UN DICTADOR FRACASADO: HITLER
TECNICA DEL GOLPE DE ESTADO
CURZIO MALAPARTE
CAPÍTULO VIII
UN DICTADOR FRACASADO: HITLER
Hay que tener en cuenta que Técnica del Golpe de Estado se publicó en 1931, antes de que Adolf Hitler tomara el poder en Alemania.
Alemania no es Italia, dicen irónicamente los que se niegan a creer en el peligro hitleriano. Sería más justo decir que la táctica de Hitler no es la de Mussolini. Estando yo últimamente en Alemania para darme cuenta de cerca de lo que se llama el peligro hitleriano, me ha ocurrido en varias ocasiones que me preguntasen si Hitler podía ser considerado como el Mussolini alemán. Recuerdo haber respondido al señor Simón, director del «Frankfurten Zeitung«, que me hacía esa pregunta, que Italia, desde 1919 a 1922, y aun después, no hubiese tolerado un Hitler. Mi respuesta pareció extrañar al señor Simon, que cambió de conversación.
En realidad, Hitler no es más que una caricatura de Mussolini. A la manera de ciertos Plutarcos enfermos de elocuencia, de retórica y de literatura, y de los nacionalistas de casi todos los países de Europa, Hitler no ve en Mussolini más que una especie de Julio César de frac y sombrero de copa, adulterado por la lectura de Nietzsche y de Barrés, sintiendo gran curiosidad por las ideas de Ford y por el sistema Taylor, y partidario de una standardización industrial, política y moral. Ese austríaco orgulloso y pesado, de ojos duros y recelosos, de ambición tenaz, de proyectos cínicos, puede tener realmente, como todos los austríacos, cierta afición por los héroes de la antigua Roma y por la civilización italiana del Renacimiento; pero tiene el suficiente sentido del ridículo para darse cuenta de que la Alemania de Weimar no podría ser un país de conquista para un pequeño burgués de la Alta Austria disfrazado de Sila, de Julio César o de «condottiero«. Aunque él también sea un entusiasta de ese género de estetismo, característico de los soñadores de dictadura, no puede creerse que se complazca, como afirman algunos de sus adversarios, en besar los bustos de los «condottieros» del Renacimiento en los museos de Münich. Hay que ser justo cori él. Quiere realmente imitar a Mussolini, pero como un hombre del Norte, como un alemán cree poder imitar a un hombre del Sur, a un latino. Cree en la posibilidad de modernizar a Mussolini interpretándole a la alemana, lo que no es ni siquiera un modo de ironizar el clasicismo. Su héroe ideal es un Julio César vestido a la tirolesa.
Le extraña a uno ver que el clima de la Alemania de Weimar sea de tal modo favorable a una caricatura de Mussolini que regocijaría hasta al pueblo italiano. Así como no se parece al busto del duce esculpido por Wildt -una especie de emperador romano con la frente ceñida por las vendas sagradas del Pontifex Maximus-, como tampoco a la estatua ecuestre de Mussolini por Graziosi, que domina el estadio de Bolonia (un «gentleman» del siglo XV, demasiado firme a caballo para tener el aspecto de un héroe bien educado), Hitler, austríaco de Braunau, no se parece al retrato que algunos de sus adversarios quieren darnos de él.
«Hitler, escribe Federico Hirth, demasiado gran admirador de Stresemann para mostrarse justo con el jefe de los nacionalsocialistas, tiene el físico del bávaro o del alto austríaco medio. Su tipo es el de todos los hombres de esas comarcas. Basta con entrar en cualquier tienda o café de Braunau o de Linz, en Austria; de Passaice de Landshut, en Baviera, para darse cuenta de que todos los tenderos y todos los camareros se parecen a Hitler«.
Según sus adversarios, el secreto del éxito personal de un hombre que sin merecer ser tomado por cualquier tendero o por cualquier camarero de café de Braunau o de Landshut, posee, sin embargo, todos los rasgos fisionómicos de la mediocridad espiritual del burgués alemán, no consiste más que en su elocuencia: su noble, fogosa y viril elocuencia.
