«TECNICA DEL GOLPE DE ESTADO», de Curzio Malaparte: Capítulo 5: «Bonaparte, o el primer Golpe de Estado Moderno».

Capítulo V: «Bonaparte, o el primer Golpe de Estado Moderno»

 

TECNICA DEL GOLPE DE ESTADO

CURZIO MALAPARTE

CAPÍTULO V

BONAPARTE, O EL PRIMER GOLPE DE ESTADO MODERNO

Bonaparte, o el primer Golpe de Estado Moderno

 

¿Qué hubiese sucedido el 18 Brumario si Bonaparte se hubiera encontrado enfrente con un hombre como Bauer? Esta afinidad entre Bonaparte y el honrado canciller del Reich abre grandes perspectivas. Bauer seguramente no tiene nada de héroe de Plutarco: es un buen alemán de la clase media, en quien la educación marxista ha ahogado todo sentimentalismo. Los recursos de su mediocridad son inagotables. ¡Qué triste destino para un hombre de virtudes tan corrientes el haber encontrado a Kapp, héroe vulgar y desdichado! Bauer es el rival que merecía Bonaparte, el hombre que hubiera necesitado el 18 Brumario para afrontar al vencedor de Arcolea. Bonaparte hubiera encontrado, al fin, un adversario indigno de él.

Pero Bauer, se dirá, es un hombre moderno, un alemán de Versalles y de Weimar, un europeo de nuestro tiempo, y Bonaparte un europeo del siglo XVIII, un francés que tenía veinte años en 1789. ¿Cómo concebir lo que hubiera hecho Bauer, ¿el 18 Brumario, para impedir el golpe de Estado? Bonaparte no era Kapp, y la situación de París en 1799 era completamente distinta de la de Berlín en 1920. Bauer no hubiera podido emplear contra Bonaparte la táctica de la huelga general. Dada la organización social y técnica de la época, las condiciones indispensables que una huelga pudiese impedir e1 golpe de Estado, faltaban. La cuestión de saber cuál hubiera sido la táctica de Bauer, en el 18 Brumario, y qué relación puede haber entre Bonaparte y el canciller del Reich, es, sin embargo, mucho más interesante de lo que pudiera creerse.

Bonaparte no es sólo un francés del siglo XVIII; es, sobre todo, un hombre moderno, mucho más moderno evidentemente que Kapp. La relación entre su mentalidad y la de Bauer es la relación que hay entre el concepto de la legalidad de un Primo de Rivera o de un Pilsudski; es decir, de cualquier general moderno dispuesto a adueñarse del Poder y el concepto de la legalidad de cualquier ministro burgués de nuestra época dispuesto a defender al Estado por todos los medios. Para que una relación de esa clase no parezca arbitraria, hay que considerar que la oposición entre el concepto clásico y el concepto moderno del arte de adueñarse del Poder se revela por primera vez en Bonaparte, y que el 18 Brumario es el primer golpe de Estado en que se plantean los problemas de la táctica revolucionaria moderna. Los errores, las obstinaciones, las vacilaciones de Bonaparte, son los de un hombre del siglo XVIII obligado a resolver problemas nuevos y delicados, que se presentan bajo esa forma por primera vez y en medio de una circunstancia extraordinaria, es decir, los problemas relativos a la naturaleza compleja del Estado moderno. El más grave de sus errores, el de haber basado el plan del 18 Brumario en el respeto a la legalidad y en el mecanismo del procedimiento parlamentario, revela en Bonaparte una percepción tan fina de algunos de los problemas actuales del Estado, una inquietud tan inteligente frente al peligro de la multiplicidad y de la fragilidad de las relaciones entre el Estado y el ciudadano, que hacen de él un hombre absolutamente moderno, un europeo de nuestro tiempo. A despecho de sus errores de planeamiento y de ejecución, el 18 Brumario sigue siendo el modelo del golpe de Estado parlamentario. Su carácter actual consiste precisamente en que, en la Europa moderna, ningún golpe de Estado parlamentario podría tener lugar mis que con los mismos errores de concepción y de ejecución. Esto es lo que nos lleva a Bauer, a Primo de Rivera y a Pilsudski.

