Capítulo 7: MUSSOLINI Y EL GOLPE DE ESTADO FASCISTA
TECNICA DEL GOLPE DE ESTADO
CURZIO MALAPARTE
CAPÍTULO VII
MUSSOLINI Y EL GOLPE DE ESTADO FASCISTA
Durante el golpe de Estado fascista de octubre de 1922, una feliz casualidad me hizo conocer a Israel Zangwill, el escritor inglés que no ha querido nunca olvidar, ni en sus obras ni en su vida, sus ideas liberales y sus prejuicios democráticos. A su llegada a Florencia fue detenido, al salir de la estación, por algunas camisas negras, a quienes se negó a enseñar sus papeles de identidad. Israel Zangwill, enemigo jurado de la violencia y de la ilegalidad, pertenecía en Inglaterra a la Unión of Democratic Control. Ahora bien; los hombres armados que ocupaban la estación no eran ni «carabinieris«, ni soldados, ni agentes de policía; eran camisas negras, es decir, individuos que no tenían en modo alguno, según él, derecho a ocupar la estación y a pedirle sus documentos de identidad. Conducido al Fascio, en la plaza Mentana, cerca del Arno, en el edificio donde estaba antes el domicilio de la F. I. O. M. (Federación Italiana de Obreros Metalúrgicos), organización sindical socialista que los fascistas habían disuelto por la violencia, el escritor inglés había sido llevado a presencia del cónsul Tamburini, entonces comandante general de los camisas negras de Florencia. El cónsul Tamburini me hizo llamar para servirle de intérprete, y cuál no fue mi sorpresa al encontrarme en presencia de Israel Zangwill, que representaba a la perfecci6n su papel de miembro de la Union of Democratic Control, víctima de una revolución que no era ni inglesa, ni liberal, ni democrática.
Estaba furioso. Expresaba en un inglés de los más correctos opiniones muy poco correctas sobre las revoluciones en general y sobre el fascismo en particular. Su cara estaba roja de cólera y sus ojos fulminaban sin piedad al pobre comandante general Tamburini, que no sabía inglés y que no hubiese comprendido una sola palabra de aquel lenguaje liberal y democrático, aunque el desconocido se hubiera expresado en italiano. Hice lo que pude por traducir en expresiones corteses un lenguaje tan duro para unos ordos fascistas. Creo haber hecho un buen servicio a Israel Zangwill, porque durante aquellas jornadas, el cónsul Tamburini no era ni un personaje de Teócrito ni un miembro de la Fabian Society, tanto más cuanto que ignoraba la existencia de Israel Zangwill y no parecía creer que se trataba de un escritor inglés célebre.
–No entiendo una palabra de inglés -dijo el comandante general-, y no creo que hayas traducido fielmente lo que él ha dicho; el inglés es una lengua contrarrevolucionaria. Diríase que su sintaxis misma es liberal. Sea lo que fuere, llévate a este señor contigo y procura hacerle olvidar este incidente desagradable.
Salí, pues, con Zangwill para acompañarle a su hotel, y pasé unas horas con él discutiendo sobre Mussolini, sobre la situación política y sobre la lucha que acababa de entablarse para la conquista del Estado.
* * *
Era el primer día de la insurrección. El curso de los acontecimientos obedecer a una lógica que no era la del Gobierno. Israel Zangwill no quería creer que se estuviese ya en plena revolución.
–En París, en 1789 -decía él-, la revolución no estaba solamente en los espíritus: estaba también en la calle.
A decir verdad, el aspecto de Florencia no era el de Paris en 1789. En la calle, la gente tenía un aspecto tranquilo, indiferente, y todas las caras estaban iluminadas con aquella vieja sonrisa florentina, irónica y cortés. Le hice notar que en Petrogrado, en 1917, el día en que Trotsky dio la señal de la insurrección, nadie podía darse cuenta de lo que estaba pasando; que los teatros, los cines, los restaurantes, los cafés, estaban abiertos, y que la técnica del golpe de Estado había hecho grandes progresos en los tiempos modernos.
–La revolución de Mussolini -exclamaba Zangwill– no es una revolución: es una comedia.
Como muchos liberales y demócratas italianos, creía en un compromiso entre el rey y Mussolini; la insurrección no era más que un aparato escénico destinado a ocultar el juego de la monarquía. La opinión de Zangwill, aunque falsa, era altamente respetable, como todas las opiniones inglesas. Sin embargo, se basaba en la convicción de que los acontecimientos de aquellas jornadas eran el resultado de un juego político, cuyos factores principales no eran la violencia ni el espíritu revolucionario, sino la astucia y el cálculo. Mussolini, a los ojos de Israel Zangwill, era más bien discípulo de Maquiavelo que de Catilina. En el fondo, esta opinión del escritor inglés estaba: entonces y está aun extraordinariamente difundida por Europa. Desde el comienzo del siglo pasado se ha tenido siempre en Europa la costumbre de considerar a los hombres y a los acontecimientos de Italia como productos de una lógica y de una estética antiguas. Esta manera de considerar la historia de la Italia moderna debe ser imputada, en gran parte, a la afición natural de los italianos por la retórica, la elocuencia y la literatura, defecto que no todos los italianos tienen, pero del cual muchos no se curarán jamás. Aunque se juzgue más bien a un pueblo por sus defectos que por sus cualidades, creo que nada podría justificar la opinión de los extranjeros sobre la Italia moderna, aunque suceda que retórica, elocuencia y literatura falseen los acontecimientos hasta el punto de que la historia parezca una comedia, los héroes unos comediantes y el pueblo una multitud de comparsas y de espectadores.
Para comprender bien la Italia de nuestros días hay que considerarla objetivamente, es decir, olvidarse de que ha habido
romanos e italianos del Renacimiento.
–Podrá usted darse cuenta así -decía yo a Israel Zangwill– de que no hay nada antiguo en Mussolini. Es siempre, y a pesar suyo algunas veces, un hombre moderno. Su juego político no es el de César Borgia; su maquiavelismo no difiere mucho del de Giadstone o del de Lloyd George, y su concepto del golpe de Estado no tiene nada de común con el de Sila o con el de Julio César. Estos días oirá usted hablar mucho de César y del Rubicón; pero eso es retórica de buena fe, que no impide a Mussolini concebir y aplicar una táctica insurreccional completamente moderna, a la cual el Gobierno no podría oponer más que medidas de policía.
Israel Zangwill me hacía notar, no sin ironía, que el conde Oxenstiern, en sus célebres «Memorias«, a propósito de la etimología de la palabra «César«, encuentra el origen de esta palabra en la palabra púnica «cesar«, que significa elefante.
–Espero realmente -añadía él- que, en su táctica revolucionaria, Mussolini sea más ágil que un elefante y más moderno que César.
Era muy curioso ver de cerca lo que yo llamaba la máquina insurreccional fascista, porque él no llegaba a comprender cómo puede hacerse una revolución sin barricadas, sin combates en las calles, sin cadáveres en las aceras.
–Todo se desarrolla en medio de un orden perfecto -exclamaba.
¡Es una comedia; no puede ser más que una comedia!
De vez en cuando, en las calles céntricas, camiones cargados de camisas negras se cruzaban a toda velocidad; aquellos jóvenes con cascos de acero iban armados de fusiles, de puñales, de granadas, y cantaban con voz altiva, agitando banderas negras con calaveras bordadas en plata. Israel Zangwill no quería creer que aquellos jóvenes, que eran casi unos niños formasen las famosas tropas de asalto de Mussolini, tan rápidas y tan violentas en sus métodos de combate.
–Lo que no se puede perdonar al fascismo es el empleo de la violencia.
El ejército revolucionario de Mussolini no era la Salvation Army; los camisas negras no iban provistos de puñales y de nadas por pura fílantropía, sino para hacer la guerra civil. Los que pretenden negar la violencia fascista y hacer pasar a los camisas negras por discípulos de Rousseau y de Tolstoi son los mismos que viven de retórica, de elocuencia y de literatura, y que quisieran presentar a Mussolini como un antiguo romano, como un «condottiero» del siglo xv, o como un señor del Renacimiento, de blancas y suaves manos de envenenador y de platónico. Con discípulos de Rousseau o de Tolstoi no se puede hacer una revolución, sino todo lo más algo que se parece a una comedia. Ni siquiera puede apoderarse de un Estado defendido por un Gobierno liberal.
