¿ ES POSIBLE ESTABLECER UN ESTADO LIBRE EN UN PAÍS CORRUPTO ?
DEBER DEL HOMBRE BUENO EN TIEMPOS MALOS
os hombres alaban siempre, aunque no siempre con razón, los tiempos antiguos, y critican los presentes; y son partidarios de las cosas pasadas hasta el punto de que no sólo celebran aquellas épocas que son conocidas por nosotros gracias a los recuerdos que nos han dejado los escritores, sino incluso aquellas que, siendo viejos, recuerdan haber visto en su juventud. Y cuando estas opiniones resultan falsas, como lo son la mayoría de las veces, creo que han sido llevados a tal engaño por varios motivos.
El deber del hombre bueno es enseñar a otros el bien que no ha podido poner en práctica por la malignidad de los tiempos o de la fortuna, para que, siendo muchos los capaces, alguno de ellos, más amado del cielo, pueda ponerlo en práctica
Por Nicolás Maquiavelo
Los hombres alaban siempre, aunque no siempre con razón, los tiempos antiguos, y critican los presentes; y son partidarios de las cosas pasadas hasta el punto de que no sólo celebran aquellas épocas que son conocidas por nosotros gracias a los recuerdos que nos han dejado los escritores, sino incluso aquellas que, siendo viejos, recuerdan haber visto en su juventud. Y cuando estas opiniones resultan falsas, como lo son la mayoría de las veces, creo que han sido llevados a tal engaño por varios motivos.
El primero creo que es que no se conoce toda la verdad de las cosas antiguas, porque la mayor parte de las veces se ocultan las infamias y se magnifican y amplifican las glorias. Porque la mayoría de los escritores son tan obedientes a la fortuna de los vencedores que, para hacer más gloriosas sus victorias, no solamente acrecientan sus valerosas acciones, sino que ilustran de tal modo los actos del enemigo que los nacidos luego en cualquiera de los dos países, el vencedor o el vencido, tienen motivos para maravillarse de aquellos hombres y aquellos tiempos, y están obligados en grado sumo a alabarlos y amarlos.
Además de esto, como los hombres odian las cosas por temor o por envidia, en las cosas pasadas han desaparecido las dos causas más poderosas del odio, pues ya no te pueden dañar ni hay razón para envidiarlas. Lo contrario sucede con las cosas que se administran y se ven, pues éstas se conocen enteramente y no ocultan nada, de modo que, viendo en ellas, junto con el bien, muchas cosas que te desagradan, te sientes obligado a juzgarlas muy inferiores a las antiguas, aunque en honor a la verdad las cosas presentes merezcan mucha más gloria y fama: y no hablo aquí de lo concerniente a las artes, pues éstas llevan en sí tal claridad que el tiempo puede otorgarles o quitarles poca gloria fuera de las que merezcan en sí mismas, sino de lo que concierne a la vida y a las costumbres de los hombres, de las que no se ven testimonios tan claros.
Replico pues que es cierta esa costumbre de alabar y criticar, pero que no siempre se yerra al hacerlo, pues es necesario juzgar la verdad en cada caso particular, ya que, como las cosas humanas están siempre en movimiento, o se remontan o descienden. Supongamos una ciudad o un país ordenado para la vida política por un hombre excelente, que por un cierto tiempo, gracias a la virtud de su organizador, hace grandes progresos. Quien naciera entonces en tal estado y alabase con preferencia los tiempos antiguos, se engañaría, y su engaño provendría de las causas citadas arriba. Pero los que nazcan después en aquella ciudad o país, cuando haya llegado el tiempo de su declinación, no se engañarán.
Y pensando cómo suceden estas cosas, he llegado a la conclusión de que se producen siempre del mismo modo, y que siempre hay la misma cantidad de bondad y maldad, pero que este bien y este mal cambian de provincia en provincia, como se puede ver por lo que se conoce de los imperios antiguos, que cambian de un lugar a otro por la variación de las costumbres, pero el mundo permanece igual. Sólo existe esta diferencia: que primero se alojó la virtud en Asiria, luego en Media, después en Persia, y así hasta que llegó a Italia y a Roma; y si después del imperio romano no ha surgido ninguno otro imperio duradero ni un lugar donde el mundo reúna toda su virtud, vemos sin embargo que ésta está diseminada en muchas naciones donde se vivía virtuosamente, como era el reino de los francos, el de los turcos, el del sultán, y hoy los pueblos de Alemania, y antes aquella secta sarracena que hizo tan grandes cosas y ocupó tanta porción del mundo, destruyendo el imperio romano oriental.