 

* * *

En las llanuras de Lombardía, Bonaparte se preparaba a adueñarse del Poder estudiando en los clásicos el ejemplo de Sila, de Catilina y de César. Ejemplos ilustres, pero inútiles. La conspiración de Catilina no podía tener, para Bonaparte, un interés particular. En el fondo, Catilina es un héroe fracasado, un político sedicioso con demasiados escrúpulos e insuficiente audacia.

¡Pero qué extraordinario prefecto de Policía aquel Cicerón¡ ¡Con qué habilidad logró hacer caer en las redes a Catilina y a sus cómplices! ¡Con qué cinismo violento organizó contra los conjurados lo que actualmente se llamaría una campaña de Prensa! ¡Cómo supo sacar provecho de todos los errores del adversario, de todos los obstáculos del procedimiento, de todas las emboscadas, de todas las cobardías, de todas las ambiciones, de todos los bajos instintos de los nobles y de la plebe! Bonaparte se jactaba entonces con bastante fruición de un gran desprecio por los métodos policíacos. A sus Ojos, el pobre Catilina no era más que un sedicioso lleno de imprudencia; un obstinado sin voluntad, lleno de buenas resoluciones y de malas intenciones; un revolucionario perpetuamente indeciso en lo referente a la hora, al lugar y a los medios; incapaz de bajar a la calle en el momento oportuno; un comunero titubeando entre la barricada y la conspiración, perdiendo un tiempo precioso en escuchar el «cuosque tamdem» de Cicerón, y en organizar la· campaña electoral contra el «bloque nacional«; una especie de Hamlet calumniado, víctima de las intrigas de un abogado célebre y de las acechanzas de la Policía. ¡Pero ese Cicerón, qué hombre inútil y necesario! Podríase decir de él lo que decía Voltaire de los jesuitas: «Para que los jesuítas sean útiles, es preciso impedirles ser necesarios.» Aunque Bonaparte desprecie los métodos policíacos, aunque la idea de un golpe de mano organizado por la Policía le repugne tantó como una brutal revolución de cuartel, la habilidad de Cicerón le preocupa. ¿Algún día quizá podría serie útil un hombre así?

¡Quién sabe! El dios del Azar tiene dos caras, como Jano: tiene la cara de Cicerón y la de Catilina.

Bonaparte, como todos los que se preparan a adueñarse del Poder por la violencia, teme parecer, a los ojos de los franceses, una especie de Catilina, un hombre aceptándolo todo, para triunfar en sus proyectos sediciosos; el alma negra de una conspiración tenebrosa; un temerario ambicioso capaz de todos los excesos; un criminal dispuesto al saqueo, a la matanza y al incendio; decidido a vencer a todo precio, aunque tenga que perecer con sus enemigos bajo las ruinas de su patria. Sabe muy bien que la figura de Catilina no es como la leyenda y la calumnia la han creado; sabe muy bien que las acusaciones de Cicerón no son fundadas; que las «Catilinarias» no son más que un tejido de embustes; que, jurídicamente, el proceso que se intenta entablar contra Catilina es un crimen; que, en realidad, ese criminal, ese sombrío organizador de conjuras no era más que un político mediocre, un hombre torpe en la maniobra, un obstinado irresoluto del que la policía se libró sin dificultad por medio de algunos espías y de unos cuantos agentes provocadores. Bonaparte sabe muy bien que el mayor error de Catilina es haber perdido la partida, haber comunicado a todo el mundo que preparaba, en el mayor secreto, un golpe de Estado, sin haber logrado llevar la empresa a término.

¡Si hubiera él tenido al menos el valor de intentar el golpe! No puede decirse que le hayan faltado ocasiones: la situación interior era tal, que el Gobierno hubiera sido impotente para desbaratar una intentona revolucionaria. No tiene por completo la culpa Cicerón de que algunos discursos y algunas medidas policíacas hayan bastado para salvar a la República de un peligro tan grave. En el fondo, Catilina ha acabado lo mejor que podía, puesto que ha muerto en un campo de batalla, como patricio de gran nombre y como soldado valiente que era. Pero Bonaparte no está equivocado tampoco al pensar que no era necesario hacer tanto ruido, comprometerse hasta tal punto y provocar tantas desdichas, para huir en el momento oportuno a las montañas a fin de encontrar allí una muerte digna de un romano. A su juicio, Catilina hubiera podido acabar mejor.