–No es usted un hipócrita –me decía Israel Zangwill-; pero ¿sería usted capaz de decirme en qué puede reconocerse que esta revolución no es una comedia?
Le propuse llevarle conmigo aquella misma noche a que viese de cerca lo que yo llamaba la máquina insurreccional fascista. Por la noche, el cónsul Tamburini debía salir para Roma, a la cabeza de su Legión, y yo había sido elegido, con Nenciolini, para sustituirle en el mando de los camisas negras de la provincia de Florencia. En el Fascio, a donde había yo ido para tomar órdenes, encontré al general Balbo, que era uno de los cuatro miembros del Comité Militar Revolucionario. El general Balbo no estaba muy satisfecho de la situación en Florencia. Los camisas negras habían ocupado por sorpresa todos los puntos estratégicos de la ciudad y de la provincia, es decir, los órganos vitales de la organización técnica, las fábricas de gas, las centrales eléctricas, la dirección de Correos, las centrales telefónicas y telegráficas, los puentes, las estaciones del ferrocarril. Las autoridades políticas y militares fueron sorprendidas de improviso por aquel brusco ataque. Después de algunas vanas tentativas para expulsar a los fascistas de la estación del ferrocarril, de la dirección de Correos y de las centrales telefónicas y telegráficas, la Policía se había refugiado en el palacio Riccardi, la antigua morada de Lorenzo el Magnífico, domicilio de la Prefectura. El palacio Riccardi estaba defendido por destacamentos de «carabinieris» y de guardias reales, apoyados por dos autos blindados. El prefecto, señor Periconi, sitiado en la Prefectura, no podía comunicar ni con el Gobierno de Roma, ni con las autoridades de la ciudad ni de la provincia; las líneas telefónicas habían sido cortadas, y unas ametralladoras colocadas en las casas de los alrededores amenazaban todas las vías de acceso al palacio Riccardi. Las tropas de la guarnición, los regimientos de infantería, de artillería y de caballería, los de «carabinieris” y los guardias reales, estaban confinados en los cuarteles. Por el momento, las autoridades militares observaban una benévola neutralidad. Pero no había que fiarse demasiado de aquella neutralidad: si la situación no se aclaraba dentro de las veinticuatro horas, había que esperar ver al príncipe Gonzalo, comandante del Cuerpo de ejército, tomar la iniciativa de restablecer el orden por todos los medios. Un conflicto con el Ejército podía tener, para la revolución, consecuencias extraordinariamente graves. Florencia, con Pisa y Bolonia, es la llave de las comunicaciones entre el Norte y el Sur de Italia. Para asegurar el transporte de fuerzas fascistas desde el Norte hacia el Lacio, había que conservar a todo precio la llave estratégica de la Italia central, en espera de que el ejército fascista, en marcha sobre la capital, hubiese obligado al Gobierno a resignar el Poder en manos de Mussolini.
Para adueñarse de Florencia no había más que un medio: ganar tiempo.
La violencia no excluye la astucia. Por orden del general Balbo tomé conmigo un destacamento fascista y fui a la «Nazione«, el diario más importante de Toscana. Introducido ante el señor Borelli, director del periódico, que dirige actualmente el «Corriere della Sera«, le rogué que publicase inmediatamente una edición especial para anunciar que el general Cittadini, ayudante de campo del rey, había ido a Milán, a fin de entrar en «pouparlers» con Mussolini, y que, de resultas de esta gestión, Mussolini había accedido a formar un nuevo Ministerio. La información era falsa, pero tenía una apariencia de verdad: se sabía que el rey estaba en su residencia de San Rossore, cerca de Pisa; pero el público ignoraba que había partido aquella misma noche para Roma; acompañado del general Cittadini. Dos horas después centenares de camiones fascistas repartían por toda la Toscana los números de aquella edición especial de la «Nazione«. Se formaron cortejos; los soldados, los «carabinieris» fraternizaban. con los camisas negras, en su alegría ante una solución que testimoniaba tanto la prudencia y el patriotismo del rey como la prudencia y el patriotismo de Mussolini. El príncipe Gonzalo mismo fué al Fascio para hacerse confirmar la grata nueva, que ponía fin a su crisis de conciencia y que le libraba de una grave responsabilidad.
Había pedido a Roma, por radio, una confirmación del acuerdo entre el rey y Mussolini; pero, según decía él, «el Ministerio de la Guerra se ha negado a dar detalles concretos; ha respondido que no había que mezclar el nombre del rey a una disputa de partidos, y que la noticia era probablemente prematura. Sé por experiencia, añadía sonriendo el príncipe Gonzalo, que «para el Ministerio de la Guerra, las noticias exactas son siempre prematuras«.
* * *
El general Balbo había salido por la noche para Perusa, cuartel general de la revolución. Habiendo tomado el tren el cónsul Tamburini con su legión para realizar en la campiña romana su enlace con el ejército de los camisas negras, salí del Fascio alrededor de las dos de la madrugada, para ir al hotel donde Israel Zangwill me esperaba. Iba yo a hacer una inspección en provincias y quería que viniese él conmigo para mostrarle de cerca en qué se podía reconocer que la revolución fascista no era una comedia. Israel Zangwill me acogió con aire de satisfacción. Tenía en la mano un ejemplar de la edición especial de la «Nazione”.
«¿Está usted convencido ahora -me dijo- de que el rey estaba de acuerdo con Mussolini? No le quepa a usted la menor duda de que una revolución constitucional no puede ser más que una comedia«. Le conté la historia de la falsa noticia y pareció muy cohibido. «¿Y la libertad de Prensa?«, exclamó. Evidentemente, un rey constitucional no podía entenderse con los revolucionarios para suprimir la libertad de Prensa: he aquí una comedia que se ponía seria. Pero la libertad de Prensa no ha impedido nunca que los periódicos publiquen informaciones falsas. A esto no supo él contestar más que «en un país libre como Inglaterra, no son las noticias falsas las que crean la libertad de Prensa«.
La ciudad estaba desierta. En las esquinas de las calles estaban situadas patrullas de fascistas, inmóviles bajo la lluvia, con su fez negro sobre la oreja. En la vía de Pecori había un, camión estacionado delante de la entrada de la central telefónica, uno de esos camiones armados de ametralladoras y forrados de acero que los fascistas llamaban tanques. La central telefónica estaba ocupada por las tropas de asalto de la escuadra «Lirio Rojo«, que llevaban un lirio rojo sobre el pecho. Esta escuadra era, con la «Desesperada«, una de las más violentas de las Legiones florentinas. Cerca de la estación del Campo de Marte, nos encontramos con cinco camiones cargados de fusiles y de ametralladoras, que las células fascistas del cuartel de San Jorge habían entregado al comandante general de las Legiones. (Por todas partes, en las fábricas, en los regimientos, en los Bancos, en las oficinas públicas, había células fascistas que constituían la red secreta de la organización revolucionaria).
Aquellos fusiles y aquellas ametralladoras estaban destinadas a un millar de camisas negras de Romania, armadas únicamente de puñales y de revólveres; se esperaba de un momento a otro su llegada por la línea de Faenza. «Parece ser -me dijo el comandante militar de la estación- que en Bolonia y Cremona ha habido conflictos con los «carabinieris» y que las pérdidas de los fascistas han sido serias«. Los camisas negras han atacado los cuarteles de los “carabinieris”, que se habían defendido con una energía extraordinaria. En’ Pisa, en Lucques, Livourne, Siena, Arezzo, Grosseto, las noticias eran mejores. Toda la organización técnica de esas grandes ciudades y de su provincia estaba en manos de los fascistas. «¿Cuántos muertos?«, preguntó Israel Zangwill. Se quedó asombrado al saber que no había habido conflictos sangrientos.