No hay que reprochar a Hitler el que haya conseguido, por su sola elocuencia, imponer una disciplina férrea a millares de hombres razonables, reclutados entre antiguos combatientes de corazón endurecido por cuatro años de guerra. Sería injusto vituperarle por haber sido capaz de persuadir a seis millones de electores de que votasen por un programa político, social y económico que forma parte, también él, de su elocuencia. No se trata de resolver si el secreto de su éxito personal reside en sus palabras o en su programa. No se juzga a los catilinarios ni por su elocuencia ni por su programa, sino por su táctica revolucionaria. Se trata de declarar si la Alemania de Weimar está realmente amenazada de un golpe de Estado hitleriano, es decir, de saber cuál es la táctica revolucionaria de este Catilina demasiado elocuente, que pretende apoderarse del Reich e imponer su dictadura personal al pueblo alemán.
* * *
La organización de combate del partido nacionalsocialista está calcada sobre la organización revolucionaria del fascismo entre 1919 y 1922, antes del golpe de Estado. La red de núcleos hitlerianos, cuyo centro es Munich, se extiende de ciudad· en ciudad sobre todo el territorio de Alemania. Las tropas de asalto nacionalsocialistas, reclutadas entre los antiguos combatientes y organizadas militarmente, constituyen el armazón revolucionario del partido. En manos de un jefe que supiera utilizarlas, podrían representar para el Reich un peligro muy grave. Encuadradas por antiguos oficiales del Imperio, armadas de revólveres, de granadas y de rompecabezas (depósitos de municiones, fusiles, ametralladoras y lanzallamas están escalonados por toda Baviera, en Renania y a lo largo de la frontera del Este), constituyen una organización militar maravillosamente armada y entrenada en la acción insurreccional. Sometidas a una férrea disciplina, aplastadas por la voluntad tiránica de su jefe, que se declara infalible y que ejerce en el seno del partido una dictadura inexorable, las tropas de ataque hitlerianas no son el ejército de la revolución nacional del pueblo alemán, sino el instrumento ciego de las ambiciones de Hitler.
Esos veteranos de la gran guerra, que soñaban con marchar a la conquista del Reich y de pelear bajo las banderas de cruz por la libertad de la patria alemana, se ven reducidos a servir los deseos ambiciosos y los intereses personales de un político elocuente y cínico, que no podría concebir la revolución más que bajo el aspecto de una vulgar guerrilla de barrio contra unos guardias rojos comunistas, de una interminable serie de conflictos sin gloria, con obreros endomingados o con huelguistas hambrientos, de una conquista electoral del Reich apoyada por algunos tiros de revólver en los arrabales de las grandes ciudades.
En Koenigsberg, Stuttgart, Francfort, Colonia, Dusseldorf, Essen, oficiales de las tropas de asalto hitlerianas me han confesado que se sienten rebajados al rango de guardia pretoriana de un jefe revolucionario que se dedica a practicar, contra sus propios partidarios, los sistemas policíacos que tendrá que utilizar algún día para imponer su dictadura personal al pueblo alemán. En el seno del partido nacionalsocialista, la libertad de conciencia, el sentimiento de la dignidad personal, la inteligencia y la cultura son perseguidos con ese odio estúpido y brutal que caracteriza a los dictadores de tercera categoría. Aunque austríaco, Hitler no tiene el suficiente talento para comprender que ciertas fórmulas de la vieja disciplina de los jesuitas están ahora anticuadas hasta en la Compañía de Jesús, y que es peligroso querer aplicarlas a un partido cuyo programa consiste en pelear por la libertad nacional del pueblo alemán. No se ganan batallas libradas en nombre de la libertad con soldados acostumbrados a bajar los ojos.
