberal.
Spinoza comienza el Tratado teológico-político afirmando la separación entre la filosofía y la teología, así como el derecho de la primera a interpretar la Sagrada Escritura. En su defensa de la filosofía frente a la teología y de la razón frente a la fe, Spinoza no sólo habla en favor de la independencia de la luz del entendimiento, que no puede ser esclava de la credulidad y los prejuicios (Spinoza, 2008:67), sino que va más allá, como Hobbes: distingue entre la religión verdadera, accesible por la razón, y la superstición (Spinoza, 2008:63), que transforma a los hombres de racionales en brutos. Ahora bien, frente a Hobbes, su defensa del Estado no se limita a ser “decisionista” en el sentido anteriormente expuesto por Schmitt: el Estado no decide qué es un milagro para el súbdito, aunque le corresponda ser garante e intérprete no sólo “del derecho civil, sino también del religioso, […] [con] el derecho de discernir qué es lo justo y lo injusto, y qué lo piadoso y lo impío” (Spinoza, 2008:72). Hasta aquí, la soberanía estatal reproduce la fundada por Hobbes. La justicia sólo existe en el Estado y se identifica con sus leyes; pero además, y en este punto se separan los caminos de ambos filósofos, siquiera aparentemente, el milagro es extirpado de la religión pública mantenida y erigida por el Estado, precisamente en nombre de la verdadera religión y de “la verdadera palabra de Dios” (Spinoza, 2008:70). Con esto podemos asumir que ese último vínculo que aún sostenía Hobbes con el cristianismo –la fe en “que Jesús es el Cristo” (Hobbes, 1979:634)– aunque fuera con un propósito meramente instrumental, se disuelve cuando Spinoza decide explicar y comprender la religión.
NOTAS
(1) Meier ha desarrollado estas ideas en tres libros: Carl Schmitt and Leo Strauss: The Hidden Dialogue, Leo Strauss and the Theologico-Political Problem, y The Lesson of Carl Schmitt. Los dos últimos se han utilizado en este trabajo. Sobre Leo Strauss, es interesante también acudir al libro de Claudia Hilb, Leo Strauss: el arte de leer: Strauss afirmaba que “nadie puede ser a la vez un filósofo y un teólogo o, para el caso, un tercero que está más allá del conflicto entre filosofía y teología” en su ensayo “Progress or return?” (Hilb, 2005:52)
(2) En García Alonso, 2008:201, se explican los aspectos genético y sistemático de la tesis schmittiana de la secularización.
(3) La obra de Richard Wolin Los hijos de Heidegger ahonda precisamente en esta cuestión de la paternidad ideológica de Heidegger respecto a sus discípulos, entre los que distingue especialmente a Arendt, Löwith, Marcuse y Jonas.
(4) También en Rivera, 2007:69-79, se insiste en que la cuestión de la legitimidad sólo es relevante cuando es disputada.
(5) La cita completa dice: “qué forma de vida habría allí donde no hubiera un poder común al que temer puede ser percibido por la forma de vida en la que suelen degenerar, en una guerra civil, hombres que anteriormente han vivido bajo un gobierno pacífico” (p. 226). Cursivas mías.
(6) Una exposición esclarecedora de las ideas radicales que influyeron en la Revolución inglesa se encuentra en el libro del historiador Christopher Hill The World Turned Upside Down.
(7) En esta obra de Marta García Alonso se encuentra una exposición excelente de la actividad de Calvino como reformador en Ginebra, distinguiéndola tanto de la política eclesiástica católica como de la luterana.
(8) Hobbes dice que “las leyes son las reglas de lo justo y lo injusto” y que “nadie puede hacer leyes sino la república, porque nuestro sometimiento es a la república exclusivamente”. Además, en la Parte Primera, Capítulo XV, Hobbes ha dejado claro que ser “naturalmente” justo consiste en cumplir el pacto cuando ya se ha producido, es decir: en obedecer al poder establecido cuando éste existe de hecho.
(9) La cita es la siguiente: “Dios es ciertamente el soberano de soberanos”.
(10) En concreto, Schmitt dice que “la decisión […] ha nacido de la nada”.
(11) En este punto, se abre la controversia sobre la doble vertiente política a la que da nacimiento Hobbes: absolutismo, por un lado, y liberalismo normativista por el otro.
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