En poco más de cien páginas, Ovejero desmonta la osamenta motivacional del separatismo (cualquiera que sea) y se demuestra que es incompatible con una versión sólida de la democracia
"Niño geopolítico observando el nacimiento del hombre nuevo" (Salvador Dalí)
Todos queremos tener razón (posible definición de fascista: el que me lleva la contraria) pero pocos nos molestamos en buscar razones. ¿Para qué? La manía de argumentar debilita la evidencia arrebatadora de nuestra causa: se empieza discutiendo el porqué, el cómo y el cuándo, y se acaba convencido por el otro o sea traidor. Por eso la lectura de Secesionismo y democracia (ed. Página Indómita), el libro cristalino y contundente de Félix Ovejero, es un tónico para nuestro raciocinio pero al final nos deja un punto desolado. En poco más de cien páginas bien documentadas se desmonta la osamenta motivacional del separatismo (cualquiera que sea) y se demuestra que es incompatible con una versión sólida de la democracia. Pero ¿de qué sirve tanta clarividencia? ¿Acaso alguien que ha adoptado un dogma por sus tripas y no por su cerebro renunciará a él cuando se le den razones convincentes? Ni las quiere ni las espera. Y sobre todo no piensa enredarse en un debate fatigoso además de comprometedor. Usted es un fascista y yo un demócrata de bien: punto pelota. Y si no al revés pero, mire, me da lo mismo porque la razón también la tengo yo...
Ovejero, a quien considero el mejor pensador político de nuestro país, no se detiene en las circunstancias particulares del separatismo catalán, vasco o cualquier otro. Tampoco entra en lamentos sobre los perjuicios económicos que produciría la secesión ni lloriquea sobre el desgarro sentimental: “¡con lo que queremos a los catalanes! O ¿qué será de nosotros sin los vascos?”. Trata el caso como si fuese racismo o sexismo, es decir: unos ciudadanos que se atribuyen el poder de limitar los derechos de otros en nombre de características biológicas, culturales o territoriales. Sin subterfugios ni florituras...
Sacra Conversación (Piero della Francesca)
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"Secenionismo y democracia", de Félix Ovejero, mejor ensayo nacional 2021
Félix Ovejero (Página Indómita)
Dedicado a analizar el secesionismo, "sus sinrazones" y su "imposible" compatibilidad con la democracia, Félix Ovejero desmonta en este polémico ensayo las diversas justificaciones que abogan por la desmembración del Estado. Y lo hace, según los críticos de El Cultural, con rigor, conocimiento y amenidad, aunque se mueva en el terreno de los asuntos normativos y de la filosofía política, a partir de una tesis que sustenta todo el libro: "si la democracia y la igualdad nos importan, no hay secesión justificada; si hay secesión, se acaba con la buena democracia y se socava la igualdad". Y para demostrarlo, desmonta implacable, una a una, las distintas teorías en que se amparan los separatistas.
"El miedo a la verdad conduce al autoengaño" Ernst Toller
Quien es indiferente a los hechos, vive en una realidad imaginaria. Pero que, de hecho, aparece como realidad a sus ojos, reforzada por el "sesgo cognitivo", propio de la naturaleza humana, aunque invisible e incontrolable para un Ego "Oceánico", que todo lo quiere abarcar, que quiere construir la realidad de todos desde su propia imaginación.