En el seno del partido nacionalsocialista, la libertad de conciencia, el sentimiento de la dignidad personal, la inteligencia y la cultura son perseguidos con ese odio estúpido y brutal que caracteriza a los dictadores de tercera categoría
Pero no es tan sólo con métodos policíacos, con la práctica de la delación y de la hipocresía como Hitler envilece a sus partidarios, sino que es también con su táctica revolucionaria. Desde la muerte de Stresemann, la elocuencia de Hitler se ha hecho cada vez más heroica y amenazadora; pero su táctica revolucionaria ha evolucionado lentamente hacia una solución parlamentaria del problema de la conquista del Estado. Los primeros síntomas de esta evolución datan de 1923. Después del fracaso del golpe de Estado de Hitler, Kahr y Ludendorff en Munich, en 1923, toda la violencia revolucionaria de Hitler se ha concentrado en su elocuencia. Las tropas de asalto nacionalsocialistas se han transformado poco a poco en una especie de «camelots du roi-Hitler». Son unos «camelots» armados, pero inofensivos. Su jefe se muestra cada vez más desengañado de la violencia. Los tiros le hacen daño en los oídos. Pero después de la muerte de Stresemann es cuando ha comenzado la verdadera crisis del partido hitleriano. Únicamente aquel gran adversario podía obligar a Hitler a poner las cartas boca arriba, a no hacer trampas en el juego revolucionario. Stresemann no tenía miedo a Hitler; era un hombre pacífico con cierta afición a los métodos violentos. En un discurso pronunciado, en 23 de agosto de 1923, en una reunión de industriales, Stresemann había declarado que no vacilaría en recurrir a medidas dictatoriales si las circunstancias lo exigían. En 1923 las tropas de asalto hitlerianas no se habían convertido todavía en «camelots du roi-Hitler», en una organización de pretorianos al servicio de un oportunista elocuente; esas tropas eran entonces un ejército revolucionario que creía batirse por la libertad de la patria alemana. La muerte de Stresemann ha permitido a Hitler abandonar la táctica de la violencia, lo cual ha hecho disminuir enormemente la influencia de las tropas de asalto en el partido. Las tropas de asalto: he aquí el enemigo. Son los extremistas de su propio partido los que dan miedo a Hitler. La táctica de la violencia es su fuerza. Hitler ha de tener buen cuidado si sus equipos de combate llegan a ser demasiado fuertes: entonces vendría quizás el golpe de Estado; pero lo que no vendría seguramente sería la dictadura de Hitler.
Lo que le falta a la revolución nacionalsocialista no es un ejército, sino un jefe. Las tropas de asalto que ayer todavía creían combatir por la conquista del Reich, empiezan a darse cuenta de que no es cambiando tiros y golpes de rompecabezas con obreros comunistas como puede uno apoderarse del Estado. Los tumultos que se producen, desde hace algún tiempo, entre los nacionalsocialistas, no se deben, como pretende Hitler, a la ambición fallida de unos cuantos subordinados, sino al profundo descontento de los equipos de combate ante la ineptitud de Hitler, que se revela de día en día más incapaz de plantear claramente el problema de la conquista del Poder en el terreno insurreccional.
Los extremistas del partido no están equivocados al considerar a Hitler como un falso revolucionario, como un oportunista, como un «abogado» que se imagina poder hacer la revolución con discursos, desfiles militares, amenazas y chantaje parlamentario. Desde el brillante éxito electoral que envió al Reichstag un centenar de diputados hitlerianos, la
oposición a la táctica oportunista de Hitler, en el seno mismo del partido, se pronuncia cada vez más terminantemente por la solución insurreccional del problema de la conquista del Estado. Se acusa a Hitler de no tener el valor de afrontar los peligros de una táctica revolucionaria, de tener miedo a la revolución. Uno de los jefes de las tropas de asalto me decía en Berlín que Hitler es un Julio César que no sabe nadar, a orillas de un Rubicón demasiado profundo para poder vadearlo. Sólo puede explicarse su brutalidad con sus propios partidarios por el temor de que le ganen por la mano, de que los extremistas, las tropas de asalto, los espíritus exaltados, le empujen por el camino de la insurrección. Parece dominado por la preocupación de protegerse contra los extremistas de su partido, de meter en cintura a sus tropas de asalto, de hacer de ellas un instrumento dócil ante su voluntad. Como todos los catilinarios que titubean entre el compromiso y la acción insurreccional, Hitler se ve obligado, de vez en cuando, a hacer concesiones a los extremistas, como el abandono del Reichstag por los diputados nacionalsocialistas. Pero sus concesiones no le hacen nunca perder de vista el objetivo de su oportunismo revolucionario: la conquista legal del Poder. Verdad es que al renunciar a la violencia, a la acción insurreccional, a la lucha armada por la conquista del Estado, se aleja cada vez más del espíritu revolucionario de sus partidarios; verdad es también que todo lo que el partido nacionalsocialista gana en el terreno parlamentario, lo pierde en el terreno revolucionario. A Hitler lo que le interesa es asegurarse así la simpatía de masas de cada vez más nutridas, y que ganar para su programa político la adhesión de la inmensa mayoría de los pequeños burgueses, a quienes él necesita para abandonar su papel peligroso de Catilina y poder representar el más seguro de dictador plebiscitario.