 

Retrato del Abbé Emmanuel-Joseph Sieyès (1748-1836), figura destacada del Tercer Estado durante los Estados Generales de 1789 y la posterior formación de la Asamblea Nacional. Óleo sobre lienzo de Jacques-Louis David, 1817.

* * *

Las empresas de Sila y de Julio César eran las que más materia de reflexión ofrecían a Bonaparte sobre su propio destino; eran las más afines a su genio y también al espíritu de su tiempo.

El pensamiento que le guiara en la preparación y en la ejecución del golpe de Estado del 18 Brumario no había madurado todavía en él. El arte de conquistar el poder le parecía un arte esencialmente militar: la estrategia y la táctica de la guerra aplicadas a la lucha política; el arte de manejar los ejércitos en el terreno de las competiciones civiles.

En su plan estratégico para la conquista de Roma, no es el genio político de Sila y de Julio César el que se revela, sino su genio militar. Las dificultades que tienen que vencer para apoderarse de Roma son dificultades de orden excesivamente militar.

Tienen que combatir ejércitos y no asambleas. Es un error considerar el desembarco de Brindes y el paso del Rubicón como actos iniciales de un golpe de Estado: son actos de carácter estratégico y no de carácter político. Llámense Sila o César, Aníbal o Belisario, el objetivo de sus ejércitos es la conquista de una ciudad: es un objetivo estratégico. Su conducta es la de grandes capitanes para quienes el arte cie la guerra no tiene secretos. En Sila, como en César, es evidente que el genio militar es muy superior al genio político. Se puede observar que, en sus campañas, ya comiencen por el desembarco de Brindes o por el paso del Rubicón, ellos no obedecen solamente a una concepción estratégica, que hay una intención oculta en cada uno de los movimientos de sus legiones.

Pero el arte de la guerra es un arte lleno de intenciones ocultas y de propósitos lejanos. Todo capitán, Turena, Carlos XII o Foch, es un instrumento de la política del Estado; su estrategia obedece a los intereses politos del Estado.  La guerra tiene siempre fines políticos: no es más que un aspecto de la política del Estado. La historia no ofrece ningún ejemplo de un capitán habiendo hecho el arte por el arte, la guerra por la guerra. No hay diletantes entre los capitanes grandes o pequeños, ni siquiera entre los «condottieros«. La frase de Giovanni Acuto, «condottiero» inglés al servicio de la República de Florencia, «hace uno la guerra para vivir y no para morir«, no es ni la «boutade» de un diletante ni la divisa de un mercenario. Expresa la más elevada justificación de la guerra: su moral. Podría ser la divisa de César, de Federico, de Nelson, de Bonaparte. Es natural que al lanzar sus ejércitos a la conquista de Roma, Sila y César tuvieran un objetivo político. Pero hay que dar a César lo que es de César y a Sila lo que es de Sila. No han dado un golpe de Estado.

Una conspiración palaciega se parece mucho más a un golpe de Estado que las famosas campañas gracias a las cuales los dos grandes se apoderaron de la República. Sila tardó un año en abrir con las armas el camino de Brindes a Roma, es decir, en llevar a buen término la intentona revolucionaria iniciada en Brindes. Es demasiado tiempo para un golpe de Estado. Pero el arte de la guerra, como todos saben, tiene sus reglas y sus excepciones; a ellas obedecía Sila y sólo a ellas. En lo que a las reglas y a las excepciones de la política se refiere, Sila y César no empezaron a obedecerlas sino después de su entrada en Roma, y más a las excepciones que a las reglas, conforme al temperamento y a las costumbres de los capitanes cuando se ponen a dar nuevas leyes y un nuevo orden a las ciudades conquistadas.

En las llanuras de Lombardía, durante aquel año de 1797, tan rico en posibilidades para todo general sin escrúpulos y más audaz que ambicioso, Bonaparte debió empezar a pensar que el ejemplo de Sila y de César podía serie fatal. En el fondo, entre el error de Oche, que había consentido imprudentemente en ponerse al servicio del directorio para intentar un golpe de Estado, y el ejemplo de Sila y de César, era el error de Oche el que le parecía menos peligroso. En su proclama del 14 de julio a los soldados de Italia, Bonaparte advertía al Club de Clichy que el ejército estaba dispuesto a pasar los Alpes ya marchar sobre París para proteger la Constitución, defender la libertad, el Gobierno y los republicanos.