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LA IZQUIERDA REACCIONARIA
Entrevista a Félix Ovejero: "Apartad vuestras sucias manos de la izquierda"
Filósofo, economista y referencia intelectual de la izquierda antinacionalista española, el pensador catalán publica un libro apasionante y desolador: 'La deriva reaccionaria de la izquierda'
Lamentaba Stephen Hawking en el prólogo a 'Historia del tiempo' no haber incluido allí notación matemática pues, según la advertencia de un amigo, "cada ecuación dividirá las ventas del libro por dos". Al final solo se atrevió a meter la célebre equivalencia de Einstein entre masa y energía: E=mc2. El libro fue, pese a ello, un bombazo, así que vamos a mostrarnos aquí aún más osados al incorporar en este primer párrafo nada menos que una cita de Kant que recoge Félix Ovejero (Barcelona, 1957) en su último libro y sirve de ejemplar sinopsis de su título, 'La deriva reaccionaria de la izquierda' (Página Indómita, 2018). Y si después no siguen leyendo... en fin, ustedes se lo pierden. "El problema es el siguiente", escribe el hombre del reloj en 'La paz perpetua', "he aquí una muchedumbre de seres racionales que desean, todos, leyes universales para su propia conservación, aun cuando cada uno de ellos, en su interior, se incline por eludir la ley. Se trata de ordenar su vida en una constitución, de tal suerte que, aunque sus sentimientos íntimos sean opuestos y hostiles unos a otros, queden contenidos, y que el resultado público de la conducta de esos seres sea exactamente el mismo que si no tuvieran malos instintos. Ese problema ha de tener solución".
"he aquí una muchedumbre de seres racionales que desean, todos, leyes universales para su propia conservación, aun cuando cada uno de ellos, en su interior, se incline por eludir la ley. Se trata de ordenar su vida en una constitución, de tal suerte que, aunque sus sentimientos íntimos sean opuestos y hostiles unos a otros, queden contenidos, y que el resultado público de la conducta de esos seres sea exactamente el mismo que si no tuvieran malos instintos. Ese problema ha de tener solución" (Kant)
¿Por qué la mejor tradición de la izquierda, la que ensayó con lucidez y energía respuestas a la gran pregunta kantiana acerca de cómo vivir juntos, se apaga hoy por toda Europa —y más allá—, fraccionada, dividida, reducida a un polvo emponzoñado de esencias e identidades reaccionarias que ahoga la posibilidad de un proyecto de vida en común digno de tal nombre? El profesor de Filosofía Política de la Universidad de Barcelona Félix Ovejero se ha enfrentado a esta fúnebre aporía en los últimos años en artículos, opiniones y toda clase de textos publicados en las principales revistas y periódicos españoles. Y ahora ha reunido los mejores, los ha sopesado, reescrito, añadido ulteriores consideraciones y reunido el resultado en un libro que presume de la que probablemente sea la mejor portada de la industria editorial patria este año.
'La deriva reaccionaria de la izquierda'. (Página Indómita)
Ovejero escribe de fábula, piensa mejor y resulta extraordinariamente complicado estar en desacuerdo con él por mucho que uno se empeñe. Si en la primera parte del libro se ocupa de la biografía y principios fundacionales del socialismo y en la segunda examina sus propuestas de actualización, en la tercera arremete contra la desastrosa carga de la Brigada Ligera de la izquierda posmoderna y reaccionaria, sus relaciones contra natura con el nacionalismo o la religión y su aterradora actualidad como disparador del auge de la extrema derecha. La cosa no tiene buena pinta, concluye: "Entonces, cuando ya no queda nadie, podemos esperar lo peor".
PREGUNTA. Hay una cita sobrecogedora en las primeras páginas de tu libro en la que el comunista alemán Eugene Leviné explica al tribunal que acaba de condenarle a muerte que "nosotros, los comunistas, somos cadáveres de permiso". La cita te permite diferenciar entre esa izquierda que se tomaba las cosas en serio y la blanda y cobarde izquierda posmoderna. Y sin embargo, ¿no alivia poder tomarnos en serio cuestiones que no conducen necesariamente ante un pelotón de fusilamiento?
RESPUESTA. Una cosa es el infantilismo y otra el sentido del humor. El infantilismo quiere decir, en lo esencial, irresponsabilidad. Desvincula las palabras y los gestos de sus consecuencias. Es, en sentido estricto, como se ha observado en los jóvenes, tener incompleto el desarrollo del lóbulo frontal, algo que conduce a comportamientos temerarios y autodestructivos. La frivolidad intelectual acostumbra a acompañarse de gravedad en los gestos. Basta con pensar en los jóvenes intelectuales (poetas, sobre todo) que fundaron Falange. El infantilismo político, casi siempre, conduce a situaciones nada cómicas. Mira los independentistas, con ese aire de trascendencia que acompaña a cada gesto, y, a la vez, qué bien encarna el infantilismo político la irresponsabilidad de las asambleas universitarias...
