LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD, por Marco Tulio Cicerón
LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD, por Marco Tulio Cicerón
“A ciertas personas, y no precisamente las más ignorantes, les desagrada por completo este trabajo de la filosofía. Pero, si es posible llegar a la completa adquisición de la sabiduría, no sólo debemos alcanzarla, sino también disfrutarla; y si ello es difícil, al menos no debe haber descanso en la búsqueda de la verdad hasta llegar a encontrarla, pues es una vergüenza mostrar fatiga en la búsqueda cuando es tan hermoso lo que se busca. Por lo que a mí se refiere, puesto que en las actividades, fatigas y peligros del foro creo no haber abandonado el puesto de honor que me fue asignado por el pueblo romano, debo, sin duda, en la medida de mis fuerzas, trabajar también para hacer más doctos a mis conciudadanos con mi actividad, mi esfuerzo y mi fatiga. Y puesto que sobre este punto existe gran discrepancia entre los hombres más sabios, ¿quién pensará que es ajeno a la dignidad en que cualquiera me coloque investigar lo que es mejor y más cierto en todas las funciones de la vida?”.
No ignoraba yo, Bruto, que, al revestir de forma latina los asuntos que filósofos de gran ingenio y de profundo saber habían tratado en lengua griega, este trabajo mío estaría expuesto a críticas diversas.
NO DEBE HABER DESCANSO EN LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD, PUES ES UNA VERGÜENZA MOSTRAR FATIGA CUANDO ES TAN HERMOSO LO QUE SE BUSCA
A ciertas personas, y no precisamente las más ignorantes, les desagrada por completo este trabajo de la filosofía. Otros, sin embargo, no se muestran tan exigentes, siempre que se practique con cierta moderación, pero estiman que no se debe poner en ello tanto interés y esfuerzo. No faltarán todavía quienes, versados en las letras griegas y menospreciadores de las latinas, digan que prefieren dedicarse a la lectura de los autores griegos. Por fin, me imagino que habrá algunos que me invitarán a practicar otra clase de escritos y dirán que este género de literatura, aunque es distinguido, no se acomoda a mi dignidad y a mi rango.
Contra todos éstos creo conveniente decir unas breves palabras, aunque a los detractores de la filosofía les he respondido suficientemente en el libro en que la defendí y ensalcé con ocasión de haber sido acusada y calumniada por Hortensio. Considerando que aquel libro había alcanzado tu aprobación y la de aquellos a quienes yo estimaba capaces de enjuiciarlo, me propuse continuar con el tema, ante el temor de que pareciera que yo, que era capaz de excitar las aficiones de los hombres, me sentía incapaz de satisfacerlas.
Sin embargo, los que sienten vivísimo interés por este género de estudios, pero pretenden que se tenga en él cierta moderación, exigen una continencia difícil en una investigación, que luego de iniciada, no puede ser frenada ni parada; de manera que me parecen más ecuánimes los que pretenden apartarme por completo de la filosofía que los que fijan un tope a materia de por sí ilimitada y buscan término medio a una ciencia que adquiere tanto más valor cuanto más extensa es.
Pues, si es posible llegar a la completa adquisición de la sabiduría, no sólo debemos alcanzarla, sino también disfrutarla; y si ello es difícil, al menos no debe haber descanso en la búsqueda de la verdad hasta llegar a encontrarla, pues es una vergüenza mostrar fatiga en la búsqueda cuando es tan hermoso lo que se busca.
Además, si cuando escribo me deleito, ¿quién puede haber tan envidioso que me lo impida?; si, por el contrario, es una fatiga para mí, ¿quién será capaz de poner tasa al trabajo ajeno? Y si es cierto que el Cremes de Terencio no es inhumano al querer que su nuevo vecino “cave la tierra, are o lleve alguna carga” (pues no trata de apartarle del trabajo, sino de una tarea servil), no es menos cierto que son indiscretos esos a quienes molesta un trabajo que a mí no puede resultarme más placentero.
IGNORAR A NUESTROS PROPIOS POETAS ES INDICIO DE UNA EXCESIVA DEJADEZ O DE UNA REMILGADA DELICADEZA
Más difícil es responder satisfactoriamente a los que afectan despreciar las obras escritas en latín. Lo que me admira en éstos, sobre todo, es por qué no les agrada la lengua materna en materias de altísima importancia, siendo así que leen con agrado obras de teatro latinas traducidas literalmente de otras griegas.
Yo estoy tan alejado de la opinión de éstos, que, a pesar de la maravillosa perfección de la Electra de Sófocles, me parece que debo leer la mala traducción de Atilio, de quien Licino dijo que era un “escritor de hierro”; a fin de cuentas, creo que, como escritor que es, es digno de ser leído. Porque ignorar a nuestros poetas es indicio de una excesiva dejadez o de una remilgada delicadeza. En suma, no considero muy cultos a quienes desconocen nuestras producciones literarias.