En efecto, la crisis que atraviesa el nacionalsocialismo podría llamarse una crisis de «social-democratización«. Es una lenta evolución hacia la legalidad, hacia las formas y los métodos legales de la lucha política; el nacionalsocialismo es un ejército revolucionario que se está convirtiendo en una organización electoral formidable, en una especie de bloque nacional, que considera el rompecabezas como uno de esos pecados de juventud que dan las malas famas, pero que no impiden los matrimonios por interés. Es el ejército de salvación del patriotismo alemán. No podría tener un jefe más digno que Hitler. En el fondo, no pudiendo tomar en serio a Mussolini, los patriotas alemanes toman en serio su caricatura. Es una vieja historia la de que en Alemania los patriotas no son más que la caricatura de los buenos alemanes.
* * *
Entre las concesiones prometidas por Hitler a los extremistas de su partido durante estos ultimes tiempos, está la creación en Munich de una escuela para el entrenamiento de las tropas de asalto en la táctica insurreccional. Pero ¿en qué consiste la táctica insurreccional de Hitler? El jefe del nacionalsocialismo no se plantea el problema de la conquista del Estado como se lo plantearía un marxista. Se ve que él menosprecia la importancia del papel de las organizaciones sindicales de trabajadores en la defensa del Estado. No juzga ese papel como un marxista o simplemente como un revolucionario, sino como un reaccionario. En vez de combatir las organizaciones sindicales del proletariado, castiga a los obreros. Su caza a los comunistas no es más que una caza al obrero.
Lo que justificaba la táctica de violencia adoptada por los camisas negras de Mussolini contra las organizaciones de trabajadores, era la necesidad de prescindir de toda fuerza organizada, política o sindical, proletaria o burguesa, ya se trate de sindicatos, de cooperativas, de periódicos, de círculos obreros, de Bolsas del Trabajo o de partidos políticos, para
prevenir la huelga general y romper el frente único del Gobierno, del Parlamento y del proletariado. Pero nada justifica el odio estúpido y criminal de los hitlerianos contra los obreros como tales. La persecución de los trabajadores no ha hecho nunca avanzar un paso en el camino de la insurrección a los partidos reaccionarios que quieren apoderarse de un Estado democrático. Lo que Hitler debiera llevar hasta el extremo y sistemáticamente, a fin de liberar a su partido de la formidable presión de las masas organizadas, es la lucha contra las organizaciones sindicales. No sólo a la Reichswehr y a la Policía es a quienes está confiada la defensa del Estado; la táctica del Gobierno del Reich consiste en oponer a las tropas de asalto de Hitler los equipos armados de los guardias rojos comunistas y los sindicatos de trabajadores. El instrumento de defensa del Reich contra el peligro hitleriano es la huelga. El oportunismo de Hitler está a merced de esa táctica de las huelgas que paraliza toda la vida económica de una ciudad o de una región, y que hiere en el corazón los intereses de esa burguesía misma, entre la cual Hitler recluta a sus electores. Con la táctica de las huelgas, con esos mazazos en la espalda a las tropas de asalto nacionalsocialistas es como el proletariado alemán ha obligado a Hitler a abandonar la táctica fascista de la lucha contra las organizaciones sindicales de los trabajadores, y a hacer de su ejército insurreccional, magnífico instrumento para la conquista del Estado, una especie de policía voluntaria para escaramuzas de barrio contra los comunistas. En realidad, esta guerra de barrio no es con frecuencia más que una caza al obrero como tal. He aquí lo que queda de la táctica revolucionaria de Mussolini en la aplicación que de ella hace un reaccionario.
