CAPÍTULO III: 1920, LA EXPERIENCIA POLACA. EL ORDEN REINA EN VARSOVIA
TECNICA DEL GOLPE DE ESTADO
CURZIO MALAPARTE
CAPÍTULO III
1920: LA EXPERIENCIA POLACA. EL ORDEN REINA EN VARSOVIA
Después de haber pasado unos meses en el Consejo Superior de Guerra de Versalles, fui nombrado, en el mes de octubre de 1919, agregado diplomático en la Legación de Italia en Varsovia. De este modo tuve, en diferentes momentos, ocasión de tratar a Pilsudski. Acabé por darme cuenta de que estaba dirigido mucho más por su imaginación y por sus pasiones que por la lógica, que era más presuntuoso que ambicioso y, en el fondo, más rico de voluntad que de inteligencia. El mismo no temía declararse loco y testarudo, como todos los polacos de Lituania.
No es la historia de su vida la que le hubiese podido ganar la simpatía de Plutarco o de Maquiavelo. Su personalidad de revolucionario me parecía infinitamente menos interesante que la de los grandes conservadores, tales como Wilson, Clemencau, Lloyd George o Foch, a quienes había yo podido tratar y observar en la Conferencia de la Paz. Como revolucionario, Pilsudski me parecía muy inferior al mismo Stambuliski, que me había producido la impresión de un hombre completamente desprovisto de sentido moral, así como del más apasionado, del más cínico catilinario, atreviéndose a hablar de paz y de justicia entre los pueblos en la Europa de 1919.
Cuando me encontré, por primera vez, en presencia de Pilsudski en su residencia de Belvedere, en Varsovia, su aspecto y sus maneras me sorprendieron. Notábase realmente en él al catilinario burgués preocupado en concebir y en ejecutar los designios más atrevidos en los límites de la moral histórica y civilizada de su tiempo y de su pueblo, y respetuoso de una legalidad que tenía el propósito de violar, aunque sin colocarse fuera de la ley.
En efecto, en toda su conducta anterior y posterior al golpe de Estado de 1926, Pilsudski no se ha apartado nunca de la máxima que seguía María Teresa en su política polaca: «Obrar a la prusiana, pero salvando siempre las apariencias de la honradez«.
No debe extrañar que Pilsudski hiciera suya la máxima de María Teresa y que se haya preocupado siempre de respetar las apariencias de la legalidad. Esta preocupación constante, común a muchos revolucionarios, bastaba para demostrar que era incapaz (lo cual se ha visto bien en 1926) de concebir y de ejecutar un golpe de Estado conforme a las reglas de un arte que no es únicamente político. Todo arte tiene su técnica. No todos los grandes revolucionarios conocen la técnica del golpe de Estado. Catilina, Cromwell, Robespierre y Napoleón, para no citar más que algunos de los más grandes, Lenin mismo, han demostrado que conocen todo lo del golpe de Estado, menos la técnica. Entre el Bonaparte del 18 Brumario y el general Boulanger, no hay más que Luciano Bonaparte.
A fines de otoño de 1919, a los ojos de todo el pueblo polaco, Pilsudski era el único hombre capaz de tener en sus manos el destino de la República. Era él entonces jefe de Estado; pero el poder que le había sido conferido no era más que provisional, en espera de la Constitución que estableciera la Dieta elegida en enero. En realidad, el juego de los partidos políticos y de las ambiciones personales limitaba gravemente la autoridad del jefe del Estado. Frente a la Dieta constituyente, Pilsudski se encontraba en la misma situación que Cromwell frente al Parlamento del 3 de septiembre de 1654.
En vano la opinión pública esperaba de él que se atreviera a disolver la Dieta y asumir toda la responsabilidad del Poder.
Esta especie de dictador, a la vez brutal y burgués, faccioso, pero lleno de consideraciones hacia la legalidad y preocupado de parecer imparcial a los ojos del pueblo; esa especie de general socialista, revolucionario hasta la cintura y reaccionario de cintura para arriba; que no llegaba a decidirse entre la guerra civil y la guerra contra la Rusia de los Soviets, que amenazaba todas las semanas con un golpe de Estado y manifestaba el mayor deseo de hacerse consagrar por una Constitución por nacer aún; este hombre no dejaba de suscitar en la opinión pública alguna estupefacción y alguna inquietud. No sólo los socialistas, sino los hombres de derecha también, se preguntaban, no sin asombro, qué podía esperar este Teseo que retorcía el hilo de Ariadna entre sus dedos sin decidirse a utilizarlo, ya fuese para salir del laberinto político y financiero por el que se extraviaba el Estado, o bien para estrangular a la República, y que prefería perder el tiempo en rivalizar en intrigas y en astucia con el presidente del Consejo, Paderewki, en aquellas temporadas de ocio que se preparaba en el Belvedere, residencia veraniega de los reyes de Polonia. Entretanto, Paderewski, instalado en el corazón de Varsovia, en el palacio real, en la residencia de invierno de los reyes, contestaba con músicas de clavicordio al clarín de los ulanos de Pilsudski.