«Según parece -me dijo-, en Bolonia y en Cremona la revolución de ustedes es mucho más seria que aquí”. Casi pérdidas se había hecho la insurrección bolchevique de octubre de 1917; no hubo muertos más que durante la contrarrevolución, algunos días después de la conquista del Estado, cuando los guardias rojos de Trotsky tuvieron que sofocar el levantamiento de los «junkers» y del general Krassnov. «Los conflictos sangrientos de Bolonia y de Cremona -le dije- demuestran que había algún defecto en la organización revolucionaria fascista. Cuando el funcionamiento de la máquina insurreccional es perfecto, como en Toscana, los accidentes son muy raros«. Israel Zangwill no pudo ocultar una sonrisa irónica. «El rey es un mecánico verdaderamente hábil: gracias a él, la máquina de ustedes puede funcionar sin averías«.
Llegaba un tren en aquel instante precisamente, en medio de una nube de vapor y de un estruendo de voces, de canciones y de redobles de tambor. «Son los fascistas de Romagne«, anunció un empleado de ferrocarriles que pasaba con h carabina a la espalda. Inmediatamente nos encontramos en medio de una multitud de camisas negras, con su aspecto pintoresco e inquietante, sus calaveras bordadas sobre el pecho, sus cascos de acero pintadas de rojo y sus puñales sostenidos por anchos cinturones de cuero.
Los rostros, quemados por el sol, tenían los rasgos duros de los campesinos de Romagne, y sus barbitas en punta daban a aquellas caras un aire picaresco, atrevido, amenazador, del que Israel Zangwill no se mostraba nada satisfecho. Sonreía amablemente e intentaba abrirse paso en medio de aquella multitud ruidosa, con gestos corteses que le valían las miradas asombradas de aquellos hombres con puñal. «No tienen aspecto de muy amables«, deploraba él en voz baja. «No querría usted, supongo, que fuesen gentes amables las que hiciesen las revoluciones. No es ni por la dulzura ni por la astucia como Mussolini libra, desde hace cuatro años, su batalla política, sino por la violencia: la más dura, la más inexorable; la más científica de las violencias«.
Era verdaderamente una aventura extraordinaria la de Israel Zangwill, detenido por una patrulla de jacobino con camisa negra, puesto en libertad y llevado en auto, en el corazón de la noche, para darse cuenta de lo que impide que la revolución fascista sea una comedia. «No debo parecerme a Cándido en medio de los jesuítas«, decía él sonriendo. Tenía más bien el aspecto de Cándido en medio de los guerreros; ¿pero ¿qué puede importar que un Cándido sea inglés y se llame Israel? Estas especies de Hércules aldeanos, de ojos inexorables, de mandíbulas cuadradas, de anchas manos hechas para golpear, le miraban de la cabeza a los pies con miradas insistentes y despreciativas, sintiéndose extrañados y cohibidos de encontrar agazaparle allí a un señor con cuello postizo, gestos tímidos y corteses, que no tenía ni siquiera el aspecto de un agente de policía o de un diputado liberal.
Habíamos llegado a nuestro auto, y mientras corríamos por las calles desiertas, decía yo a Israel Zangwill: «El precio de usted por la revolución fascista, que juzga usted pura comedia, está en contradicción con su odio a los camisas negras, a quienes el pensamiento liberal inglés reprocha a diario el empleo de la violencia. ¿Cómo puede suceder que los revolucionarios sean hombres violentos y que la revolución sea al mismo tiempo una comedia? Le diré que los camisas negras no son solo violentos, sino inexorables. Verdad es que a veces, en sus periódicos, los fascistas protestan contra las afirmaciones de sus adversarios, que quisieran hacerles pasar ¡por hombres violentos!; pero es ésta una hipocresía para uso de los pequeños burgueses«. Por lo demás, Mussolini mismo no es ni vegetariano, ni «christian scientist«, ni socialdemócrata.
Su educación marxista no le permite ciertos escrúpulos tolstoianos: no ha aprendido las buenas maneras políticas en Oxford, y Nietzsche le ha asqueado para siempre del romanticismo y de la filantropía. Si Mussolini fuese un pequeño burgués de ojos claros, de voz ronca, sin duda sus partidarios se alejarían de él para seguir a otro jefe. Esto se ha visto el año último, cuando ha querido concentrar una tregua con sus adversarios; ha habido hasta rebeliones y escisiones en el fascismo, al inclinarse los camisas negras, en su mayoría, por la continuación de la guerra civil. No hay que olvidar que los camisas negras provienen, en general, de los partidos de extrema izquierda, cuando no son antiguos combatientes a quienes cuatro años de guerra han endurecido, el corazón, o jóvenes de impulsos generosos. No hay que olvidar tampoco que el dios de los hombres armados no puede ser más que el dios de la violencia.
–No lo olvidaré nunca – dijo simplemente Israel Zangwill.
* * *
Cuando regresamos a Florencia, al amanecer, Israel Zangwill había visto de cerca, en pequeño, lo que ocurría en toda Italia durante aquellas jornadas; le conduje rápidamente a través de la campiña florentina, desde Empoli al Mugello, desde Pistoia a San Juan Valdarno. Los puentes, las estaciones, las encrucijadas en las carreteras, los viaductos, las esclusas de los canales, los graneros, los depósitos de municiones, las fábricas de gas, las centrales eléctricas, todos los puntos estratégicos estaban ocupados por destacamentos fascistas. Surgían bruscamente patrullas en la oscuridad: «¿Quién vive?» A lo largo de las vías férreas, cada doscientos metros, estaba de guardia una camisa negra.
En las estaciones de Pistoia, de Empoli, de San Juan Valclamo, equipos de ferroviarios, con sus herramientas, estaban dispuestos a cortar las vías en caso de extrema necesidad. Todas las medidas para asegurar o para interrumpir el tráfico habían sido tomadas. No se temía más que una concentración de refuerzos y de carabinieris y de soldados hacia la Umbría y el Lacio, para atacar por la espalda a las Legiones de camisas negras que marchaban sobre la capital. Un tren de carabinieris, procedente de Bolonia, había sido detenido cerca de Pistoia, a unos centenares de metros del famoso puente de Vaioni; había habido tiroteo por ambas partes, después de lo cual el tren había dado marcha atrás, no atreviéndose a arriesgarse por el puente. Había habido escaramuzas también en Serravalle, en la carretera de Lucques: camiones cargados de guardias reales habían caído bajo el fuego de las ametralladoras que defendían el acceso de la llanura de Pistoia. «Habrá usted leído, sin duda, en la «Vida de Castracane», de Maquiavelo, el relato de la batalla de Serravalle«, dije a mi compañero. «No leo a Maquiavelo«, me respondió Israel Zangwill. Alboreaba ya cuando atravesamos Prato, pequeña ciudad de los alrededores de Florencia, que es un gran centro de industria textil, que da ocupación a 25.000 obreros repartidos en doscientas fábricas. Le llaman el Manchester italiano, y ahí es donde ha nacido Francesco di Marco Datini, que fué, según parece, el inventor de la letra de cambio. Desde el punto de vista político, tiene más bien mala fama: es la ciudad de las huelgas, de los motines obreros y la patria de Bresci, que mató a Humberto I, segundo rey de Italia, en 1900. Sus habitantes tienen buen corazón, pero se excitan con frecuencia.
Todas las calles estaban llenas de obreros que se dirigían al trabajo. Tenían un aspecto indiferente y caminaban en silencio, sin lanzar una ojeada siquiera sobre la proclama del Comité revolucionario militar, pegada sobre los muros durante la noche.
–Quizá -dije yo- le interese a usted saber que ha sido aquí, en el Colegio Cicognini de Prato, donde D’Annunzio ha hecho sus estudios clásicos.
–En este momento -me respondió Israel Zangwill-, lo que me interesa es conocer el papel de los obreros en esta revolución. El peligro para ustedes no es el Gobierno: es la huelga.