Nada influye sobre Hitler, excepto lo que significa una amenaza a su política oportunista. Lo que le ha decidido, después de algunas intentonas desdichadas, a abandonar la táctica de Mussolini contra las organizaciones sindicales de trabajadores, no es sólo la preocupación de disminuir la influencia de las tropas de asalto en el seno del partido, reduciendo el alcance político de su papel revolucionario. Sabe muy bien que la inevitable reacción del proletariado, la huelga general, heriría ante todo los intereses de las masas de electores. Ahora bien; él no quiere perder el favor de la burguesía, elemento indispensable para su estrategia electoral. El no apunta a la conquista del Estado más que a través de la conquista del Reichstag. No quiere chocar con la formidable potencia de las fuerzas sindicales del proletariado que le obstruyen el camino de la insurrección. En el terreno electoral, en el terreno de la legalidad, es donde quiere librar al Gobierno del Reich y al proletariado la batalla decisiva por el Poder. Esta inútil escaramuza de barrio que pone frente a frente todos los domingos, en las afueras de las grandes ciudades de Alemania, las tropas de asalto hitlerianas, prisioneras desde ahora de una masa de seis millones de electores nacionalsocialistas, y los equipos armados de los guardias rojos comunistas, hace lo mismo el
juego a las grandes organizaciones sindicales y de la socialdemocracia parlamentaria, que el del Gobierno del Reich, el de las masas electorales nacionalsocialistas y el de los partidos de la derecha.
Es necesario que alguien enseñe a los comunistas a ser prudentes y modestos.
¿Pero está seguro Hitler de que sus equipos de combate se resignarán durante mucho tiempo a renunciar a su papel revolucionario? Su papel no consiste en combatir a los guardias rojos en los barrios obreros, sino en apoderarse del Estado. No es sólo para marchar contra los equipos comunistas, en beneficio de todos aquellos que temen el peligro bolchevique, es decir, en beneficio de la burguesía patriota, lo mismo que en el de la socialdemocracia, por lo que ellos han accedido a doblar el espinazo bajo la brutal y cínica dictadura de Hitler. Quieren marchar contra el Gobierno del Reich, contra el Parlamento, contra la socialdemocracia, contra las organizaciones sindicales del proletariado, contra todas las fuerzas que les obstruyen el camino de la insurrección.
Y si el propio Hitler … a pesar de sus brillantes éxitos electorales, Hitler está todavía muy lejos de tener en sus manos la Alemania de Weimar. Las fuerzas del proletariado están intactas aún; este formidable ejército de trabajadores, el único enemigo temible para la revolución nacionalsocialista, está más fuerte que nunca, en pie, intacto, dispuesto a defender hasta el final la libertad del pueblo alemán. Sólo las ametralladoras pueden abrir todavía brecha en la avalancha hitleriana. Mañana quizá será demasiado tarde.
¿A qué espera, pues, Hitler para abandonar su peligroso oportunismo? ¿A que la revolución nacionalsocialista sea prisionera del Parlamento? Tiene miedo a encontrarse colocado fuera de la ley. No es en plan de Sila, de
Cromwell, de Bonaparte o de Lenin como se presenta a título de libertador de la patria alemana esta caricatura de Mussolini. Se presenta como defensor de la ley, como restaurador de la tradición nacional, como servidor del Estado. Hay que desconfiar siempre del civismo de los dictadores. El porvenir de esta especie de héroe cínico no es de naturaleza a iluminar su pasado revolucionario. «Hitler, diría Giolitti, es un hombre que tiene un gran porvenir detrás de él«.