En sus palabras se advierte más bien la preocupación de no dejarse prevenir por la impaciencia de Oche que la fiebre secreta de igualar a César. Conservar la amistad del directorio sin ponerse demasiado abiertamente a su lado: he aquí el problema del año 1797. Dos años después, la víspera del 18 Brumario, el problema consistirá en conservar la amistad del directorio y no colocarse demasiado abiertamente entre sus adversarios.

Desde el año 1797 empieza a tomar cuerpo en su espíritu la idea de que el instrumento del golpe de Estado debe ser el ejército, pero que este instrumento debe ser el que obedece a las leyes, que su acción debe conservar todas las apariencias de la legalidad. Esta preocupación de la legalidad revela en Bonaparte la formación de un concepto del golpe ele Estado distinto de los ejemplos clásicos, ilustres y peligrosos ejemplos.

Entre los numerosos personajes del 18 Brumario, cl que resulta más fuera de su sitio es Bonaparte. Desde su regreso de Egipto no hace más que moverse, exponerse a la admiración, al odio, al ridículo y al recelo; no hace más que comprometerse inútilmente. Sus «planchas» empiezan a preocupar a Siéyes y a Talleyrand. ¿Qué quiere Bonaparte? ¡Qué deje obrar a los demás! Siéyes y Luciano Bonaparte se ocupan de todo, lo organizan todo: el asunto queda arreglado en sus menores detalles. Siéyes, puntilloso y meticuloso, cree que un golpe de Estado no se improvisa en un día; el peligro que hay que evitar es la impaciencia de Bonaparte (y su afición a la retórica, añade Talleyrand). No se trata ya ni de César ni de Cromwell; se trata simplemente de Bonaparte. Si se quiere que las apariencias de la legalidad queden a salvo; si se quiere que el golpe de Estado no parezca ni una sublevación de cuartel ni una conspiración organizada por la Policía, sino una revolución parlamentaria, realizada con la complicidad de los Ancianos y de los Quinientos, regulada por un procedimiento delicado y tortuoso; es necesario que Bonaparte no persista en ciertas actitudes. Un general victorioso que se prepara para a adueñarse del Poder no debe ni buscar los aplausos ni perder tiempo en intrigas. Siéyes lo ha previsto todo, lo ha organizado todo: ha aprendido incluso a ·montar a caballo, en la eventualidad de un triunfo o de una huida. Entretanto, Luciano Bonaparte, elegido presidente del Consejo de los Quinientos, propone el nombramiento de cuatro inspectores de la sala del Consejo, cuya complicidad se ha asegurado. A raíz de una revolución parlamentaria, los mismos ujieres tienen mucha importancia. Los inspectores de la sala del Consejo de los Ancianos están en manos de Siéyes.

Para justificar la convocatoria de los Consejos fuera de París, en Saint-Cloud, hace falta un pretexto: un complot, una conjuración jacobina, un peligro público. El presidente Siéyes pone en juego la máquina policíaca y ya está creado el pretexto: la Policía urde la terrible conjuración jacobina que pone oficialmente en peligro la República. Los Consejos van a poder reunirse tranquilamente en Saint-Cioud. Todo está de acuerdo con el plan trazado por adelantado.

Bonaparte se ha puesto al nivel de los demás; sus actitudes son más reservadas, su diplomacia menos ingenua, su optimismo más prudente. Se persuade poco a poco de que se ha convertido en el «deus ex machina» de toda la intriga, y esta convicción basta para darle la absoluta certeza de que todo marchará como él quiere. Son, sin embargo, los otros los que le guían a través de las intrigas; es Siéyes el que le conduce de la mano por el laberinto. Bonaparte es todavía un soldado, nada más que un soldado; su genio político no se revelará sino después del 18 Brumario.