* * *
Hacia fines de 1920, el problema que el fascismo tenía que resolver no era la lucha contra el Gobierno liberal o contra el partido socialista, que, cada vez más parlamentario, se convertía en un elemento perturbador, siempre en aumento en la vida constitucional del país; era la lucha contra los sindicatos de trabajadores, única fuerza revolucionaria capaz de defender el Estado burgués contra el peligro comunista o fascista.
El papel de las organizaciones obreras en la defensa del Estado burgués, que Bauer había explotado en marzo de 1920 contra el golpe de Estado de Kapp, había sido comprendido por Giolitti, aunque con más reservas. Los partidos políticos no podían nada contra el fascismo, cuyo método de combate (justificado por la violencia de los guardias rojos comunistas) no era lo que se llama un método político. Como su acción parlamentaría consistía en colocar fuera de la ley a todas las fuerzas revolucionarias que no querían someterse a la necesidad de «parlamentarizarse» a su vez o, como se decía entonces, «volver a entrar en la legalidad«, no era de naturaleza para obligar a los fascistas y a los comunistas a renunciar a sus métodos violentos. ¿Qué podía hacer el Gobierno para oponerse a la acción revolucionaria de los camisas negras y de los guardias rojos? Los partidos masas, el partido socialista y el partido católico, que el parlamentarismo había reducido al papel de partidos constitucionales, no podían servir más que para apoyar, para legitimar, por decirlo así en el terreno constitucional, una represión eventual del Gobierno. Pero eran precisas algo más que medidas de policía para poner ténnino al desorden que ensangrentaba a Italia.
En vez de oponer la fuerza armada a la acción revolucionaria de los fascistas y de los comunistas, Giolitti, prudentemente, había decidido neutralizarla oponiéndote la acción sindical de los trabajadores organizados. Era el método de Bauer, aplicado como método preventivo contra el peligro revolucionario. Pero el método de que Bauer había aplicado en marxista, Giolitti lo aplicaba en liberal. Así es cómo las organizaciones sindicales se convertían en el instrumento de que el Gobierno podía disponer para combatir, en el terreno de la ilegalidad, la acción ilegal de los camisas negras y de los guardias rojos. En manos de Giolitti, la huelga se convertía en Un arma tan peligrosa para los fascistas y para los comunistas como lo había sido hasta entonces para el Gobierno. La epidemia de huelgas, característica de los años 1920 y 1921, que se presentaba a los ojos de los burgueses y de los obreros mismos como una enfermedad del Estado, como el signo precursor de la revolución proletaria, como una crisis necesaria cuya solución inevitable era la toma del Poder por las masas, no era más que el síntoma del hondo cambio acaecido en la situación.
Esas huelgas no estaban dirigidas, como en 1919, contra el Estado, sino contra todas las fuerzas revolucionarias que se proponían adueñarse del Poder independientemente de las organizaciones sindicales del proletariado, o incluso contra ellas. El origen de la división que existía desde hacía largo tiempo entre los sindicatos obreros y el partido socialista, era la cuestión de la autonomía de las organizaciones sindicales. Pero lo que el proletariado tenía que defender las fuerzas revolucionarias que se proponían apoderarse del Estado, no era solamente la autonomía: era la existencia misma de sus organizaciones de clase. Era su libertad de clase la que los trabajadores defendían contra los fascistas. En cuanto a la actitud de los sindicatos obreros en relación con los comunistas, era la actitud de los sindicales rusos -en relación con los bolcheviques en la víspera del golpe de Estado de octubre de 1917.
Pero el concepto liberal de Giolitti, en su aplicación del método marxista de Bauer, no hacía más que agravar la situación. El liberalismo de Giolitti no era más que un optimismo sin escrúpulos. Cínico y desconfiado, era una especie de dictador parlamentario demasiado hábil para creer en las ideas y demasiado lleno de prejuicios para respetar a los hombres, y había llegado a conciliar en su espíritu el cinismo y la desconfianza con el optimismo, lo cual le llevaba a crear las situaciones, pareciendo como si se desinteresara de ellas, y a complicarlas con mil manejos secretos, pareciendo que las dejaba madurar por sí mismas.
No concedía la menor confianza al Estado; es en su desprecio hacia el Estado donde hay que buscar el secreto de su política. Su interpretación liberal del método marxista de Bauer consistía en sustituir la acción represiva del Gobierno con la acción revolucionaria de organizaciones sindicales, lo cual equivalía a confiarlas la defensa del Estado burgués para apartar de él el peligro fascista y comunista, y tener así las manos libres en su política de «parlamentarización«, es decir, de corrupción del proletariado.
Hacia fines de 1920, los acontecimientos habían producido en Italia una situación sin ejemplo en la historia de las luchas
políticas de la Europa contemporánea. D’ Annunzio, que se había apoderado de Fiume, amenazaba en todo momento con penetraren Italia para ir a la conquista del Estado con su ejército de legionarios. Contaba con algunas amistades hasta en el campo de los trabajadores: no se ignoran las relaciones que existían entre la Federación de los Trabajadores del Mar y el Gobierno de Fiume.
D’Annunzio estaba considerado por los jefes de las organizaciones sindicales, menos como un enemigo que como un hombre peligroso, capaz de arrastrar al país en complicaciones internacionales.
Sea ello lo que fuere, no se le consideraba como un aliado para luchar contra el fascismo, aunque se supiese que sentía envidia por Mussolini y por. el papel que su organización revolucionaria representaba en la política interior italiana. La rivalidad que existía entre D’Annunzio y Mussolini no era una mala carta en el juego de Giolitti, que jugaba correctamente con las cartas malas, pero que hacía trampas con las buenas. Por su lado, los comunistas, tomados entre los fuegos cruzados del fascismo y del Gobierno, habían perdido toda influencia sobre la masa de los trabajadores. Su terrorismo criminal y cándido, su incomprensión absoluta del problema revolucionario italiano, la incapacidad en que se encontraban para romper con una táctica que no producía más que atentados, golpes de mano aislados, sublevaciones de cuarteles y de fábricas; que se agotaba en una inútil guerra callejera, comenzada aquí y allí en los pueblos, los habían reducido a no representar ya más que un papel, completamente secundario, en la lucha por la conquista del Estado; no eran ya más que los héroes osados y crueles de una especie de bovarismo insurreccional. ¡ Qué de ocasiones perdidas, qué de golpes fallidos durante aquel año de 1919!, el año rojo durante el cual un pequeño Trotsky cualquiera, un Catilina de provincias con algo de buena voluntad, un puñado de hombres y algunos tiros, hubieran podido adueñarse del poder sin escandalizar ni al rey, ni al Gobierno, ni a la historia de Italia. En el Kremlin, en los momentos de ocio, el bovarismo insurreccional de los comunistas italianos constituía el tema de conversación favorito. Aquel Lenin tan alegre. y tan prudente, se reía hasta saltársele las lágrimas con las noticias que le llegaban de Italia. «¿Los comunistas italianos? ¡Ja, ja, ja!» Se divertía él como un niño leyendo los mensajes que le dirigía D’ Annunzio desde Fiume.
El problema de Fiume se convertía cada vez más eh un problema de política extranjera. El Estado creado por D’Anunzio en septiembre de 1919 había recorrido a la inversa, en algunos meses, el camino de los siglos. Aquel Estado, destinado a constituir, según el propósito de D’Annunzio, el primer núcleo de una poderosa organización revolucionaria, el punto de partida del ejercito insurreccional que debía marchar a la conquista de Roma, no era ya, hacia fines de 1920, más que una señoría italiana del Renacimiento, trastornada por las luchas intestinas, corrompida por la ambición, el fausto y la retórica de un príncipe demasiado elocuente para seguir los consejos de Maquiavelo. La debilidad de este principado no consistía solamente en su anacronismo, sino en el hecho de que su existencia era más bien un problema de política exterior que de política interior. La conquista de Fiume no había sido un golpe de Estado, no había modificado la situación política interior de Italia: había impedido la aplicación de una decisión internacional que daba a la cuestión de Fiume una solución contraria al derecho de los pueblos a disponer de sí mismos. Este era el gran mérito de D’Annunzio y, al mismo tiempo, su gran debilidad en cuanto a la situación revolucionaria italiana. Con la creación del Estado de Fiume se había convertido en un elemento fundamental de la política extranjera de Italia;
Pero se había eliminado del juego de la política interior, sobre la cual no tenía ya más que una influencia indirecta. El papel asignado por D’Annunzio a su ejército de legionarios era trasmitido lógicamente a los camisas negras. Mientras él se encontraba retenido en Fiume, príncipe de una señoría independiente, con su estatuto, su Gobierno, su ejército, sus finanzas y sus embajadores, Mussolini extendía cada vez más su organización revolucionaria en toda Italia. Decíase entonces que D’Annunzio era el príncipe, y Mussolini su Maquiavelo; en realidad, para la juventud italiana, D’Annunzio no era ya más que un símbolo, un Júpiter nacional, y la cuestión de Fiume no era ya más que un argumento que utilizaba Mussolini para combatir al Gobierno en materia de política extranjera.