¡Qué de ocasiones perdidas! ¡Cuántas veces hubiera él podido apoderarse del Estado de haber sabido aprovechar las circunstancias favorables! A despecho de su elocuencia, de sus éxitos electorales, de su ejército insurreccional; a despecho del indiscutible prestigio de su nombre y de las leyendas que se han creado en torno a su figura de agitador, de conductor de muchedumbres, de catilinaria violento y sin escrúpulos; a despecho de las pasiones que excita a su alrededor y de su peligroso prestigio sobre la imaginación y el espíritu aventurero de la juventud alemana, Hitler no es más que un jefe fracasado. He oído en Moscú a un bolchevique que fué uno de los principales ejecutores de la táctica insurreccional de Trotsky durante el golpe de Estado de octubre de 1917, pronunciar sobre Hitler este juicio singular:
–Tiene todos los defectos y todas las cualidades de Kerenski.
El también, como Kerenski, no es más que una mujer.
El espíritu de Hitler es realmente un espíritu hondamente femenino; su inteligencia, sus ambiciones, su voluntad misma no tienen nada de viril. Es un hombre débil que se refugia en la brutalidad para ocultar su falta de energía, sus flaquezas sorprendentes, su egoísmo mórbido, su orgullo sin recursos. Lo que se encuentra en casi todos los dictadores, lo que es una de las características de su manera de juzgar a los hombres en relación con los acontecimientos, es su envidia. La dictadura no es sólo una forma de gobierno; es la forma más completa de la envidia, bajo todos sus aspectos: político, moral, intelectual. Como todos los dictadores, Hitler se deja conducir más bien por sus pasiones que por sus ideas. Su actitud con sus más antiguos partidarios, sus tropas de asalto, que le han seguido desde el primer momento, que le han permanecido fieles en la desgracia, que han compartido con él humillaciones, peligros, cárcel; que han hecho su gloria y su potencia, no puede explicarse más que por un sentimiento del que únicamente se extrañarán los que ignoran la naturaleza especial de los dictadores, su psicología violenta y tímida. Hitler siente envidia de los que le han ayudado a convertirse en una figura de primer plano en la vida política alemana. El teme su orgullo, su energía, su espíritu combativo, esa voluntad valerosa y desinteresada que hace de las tropas de asalto hitlerianas un peligroso instrumento de poder. El emplea toda su brutalidad en humillar su orgullo, en ahogar su libertad de conciencia, en oscurecer sus méritos personales, en transformar a sus partidarios en servidores sin dignidad. Como todos los dictadores, Hitler no quiere más que a los que puede despreciar. Su ambición es poder algún día corromper, humillar, esclavizar a todo el pueblo alemán, en nombre de la libertad, de la gloria y de la potencia de Alemania.
Hay algo turbio, equivoco, -enfermizamente sexual- en la táctica oportunista de Hitler, en su aversión por la violencia revolucionaria, en su odio a toda forma de libertad y de dignidad individuales. En la vida de los pueblos, en el momento
de las grandes desdichas después de las guerras, de las invasiones y las hambres, hay siempre un hombre que sale de la multitud, que impone su voluntad, su ambición, sus rencores, y que «se venga como una mujer» sobre el pueblo entero, de la libertad, del poder y de la felicidad perdidos. En la historia de Europa le ha llegado el tumo a Alemania. Hitler es el dictador, la mujer que Alemania merece. Es su lado femenino el que explica el éxito de Hitler, su ascendiente sobre la multitud, el entusiasmo que provoca en la juventud alemana. A los ojos de los pequeños burgueses, Hitler es un puro, un asceta, un místico de la acción, una especie de santo. «No se cuenta de él ninguna historia de mujer«, afirma uno de sus biógrafos. Debiera más bien decirse de los dictadores que no se cuenta sobre ellos ninguna historia de hombre.
En la vida de todos los dictadores hay a veces momentos que iluminan el fondo turbio, enfermizo, sexual de su poderío. Son crisis que revelan todo el lado femenino de su carácter. En las relaciones entre el dictador y sus partidarios, esas crisis se manifiestan, la mayoría de las veces, por rebeldías. Amenazado con verse dominado, a su vez, por los que él ha humillado y esclavizado, el dictador se defiende con una energía extraordinaria contra la rebelión de sus partidarios: es la mujer la que se defiende en él. Cromwell, Lenin, Mussolini, han conocido todos ellos esas crisis.