Todos los grandes capitanes, ya se llamen Sila, César o Bonaparte, no, son más que puros militares durante la preparación y la ejecución de su golpe de Estado; cuanto más se esfuerzan por permanecer en la legalidad, por manifestar un respeto leal a la «res pública«, más ilegales son sus actos, más profundo se revela su desprecio a la “res publica”. Cada vez que se apean del caballo para presentarse en el terreno político, se olvidan de quitarse sus espuelas. Luciano Bonaparte, que observa a su hermano, vigila sus gestos, espía sus pensamientos más secretos, con una sonrisa donde hay ya como un rencor previo; se siente de allí en adelante más seguro de su hermano que de sí mismo. Todo está preparado. ¿Quién podría hacer desviar el curso de los acontecimientos, qué fuerza podría oponerse al golpe de Estado?

El plan de Bonaparte se basa en un error fundamental: el respeto a la legalidad. Siéyes, al principio, se había mostrado contrario al mantenimiento de la acción en los límites de la legalidad; había que dejar margen para los casos imprevistos, en los cuales la violencia revolucionaria tiene gran predominio. Los pasos obligatorios son siempre peligrosos. Un golpe de Estado legal parecíale un absurdo a aquel teórico de la legalidad. Pero Bonaparte es inconmovible: sacrifica incluso la prudencia al respeto de la legalidad. En la noche del 17 al 18 Brumario, cuando Siéyes le avisa que los barrios se agitan y que sería una buena medida de precaución detener a una veintena de diputados, Bonaparte se niega a cometer un acto ilegal. Él lo que quiere es una revolución parlamentaria; pretende adueñarse del Poder civil sin ilegalidad y sin violencia. Al ofrecerle Fouché sus servicios, le responde que no necesita a la Policía. «¡Sancta simplicitas!«. Le basta con el prestigio y con la gloria de su nombre.

Pero aquel general impetuoso, aquel hombre de guerra, enamorado de la retórica, no sabe evolucionar sobre el terreno de la legalidad a todo precio. Apenas se ve ante el Consejo de los Ancianos, la mañana del 18 Brumario, se olvida de su papel: el de general victorioso que viene a poner su espada al servicio de los representantes de la Nación. Olvida que a los ojos de los Ancianos no debe presentarse como un nuevo César, sino como un defensor de la Constitución, amenazada por la conspiración jacobina. No debe ser otra cosa más que un general encargado por el Consejo de los Ancianos de asegurar el traslado pacífico del Cuerpo legislativo a Saint-Cloud. Debe tener la prudencia de parecer desempeñar un papel secundario en una comedia parlamentaria, cuyo personaje principal es el Cuerpo legislativo.

Las palabras que pronuncia, en medio de una escolta de oficiales cubiertos de oro y plata, ante aquella asamblea de pequeños burgueses con gafas, muy intimidados, parecen inspiradas por un dios envidioso de su suerte. Todo el don retórico que la lectura mal digerida de las empresas de Alejandro y de Cesar ha dejado en él, sube a sus labios y ata su lengua: <Queremos la Republica, cimentada sobre la verdadera libertad, sobre la libertad civil, sobre la representación nacional. ¡La tendremos, yo os lo juro!> Los oficiales que le rodean repiten a coro el juramento. Los Ancianos asisten a la escena mudos, petrificados. De un momento otro, de aquella Asamblea domesticada, un hombre cualquiera, un hombrecillo cualquiera, puede alzarse contra Bonaparte en nombre de la libertad, de la República, de la Constitución, fórmulas de retórica, grandes palabras que han quedado vacías de sentido, pero que son todavía peligrosas. Siéyès ha previsto el peligro, y durante la noche, los inspectores de la sala han hecho desaparecer los avisos de convocatoria destinados a los diputados sospechosos. Pero Bonaparte debe guardarse más especialmente de los hombrecillos insignificantes, de los que el mismo Siéyès no desconfía. He aquí que un diputado, Garat, se levanta y pide la palabra: «Ninguno de aquellos guerreros se ha comprometido con el artículo de la Constitución.>> Bonaparte palidece y se vuelve, desconcertado. Pero el presidente interviene a tiempo, interrumpe a Garat y se levanta la sesión al grito de «¡Viva la República!».