A los ojos del pueblo, el prestigio del jefe de Estado, minado por las polémicas parlamentarias y por las intrigas de los partidos, decrecía de día en día. La inexplicable actitud pasiva de Pilsudski ante los peligros de la situación exterior e interior, ponía duramente a prueba la confianza de los socialistas en Su viejo compañero de conjuras y de destierro. Después de la vana intentona del príncipe Sapieha, héroe del golpe de Estado fallido de enero de 1919 contra Pilsudski, la nobleza había abandonado la idea de una conquista violenta del Poder; pero bien pronto, volviendo a sus ilusiones ambiciosas, se convenció de que Pilsudski no estaba ya en situación de proteger la libertad pública contra alguna tentativa derechista, y que no consistía ya, de allí en adelante, un peligro para la libertad.
Pilsudski no había guardado al príncipe Sapieha, lituano como él, pero gran señor, de maneras persuasivas y corteses, llevando su elegancia hasta el optimismo hipócrita: esa elegancia inglesa desenvuelta e indolente, que los extranjeros educados en Inglaterra se apropian como una segunda naturaleza.
El príncipe Sapieha no era hombre para suscitar el recelo ni la envidia de Pilsudski; su intentona revolucionaria había sido tan evidentemente la de un «dilettante» y la de un empírico, que no podía inquietarle. Prudente tanto como faccioso, y llevando su desprecio a la aristocracia hasta la inconsciencia, Pilsudski se vengó de Sapieha nombrándole embajador en Londres: ese Sylla educado en Cambridge volvía a Inglaterra a terminar allí sus estudios.
Pero no era tan sólo entre los reaccionarios, inquietos del peligro a que exponía a Polonia el desorden parlamentario, donde se formaba y maduraba el proyecto de adueñarse del Poder por la violencia. Habiendo vuelto a Polonia, al final de la guerra, después de haberse batido valientemente en el frente francés, el general José Haller, a la cabeza de su ejército de voluntarios, fieles sólo a él, se mantenía en la sombra; adversario de Pilsudski, se preparaba a sucederle. El jefe de la Misión militar inglesa, el general Carton de Wiart, de quien los polacos decían que se parecía a Nelson porque se había dejado combatiendo un ojo y un brazo, declaraba que Pilsudski baria bien en desconfiar de Haller, que era cojo como Talleyrand.
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Entretanto, la situación interior empeoraba de día en día.
Después de la caída de Paderewski, la lucha entre los partidos se había tornado más viva, y el nuevo presidente del Consejo, Skulski, no parecía el hombre indicado para hacer frente al desorden administrativo y político, a las exigencias de las facciones, a los acontecimientos que se preparaban en secreto. Hacia fines de marzo en un consejo de guerra celebrado en Varsovia, el general Haller se opuso resueltamente a los planes militares de Pilsudski.
Cuando quedó decidida la conquista de Kiev, se retiró a provincias y se mantuvo apartado en una actitud reservada que no parecía lo suficientemente justificada por las consideraciones estratégicas.
El 26 de abril de 1920, el ejército polaco pasaba la frontera de Ucrania, y el 8 de mayo entraba en Kiev. Las fáciles victorias de Pilsudski provocaron en toda Polonia un inmenso entusiasmo.
El 18 de mayo, la población de Varsovia dispensaba una acogida triunfal al conquistador, a quien comparaban cándidamente sus fanáticos más ingenuos con el vencedor de Marengo. Entretanto, a comienzos de junio, el ejército bolchevique, dirigido por Trotsky, tomaba la ofensiva, y el 10, la caballería de Budoynni volvía a Kiev. Ante esta repentina noticia, el miedo y el desorden excitaron el furor de los partidos, las pretensiones de los ambiciosos. El presidente del Consejo, Skulski, dejo el poder a Grabski, y el ministro de Estado, Patek, fue sustituido por el príncipe Sapieha, embajador en Londres, ese antiguo Sylla que volvía calmado por las lecciones del liberalismo inglés. Todo el pueblo se levantó armas contra la invasión roja; el mismo Haller, el adversario de Pilsudski, acudió con sus voluntarios en socorro de su rival humillado. Sin embargo, las facciones se acometían con furor; aturdido por su clamor, oíanse apenas los relinchos de los caballos de Budoynni.
Al empezar agosto, el ejército de Trotsky estaba a las puertas de Varsovia. En medio de una multitud inquieta y taciturna, que se apretujaba en las calles a caza de noticias, véíanse vagar bandas de prófugos, de refugiados, de campesinos en fuga; oíase, cada vez más cercano, el estruendo de la batalla. Grabski, el nuevo presidente del Consejo, cayó, y en vano Witos, su sucesor, mal visto por la gente de derecha, se esforzó en imponer una tregua a los partidos y en organizar la resistencia civil. En los barrios obreros, en el distrito de Nalewki, el «ghetto» de Varsovia, donde 300.000 judíos aguzaban el oído hacia el fragor de la batalla, la rebelión fermentaba ya. En los pasillos de la Dieta, en las antesalas de los ministerios, en las oficinas de los bancos y de los periódicos, en los cafés, en los cuarteles, corrían los rumores más extraños. Se hablaba de la probable intervención de tropas alemanas, solicitada en Berlín por Witos, para contener la ofensiva bolchevique. Se supo más adelante, durante una interpelación parlamentaria, que los «pourparlers» con Alemania se habían entablado, en efecto; pero por Witos, de acuerdo con Pilsudski. Se relacionaban estos «pouparlers» con la llegada del general Weygand, llegada que se consideraba a la vez como una desautorización infligida a Witos y como una merma de Pilsudski. Las derechas, siempre adictas a la política francesa, acusaron a Witos de doblez y de ineptitud, y reclamaron un gobierno fuerte. El mismo Witos, impotente para calmar las facciones levantiscas, y yendo la responsabilidad del desastre tanto a las derechas como a las izquierdas, agravaba involuntariamente el caos.