Pero la existencia del Estado de Fiume, aun eliminando por algún tiempo del juego revolucionario a un rival peligroso, no por ello dejaba de ser, para Mussolini, un motivo de inquietud: la rivalidad que existía entre D’Annunzio y él tenía su repercusión sobre la masa de sus partidarios. Los que venían de los partidos de la derecha sentían demasiada simpatía por D’Annunzio; los que venían de los partidos de la izquierda: republicanos, socialistas, comunistas, constituían el núcleo principal de las tropas de asalto fascistas y no disimulaban su antipatía por aquel aparecido del siglo XV.
Esta rivalidad fue la carta que utilizó Giolitti vanamente, en varias ocasiones, para intentar hacer trampas en el juego. Se jactaba de provocar una lucha abierta entre D’Annunzio y Mussolini, pero no tardó en darse cuenta de que era peligroso insistir en un juego inútil. Acuciado por la necesidad de arreglar lo antes posible la cuestión de Fiume, decidió apoderarse por la fuerza armada del Estado de D’Annunzio, y la víspera de Nochebuena de 1920 aprovechó el concurso de una serie de circunstancias favorables para lanzar unos cuantos regimientos al asalto de Fiume.
* * *
Al grito de dolor de los legionarios de D’Annunzio respondió el grito reprobatorio de Italia entera. El fascismo no estaba parado para una insurrección general. La lucha se anunciaba muy dura: las banderas negras y las banderas rojas de la guerra civil flotaban ya en los campos y en las barriadas, al viento frío de aquel invierno lleno de presagios oscuros. Mussolini no tenía solamente que vengar los muertos de Fiume; tenía que defenderse contra las fuerzas de la reacción, que amenazaban con sepultar al fascismo bajo las ruinas del Estado de D’Annunzio.
La reacción del Gobierno y de las organizaciones obreras se revelaba ya por persecuciones policíacas y conflictos sangrientos, cuya iniciativa era ahora de los obreros. Giolitti quería aprovechar la crisis interior que minaba el fascismo, y el desorden provocado en sus filas por la trágica Nochebuena, para colocar a Mussolini fuera de la ley. Los jefes de los sindicatos dirigían la lucha usando repetidamente de las huelgas. Ciudades, provincias, regiones enteras se encontraban bruscamente paralizadas por el conflicto que acababa de estallar en una aldea cualquiera. Desde los primeros tiros era la huelga; al grito de desesperación de las sirenas, las fábricas se vaciaban, las casas cerraban puertas y ventanas, el tráfico se interrumpía, la calle, desierta, tomaba el aspecto siniestro de la cubierta de un acorazado preparándose para el combate.
Los obreros, en las fábricas, se equipaban para la lucha; surgían armas de todas partes: las había debajo de los tornos, detrás de los telares, las dínamos o las calderas; veíanse los montones de carbón vomitar fusiles y cartuchos. Hombres de cara grasienta y de gestos tranquilos se deslizaban entre las máquinas muertas, los pistones, los martillos-pilones, los yunques, las grúas; trepaban a lo largo de las escaleras de hierro a las torrecillas, a los puentes rodantes, a los tejados puntiagudos y acristalados; iban a tomar posiciones para transformar cada fábrica en una fortaleza. Banderas rojas crecían en lo alto de las chimeneas. En los patios, los obreros se amontonaban en multitud: divídanse en compañías, secciones, escuadras. Jefes de equipo con brazalete rojo daban órdenes y partían las patrullas de reconocimiento; a su vuelta; los obreros abandonaban la fábrica y caminaban en silencio, rozando los muros, hacia los puntos estratégicos de la ciudad. De todas partes afluían hacia las Bolsas del Trabajo equipos entrenados en la táctica de la guerra callejera, para defender los domicilios sociales de los sindicatos contra un ataque eventual de los camisas negras. Había ametralladoras colocadas en todas las salidas, en las revueltas de las escaleras, en el fondo de los pasillos y sobre los tejados. Había granadas amontonadas en las oficinas, juntó a las ventanas. Los mecánicos desenganchaban sus locomotoras y, abandonando los trenes en pleno campo, huían a toda velocidad hacia las estaciones. En los pueblos había carros colocados a través de los caminos para impedir que los refuerzos de los camisas negras se trasladasen de una ciudad a otra. Emboscados detrás de las cercas, los guardias rojos campesinos, armados de escopetas de caza, de horcas, de zapapicos, de guadañas, acechaban el paso de los camiones fascistas. Los disparos se desgranaban a lo largo de las carreteras y de las vías férreas, de pueblo en pueblo, hasta los arrabales de las ciudades, empavesados de rojo. Al grito de alarma de las sirenas anunciando la huelga, los carabinieris, los guardias reales, los agentes de policía se retiraban a sus cuarteles; Gíolitti era demasiado liberal para mezclarse en una lucha que los trabajadores llevaban tan bien solos contra los enemigos del Estado.
En aquel vacío amenazador que la huelga creaba a su alrededor, los equipos fascistas especializados en la guerra callejera se situaban en las encrucijadas, y las secciones entrenadas en la defensa y en el ataque de las casas estaban preparadas para salir a reforzar los puntos débiles y a defender las posiciones amenazadas, hiriendo con golpes rápidos y violentos en el corazón de la organización enemiga. Las tropas de asalto, compuestas de camisas negras adiestradas en la táctica de infiltración, en los golpes de mano, en la acción individual, armados de puñales, de granadas y de material incendiario, esperaban junto a los camiones que debían transportarlas al terreno de la lucha. Eran ellas las destinadas a las represalias. Las represalias eran uno de los elementos más importantes de la táctica de los camisas negras.
Apenas era anunciado el asesinato de algún fascista, ya fuese en un barrio o en un pueblo, las tropas de asalto partían a las represalias. Las Bolsas del Trabajo, los círculos obreros, las casas de los jefes de organizaciones socialistas eran. inmediatamente atacadas, desvastadas, incendiadas. Al comienzo, cuando la táctica de las represalias constituía aún una novedad, los guardias rojos recibían a los fascistas a tiros; una lucha· homicida se entablaba alrededor de las Bolsas del Trabajo y de los círculos obreros, en las calles de los barrios y de los pueblos. Pero esta terrible táctica no tardó en dar sus frutos. El miedo a las represalias trastornó el espíritu combativo de los guardias rojos, les quitó el valor para defenderse, hirió mortalmente la resistencia de las organizaciones de trabajadores. Ante la llegada de los camisas negras, los guardias rojos, los jefes socialistas, los secretarios de sindicatos, los organizadores de huelgas, huían al campo y se refugiaban en los bosques. Esta caza al hombre sin cuerno y sin hallalí, continuaba hasta el alba, feroz, implacable. A veces era la población íntegra de algún pueblo donde un fascista había sido muerto la que emprendía la fuga. Las tropas de asalto encontraban las casas vacías, las calles desiertas, un cadáver con camisa negra tendido sobre el suelo.