La frivolidad intelectual acostumbra acompañarse de gravedad en los gestos
Lo contó como nadie Juan Marsé en 'Últimas tardes con Teresa' cuando dice que “los hombres que dicen servir a la verdadera causa cultural y democrática de este país son hombres que arrastran su adolescencia mítica hasta los cuarenta años”. Piensa, por contraste, en Fernando Savater, que jamás ha perdido el sentido del humor y que tan en serio se ha tomado sus decisiones cívicas, en el sentido de acompasar vida y pensamiento. Es la idea que resume Goethe en la cita con la que se abre el libro (“Obrar es fácil, pensar es difícil, pero obrar según se piensa es aún más difícil”) y, ahora que caigo, la que traté de desarrollar 'in extenso' en una obra anterior, referida al quehacer intelectual, 'El compromiso del creador'. Por cierto, la idea de tomarse en serio, entre otras cosas, requiere distanciarnos irónicamente de nosotros mismos para reconocer nuestros sesgos y prejuicios.
P. Cuando esbozas al principio del libro la paradoja de tus clases en la universidad de Chicago en la que un montón de progresistas blancos ejercían de adalides de los negros protegidos por la policía de esos mismos negros que malvivían en el barrio que rodeaba el campus... ¿diagnosticas una enfermedad de la izquierda biempensante o algo peor, un modo de vida que alimenta un ego estrictamente egoísta?
R. Me refiero a cierta izquierda académica, la que menos tiene que ver con las investigaciones reales, que se lanza a una suerte de logorrea ajena al control empírico o analítico y que, con frecuencia, carece del más elemental afán de verdad y hasta de todo principio de realidad. Raymond Aron lo decía con mucha gracia: consideran más importante para la revolución el último artículo de Sartre en 'Les Temps Modernes' que una huelga general. 'Mutatis mutandis', le valdrían las palabras de Marx en 'El Capital' a propósito de ciertos economistas: “Los investigadores desinteresados fueron sustituidos por espadachines a sueldo y los estudios científicos imparciales dejaron el puesto a la conciencia turbia y a las perversas intenciones de la apologética”.
Cierta izquierda académica se lanza a una logorrea ajena al control empírico o analítico y carece del más elemental afán de verdad
En todo caso, no hablaría de egoísmo, pero sí de una suerte de mecanismo de refuerzo (positivo), que se cuece en su propia salsa, y que lleva a equiparar los intereses del gremio, la consolidación académica personal y hasta de la propia disciplina, con los intereses de los excluidos en cuyo nombre se pretende hablar. Aún peor, reclama para sí una protección, frente a las críticas, que puede estar justificada para los desprotegidos, pero no, en ningún caso, para el debate de ideas.
P. Pareciera que el cosmopolitismo reblandece y, sin embargo, la corrección política podría ser tan pueril como necesaria, una consideración hacia la complejidad de la naturaleza humana. Digamos: cuando nos arrancamos sin complejos a hacer chistes de 'mariquitas'… ¿tal vez seamos más capaces de apalearlos en un parque a medianoche?
R. No estoy seguro de que contribuya a propiciar esa violencia. Habría que estudiarlo empíricamente y no es sencillo. Todos hemos jugado a pistoleros y no por eso nos ha dado por pegar tiros. Durante años hemos convivido con chistes sobre catalanes, gallegos, aragoneses y andaluces, y no hablemos de los de Lepe, sin mayores problemas. Hoy no estoy seguro de que podamos seguir haciéndolo. Se ha impuesto una cultura del agravio y la ofensa según la cual unos pueden acallar a otros diciendo que se sienten ofendidos, sin que se reclame más argumento que la simple apelación al sentimiento. Era algo que parecía reservado a los sentimientos religiosos y que ahora se ha extendido a muchos más, con la misma pobreza de razones. Por supuesto, no todas las ofensas se pueden tasar igual. Burlarse de una persona con una discapacidad o de un pobre, por pobre, no puede compararse a burlarse de Cristiano Ronaldo.