El enemigo estaba a las puertas de la ciudad; el hambre y la sedición se enseñoreaban ya de Varsovia. Grandes cortejos recorrían las calles de los barrios, y por las aceras del Krakowskie Przedmiescie, delante de los grandes hoteles, los Bancos y las moradas de la nobleza, vagaban ya bandas de desertores, mostrando unos ojos febriles en sus rostros desencajados.
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El 6 de agosto, monseñor Ratti, nuncio apostólico; actualmente Papa bajo el nombre de Pío XI, obrando en su calidad de decano del Cuerpo diplomático, y acompañado de los ministros de Inglaterra, de Italia y de Rumania, fue a la residencia del presidente del Consejo, Witos, para rogarle que le indicase) sin más dilación, la ciudad a donde se trasladaría el Gobierno en caso de evacuación de la capital. Esta gestión había sido decidida la víspera, después de una larga discusión durante una reunión del Cuerpo diplomático en la Nunciatura. La mayor parte de los representantes extranjeros, siguiendo el ejemplo del ministro de Inglaterra, sir Horace Rumbold, y del ministro de Alemania, el conde Oberndorff, se había pronunciado por un traslado inmediato del Cuerpo diplomático a una ciudad más segura: Posen o Czcnstochowa. Sir Horace Rumbold había llegado incluso a pedir que se impusiera al Gobierno polaco la elección de Posen como capital provisional.
Los únicos en sostener la necesidad de permanecer en Varsovia hasta último extremo fueron el nuncio, monseñor Ratti, y el ministro de Italia, Tommasini. Su actitud había suscitado en el seno de la reunión vivas críticas, y el Gobierno polaco la había juzgado desfavorablemente, porque sospechaba que, si el nuncio de Su Santidad y el ministro de Italia se inclinaban por Varsovia, lo hadan con la secreta esperanza de verse, a última hora, en la imposibilidad de salir de ella, obligados a permanecer allí durante la ocupación bolchevique. Así, según se decía, el nuncio de Su Santidad se encontraría en disposición de establecer un contacto entre el Vaticano y el Gobierno de los Soviets para discutir los problemas religiosos que interesasen a la Iglesia; porque la Iglesia, siempre atenta a los acontecimientos rusos, acechaba la ocasión de extender su influencia por la Europa oriental, como lo demostraban, no sólo el nombramiento del padre Genocchi como visitador apostólico en Ucrania, sino también el apoyo abiertamente concedido por el nuncio, monseñor Ratti, al metropolitano de Leópolis, monseñor Szeptycki. En efecto, la iglesia de Galitzia oriental ha sido siempre considerada por la Santa Sede como una mediadora natural para la conquista católica de Rusia. En cuanto al ministro de Italia, Tommasini, era sospechoso de obedecer a instrucciones del ministro italiano de Estado, conde de Sforza, quien, impulsado por consideraciones de política interior, las exigencias de los socialistas italianos, deseaba él también entrar en relaciones con los Soviets. Si los bolcheviques ocupaban la capital de Polonia, la presencia del ministro Tommasini ofrecería al conde Sforza una ocasión cómoda de entrar en relaciones diplomáticas con el Gobierno de Moscú.
La gestión de monseñor Ratti, decano del Cuerpo diplomático, fué acogida por el presidente del Consejo, Witos, con gran frialdad. Quedó decidido, sin embargo, que, en caso de peligro, el Gobierno polaco se trasladaría a Posen y proveería al desplazamiento del Cuerpo diplomático. El 8 de agosto, es decir, dos días después, una gran parte de los funcionarios de las Legaciones salía de Varsovia.
La vanguardia del ejército bolchevique estaba ya a las puertas de la ciudad. En los barrios obreros sonaban los primeros tiros. Había llegado el momento de intentar el golpe de Estado.