En todas estas provincias, en todas estas sectas, ha residido la virtud, después que los romanos se desplomaron, y aún se conserva en buena parte de ellas, se desea y es loada con sincera alabanza. Y quien nace en alguna de éstas y alaba los tiempos pasados más que los presentes, puede que se engañe; pero quien ha nacido en Italia o en Grecia, y no se ha convertido, en ultramontano si es de Italia o en turco si es griego, tiene razón en abominar de sus tiempos y alabar los antiguos, porque en los antiguos se encuentran muchas cosas que los hacen admirables, y en éstos no hay nada que compense tan extrema miseria, infamia y vituperio: no se observa la religión, ni las leyes, ni la milicia, sino que están manchados por todo género de brutalidad. Y estos vicios son tanto más detestables por cuanto que se encuentran con mayor frecuencia en los que presiden los tribunales, mandan a los hombres y quieren ser adorados.
Pero volviendo a nuestro razonamiento, diré que si el juicio de los hombres está obnubilado para juzgar cuál sea mejor, si el tiempo pasado o el presente, en aquellos casos en que, por la antigüedad, no se puede tener un conocimiento perfecto como es el de su propia época, en cambio no deberían cegarse los viejos al comparar las épocas de su juventud y de su vejez, pues ambas las han visto y conocido igualmente. Esto sería cierto si los hombres, durante todo el tiempo de su vida, conservaran el mismo juicio y tuvieran los mismos deseos, pero como ellos cambian, aunque los tiempos no cambien a los hombres no les pueden parecer los mismos, teniendo otros deseos, otros placeres, otras consideraciones en la vejez que en la juventud.
Y estos vicios son tanto más detestables por cuanto que se encuentran con mayor frecuencia en los que presiden los tribunales, mandan a los hombres y quieren ser adorados.
Porque encontrándose los hombres faltos de fuerzas al envejecer, y creciendo en juicio y en prudencia, es preciso que las cosas que en la juventud les parecían soportables y buenas les resulten al envejecer insoportables y malas, y como no pueden acusar a su juicio, acusan a los tiempos. Siendo, además, los apetitos humanos insaciables, porque por naturaleza pueden y quieren desear toda cosa, y la fortuna les permite conseguir pocas, resulta continuamente un descontento en el espíritu humano, y un fastidio de las cosas que se poseen, que hace vituperar los tiempos presentes, alabar los pasados y desear los futuros, aunque no les mueva a ello ninguna causa razonable.
Siendo, además, los apetitos humanos insaciables, porque por naturaleza pueden y quieren desear toda cosa, y la fortuna les permite conseguir pocas, resulta continuamente un descontento en el espíritu humano, y un fastidio de las cosas que se poseen, que hace vituperar los tiempos presentes, alabar los pasados y desear los futuros, aunque no les mueva a ello ninguna causa razonable.
No sé, por consiguiente, si mereceré contarme en el número de los que se engañan, si en estos discursos míos alabo demasiado la edad de los antiguos romanos y critico la nuestra. Y ciertamente, si la virtud que entonces reinaba y el vicio que ahora reina no fuesen más claros que el sol, sería más cauto con las palabras, temiendo no caer en este engaño del que acuso a otros. Pero siendo la cosa tan manifiesta que cualquiera puede verla, me animará a decir manifiestamente lo que me parece de aquellos tiempos y de éstos, de modo que los espíritus de los jóvenes que lean estos escritos míos huyan éstos y se dispongan a imitar aquéllos, tan pronto como la fortuna les dé ocasión para hacerlo.
Porque el deber del hombre bueno es enseñar a otros el bien que no ha podido poner en práctica por la malignidad de los tiempos o de la fortuna, para que, siendo muchos los capaces, alguno de ellos, más amado del cielo, pueda ponerlo en práctica.
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NICOLÁS MAQUIAVELO (1469-1527), Discur
sos sobre la primera década de Tito Livio. Proemio al Libro Segundo. Alianza Editorial, 1987. Traducción de Ana Martínez Arancón. Filosofía Digital, 2012.
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¿ES POSIBLE ESTABLECER UN ESTADO LIBRE EN UN PAÍS CORRUPTO?
por Nicolás Maquiavelo
Me parece que no queda fuera de propósito, ni disconforme con el anterior discurso, considerar si en una ciudad corrupta se puede conservar un gobierno libre ya existente o, en el caso de que no existiera, establecerlo.