Durante la revista, frente a las tropas forma- das en el jardín de las Tullerías, Bonaparte se desenmascara. Después de las famosas palabras que ha dirigido a Bottot en voz alta, al salir de la sala del Consejo de los Ancianos, su discurso a los soldados suena como un desafío y como una amenaza. Ahora está seguro de él. Pero Fouché insiste en la necesidad de detener a los diputados más turbulentos. Bonaparte se niega a dar aquella orden: sería un error inútil, ahora que todo marcha por buen camino. Algunas formalidades más y queda realizado el golpe. Su optimismo revela hasta qué punto estaba él fuera de su sitio en aquel juego peligroso. Al día siguiente, el 19 Brumario, en Saint-Cloud, cuando el mismo Siéyès se da cuenta de los errores cometidos y empieza a tener miedo, Bonaparte sigue mostrando tal optimismo, tal confianza en su prestigio, tal desprecio hacia <los abogados» del Cuerpo legislativo, que Talleyrand no sabe si debe considerarle como un ingenuo o como un inconsciente.

Al concebir su plan, basado en las apariencias de la legalidad y en el mecanismo del procedimiento parlamentario, Siéyès no ha tenido cuenta los hechos menudos. ¿Por qué razón los Consejos no han sido convocados en Saint-Cloud el 18 en vez del 19 Brumario? Era un error dejar al enemigo veinticuatro horas para estudiar la situación y para organizar la resistencia. ¿Por qué razón el 19, en Saint-Cloud, ¿los Ancianos y los Quinientos no han sido reunidos inmediatamente a mediodía, sino sólo a las dos de la tarde? Durante esas dos horas, los diputados tenían la posibilidad de cambiar impresiones, ideas, proyectos; de ponerse de acuerdo sobre la acción en común que iban a poner enfrente de toda tentativa de fraude o de violencia. Los Quinientos se declaran dispuestos a todo: la vista de los soldados que les rodean por todas partes les exaspera. Se agitan furiosamente por las alamedas y por los patios, se interrogan en voz alta: ¿Por qué no nos hemos quedado en París? ¿Quién ha inventado la historia de la conspiración? ¡Los hombres! ¡Las pruebas!> Siéyès se ha olvidado de fabricar las pruebas de la conspiración jacobina; mira a su alrededor, ve que muchos sonríen, que muchos palidecen, y empieza a comprender que la situación no es clara, que todo puede depender de una palabra, de un gesto. ¡Ah, si él hubiera escuchado a Fouché! Pero es demasiado tarde ahora y hay que entregarse en manos del azar; no se puede hacer otra cosa. Como táctica revolucionaria, es una táctica original.

A las dos, reunión del Consejo de los Ancianos. El plan de Siéyès se ve comprometido desde el comienzo. Aquellos pequeños burgueses, tan tranquilos de costumbre, parecen presas de un furor sagrado; afortunadamente, ninguno de ellos podría tomar la palabra en medio del tumulto. Pero en el Naranjal, donde están reunidos los Quinientos, el presidente, Luciano Bonaparte, es acogido con una tempestad de insultos, de acusaciones y de amenazas. Todo está perdido, piensa Siéyes, que palidece y se acerca a la puerta ante aquel clamor imprevisto. En previsión de una fuga, un coche le espera en los confines del parque. Un coche es más cómodo y más seguro que un caballo. En la preparación de su golpe de Estado, un hombre tan previsor no podría haber olvidado aquel detalle. Siéyes, por lo demás, no es el único que se siente a disgusto en aquellos salones del primer piso, donde Bonaparte y sus cómplices espetan con impaciencia la hora de la votación. Si los Ancianos no aprueban el decreto disolviendo los Consejos; si nombran tres cónsules interinos y deciden la reforma de la Constitución, ¿qué va a hacer Bonaparte? ¿Qué prevée en aquel caso el plan revolucionario determinado por Siéyes en sus más minuciosos detalles? Siéyes no ha previsto más que la fuga en coche.

Hasta aquí, la conducta de Bonaparte, preocupado, ante todo, en salvar la apariencia de la legalidad para permanecer en el terreno del procedimiento parlamentario, ha sido, podría decirse, para emplear una expresión moderna: la de un liberal. Desde este punto de vista; Bonaparte es un jefe de escuela. Todos los militares que han intentado después de él apoderarse del Poder civil, han sido fieles a esa regla de liberalismo hasta el último momento, es decir, hasta el momento en que es necesario llegar a la violencia. Hay que desconfiar siempre, y en especial hoy día, del liberalismo de los militares.