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Varsovia, en el transcurso de esas jornadas, presentaba el aspecto de una ciudad resignada al saqueo. Un pesado calor sofocaba las voces y los ruidos; un profundo silencio pesaba sobre la multitud, agrupada en las calles. De vez en cuando, filas interminables de tranvías, cargados de heridos, hendían lentamente aquella multitud. Los heridos se asomaban a las ventanillas y enseñaban el puño amenazantes. Un largo murmullo se propagaba de acera a acera, de calle en calle. En medio de una escolta de ulanos, entre los cascos de los caballos, encorvados, cojeando, vestidos con harapos. y con la estrella roja sobre el pecho, desfilaban unos prisioneros bolcheviques. Al paso de los prisioneros, la multitud se abría en silencio ‘Y se volvía a unir pesadamente detrás de ellos. Estallaban tumultos aquí y allí, sofocados inmediatamente por la marejada humana. Por encima de aquel mar de cabezas se alzaban a veces altas cruces negras, llevadas en procesión por soldados flacos y febriles; el pueblo avanzaba lentamente, por oleadas; dibujábase una corriente en medio de la calle, seguía las cruces, se paraba, refluía, se perdía en brazos tumultuosos. A la entrada del puente del Vístula, una multitud silenciosa aguzaba el oído hacia un lejano tronar. Nubes densas, amarillas de sol y de polvo, cerraban el horizonte, que vibraba fragoroso como bajo el choque de un ariete.
La estación central estaba asaltada día y noche por bandas famélicas de desertores, de refugiados, de fugitivos de todas las razas y de todas las clases sociales. Sólo los judíos parecían encontrarse en su elemento en medio del tumulto de aquellas jornadas.
El barrio de Nalcwki, el «ghetto» de Varsovia, estaba como en plena fiesta. El odio a los polacos perseguidores de hijos de Israel, la satisfacción de asistir a la gran piedad de la Polonia católica e intolerante, se manifestaban allí en actos de valor y de violencia, insólitos entre los judíos de Nalewki, mudos y pasivos por prudencia y por tradición. Los judíos se hacían sediciosos: mala señal para los polacos.
Las de las regiones invadidas que traían los fugitivos, mantenían el espíritu de sedición; en toda ciudad, en todo pueblo conquistado, ¿no se apresuraban acaso los bolcheviques en instalar un Soviet, formado por judíos del lugar? Los judíos, de perseguidos, se convertían en perseguidores. La libertad, la venganza, el poder, eran estos frutos demasiado dulces para que la miserable plebe de Nalewki no desease morder en ellos. El ejército rojo, entonces a unas millas de Varsovia, encontraba un aliado natural en la enorme población judía de la ciudad, cuyo número y animación crecían a diario. En los primeros días de agosto, eran por lo menos quinientos mil en Varsovia. Me he preguntado entonces con frecuencia qué era lo que podía retener a aquella enorme masa sediciosa, ardiendo de odio fanático, hambrienta de libertad, qué era lo que podía impedirle intentar un levantamiento.
El Estado en plena disolución, el Gobierno en la agonía, una gran parte del territorio nacional invadida, la capital presa del desorden y ya sitiada: mil hombres resueltos, dispuestos a todo, hubieran bastado para apoderarse de la ciudad sin disparar un tiro. Pero la experiencia de esas jornadas me ha convencido de que si Catilina puede ser judío, los catilinarios, es decir, los ejecutores del golpe de Estado, no pueden ser’ reclutados entre los hijos de Israel. En el mes de· octubre de 1917, en Petrogrado, el Catilina de la insurrección bolchevique fue el judío Trotsky y no el ruso Lenin; pero los ejecutores, los catilinarios: marineros, obrero, soldados, eran en su mayoría rusos. En su lucha contra Stalin, en 1927, Trotsky debía aprender a sus expensas el peligro de intentar un golpe de Estado confiando su ejecución a elementos judíos en su mayoría.
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Casi a diario reuníase el Cuerpo diplomático en la Nunciatura para discutir la situación. Allí acompañaba yo con frecuencia al ministro de Italia, Tommasini, que se mostraba muy satisfecho de la actitud de sus colegas, todos favorables a la tesis de sir Horace Rumbold y del conde Oberndorff. Sólo el ministro de Francia, M. de Panafieu, aun juzgando la situación de lo más crítica, no dejaba de darse cuenta que la marcha del Cuerpo diplomático a Posen haría el efecto de una fuga y provocaría la indignación pública. Por eso él, de acuerdo con monseñor Ratti y con el ministro de Italia, creía que era necesario permanecer en Varsovia hasta último extremo, y que el consejo de sir Horace Rumbold y del conde Obendorff, partidarios de un abandono inmediato de la ciudad, sólo podía seguirse en el caso en que el derrumbamiento de la situación interior comprometiese la defensa militar de la ciudad.
En realidad, la tesis de M. de Panafieu se aproximaba mucho más a la de los ministros de Inglaterra y de Alemania que a la del nuncio de Su Santidad y del ministro de Italia. En efecto, mientras Tommasini y monseñor Ratti -cuyo proyecto de permanecer en Varsovia aun en el caso de una ocupación bolchevique era cosa evidente-, manifestaban un franco optimismo, lo mismo en lo referente a la situación militar que en lo tocante a la crisis interior, y declaraban con insistencia que el Cuerpo diplomático no corría ningún peligro por retrasar hasta el último momento su salida hacia Posen, M. de Panafieu no consideraba con optimismo más que la situación militar. El no podía; en apariencia, dejar de tener confianza en Weygand. Como la defensa de la ciudad se encontraba de allí en adelante confiada a un general francés, el ministro de Francia aparentaba prestar su adhesión. a la tesis de sir Horace Rumbold y del conde Oberndorff, no a causa de preocupaciones de orden militar, sino únicamente en atención a los peligros que hacía prever la situación interior. Los ministros de Inglaterra y de Alemania temían, sobre todo, la caída de Varsovia en manos del ejército bolchevique.