Cromwell no ha vacilado en gobernar a sangre y fuego para sofocar el levantamiento de los «niveladores«, esa especie de comunistas ingleses del siglo XVII. Lenin fué inexorable con los marinos sublevados de Cronstadt. Mussolini ha sido durísimo con los camisas negras de Florencia, cuya rebelión ha durado un año, hasta la víspera del golpe de Estado. Es sorprendente que Hitler no haya tenido todavía que luchar contra una sedición general de sus tropas de asalto. Los motivos parciales que se siguen por todas partes en Alemania en las filas de los equipos de combate hitlerianos no son quizá más que los primeros síntomas de una crisis inevitable. El oportunismo en el curso de una revolución es un crimen que se paga.
Desgraciados los dictadores que se porten a la cabeza de un ejército revolucionario y retroceden ante la responsabilidad de un golpe de Estado. Puede ocurrir que consigan, a fuerza de astucia y de concesiones, adueñarse legalmente del Poder; pero las dictaduras que provienen de una «combinazione» no son más que semidictaduras. No son duraderas. La legitimidad de una dictadura consiste en su violencia revolucionaria; es el golpe de Estado el que le da fuerza para asentarse sólidamente. Es quizá el destino de Hitler llegar al Poder por un compromiso de naturaleza parlamentaria.
Para prevenir la sublevación de sus equipos de combate no le queda más que desviarles de la conquista del Estado, más que trasladar su papel revolucionario desde el plano de la política interior al de la política extranjera. ¿No es el problema de las fronteras del Este, desde hace algún tiempo, el tema principal de la elocuencia de Hitler? Pero es un hecho que tiene su importancia el de que el porvenir de Alemania depende de un compromiso parlamentario más bien que de un golpe de Estado. Un dictador que no se atreve a adueñarse del Poder por la violencia revolucionaria, no podría atemorizar a la Europa occidental, decidida a defender hasta el final su libertad.
* * *
La situación política actual en Alemania no puede sino asombrar a los que sal5en hasta qué punto el pueblo alemán ha tenido siempre sentido de la dignidad cívica. Habría que suponer muy enferma a la Alemania de Weimar, muy hondamente corrompidas o desmoralizadas a sus clases directoras, a su burguesía, a sus «élites» intelectuales, para creerlas susceptibles de someterse, sin reaccionar, a una dictadura que el mismo Hitler no se atreve a imponerles por la violencia. No se acepta una dictadura: es verdad que los catilinarios, en muchos casos, no han sabido hasta ahora sacar provecho de las circunstancias favorables para intentar adueñarse del Poder, no es menos cierto que el peligro revolucionario existe.
En los países en que el orden está basado sobre la libertad, la opinión pública hace mal en no preocuparse de la eventualidad de un golpe de Estado. Dada la situación de Europa, esta eventualidad existe en todas partes, tanto en un país libre y organizado, en un Estado «civilizado» para emplear un término del siglo XVIII, cuyo sentido es bien moderno, que en un país presa del desorden. En 1920, en Varsovia, durante una de aquellas reuniones que celebraba casi a diario el Cuerpo diplomático, en la Nunciatura apostólica, para examinar la situación de Polonia, invadida por el ejército rojo de Trotsky y desgarrada por las luchas intestinas, tuve ocasión de oír un diálogo bastante violento, una especie de disertación muy poco académica sobre la naturaleza y los peligros de las revoluciones, que se entabló entre el ministro de Inglaterra, sir Horacio Rumbold, y monseñor Ratti, el actual Papa Pío XI, nuncio apostólico en Varsovia por aquel entonces. Ocasión rara la de oír a un futuro papa defender las opiniones de Trotsky sobre el problema revolucionario moderno, contra un ministro inglés y en presencia de los representantes diplomáticos de las principales naciones del mundo.