A la táctica fascista, rápida, violenta, inexorable, los jefes de las organizaciones sindicales obreras no oponían solamente lo que ellos llamaban una resistencia armada. Aunque no tomasen sobre ellos, oficialmente, más que la sola responsabilidad de las huelgas, no dejaban de excitar por todos los medios el espíritu combativo de los obreros. Fingían ignorar que había en todas las Bolsas del Trabajo y en todos los círculos obreros depósitos de fusiles y de granadas; sin embargo, a su juicio, la huelga no debiera ser una manifestación pacífica, sino un acto de guerra, condición indispensable para la aplicación de la táctica obrera, de la guerra callejera. «La huelga -decían ellos-; he aquí nuestras represalias: es una resistencia desarmada la que oponemos a los rompecabezas y al puñal de los fascistas«.
Pero sabían muy bien que era en las Bolsas del Trabajo donde los obreros iban a buscar sus armas. Era el clima de la huelga, ese clima pesado y cálido, el que lanzaba al obrero a la lucha armada. Su pretensión de aparecer como víctimas inocentes, desarmadas, de la violencia fascista, de darse el aspecto de corderos rojos devorados por lobos negros, era tan ridícula como la preocupación tolstoiana de ciertos fascistas de origen liberal, que no querían admitir que los partidarios de Mussolini hubiesen consumido nunca un solo cartucho, dado un solo golpe con el rompecabezas ni hecho ingerir una sola de aceite de ricino. La hipocresía de los jefes de las organizaciones obreras no impedía que hubiese muertos en las filas de las camisas negras. No hay que creer que los fascistas no hayan conocido graves reveses. Barrios, pueblos, regiones enteras se levantaban a veces en armas contra ellos; la huelga general daba la señal de la insurrección. Los camisas negras eran atacados en su casa, levantábanse barricadas en las calles; bandas de obreros y de campesinos, armados de fusiles y de granadas, ocupaban los pueblos, marchaban sobre las ciudades, perseguían a los fascistas.
La matanza de Sarzana bastaría para mostrar que los obreros no eran hipócritas como sus jefes. En julio de 1921, en la ciudad de Sarzana, medio centenar de camisas negras fueron degollados los heridos, estrangulados en sus mismas camillas, en la puerta del hospital; otro centenar, que había buscado su salvación en la huida, dispersándose por el campo, fue perseguido a través de los bosques por mujeres armadas de horcas y de guadañas. La crónica de la guerra civil en Italia durante los años 1920 y 1921, es decir, la crónica de la preparación del golpe de Estado fascista, está hecha de semejantes episodios, de una violencia feroz.
Para acabar con las huelgas revolucionarias y con los levantamientos de obreros y de campesinos, que eran cada vez más frecuentes y que adquirían una extensión y una gravedad crecientes, hasta el punto de paralizar regiones enteras, los fascistas adoptaron la táctica de la ocupación sistemática de las regiones amenazadas. Día tras día efectuaban concentraciones de camisas negras en los centros indicados conforme a un plan de movilización. Miles y miles de hombres armados, quince o veinte mil a veces, se desbordaban una ciudad, sobre los campos y los pueblos, transportados rápidamente por sus camiones de una provincia a otra. En unas horas, toda la región ocupada se encontraba en estado de sitio. Todo lo que quedaba de la organización socialista y comunista -Bolsas del Trabajo, sindicatos, círculos obreros, diarios, cooperativas- era disuelto o destrozado metódicamente. Los guardias rojos que no habían tenido tiempo de huir, eran purgados, tundidos, vueltos del revés; durante dos días, los rompecabezas trabajaban en centenares de kilómetros cuadrados. A fines de 1921, esta táctica, aplicada de una manera sistemática en una escala cada vez mayor, había perniquebrado la organización política y sindical del proletariado. El peligro de una revolución roja quedaba alejado para siempre, y el ciudadano Mussolini resultaba un benemérito de la patria. Una vez realizada su misión, pensaban los burgueses de todas clases, los camisas negras podían echarse a dormir tranquilamente. No debían tardar en darse cuenta de que el triunfo del fascismo sobre los trabajadores había perniquebrado también al Estado.
La táctica seguida por Mussolini para apoderarse del Estado no podía haber sido concebida más que por un marxista. No hay que olvidar nunca que la educación de Mussolini es marxista. Lo que asombraba a Lenin y a Trotsky en la situación revolucionaria italiana, era la incapacidad de los comunistas para aprovecharse de un concurso excepcional de circunstancias favorables. Las huelgas generales insurreccionales de 1919 y de 1920, la ocupación de las fábricas del Norte de Italia por los obreros, que había marcado la fase decisiva, no habían producido un solo jefe capaz de arrastrar un puñado de hombres a la conquista del Estado. Con el apoyo de la huelga general, cualquier pequeño Trotsky de provincias hubiera podido adueñarse del Poder sin pedir permiso al rey. Mussolini, que juzgaba la situación como marxista, no creía en las probabilidades de éxito de una insurrección que hubiese debido combatir a la vez a las fuerzas del Gobierno y a las fuerzas del proletariado.
Su desprecio hacia los jefes socialistas y comunistas no le impedía despreciar a todos los que se proponían, como D’Annunzio, derribar al Gobierno sin haberse asegurado al menos, previamente, la alianza o la neutralidad de las
organizaciones obreras. Mussolini no era hombre que se dejase perniquebrar por una huelga general. No desdeñaba, como el Júpiter nacional, el papel del proletariado en el juego revolucionario. Su sensibilidad moderna, su comprensión marxista de los problemas políticos y sociales de nuestro tiempo, no le dejaban ilusiones sobre la posibilidad de hacer blanquismo nacionalista en 1920.
No hay que ver en la táctica del golpe de Estado fascista una táctica de reaccionario. Mussolini no tenía nada de un D’Annunzio, de un Kapp, de un Primo de Rivera o de un Hitler. Como marxista, evaluaba las fuerzas del proletariado y apreciaba su papel en la situación revolucionaria de 1920; como marxista, llegaba a la conclusión de que era necesario, ante todo, acabar con los sindicatos obreros, sobre los cuales se apoyaría al Gobierno, sin duda, para defender al Estado. Tenía miedo a la huelga general: la lección de Kapp y de Bauer no había sido tiempo perdido para él. Los historiadores oficiales del fascismo, cuando quieren demostrar que Mussolini no era un reaccionario, recuerdan su programa de 1919. En realidad, el programa de 1919, en el que creían sinceramente la inmensa mayoría de los camisas negras y la vieja guardia fascista ha permanecido fiel al espíritu de 1919-, era un programa republicano y democrático. Pero no es el programa de 1919 el que revela la educación marxista de Mussolini: es el concepto de la táctica del golpe de Estado fascista, la lógica, el método con que él lo aplica. Más adelante se verá, a propósito de Hitler, como puede degenerar en el espíritu de un reaccionario un plan táctico concebido por un marxista.
Los que se complacían en no ver en el fascismo más que una defensa del Estado contra el peligro comunistas, más que una reacción pura y simple contra las conquistas políticas y sociales del proletariado, estimaban que Mussolini, a mediados del año 1921, había realizado su labor y que su papel terminaba. Por consideraciones completamente distintas, Giolitti había llegado a la misma conclusión desde el mes de marzo de 1921, después de aquellas huelgas generales que revelaron el peligroso poder del fascismo. La guerra civil había alcanzado un grado de violencia terrible, con grandes pérdidas por ambas partes; pero esas luchas sangrientas, señaladas por episodios sin precedentes en la crónica de esos años rojos, habían acabado en la derrota de las fuerzas proletarias. Giolitti, que había jugado contra el fascismo 1a carta «sindicalismo«, se vio tomado de improviso por el brusco derrumbamiento de las organizaciones obreras: el fascismo salía de la batalla animado por un espíritu agresivo que no dejaba la menor duda sobre sus intenciones y formidablemente armado para la lucha contra el Estado ¿Qué fuerza podía Giolitti oponer al fascismo? El papel que representaban en la defensa del Estado los sindicatos obreros había terminado. Los partidos políticos, que constituían la mayoría parlamentaria, eran impotentes contra una formidable organización armada, que operaba en el terreno de la violencia y de la legalidad. No le quedaba. más recurso que el de intentar una «parlamentarización» del fascismo. Vieja táctica de ese liberal, que había dado a Italia, en el transcurso de los treinta años precedentes, ejemplo de una dictadura parlamentaria al servicio de una monarquía sin prejuicios constitucionales. Mussolini, cuyo programa político no obstaculizaba la táctica revolucionaria, no se dejó tomar en el juego más que un dedo la mano izquierda. A raíz de las elecciones políticas de mayo de 1921, el fascismo accedió a formar parte de esa especie de bloque nacional imaginado por Giolitti para comprometer y para corromper, con ayuda del sufragio universal, al ejército de camisas negras.