Oficialmente, M. de Panafieu no podía temer más que un levantamiento de los judíos o de los comunistas: «Lo que temo –decía el ministro de Francia- es la cuchillada en la espalda a Pilsudski y a Weygand».
El nuncio de Su Santidad, según afirmaba monseñor Pellegrinetti, secretario de la Nunciatura, no creía en la posibilidad de un golpe de Estado. «El nuncio -decía sonriendo el general Carton de Wiart, jefe de la misión militar inglesa- no puede concebir que la miserable chusma del «ghetto” y de los barrios de Varsovia se atreva a intentar adueñarse del poder. Pero Polonia no es la Iglesia, donde sólo los papas y los cardenales pueden dar golpes de Estado«.
Aunque él no tuviese la impresión de que el Gobierno, los jefes militares y las clases dirigentes, es decir, los responsables de la situación, hicieran todo lo que podían por evitar nuevos y más graves peligros, monseñor Ratti estaba persuadido de que toda intentona sediciosa fracasaría. Sin embargo, los argumentos de M. de Panafieu eran demasiado serios para no suscitar en el nuncio algún escrúpulo. Por eso no me extrañó la visita que hizo una mañana monseñor Pellegrinetti al ministro Toinmasini, para apremiarle a confirmar que el Gobierno había tomado todas las medidas necesarias para hacer frente a una intentona eventual de alzamiento. El ministro Tommasini me hizo llamar inmediatamente, me expuso los escrúpulos del nuncio y me rogó, en presencia de monseñor Pellegrinetti, que fuera a controlar las precauciones tomadas por el Gobierno para impedir los desórdenes y reprimir toda sedición. Las noticias que el general Romei, jefe de la misión militar italiana, acababa de confirmarle sobre los progresos incesantes de la ofensiva bolchevique, no le dejaban la menor duda acerca de la suerte de Varsovia. Era el 12 de agosto. Por la noche, el ejército de Trotsky había llegado a una veintena de millas de la ciudad. «Si las tropas polacas resisten todavía unos días -dijo el ministro-, la maniobra del general Weygand puede tener éxito. Pero no hay que hacerse muchas ilusiones«. Me encargó que fuese a los barrios obreros y al de Nalewki, donde se temían desórdenes, para comprobar por mis propios ojos, en los sitios más importantes de la ciudad, si las medidas adoptadas eran suficientes para proteger a Weygand y a Pilsudski y garantizar al Gobierno de un golpe de mano eventual. «Sería preferible -dijo al terminar- que no fuera usted solo«. Y me aconsejó que me hiciera acompañar por el capitán Rollin, agregado a la Legación de Francia.
El capitán Rollin, oficial de caballería, pertenecía a la «segunda oficina«; era uno de los colaboradores más serios y más cultos de M. de Panafieu y del general Henrys, jefe de la misión militar francesa. Frecuentaba asiduamente la Legación de Italia y sostenía con el ministro Tommasini relaciones de viva simpatía y de cordial amistad. Le he visto después, en Roma, en 1921 y 1922, durante la revolución fascista; estaba él entonces en el palacio Farnesio como agregado a la Embajada de Francia, y mostraba la mayor admiración por la táctica revolucionaria de Mussolini. Desde que el ejército bolchevique había puesto sitio a Varsovia, iba yo casi a diario con él a las avanzadas polacas, para seguir más de cerca las peripecias de la batalla. Pero fuera de los cosacos rojos, jinetes terribles, dignos de banderas más gloriosas, los soldados bolcheviques no tenían un aspecto muy peligroso. Iban a combate lentamente, con un aspecto lamentable: el de gentes hambrientas y andrajosas, espoleadas únicamente por el miedo y el hambre. Mi larga experiencia de la guerra en el frente francés y en el frente italiano me impedía comprender cómo los polacos podían retroceder ante semejantes soldados.
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El capitán Rollin estimaba que el Gobierno polaco no conocía los rudimentos del arte de defender un Estado moderno. Idéntica consideración podía aplicarse a Pilsudski, aunque en otro sentido. Los soldados polacos tienen fama de valientes. ¿Pero de qué sirve la valentía de los soldados si los jefes ignoran que el arte de defenderse consiste en conocer sus puntos débiles? Las medidas de precaución adoptadas por el Gobierno para hacer frente a la eventualidad de una intentona sediciosa, eran la mejor prueba de que ignoraba cuáles son los puntos débiles de un Estado moderno. Desde Sila, la técnica del golpe de Estado ha hecho progresos considerables; resulta, pues, clarísimo que las medidas tomadas por Kerenski para impedir que Lenin se adueñase del poder, hubieran debido ser completamente distintas de las que empleó Cicerón para defender a la República contra la sedición de Catilina. Lo que, en otros tiempos, era un problema de policía, es hoy un problema técnico. Bien se ha visto en marzo de 1920, en Berlín, durante el golpe de Estado de Kapp: la diferencia que hay entre el criterio policíaco y el criterio técnico.