ES NECESARIO PROCEDER SEGÚN EL GRADO DE CORRUPCIÓN
Respecto a esto, diré que es muy difícil hacer tanto lo uno como lo otro, aunque es casi imposible dar reglas, pues es necesario proceder según el grado de corrupción; a pesar de todo, como es bueno razonar acerca de todas las cosas, no voy a dejar ésta de lado.
Partiré del supuesto de una ciudad corruptísima, donde se incrementen al máximo las dificultades, porque no hay leyes ni órdenes que basten para frenar una universal corrupción. Pues así como las buenas costumbres, para conservarse, tienen necesidad de las leyes, del mismo modo las leyes, para ser observadas, necesitan buenas costumbres.
Además de esto, los ordenamientos y las leyes hechos en una república en sus principios, cuando los hombres eran buenos, ya no resultan adecuados más tarde, cuando se han vuelto malos. Y si las leyes cambian en una ciudad según los acontecimientos, los ordenamientos no cambian nunca, o raras veces, de donde resulta que las nuevas leyes no bastan, porque las estropean los ordenamientos que han permanecido inmutables.
Y para dar a entender mejor este problema, diré que en Roma el ordenamiento regulaba el modo de regir el Estado, mientras que las leyes y los magistrados regulaban la vida de los ciudadanos. El ordenamiento del Estado era la autoridad del pueblo, del senado, de los tribunos, de los cónsules, el modo de proponer y crear magistrados, y el modo de hacer las leyes. Estas cosas cambiaron poco a nada con los acontecimientos.
LAS LEYES POLÍTICAS Y LA VIDA CIVIL DEBEN CAMBIAR A LA PAR
En cambio, sí cambiaron las leyes que regulaban la vida de los ciudadanos, como la ley del adulterio, la suntuaria, la que se oponía a la ambición y muchas otras, según los ciudadanos se iban volviendo cada vez más corruptos. Pero permaneciendo estables los ordenamientos del Estado, que con aquella corrupción ya no eran apropiados, las leyes renovadas no bastaban para mantener buenos a los hombres; y hubieran sido más beneficiosas si, con la innovación de las leyes, se hubieran modificado también los ordenamientos.
Y hasta tal punto es cierto que tales ordenamientos no eran convenientes para la ciudad corrompida, se ve expresamente en los asuntos de capital importancia: la creación de los magistrados y la de las leyes. El pueblo romano no otorgaba el consulado ni los otros altos cargos de la ciudad más que a los que los pedían. Esto fue bueno al principio, porque no lo pedían sino aquellos ciudadanos que se juzgaban dignos de ello, y obtener la repulsa era ignominioso; así, para ser considerados dignos, todos obraban bien.
Después este procedimiento se volvió perniciosísimo, una vez corrupta la ciudad, porque solicitaban las magistraturas no los que tenían más virtud, sino los que ostentaban mayor poder, y los que no eran poderosos, aunque fueran virtuosos, se abstenían de demandarlas por miedo.
A estos inconvenientes no se llegó de golpe, sino paso a paso, como sucede habitualmente. Pues después de que los romanos conquistaron África y Asia y redujeron casi toda Grecia a su obediencia, estaban seguros de su libertad y no creían que existiese ningún enemigo capaz de atemorizarlos.
LA CORRUPCIÓN CONVIERTE LA POLÍTICA EN ENTRETENIMIENTO
Esta seguridad y la debilidad de los enemigos hizo que el pueblo romano, a la hora de otorgar el consulado, no se fijase ya en la virtud, sino en el favor, prefiriendo a los que mejor sabían entretener a los hombres, no a los que sabían vencer a los enemigos; después, se lo dieron no al más popular, sino al más poderoso, de modo que los buenos, por defecto del ordenamiento, quedaron completamente excluidos.
Podía un tribuno o cualquier otro ciudadano proponer una ley al pueblo, sobre lo cual todo ciudadano podía hablar en favor o en contra, antes de que se tomase una decisión sobre ella. Este procedimiento era bueno mientras fueron buenos los ciudadanos, pues mientras es beneficioso que todo el que piense que una cosa va a redundar en beneficio público, tras haberlo oído todo, pueda escoger lo mejor.