El bloque nacional había sido formado no sin grandes dificultades. Los partidos constitucionales no aceptaban el que les colocasen en el mismo pie de igualdad que una organización armada, que no disimulaba su programa republicano. Pero lo que preocupaba a Giolitti no era el programa más o menos revolucionario y democrático de 1919, sino el fin de la táctica fascista. La conquista del Estado: he aquí el fin perseguido por Mussolini. Había que aceptar su programa en el terreno electoral si se quería separar al fascismo del fin de su táctica revolucionaria. Giolitti, que no jugaba bien más que con malas cartas, no fué más feliz de lo que ya había sido cuando hacía trampas en el juego utilizando la envidia de D’Annunzio hacia Mussolini. Lejos de dejarse «parlamentarizar«, el fascismo permaneció fiel a su táctica. Mientras los diputados fascistas -una veintena- trabajaban por disgregar la mayoría salida del bloque nacional, los camisas negras se volvían contra los sindicatos republicanos y contra los sindicatos católicos con la misma violencia que habían empleado contra las organizaciones sindicales socialistas. En previsión de la acción insurreccional para la conquista del Estado, era preciso limpiar el terreno de todas las fuerzas organizadas (ya fuesen de izquierda, de derecha o del centro} susceptibles, o bien de proporcionar un apoyo al Gobierno, o bien de obstaculizar al marxismo en la fase que determinaba la insurrección y su peligro, cortándole los jarretes en el momento decisivo del golpe de Estado.
Había que prevenir, no sólo la huelga general, sino también el frente único del Gobierno, del Parlamento y del proletariado. El fascismo se veía en la necesidad de hacer el vacío a su alrededor, de prescindir de toda fuerza organizada: política o sindical, proletaria o burguesa, sindicatos, cooperativas, círculos obreros, Bolsas del Trabajo, periódicos, partidos políticos. Ante la gran sorpresa de la burguesía reaccionaria y liberal que creía terminado el papel del fascismo, y ante la gran alegría de los obreros y de los campesinos, después de haber disuelto por la violencia las organizaciones republicanas y católicas, los camisas negras se pusieron al trabajo contra los liberales, los demócratas, los masones, los conservadores y contra todas las variedades del burgués de buen sentido. La lucha contra la burguesía era mucho más popular entre los fascistas que la lucha contra el proletariado. Las tropas de asalto estaban compuestas en gran parte de obreros, de pequeños artesanos y de campesinos. Además, la lucha contra la burguesía era ya la lucha contra el Gobierno, contra el Estado.
Aquellos mismos liberales, demócratas y conservadores que se habían apresurado, al llamar a los fascistas para que formasen parte del bloque nacional, a colocar a Mussolini en el panteón de los «salvadores de la patria» (Italia, desde hace cincuenta años, está llena de «salvadores de la patria»; lo que era al principio una misión se ha convertido en una profesión oficial o casi oficial; puede uno esperarse todo de un país que ha sido salvado demasiadas veces), no querían resignarse a darse cuenta de que el objetivo de Mussolini no consistía en salvar a Italia, según la tradición oficial, sino en apoderarse del Estado, programa mucho más sincero que el de 1919. Pero ahora, para la burguesía liberal y revolucionaria, nada podía ser menos igual, nada era menos aceptable que aquella violencia fascista tan calurosamente aplaudida mientras se había empleado contra las organizaciones proletarias. ¿Quién hubiera creído nunca que Mussolini, tan buen patriota cuando luchaba contra los comunistas, los socialistas y los republicanos, sería del día a la mañana un hombre peligroso, un ambicioso sin prejuicios burgueses, un catilina decidido a apoderarse del poder aun contra el rey y contra el Parlamento?
La culpa era de Giolitti si el fascismo se había convertido en un peligro para el Estado. Hubiese sido necesario estrangularle a tiempo, colocarle fuera de la ley desde el principio, aplastarle con las armas, como habían aplastado a D’Annunzio. Esta especie de «bolchevismo nacionalista» se mostraba mucho más peligroso que ese bolchevismo a lo ruso, del que la burguesía podía afirmar que no tenía miedo de allí en adelante. ¿Hubiera podido el Gobierno de Bonomi reparar los errores del de Giolitti? Para Bonomi, antiguo socialista, el problema del fascismo no era más que un problema de policía. Entre este marxista que intentaba, por medio de una reacción policíaca, estrangular al fascismo antes de que estuviese preparado para apoderarse del Estado, y Mussolini, que intentaba ganar tiempo, se entabló durante los últimos meses de 1921, una lucha sin cuartel, marcada par persecuciones, violencias y conflictos sangrientos. Aunque Bonomi hubiese llegado a crear contra los camisas negras el frente único de la burguesía y del proletariado (los obreros, apoyados por el Gobierno, hacían grandes esfuerzos para reconstituir sus organizaciones de clase), la táctica de Mussolini seguía desarrollándose sistemáticamente. Después del fracaso de la tregua de armas pactada entre los fascistas y los socialistas, la falta de valor, de perspicacia de los partidos burgueses, su egoísmo sin escrúpulos, que oponía a la violencia de los camisas negras un grosero maquiavelismo, elocuente y patriótico, habían acabado por desmoralizar a los trabajadores. El año 1922 se abría sobre un panorama triste y brumoso: el fascismo, violento y metódico, se apoderaba poco a poco de todos los centros nerviosos del país; su organización política, militar y sindical cubría a toda Italia con su red. El mapa de la península, bota de montar llena de ciudades, de aldeas, de hombres inquietos, ardientes y facciosos, estaba dibujado como un tatuaje en la mano derecha de Mussolini.
Bonomi se había desplomado entre una nube de yeso, bajo los escombros del mundo político y sindical. El Estado, sitiado en Roma por el fascismo, que ocupaba todo el país, estaba a merced de los camisas negras. Su autoridad no sobrevivía sino en algunos centenares de islotes, prefecturas, alcaldías, cuarteles de policía, diseminados por toda Italia, en medio de la marea creciente de la revolución. Entre el rey y el Gobierno empezaba a insinuarse el miedo a las responsabilidades, y la grieta iba ensanchándose.
Vieja astucia de los gobiernos constitucionales: el rey se apoyaba en el ejército y en el Senado, y el Gobierno en la policía y en el Parlamento. Lo que no dejaba de despertar la desconfianza de la burguesía liberal y de los trabajadores.
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Cuando Mussolini (agosto de 1922) anunció al país que el fascismo estaba preparado para adueñarse del poder, el Gobierno Intentó; en un supremo esfuerzo, prevenir la instrucción y romper el cerco fascista por medio de un levantamiento obrero y campesino. La huelga general estalló el mes de agosto; por orden de una especie de Comité de Salud Pública, que agrupaba los partidos democrático, socialista, republicano y la Confederación General del Trabajo. Era lo que se llamaba la «huelga legalitaria”, última batalla que los defensores de la libertad; de la democracia; de la legalidad y del Estado entablaban con el ejército de los camisas negras. Mussolini iba, por fin, a poder destrozar al adversario más peligroso, al único temible del golpe de Estado fascista, aquella huelga general que desde hacía tres años amenazaba a cada momento con perniquebrar la revolución, aquella huelga contrarrevolucionaria que él combatía desde hacía tres años, luchando sistemáticamente contra las organizaciones sindicales del proletariado. Al lanzar contra el fascismo la contrarrevolución de los trabajadores, el Gobierno y la burguesía liberal y reaccionaria contaban con romper el impulso insurreccional de los camisas negras, alejando así del Estado por algún tiempo todavía el peligro de la dominación revolucionaria. Pero al mismo tiempo que los equipos fascistas de técnicos y de obreros especializados sustituían a los huelguistas en los servicios públicos, la terrible violencia de los camisas negras aplastaba, en veinticuatro horas, el ejército de los defensores del Estado agrupados bajo la bandera roja de la Confederación General del Trabajo. No fue en octubre, sino en el mes de agosto cuando el fascismo alcanzó el triunfo decisivo para la conquista del Estado. Después del fracaso de la «huelga legalitaria«, Facta, hombre débil, honrado y leal, no seguía ya en su puesto más que para cubrir al rey.