El Gobierno polaco obraba como Kerenski: se atenía a la experiencia de Cicerón. Ahora bien; el arte de conquistar y de defender un Estado se ha modificado, en el transcurso de los siglos, a medida que se. modificaba la naturaleza del Estado. Si unas cuantas medidas policíacas bastaban para desbaratar el plan sedicioso de Catilina, esas mismas medidas no podían servir de nada contra Lenin. El error de Kerenski consistió en querer defender los puntos vulnerables de una ciudad moderna: sus Bancos, sus estaciones, sus centrales telefónicas y telegráficas, con los métodos de Cicerón para defender la Roma de su tiempo, cuyos puntos más delicados eran el Foro y la Suburra.
En mayo de 1920, von Kapp olvidó que en Berlín, además del Reichstag y de los ministerios de la Wilhelmstrasse, había también centrales eléctricas, estaciones de ferrocarril, antenas radiotelegráficas y fábricas. Los comunistas se aprovecharon de su error para paralizar la vida de Berlín y obligar a capitular a aquel Gobierno provisional, que había tomado posesión del poder por medio de un golpe de fuerza realizado siguiendo métodos de policía militar. La noche del 2 de diciembre, Luis Napoleón comenzó su golpe de Estado por la ocupación de las imprentas y de los campanarios. Pero en Polonia nadie tiene en cuenta sus propias experiencias, y menos aún las ajenas. La historia de Polonia está llena de hechos, de los que se consideran inventores los polacos. No creen que ningún acontecimiento de nacional se vuelva a dar en vida de los demás pueblos; en su patria es donde se produce por primera vez; no se ha podido observar en ninguna otra parte.
Las medidas de precaución tomadas por el gobierno de Witos se limitaban a las medidas de policía habituales. Los puentes sobre el Vístula, el del ferrocarril y el de Praha, no estaban custodiados, en cada extremo, más que por cuatro soldados. La central eléctrica no estaba custodiada: no encontramos ni señal del menor servicio de vigilancia o de protección. El director nos declaró que algunas horas antes, el mando militar de la ciudad le había telefoneado que sería considerado como personalmente responsable de cualquier acto de sabotaje de las máquinas y de cualquier interrupción de la corriente. La Ciudadela, que está situada más allá del barrio de Nalewki, completamente en el límite de Varsovia, estaba llena de ulanos y de caballos; pudimos entrar y salir sin que los centinelas nos pidiesen salvoconductos. Hagamos notar que en la Ciudadela había igualmente un depósito de armas y un polvorín. En la estación del ferrocarril, la confusión era indescriptible: bandas de fugitivos tomaban los trenes por asalto; una multitud tumultuosa se apretujaba en los andenes y en las vías; grupos de soldados borrachos dormían profundamente, tumbados por el suelo. «Somno vino que sepulti«, observó el capitán Rollin, que sabía latín. Diez hombres armados con granadas hubieran bastado.
La residencia del Estado Mayor del Ejército en la plaza principal de Varsovia, a la sombra de la iglesia rusa, derruída actualmente, estaba custodiada por los cuatro centinelas acostumbrados. Un vaivén de oficiales y de correos, cubiertos de polvo hasta el pelo, obstruía la puerta y el vestíbulo del edificio. Aprovechamos aquel desorden para subir la escalera, recorrer un pasillo, cruzar una sala tapizada de mapas topográficos, y en la que un oficial, sentado en un rincón ante una mesa, alzó la cabeza y nos saludó con aire aburrido. Después de haber recorrido otro pasillo y haber entrado en una especie de antesala, donde unos oficiales grises de polvo esperaban de pie junto a una puerta entornada, volvimos a bajar al vestíbulo. Al pasar de nuevo por delante de los dos centinelas para salir a la plaza, el capitán Rollin me miró sonriendo. El edificio de Correos estaba custodiado por un piquete de soldados mandados por un teniente. Este oficial nos dijo que tenía como misión impedir que la multitud, en caso de tumulto, penetrase en el edificio de Correos. Le hice observar que un piquete de soldados colocado con tan buen orden a la entrada del edificio, conseguiría rechazar seguramente sin gran trabajo una multitud tumultuosa, pero no impedir el golpe de mano de diez hombres resueltos. El teniente sonrió y, señalando al público que entraba y salía tranquilamente, me respondió que aquellos diez hombres se habían introducido quizá por separado o estaban precisamente en aquel momento introduciéndose ante nuestros ojos.
– Estoy aquí para reprimir un motín -terminó-, y no para impedir un golpe de mano.
