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NICOLÁS REDONDO URBIETA
El testigo incómodo
Hijo de un líder ugetista que se libró por los pelos de la pena de muerte, canjeada por larga prisión de la que cumplió seis años
Por Gregorio Morán, 14 ENERO 2023
Ha muerto a los 95 años, edad provecta para un hombre que los vivió intensamente. A Nicolás Redondo, algo más que una leyenda del sindicalismo español del siglo XX, se le despidió en el Cementerio Civil de Madrid, ese vademécum de la otra historia de España al que sería adecuado incluir en los planes de estudio para una visita obligada, si es que alguien estuviera interesado en la Memoria Histórica y no en la Memoria Instrumental. Le acompañaron en la despedida un puñado de los suyos; amigos veteranos y adversarios sin rencor. No muchos, porque se le tenía por desaparecido desde que entró el nuevo siglo y le dieron por cancelado. La música que se le ofreció no era de ninguna banda uniformada a la antigua usanza obrera, ni la Internacional, ni la Varsoviana. Signo de los tiempos, le despidieron con el Bolero de Ravel. Que cada cual lo interprete a su manera.
Había sido protagonista de buena parte de las derrotas y de los éxitos del socialismo en España. Hijo de un líder ugetista que se libró por los pelos de la pena de muerte, canjeada por larga prisión de la que cumplió seis años. Niño de la guerra y la posguerra acogido por una familia socialista francesa que le sirvió para aprender francés. Obrero en la Naval de Sestao, militante activo desde 1945 en el PSOE y en el sindicato. Encarcelado en 14 ocasiones. Así se fraguó un líder en un partido donde los militantes había que contarlos con los dedos de la mano. El siempre viejo Ramón Rubial, el abogado alavés Antonio Amat, el escritor Martín Santos…y eso en el País Vasco, que afuera apenas ni eso.
Había sido protagonista de buena parte de las derrotas y de los éxitos del socialismo en España. Hijo de un líder ugetista que se libró por los pelos de la pena de muerte, canjeada por larga prisión de la que cumplió seis años
La figura de Nicolás Redondo emerge para los historiadores de lo obvio en 1974, con el Congreso de Suresnes. Le ofrecen la secretaría general del partido y en un rasgo de lucidez insólito en la política española, reconoce que lo suyo no es dirigir el PSOE, que ni tiene dotes ni está preparado, que lo puede hacer ese chico de Sevilla que tanto le adula y que tiene un pico de oro y es además abogado. Felipe González, con la imprescindible ayuda de Alfonso Guerra, se hace con las siglas arrebatándoselas al anciano Rodolfo Llopis, un funcionario de la II República, masón y mediocre, inspector de Segunda Enseñanza. El grupo de Sevilla se apodera de una marca que solo conserva prendas de anticuario. No necesitan más, con eso y la ayuda de alemanes, franceses e italianos, se convertirán en alternativa. Tampoco hay mucho donde escoger, el franquismo ha conseguido durante 35 años que todo se achique o se marchite.
La victoria arrolladora de octubre de 1982 abría la alternativa de un largo período socialdemócrata, como ocurrió en Suecia o Alemania, pero para eso se necesitaba una alianza imprescindible entre el partido y el sindicato
González dejaba hacer al tándem Boyer-Solchaga y despreciaba, a la manera que él sabía hacerlo, a los sindicalistas no sumisos a su embrujo. El PSOE era él y le irritó que no ocurriera lo mismo en la UGT. Les fue abriendo brechas en el sindicato. Compró, esa es la palabra, a Corcuera con una buena oferta -ministro- y lo mismo hizo con Matilde Fernández, sin contar con los cuadros sindicales convertidos en voceros de la modernidad frente a los antiguos. El sueño eterno socialdemócrata, a falta de sindicato que lo respaldara, se evidencio en una gangrena letal cuyo punto de inflexión cabe situar en los presupuestos de 1988. En opinión de Nicolás Redondo “una broma de los hermanos Marx, pero sin gracia”.
Ahí está la chispa que provocará algo insólito, la Huelga General del 14 de diciembre de 1988. A un gobierno socialista le monta un paro total de protesta su propio sindicato. Desde este momento los papeles se quedarán fijos. El presidente González repetirá la argucia de De Gaulle en Argelia –“he entendido el mensaje”- y, como el General, hará todo lo contrario. Seguirá ganando elecciones porque el miedo al cambio estaba enraizado en el ADN de una generación que había asumido que lo más peligroso para el rebaño es tratar de salirse de él y buscar alternativas. La guerra contra Nicolás y el antiguo sindicato fraterno fue bíblica y encanallada.
El astuto jugador de billar que es Felipe González instituyó que lo importante era meter las bolas en los agujeros sin preguntarse con quién hacía las carambolas y dónde entraban. Ni sueños socialdemócratas ni hostias, modernos contra antiguos. El signo característico de la modernidad siempre ha sido el mismo, ganar más dinero que antes. “España es el país del mundo donde uno se puede hacer rico en menos tiempo”, dictaminó Solchaga en forma de mantra gubernamental. La corrupción se institucionalizó. Con un deje de sorna, el presidente de la CEOE, a la sazón José María Cuevas, confesó a los financieros de Hong Kong que el gobierno socialista estaba haciendo una política más beneficiosa para ellos que la de Margaret Thatcher.