Pero cuando los ciudadanos se volvieron malos, este procedimiento resultó pésimo, porque sólo los poderosos proponían leyes, no para la común libertad, sino para acrecentar su propio poder, y nadie podía hablar en contra por miedo a ellos, de modo que el pueblo resultaba engañado, o forzado a decidir su ruina.
Era necesario, por tanto, si se quería que Roma se mantuviera libre pese a la corrupción, que así como en el transcurso de su vida se habían hecho nuevas leyes, se hicieran nuevos ordenamientos: porque se deben instituir diferentes órdenes y modos de vida para un sujeto malo que para uno bueno, ya que no pueden tener la misma forma dos materias en todo contrarias.
LA RUPTURA DE GOLPE O LA REFORMA A ESCONDIDAS SON CASI IMPOSIBLES
En cuanto a si estos ordenamientos se deben renovar todos de golpe, al descubrir que ya no son adecuados, o poco a poco, antes de que nadie se percate del problema, digo que ambas cosas son casi imposibles. Pues si se quieren renovar poco a poco, conviene que la renovación la efectúe un hombre prudente que vea los inconvenientes desde lejos y en su origen mismo, y hombres de ese calibre, es muy fácil que no surja ninguno en una ciudad, y cuando surge por fin, no puede persuadir a los otros de lo que percibe, pues los hombres, acostumbrados a vivir de una manera, se resisten a cambiar, y sobre todo no viendo el mal presente, sino habiendo de serles mostrado por conjetura.
En cuanto a renovar los ordenamientos de golpe, cuando todos conocen que no son buenos, afirmo que esa falta de utilidad, que se conoce fácilmente, es difícil de corregir, porque para hacerlo no basta con recurrir a los procedimientos habituales, que ya son malos, sino que es preciso usar medios extraordinarios, como la violencia y las armas, y convertirse, antes que nada, en príncipe de la ciudad, para poder disponerlo todo a su modo.
Y como el reconducir una ciudad a una verdadera vida política presupone un hombre bueno, y volverse, por la violencia, príncipe de una ciudad presupone uno malo, sucederá rarísimas veces que un hombre bueno quiera llegar a ser príncipe por malos caminos, aunque su fin sea bueno, o que un hombre malo que se ha convertido en príncipe quiera obrar bien, y le quepa en la cabeza emplear para el bien aquella autoridad que ha conquistado con el mal.
De todo lo dicho se deduce la dificultad o imposibilidad que existe en una ciudad corrupta para mantener una república o crearla de nuevo, y si, a pesar de todo, la hubiese de crear o mantener, sería necesario que se inclinase más hacia la monarquía que hacia el Estado popular, para que los hombres cuya insolencia no pueda ser corregida por las leyes sean frenadas de algún modo por una potestad casi regia.
REGLA PARA LOGRAR LA ACEPTACIÓN POPULAR DE UN VIVIR NUEVO Y LIBRE
Y quererlos corregir por otro camino sería empresa muy ardua o del todo imposible; como dije anteriormente, Cleómenes, para estar solo en el poder, mató a los éforos, y Rómulo, por la misma razón, mató a su hermano y al sabino Tito Lacio, y luego ambos usaron bien su autoridad; sin embargo, debemos advertir que los dos reinaban sobre pueblos aún no atacados por la corrupción de la que hemos tratado en este capítulo, y así pudieron querer y, queriendo, perfeccionar sus designios.
Por otro lado, cualquiera que desee o necesite reformar el modo de gobierno de una ciudad, si quiere que el cambio sea aceptado y mantenido con satisfacción general, precisa conservar al menos la sombra de los usos antiguos, de modo que al pueblo no le parezca que ha cambiado el orden político, aunque de hecho los nuevos ordenamientos sean totalmente distintos de los pasados, porque la mayoría de los hombres se sienten tan satisfechos con lo que parece como con lo que es, y muchas veces se mueven más por las cosas aparentes que por las que realmente existen.
Y esta regla debe observarse por todos los que quieran cancelar el antiguo modo de vida de una ciudad y acostumbrarla a un vivir nuevo y libre: porque como las novedades alteran las mentes de los hombres, te las debes arreglar para que, en esa alteración, mantengan tanto de lo antiguo como sea posible, y si los magistrados cambian de número, de autoridad y de duración de su cargo, que al menos conserven el nombre.
Y esto, como he dicho, lo debe tener en cuenta todo el que quiera organizar la vida política, sea por el camino de la república o de la monarquía.
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NICOLÁS MAQUIAVELO, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, 1520. Alianza Editorial, 1987. Filosofía Digital, 2006.
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