Grupos de soldados estacionados ante los ministerios observaban con curiosidad las idas y venidas del público y de los empleados. La Dieta estaba rodeada de gendarmes y de ulanos a caballo; entraban y salían diputados, -discutiendo entre ellos en voz baja. En el atrio topamos justamente con el mariscal de la Dieta, Trompczinski, obeso y preocupado, que nos saludó con aire distraído. Estaba rodeado de un grupito de diputados de la Posnania, atentos y fríos. Trompczinski, hombre de derecha y pasmando, era francamente hostil a la política de Pilsudski y se hablaba mucho, por aquellos días, de sus manejos secretos para derribar al gobierno Witos. La misma noche, en el Círculo de Caza, el mariscal de la Dieta decía a Cavendish Bentink, secretario de la Legación de Inglaterra: «Pilsudski no sabe defender Polonia, y Witos no sabe defender la República«. La República, para Trompczinski, era la Dieta. Como todos los hombres gruesos, Trompczinski no se sentía suficientemente defendido.
Durante todo el día recorrimos la ciudad en todos sentidos, llegando incluso hasta los barrios más apartados. Alrededor de las diez de la noche, cuando pasábamos por delante del Hotel Savoy, el capitán Rollin oyó que le llamaban por su nombre. Desde la puerta del hotel, el general Bulach Balachowitch nos hacía señas de que entrásemos. Partidario de Pilsudski, pero «partidario» en el sentido que se da a esta palabra en Rusia y en Polonia, el general ruso Balachowitch mandaba las famosas bandas de cosacos negros que peleaban por Polonia contra los cosacos rojos de Budyonni.
General con cabeza de bandido, acostumbrado a todas las tretas de las guerrillas de partidarios, audaz sin escrúpulos, Bulach Balachowitch era un buen elemento de triunfo en el juego de Pilsudski, que se servía de él y del atamán Petlioura para mantener en la Rusia blanca y en Ucrania la rebelión contra los bolcheviques y contra Denikin. Había establecido su cuartel general en el Hotel Savoy, donde se le veía, de vez en cuando, hacer una breve aparición para vigilar, entre dos escaramuzas, la situación política. Una crisis gubernamental no hubiera dejado de tener consecuencias para él, ya en ventaja suya, ya a sus expensas.
Más que los movimientos de los cosacos de Budyonni, eran los acontecimientos interiores los que él no cesaba de observar. Los polacos desconfiaban de él, y Pilsudski mismo le utilizaba con prudencia extraordinaria, como a un aliado peligroso.
Balachowitch se puso en seguida a hablar de la situación, sin ocultar que, a su juicio, sólo un golpe de Estado de los partidarios de la derecha podría salvar a Varsovia del enemigo y a Polonia de la ruina.
–Witos es incapaz de hacer frente a los acontecimientos -terminó- y de proteger la retaguardia del ejército de Pilsudski. Si nadie se decide a adueñarse del poder para poner fin al desorden, organizar la resistencia civil y defender a la Republica contra los peligros que la amenazan, dentro de uno o dos días vamos a asistir a un golpe de Estado comunista.
El capitán Rollin pensaba que era demasiado tarde para prevenir una intentona de los comunistas, y que los partidos de derecha no tenían hombres capaces de asumir una responsabilidad tan grave.
En las condiciones en que se encontraba Polonia, la responsabilidad de un golpe de Estado no parecía a Balachowitch tan grave como a Rollin, puesto que se trataba· de salvar a la Republica. En cuanto a las dificultades de la empresa, – cualquier imbécil podría adueñarse del poder.
-Pero -añadió- Haller está en el frente, Sapieha no tiene amigos serios y Trompczinski tiene miedo.
Entonces hice yo notar que los partidos de izquierda debían carecer igualmente de hombres a la altura de la situación. ¿Qué es lo que impedía a los comunistas intentar un golpe de Estado?
–Tiene usted razón -aprobó Balachowitch-; yo, en su lugar, si no fuera un extranjero en este país que me da hospitalidad y por el cual peleo, a estas horas habría dado yo el golpe.
Rollin sonrió.
–Si fuese usted polaco -dijo-, no hubiera usted hecho nada todavía. En Polonia, mientras no es demasiado tarde, es siempre demasiado pronto.
Balachowitch era realmente el hombre capaz de derribar a Witos en unas horas un millar de cosacos suyos hubiera bastado para ocupar por sorpresa los centros nerviosos de la ciudad y a garantizar el orden durante cierto tiempo. Pero ¿y después?
Balachowitch y sus hombres eran rusos y, además, cosacos. El golpe hubiera tenido éxito sin tropezar con dificultades serias; pero las dificultades hubieran venido después, insuperables. Una vez que se hubiese adueñado del Poder, Balachowitch lo habría cedido sin tardar a hombres de la derecha; pero ningún patriota polaco hubiera aceptado el Poder de manos de un cosaco. Los comunistas únicamente se habrían aprovechado de la situación así creada.
–En el fondo -terminó- sería esa una buena lección para los partidarios de la derecha.
Encontramos reunidos aquella noche en el Círculo de Caza, al lado de Sapieha y de Trompczinski, de los elementos más representativos de la oposición de los nobles y de los grandes terratenientes a la política de Pilsudski y de Witos. Diplomáticos extranjeros no había, en realidad, más que el conde Obendorff, ministro de Alemania; el general inglés Carton de Wiart, y el secretario de la Legación de Francia. Todos parecían tranquilos, menos el príncipe Sapieha y el conde Obendorff. Sapieha aparentaba no oír las conversaciones entabladas a su alrededor y se inclinaba de vez en cuando hacia el general Carton de Wiart, que discutía con el conde Potocki la situación militar, para cambiar algunas palabras con él. Las tropas bolcheviques, en el transcurso de aquel día, habían progresado sensiblemente en el sector de Radzymin, pueblo situado a una veintena de kilómetros de Varsovia.