Ni sueños socialdemócratas ni hostias, modernos contra antiguos. El signo característico de la modernidad siempre ha sido el mismo, ganar más dinero que antes
Nicolás Redondo no dejó memorias escritas. Carlos Solchaga, como Felipe González ya van por las segundas o terceras, porque es sabido que la historia la escriben los vencedores, aunque sea de victorias pírricas que luego dejan un poso de vergüenza ajena. Ganan siempre los modernos porque no hay palabra actualizada que reivindique la coherencia, la dignidad y la defensa de lo obvio. Nos queda más del espíritu del jugador de billar que del hombre que murió en la misma casa de Portugalete donde vivió gran parte de su vida. De seguro que no se le ocurrió comprar un chalet con piscina porque tenía niños pequeños, ni se referiría a las reivindicaciones obreras a la manera de Yolanda Díaz, “la defensa de las personas trabajadoras”. Puestos a barnizar la realidad con trágalas lingüísticos habría que precisar que el señor Amancio Ortega es una persona tan trabajadora como el que más. Lo único que le diferencia -dicho en la jerga inclusiva- es su “responsabilidad social corporativa”, o con simplificada expresión arcaica, cómo repartir los beneficios. Un detalle banal si se trata de conquistar los cielos.
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Los nuevos progresistas
Un pueblo moralmente desnortado se halla dispuesto a cualquier aventura ideológica de un Gobierno con trazas de autoritario.
Por Amando de Miguel, 20 ENERO 2023
No es toda la verdad que el Gobierno del doctor Sánchez y sus adláteres de la «coalición progresista» traten de defender los intereses de la sociedad española. Es lo que antes se decía «bien común». Se recomienda una interpretación más cautelosa, atenida a los datos; también, más desgraciada por sus resultados. A saber, existe una buena porción de españoles que se encuentran satisfechos con las decisiones que toma el Gobierno, aunque a unos pocos nos parezcan disparatadas. Es más, puede que, convenientemente subvencionada, esa parcela de la sociedad, que aparece bienquista con el Gobierno, se convierta en mayoría absoluta a la hora de votar. Bastaría con afilar, todavía, un poco más la acción purificadora de la propaganda.
Los argumentos sobre la difícil coyuntura económica no son convincentes como para torcer las voluntades de apoyo implícito al Gobierno. Siempre se puede encontrar un culpable de los males colectivos; por ejemplo, la guerra de Ucrania o la ubicua inflación. Malísima fue la situación económica con la llegada de la II República y, sin embargo, se recibió con inusitado entusiasmo por parte de la población.
La parte de la sociedad favorable a Sánchez se expresa, sobre todo, por medio de una turba de grupos pedigüeños. Ahí, cabe situar a los sindicatos amaestrados, los empresarios a la búsqueda de contratos públicos, muchos profesionales bien situados. Bien es verdad que los más satisfechos son los izquierdistas por principio y la legión de los secesionistas vascos y catalanes. Agazapados quedan, a verlas venir, los potenciales independentistas de las otras regiones bilingües.
Si bien se mira, la sensibilidad democrática de los españoles del común no es, precisamente, llamativa. Por eso, impresionan tan poco los repetidos asaltos del doctor Sánchez a diferentes instituciones para coparlas de un modo autocrático. El caso penúltimo es el de la doma de los altos tribunales para beneficio personal de nuestro amado Presidente. Vergonzosa como es para el grueso de los analistas políticos, a la mayor parte de los españoles les deja indiferentes.
Tan abundante es la corrupción política en la España actual que la elevación de los impuestos apenas impresiona a la masa votante o contribuyente. La situación es perfecta para las veleidades de un dictador de paisano, como el que preside el Gobierno. Tanto es así, que no parece impensable el supuesto de unas próximas elecciones que vayan a ser trucadas. La prueba anticipada es que no se detecta ningún clamor popular por el hecho de que el Gobierno manipule las estadísticas.
Maravilla que el grueso de los españoles (incluidos los magistrados de los altos tribunales) se sientan satisfechos con las extravagancias de las leyes «progresistas». La pirueta ideológica se explica por el desvanecimiento general de la ética como reguladora de la actividad política. Como decía Chesterton, «cuando uno deja de creer en Dios, está dispuesto a creer en cualquier cosa». El Dios de hogaño, en España, es el hedonismo general. El retrato-robot del nuevo «progresista» es el de un individuo de mediana edad con ciertas ínfulas culturales. Fue católico practicante y, ahora, no pasa de agnóstico. La clave está en que es asiduo de El País y seguidor de la SER. Consecuente con esas querencias, este nuevo «progresista» se refocila con las vacilaciones de los «peperos» (los famosos «maricomplejines» del diccionario de Jiménez Losantos). Desprecia cuanto ignora; por ejemplo, el imaginado facherío de Vox.
Un pueblo moralmente desnortado se halla dispuesto a cualquier aventura ideológica de un Gobierno con trazas de autoritario. La del sexo a la carta parece, ya, poca cosa. La discreta separación de los tres poderes del Estado se percibe como una antigualla. Las continuas mendacidades del doctor Sánchez se consideran hasta simpáticas. Frente a todo eso, lo que priva es disfrutar de la vida.
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