¿Tal vez aquello de “Ojalá en el bosque…” lo leemos con no menos agrado que el original griego y, sin embargo, las disertaciones de Platón sobre la moralidad y la felicidad no nos agradarán expresadas en latín? Y si yo no me limito a la función de simple traductor, sino que expongo fielmente las teorías de aquellos a quienes apruebo, y añado mi opinión personal y mi peculiar arte de narrador, ¿qué motivos tienen para preferir las obras griegas a las que están escritas en un estilo elegante y no son serviles traducciones de las griegas?
Si acaso replicaran que todos estos temas filosóficos han sido tratados por los griegos, no hay razón tampoco para que lean tanto autores griegos como los que son dignos de leerse. Pues ¿qué ha pasado por alto Crisipo en lo tocante a las doctrinas estoicas? Sin embargo, leemos a Diógenes, a Antípatro, a Mnesarco, a Panecio y a otros muchos, y, sobre todo, a nuestro amigo Posidonio. ¿Acaso pierde encanto Teofrasto cuando discute cuestiones tratadas anteriormente por Aristóteles? ¿Desisten, tal vez, los epicúreos de escribir a su gusto sobre los mismos temas expuestos ya por Epicuro y por los filósofos antiguos? Pues si los griegos son leídos por los propios griegos, incluso cuando presentan las mismas ideas en forma diferente, ¿qué motivo hay para que los nuestros no sean leídos por los nuestros?
Sin embargo, si yo me limitara a traducir a Platón o a Aristóteles como han traducido nuestros poetas las piezas griegas, creo que mis conciudadanos tendrían muy poco que agradecerme por haber hecho llegar a su conocimiento aquellos genios divinos. Todavía no lo he hecho, pero no creo que me esté prohibido hacerlo… Y no rehusaré yo, como nuestro Lucilio, que todo el mundo lea mis obras. Sin duda era ésta una broma de las muchas suyas, pues no existían entonces hombres tan doctos como para temer sus críticas y, por otra parte, los escritos de aquél son una tanto frívolos, de modo que se deja traslucir en ellos mucha agudeza de ingenio, pero una doctrina de poco valor.
DEBO, EN LA MEDIDA DE MIS FUERZAS, TRABAJAR PARA HACER MÁS DOCTOS A MIS CONCIUDADANOS CON MI ACTIVIDAD, MI ESFUERZO Y MI FATIGA
Ahora bien, ¿a qué clase de lector deberé temer yo, desde el momento en que me atrevo a dedicarte esta obra a ti, que no cedes en conocimientos filosóficos a los mismos griegos? Pero la razón de que algunos tengan aversión a los tratados en latín se debe, creo, a que toparon con ciertas obras de estilo pedestre y desaliñado, de malos autores griegos, y peor escritas en latín. Yo les doy la razón, con tal que reconozcan que esas obras no deben leerse ni siquiera en griego. Pero ¿quién será capaz de no leer obras buenas, de elocución cuidada y expuestas con elevación y elegancia?
Por lo que a mí se refiere, puesto que en las actividades, fatigas y peligros del foro creo no haber abandonado el puesto de honor que me fue asignado por el pueblo de romano, debo, sin duda, en la medida de mis fuerzas, trabajar también para hacer más doctos a mis conciudadanos con mi actividad, mi esfuerzo y mi fatiga, y, sin contradecir el gusto de aquellos que prefieren leer las obras griegas (con tal que las lean de verdad y no las finjan), ser útil también a los que deseen servirse de las dos literaturas o a quienes, teniendo una propia, no echen mucho de menos la ajena.
En cuanto a los que desearían que yo escribiera sobre otros asuntos, deben ser razonables, pues he escrito ya mucho, hasta el punto de que nadie de los nuestros ha escrito más, y quizá escribiré más aún, si tengo vida. A pesar de todo, el que llegue a leer con atención estas obras filosóficas mías, encontrará que no hay materia de la que pueda sacarse más provecho.
Pues ¿qué hay en la vida tan digno de indagarse como las cuestiones de las que se ocupa la filosofía y, de manera especial, las que se tratan en esta obra: cuál es el fin, cuál el extremo, cuál el bien definitivo al que deben ordenarse todos los principios del bien vivir y de obrar rectamente; qué es lo que la naturaleza persigue como el supremo de los bienes deseables y qué es lo que rechaza como el mayor de los males? Y puesto que sobre este punto existe gran discrepancia entre los hombres más sabios, ¿quién pensará que es ajeno a la dignidad en que cualquiera me coloque investigar lo que es mejor y más cierto en todas las funciones de la vida?
¿Acaso podrán disertar los principales personajes de la ciudad, P. Escévola y M. Manilio, de quienes disiente M. Bruto, sobre si el hijo de una esclava debe considerarse ganancia del dueño (problema sutil y no inútil para la vida social, pues yo mismo leo y leeré con gusto esos escritos y otros del mismo género), y se despreciarán, en cambio, estas cuestiones que atañen a la vida toda? Aunque aquellos tratados sean más populares, éstos son, sin duda, más fecundos en bienes. Pero esto podrán juzgarlo por sí mismos los lectores.
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MARCO TULIO CICERÓN, Del supremo bien y del supremo mal (fragmento). Editorial Gredos, 1987. Traducción de Víctor-José Herrero Llorente.
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