—Combatiremos hasta el final– decía el conde Potocki.
–Querrá usted decir hasta mañana – replicaba sonriendo el general inglés.
El conde Potocki había regresado de París hacía unos días tan sólo; pero tenía el propósito de volver ·allí lo antes posible, en cuanto la buena suerte sonriese a Polonia.
-Ustedes Carton de Wiart– son todos como su famoso Dombrowski, que mandaba las legiones polacas en Italia en la época de Napoleón. «Estoy siempre dispuesto a morir por mi país, decía Dombrowski, pero no a vivir en él«.
Tales eran los hombres, tales las intenciones. Oíase a lo lejos del retumbar del cañón. Antes de separarnos, por la mañana, el ministro Tommasini nos rogó que le esperásemos aquella noche en el Círculo de Caza. Era ya tarde; estaba a punto de marcharme cuando entró el ministro de Italia. Nuestras consideraciones sobre la imprevisión del gobierno de Witos, aun pareciéndole graves, no eran una novedad para él. El mismo Witos le había confesado unas horas antes que no se sentía dueño de la situación. Tommasini no por ello estaba menos convencido de que entre los enemigos de Pilsudski y de Witos no había un hombre capaz de intentar un golpe de Estado. Los únicos susceptibles de despertar alguna inquietud eran los comunistas. Pero el temor a comprometer la situación con una imprudencia les impedía arriesgarse en una aventura, si no peligrosa, al menos inútil. Era evidente que juzgaban la partida ganada y que esperaban tranquilamente la llegada de Trotsky.
—Incluso monseñor Ratti -añadió el ministro volviéndose hacia mí- ha decidido perseverar en la actitud que hemos observado basta ahora de común acuerdo. El nuncio de Su Santidad y yo permaneceremos en Varsovia hasta el final, suceda lo que suceda.
—¡Qué lástima! -comentaba algunos instantes después, y no sin ironía, el capitán Rollin-. ¡Qué lástima si no sucede nada!
A la noche siguiente, ante la noticia de que ejército bolchevique se había apoderado del pueblo de Radzymin y atacaba la entrada del puente de Varsovia, el cuerpo diplomático abandonó la capital a toda prisa, para refugiarse en Posen. No quedaban en Varsovia más que el nuncio de Su Santidad, el ministro de Italia y los encargados de Negocios de los Estados Unidos y de Dinamarca.
Durante toda la noche la ciudad fué presa del terror. Al día siguiente, que era el 15 de agosto, fiesta de Santa María, todo el pueblo desfiló procesionalmente detrás de la imagen de la Virgen, pidiéndole en voz alta que salvase a Polonia de la invasión. En el momento en que todo parecía perdido, cuando el enorme cortejo, salmodiando sus letanías, esperaba ver desembocar por una esquina, de un momento a otro! una patrulla de cosacos rojos; la noticia de las primeras victorias del general Weygand corrió como la pólvora. El ejército de Trotsky se batía en retirada en toda la línea.
Le había faltado a Trotsky un aliado indispensable: Catilina
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TECNICA DEL GOLPE DE ESTADO: CONTENIDO
CURZIO MALAPARTE: «TÉCNICA DEL GOLPE DE ESTADO» (1931): «Prólogo».
Capítulo I: El golpe de Estado Bolchevique y la táctica de Trotsky
Se aborda la toma del poder en Rusia por parte de León Trotski en la Revolución rusa de octubre de 1917.
Capítulo II: Historia de un golpe de Estado fallido
Trata sobre la defensa de Iósif Stalin frente al intento de Trotski de tomar el poder en 1927.
Capítulo III: 1920: La experiencia polaca. El orden reina en Varsovia
Sobre las luchas internas por el poder en la Polonia de Józef Pilsudski.
Capítulo IV: Kapp, o Marte contra Marx
Sobre el Golpe de Estado de Kapp, golpe militar fracasado que se tuvo lugar en Alemania en 1920, dirigido por Wolfgang Kapp.
Capítulo V: Bonaparte, o el primer golpe de Estado moderno
Acerca del golpe de Estado del 18 de Brumario, dado por Napoleón el 9 de noviembre de 1799.
Compara las actuaciones de Primo de Rivera y Pilsudski con las de Napoleón, que se refugiaron en la legalidad del estado vigente en lugar de rechazarla.
Capítulo VII: Mussolini y el golpe de Estado fascista
Trata sobre la Marcha sobre Roma y la toma del poder del Partido Nacional Fascista, de la que el propio autor fue partícipe.
Capítulo VIII: Un dictador fracasado: Hitler
Trata de las acciones fracasadas de Hitler con intención de tomar el poder, como fue el caso del Putsch de Munich.
Hay que tener en cuenta que Técnica del Golpe de Estado se publicó en 1931, antes de que Adolf Hitler tomara el poder en Alemania.
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