En cuanto él se apercibe que la oposición de los Ancianos y de los Quinientos ha comprometido definitivamente el plan de Siéyes, Bonaparte se decide a forzar con su presencia la oposición parlamentaria. Se trata aquí también de una forma de liberalismo (un liberalismo de militar, como es de suponer), de una especie de violencia liberal. Al ver a Bonaparte, el tumulto se apacigua en la sala de los Ancianos. Pero a aquel César, a aquel Cromwell, le traiciona una vez más la retórica. Su discurso, acogido al principio con un respetuoso silencio, suscita poco a poco un murmullo de desapróbaci6n. A sus palabras de que «Si soy un pérfido, hacer todos el papel de Bruto«, se oyen algunas carcajadas al fondo de la sala. El orador se embrolla, se interrumpe, balbucea, prosigue con una voz estridente: «Acordaos de que yo voy acompañado por el dios de la guerra y por el dios de la fortuna«. Los diputados se agitan, se agrupan alrededor de la tribuna. Todo el mundo ríe. «General, no sabéis lo que murmura al oído de Bonaparte su fiel Bourienne«, y le coge por el brazo. Bonaparte le sigue y abandona la sala.

Algunos instantes después, cuando franquea el umbral del Naranjal, escoltado por cuatro granaderos y varios oficiales, los Quinientos le acogen con· un clamor furioso: «¡Proscribámosle! ¡Abajo el tirano!«. Se arrojan sobre él, le llenan de insultos y le golpean. cuatro granaderos se aprietan a su alrededor para protegerle de los golpes; los oficiales se esfuerzan en sustraerle al tumulto; por fin Gardanne le coge a brazo partido y consigue arrastrarle fuera. No queda que la fuga, piensa Siéyes, o la violencia, dice Bonaparte a los suyos. En la sala de los Quinientos, el decreto de proscripción es puesto a votación. Dentro de unos minutos, aquel César; aquel Cromwell, será un proscrito.

Es el final, Bonaparte salta a caballo y se presenta ante las tropas.

«¡A las armas!«, grita, Los soldados le aclaman, pero no se mueven. Es la escena más típica de aquellas dos famosas jornadas. Con la cara alterada y temblando de cólera, Bonaparte mira a su alrededor. El héroe de Arcolea no consigue poner en movimiento a un batallón. Si Luciano no hubiese llegado en aquel momento, todo estaba perdido. Es Luciano el que conmueve a los soldados y domina la situación. Es Murat el que desenvaina su sable y arrastra a los granaderos, en una carga, contra los Quinientos.