Sir Horacio Rumbold declaraba que el desorden era extraordinario en toda Polonia; que una revolución surgiría fatalmente de un día para otro; que, en consecuencia, el Cuerpo diplomático debía abandonar Varsovia sin dilación. Monseñor Ratti replicaba que, en efecto, el desorden era grande en todo el país, pero que la revolución no es nunca consecuencia necesaria del desorden; que él consideraría, pues, como un error abandonar la capital, tanto más cuanto que el peligro reaccionario no era más grave en Polonia que en todos los demás países europeos; afirmaba, por último, que no se alejaría de Varsovia. En un país civilizado donde la organización del Estado es poderosa, replicaba el ministro de Inglaterra, el peligro de una revolución no existe; las revoluciones no nacen más que del desorden. Monseñor Ratti,
al defender, sin darse cuenta de ello, la tesis de Trotsky, insistía en su afirmación de que la revolución es tan posible en un país civilizado, poderosamente organizado y con excelente Policía, como Inglaterra, como en un país presa de la anarquía, minado por la lucha de las facciones políticas e invadido por un ejército enemigo, como lo estaba en aquel momento Polonia. «Oh never!«, exclamó sir Horacio Rumbold.
Parecía tan contristado, tan escandalizado por esta afirmación calumniosa de la posibilidad de una revolución en Inglaterra, como lo había estado la reina Victoria cuando lord Melbourne le reveló por primera vez la posibilidad de un cambio de Ministerio.
La razón de ser de este libro no es la de escandalizar a los que comparten las ideas de sir Horacio Rumbold. No es tampoco la de discutir los programas políticos, económicos y sociales de los catilinarios, sino la de mostrar que el problema de la conquista y de la defensa del Estado no es un problema político, sino un problema técnico; que el arte de defender al Estado está regido por los mismos principios que rigen el arte de conquistarlo; que las circunstancias favorables a un golpe de Estado no son necesariamente de naturaleza política y social, y no dependen de la situación general del país. Esto, sin duda, no dejará de despertar alguna inquietud en los hombres libres de los países mejor organizados y más cultos de la Europa occidental. De esta inquietud, tan natural en un hombre libre, ha nacido mi deseo de mostrar como se conquista un Estado moderno y como se le defiende.
Bolingbroke, duque de Hereford, ese personaje de Shakespeare que decía que «el veneno no gusta a los que lo necesitan«, era quizá un hombre libre.
FIN DE «TÉCNICA DEL GOLPE DE ESTADO»
*******
TÉCNICA DEL GOLPE DE ESTADO: CONTENIDO
CURZIO MALAPARTE: «TÉCNICA DEL GOLPE DE ESTADO» (1931): «Prólogo».
Capítulo I: El golpe de Estado Bolchevique y la táctica de Trotsky
Se aborda la toma del poder en Rusia por parte de León Trotski en la Revolución rusa de octubre de 1917.
Capítulo II: Historia de un golpe de Estado fallido
Trata sobre la defensa de Iósif Stalin frente al intento de Trotski de tomar el poder en 1927.
Capítulo III: 1920: La experiencia polaca. El orden reina en Varsovia
Sobre las luchas internas por el poder en la Polonia de Józef Pilsudski.
Capítulo IV: Kapp, o Marte contra Marx
Sobre el Golpe de Estado de Kapp, golpe militar fracasado que se tuvo lugar en Alemania en 1920, dirigido por Wolfgang Kapp.
Capítulo V: Bonaparte, o el primer golpe de Estado moderno
Acerca del golpe de Estado del 18 de Brumario, dado por Napoleón el 9 de noviembre de 1799.
Compara las actuaciones de Primo de Rivera y Pilsudski con las de Napoleón, que se refugiaron en la legalidad del estado vigente en lugar de rechazarla.
Capítulo VII: Mussolini y el golpe de Estado fascista
Trata sobre la Marcha sobre Roma y la toma del poder del Partido Nacional Fascista, de la que el propio autor fue partícipe.
Capítulo VIII: Un dictador fracasado: Hitler
Trata de las acciones fracasadas de Hitler con intención de tomar el poder, como fue el caso del Putsch de Munich.
Hay que tener en cuenta que Técnica del Golpe de Estado se publicó en 1931, antes de que Adolf Hitler tomara el poder en Alemania.
Deja tu opinión