Aunque el programa del fascismo, aquel programa de 1919, en el cual creían sinceramente los camisas negras de la vieja guardia, fuese republicano, el rey no terna ya necesidad de la lealtad de Facta; en la víspera del golpe de Estado, Mussolini daba la señal de la insurrección al grito de «¡Viva el rey!» El golpe de Estado fascista no tuvo nada de ese carácter teatral que quisieron prestarle ciertos Plutarcos oficiales, enfermos de elócuencia, de ret6rica y de literatura; Nada de grandes frases, nada de actitudes decorativas, de gestos a lo Julio César, a lo Cromwell y a lo Bonaparte. Las legiones que marchaban sobre la capital no eran, afortunadamente, las legiones de César volviendo de las Galias, y Mussolini no iba vestido a la romana. No se escribe la historia conforme a los cromos de circunstancia o según. los lienzos de los pintores oficiales. Es difícil comprender como el Napoleón pintado por David ha podido tener ese genio tan claro, tan preciso, tan moderno, que hace de él un hombre tan distinto de ese Napoleón pintado por David o esculpido por Canova; como Mussolini es distinto a Julio César o a Bartolomeo Colleoni. Se ve, en ciertos cromos, pasarse a los camisas negras durante la insurrección de octubre de 1922, a través de una Italia adornada toda con arcos de Tito, con tumbas, mausoleos, columnas, pórticos y estatuas, bajo un cielo poblado de águilas, como si el golpe de Estado fascista hubiese tenido por teatro la Italia de Ovidio y de Horacio; por héroes a unos legionarios romanos, y por director al mismo Júpiter, preocupado en salvar las apariencias constitucionales con el clasicismo de la postura escénica. Otros nos muestran un Mussolini en 1922 «con ojos 1.830«, un Mussolini romántico, perdido en un paisaje neoclásico: hele aquí, pues, ya sea a pie o ya a caballo, a la cabeza de sus legionarios, a ese héroe pálido y sonriente ¡que interpreta la historia siguiendo el gusto de los cromos! Sobre ese fondo de acueductos en ruinas, en esa campiña romana y fatal, Mussolini parece destacarse de un cuadro de Poussin, de una elegía de Goethe, de un drama de Pietro Cossa, de un verso de Carducci o de D’Annunzio; diríase que los bolsillos de su pantalón están llenos de libros de Nietzsche. Los cromos son la apoteosis de todo el mal gusto de la cultura y de la literatura italianas de estos cincuenta últimos años. Ante estas imágenes del golpe de Estado fascista se extraña uno de que Mussolini haya podido derribar el Gobierno de Facta y adueñarse del Poder.
Pero el Mussolini de octubre de 1922 no es el de los cromos: es un hombre moderno, frío, audaz, violento y calculador. En vísperas de la insurrección, todos los adversarios del fascismo, las organizaciones sindicales de los trabajadores, los comunistas, los partidos (socialista, republicano, católico, democrático y liberal) están fuera de combate. Estrangulada definitivamente en agosto; la huelga general no podría ya perniquebrar a la insurrección; los obreros no se atreverán ya a abandonar el trabajo y a salir a la calle. Las sangrientas represalias con las que han ahogado la «huelga legalitaria«, han quebrantado para siempre el espíritu combativo del proletariado. En cuanto Mussolini levanta en Milán la bandera negra de la insurrección, los equipos fascistas de técnicos y de obreros especializados se apoderan rápidamente de todos los puntos estratégicos de la organización técnica del Estado.
Al cabo de veinticuatro horas toda Italia está ocupada militarmente por 200.000 camisas negras. Las fuerzas de policía, los «carabinieris«, los guardias reales son insuficientes para restablecer el orden en el país. Allí donde las fuerzas de policía intentan expulsar a los camisas negras de las posiciones ocupadas, los ataques fracasan bajo el fuego de las ametralladoras fascistas. Desde Perusa, cuartel general de la revolución, los miembros del cuadrunvirato o Comité revolucionario militar, Bianchi, Balbo, De Vecchi y De Bono, dirigen la acción insurreccional conforme al plan decidido por Mussolini en todos sus detalles. Cincuenta mil hombres se concentran en la campiña romana dispuestos a marchar sobre la capital; al grito de «¡Viva el rey!«, el ejército de los camisas negras sitia a Roma, y en Roma no está solamente el Gobierno, sino que está también el rey. Aunque la lealtad de Mussolini, que se apoya en un ejército revolucionario, no haya tenido aún tiempo de envejecer, un rey constitucional debe preferirla a la lealtad de un Gobierno desarmado. Cuando el Consejo de ministros decide someter a la firma del rey el decreto que declara el estado de sitio en toda Italia, el rey, según parece, se niega a firmar. No se sabe exactamente lo sucedido en este caso; lo que es evidente es que el estado de sitio fué proclamado, pero que no duró más que medio día. Demasiado poco si el rey ha firmado el decreto; un poco demasiado si realmente no lo ha firmado.
Por medio de la táctica revolucionaria que había aplicado sistemáticamente durante tres años de lucha sangrienta, el fascismo se había apoderado del Estado mucho antes de la entrada de los camisas negras en la capital. La insurrección no hacía más que derribar al Gobierno. Ni el estado de sitio, ni la situación fuera de ley de Mussolini, ni la resistencia armada hubieran podido hacer fracasar, en 1922, el golpe de Estado fascista.
–Debo a Mussolini -decía Giolitti– el haber aprendido que no es contra el programa de una revolución contra lo que debe defenderse un Estado, sino contra su táctica.
Y él confesaba sonriendo que había sido incapaz de aprovechar esta lección.
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TECNICA DEL GOLPE DE ESTADO: CONTENIDO
CURZIO MALAPARTE: «TÉCNICA DEL GOLPE DE ESTADO» (1931): «Prólogo».
Capítulo I: El golpe de Estado Bolchevique y la táctica de Trotsky
Se aborda la toma del poder en Rusia por parte de León Trotski en la Revolución rusa de octubre de 1917.
Capítulo II: Historia de un golpe de Estado fallido
Trata sobre la defensa de Iósif Stalin frente al intento de Trotski de tomar el poder en 1927.
Capítulo III: 1920: La experiencia polaca. El orden reina en Varsovia
Sobre las luchas internas por el poder en la Polonia de Józef Pilsudski.
Capítulo IV: Kapp, o Marte contra Marx
Sobre el Golpe de Estado de Kapp, golpe militar fracasado que se tuvo lugar en Alemania en 1920, dirigido por Wolfgang Kapp.
Capítulo V: Bonaparte, o el primer golpe de Estado moderno
Acerca del golpe de Estado del 18 de Brumario, dado por Napoleón el 9 de noviembre de 1799.
Compara las actuaciones de Primo de Rivera y Pilsudski con las de Napoleón, que se refugiaron en la legalidad del estado vigente en lugar de rechazarla.
Capítulo VII: Mussolini y el golpe de Estado fascista
Trata sobre la Marcha sobre Roma y la toma del poder del Partido Nacional Fascista, de la que el propio autor fue partícipe.
Capítulo VIII: Un dictador fracasado: Hitler
Trata de las acciones fracasadas de Hitler con intención de tomar el poder, como fue el caso del Putsch de Munich.
Hay que tener en cuenta que Técnica del Golpe de Estado se publicó en 1931, antes de que Adolf Hitler tomara el poder en Alemania.
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