«General Bonaparte, eso no es correcto«, dirá más adelante Montron, recordando la palidez de aquel César, de aquel Cromwell. Montron, a quien Roederer llama un Talleyrand a caballo, conservara durante toda su vida el convencimiento de que aquel héroe de Plutarco pasó un momento de miedo, en Saint-Cloud, y de que el hombre más oscuro de Francia, uno de los «abogados» del Cuerpo legislativo, un hombrecillo cualquiera, hubiera podido sin peligro, durante aquellas famosas jornadas, barrer el destino de Bonaparte y salvar la Republica. Un historiador ha dicho: «No hubo nunca golpe de Estado peor concebido, ni peor ejecutado«. Basado en el respeto de la legalidad y del mecanismo del procedimiento parlamentario, el plan del 18 Brumario hubiera fracasado sin duda alguna si los Ancianos y los Quinientos hubiesen sabido aprovecharse del error de Siéyès. Una táctica ofensiva que se apoya en las lentitudes del procedimiento parlamentario no puede llevar más que a un fracaso. Si los Consejos, con su amenaza del decreto de proscripción, no hubiesen puesto a Bonaparte en la necesidad de cortar por lo sano, de abandonar el terreno de la legalidad y de recurrir a la violencia, el golpe de Estado se hubiera atascado en el procedimiento parlamentario. La táctica ofensiva de los Consejos debía consistir en ganar tiempo, en hacer que las cosas marchasen muy despacio. La tarde del 19 Brumario, en Saint- Cloud, Siéyès había comprendido por fin su error. El tiempo se ponía de parte del Cuerpo legislativo. ¿En qué terreno maniobraba Bonaparte? En el terreno del procedimiento. ¿Cuál era la fuerza del Cuerpo legislativo? El procedimiento. ¿Cuál es la fuerza del procedimiento parlamentario? La lentitud. Dos horas más, y las sesiones de los Consejos de Estado, que acababa ya de perder cuatro horas, sufriría un nuevo retraso. Al día siguiente, 20 Brumario, en la reapertura de las sesiones del Cuerpo legislativo, la situación de Bonaparte sería muy diferente. Siéyès se daba cuenta de ello. En su plan revolucionario, los Consejos eran los instrumentos del golpe de Estado. Bonaparte no podía prescindir de ellos: le eran indispensables. Había obrar rápidamente, que impedir el aplazamiento de las sesiones, que conjurar el peligro de una lucha abierta entre el Cuerpo legislativo y Bonaparte, y entre la Constitución y el golpe de Estado; pero ¿por qué medios? El plan de Siéyès y la lógica de Bonaparte excluían la violencia. Sin embargo, había que cortar por lo sano. Era, pues, necesario recurrir a la persuasión, entrar en la sala de los Consejos, hablar a los diputados, intentar forzar de una manera suave el procedimiento parlamentario. El origen de la extraña conducta de Bonaparte se encuentra en lo que se ha llamado su liberalismo.

Afortunadamente para él, su actitud provoca el error irreparable de los Consejos, la violencia contra su persona, el decreto de proscripción. Los Ancianos y los Quinientos no han comprendido que el secreto de su fuerza, frente a Bonaparte, es alargar indefinidamente las cosas, no hacer caso de las provocaciones, confiarse a las lentitudes del procedimiento. En todos los golpes de Estado, la táctica de los catilinarios consiste en forzar las cosas, y la de los defensores del Estado en ganar tiempo. El error de los Consejos ha colocado a Bonaparte entre la espada y la pared: la fuga o la violencia, Los «abogados» del Cuerpo legislativo le han dado, sin querer, una lección de táctica revolucionaria.

 

Luciano Bonaparte, hermano de Napoleón Bonaparte

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TECNICA DEL GOLPE DE ESTADO: CONTENIDO

 

CURZIO MALAPARTE: «TÉCNICA DEL GOLPE DE ESTADO» (1931): «Prólogo».

Capítulo I: El golpe de Estado Bolchevique y la táctica de Trotsky

Se aborda la toma del poder en Rusia por parte de León Trotski en la Revolución rusa de octubre de 1917.​

Capítulo II: Historia de un golpe de Estado fallido

Trata sobre la defensa de Iósif Stalin frente al intento de Trotski de tomar el poder en 1927.​

Capítulo III: 1920: La experiencia polaca. El orden reina en Varsovia

Sobre las luchas internas por el poder en la Polonia de Józef Pilsudski.​

Capítulo IV: Kapp, o Marte contra Marx

Sobre el Golpe de Estado de Kapp, golpe militar fracasado que se tuvo lugar en Alemania en 1920, dirigido por Wolfgang Kapp.​

Capítulo V: Bonaparte, o el primer golpe de Estado moderno

Acerca del golpe de Estado del 18 de Brumario, dado por Napoleón el 9 de noviembre de 1799.​

Capítulo VI: Primo de Rivera y Pilsudski: Un cortesano y un general socialista

Compara las actuaciones de Primo de Rivera y Pilsudski con las de Napoleón, que se refugiaron en la legalidad del estado vigente en lugar de rechazarla.​

Capítulo VII: Mussolini y el golpe de Estado fascista

Trata sobre la Marcha sobre Roma y la toma del poder del Partido Nacional Fascista, de la que el propio autor fue partícipe.​

Capítulo VIII: Un dictador fracasado: Hitler

Trata de las acciones fracasadas de Hitler con intención de tomar el poder, como fue el caso del Putsch de Munich.

Hay que tener en cuenta que Técnica del Golpe de Estado se publicó en 1931, antes de que Adolf Hitler tomara el poder en Alemania.

 

 

 

 

 

 

 

 


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