Se impone una cultura del agravio: unos acallan a otros porque se sienten ofendidos, sin más argumento que su sentimiento
Por cierto, una cosa es burlarse de un 'marica' y otra de una 'teoría' que sale en su defensa, o de una práctica política basada en esa teoría. Otra cosa es cómo tratamos esas asimetrías. Los chistes de gangosos ya no hacen gracia a nadie, sin que por ello haya habido que penalizarlos. Ha bastado con la crítica de ideas y el progreso moral. Nos jugamos cosas importantes como la tolerancia o la libertad de expresión. Habría que estar muy seguros de las consecuencias patológicas. Y aun estándolo, tampoco estaría claro. Son problemas clásicos de Filosofía del derecho: principios con cierto grado de incompatibilidad.
P. A veces me parece que, no recuerdo quién lo decía, tus argumentos sobre la izquierda recuerdan a aquella catalogación de las ideas de Berkeley, "eran tan irrefutables como inverosímiles". Quiero decir: si la izquierda se ha vuelto reaccionaria, ¿por qué los ilustrados no dejamos sencillamente de ser de izquierdas?
R. En el libro se dedican bastantes páginas a precisar en qué consiste la izquierda, en su ideario. Mi propuesta, que pretende estar avalada por la historia y el análisis de conceptos, es estipulativa, independiente de la opinión de la calle o de la autocalificación de los políticos. Trato de articular los principios que a lo largo de su historia ha defendido la izquierda. En ese sentido, no depende de lo que diga o haga el PSOE o Podemos. La política territorial de Podemos, por ejemplo, es puro Von Mises, digan lo que digan. De hecho, lo que trato de mostrar es que, de acuerdo con el ideario desnudo de la izquierda, la evolución de las izquierdas políticas reales las avecina a posiciones reaccionarias.
La política territorial de Podemos, por ejemplo, es puro Von Mises, digan lo que digan.
Por supuesto, podríamos resignarnos a aceptar ese maltrato político y abandonar la palabra. Adoptar una definición léxica no estipulativa: izquierda significa lo que la gente entiende como izquierda. Seguramente, con 'comunismo' esa es la situación en la que estamos y no queda otra que aceptarlo: comunismo no es lo que pensaban los miembros de la Liga de los comunistas, en lo esencial un ideal democrático, sino lo que todo el mundo entiende como 'comunismo' después de la experiencia soviética, que poco tiene que ver con aquel ideal. Algo indefendible. De todos modos, no creo que haya llegado la hora de abandonar la aspiración a una izquierda racionalista e ilustrada. Más bien mi tentación es la de decirles a algunos, “aparten sus sucias manos (propuestas) de la palabra 'izquierda” o “no invoquen la palabra 'izquierda' en vano”.
P. Una consideración ecuánime de las modernas investigaciones sobre la naturaleza humana permitiría, dices, pese a tus recelos sobre algunas de sus conclusiones, enmendar la mayoría de las opciones buenrollistas de la izquierda reaccionaria. ¿No hay una reacción que desbarra por la pendiente contraria que asegura que nos comportamos como langostas?
R. Yo imparto clases en facultades de ciencias sociales, clases de Filosofía política y de Teoría de la ciencia. Me daría por satisfecho con que al terminar el curso les quedara clara la falacia naturalista. La defensa de la igualdad de derechos no depende de que seamos iguales, que no lo somos. Por supuesto, somos bastante más que langostas, entre otras cosas porque el lenguaje nos permite escapar a nuestras constricciones biológicas. Tenemos muchas querencias en el programa, pero eso no las hace buenas. Tenemos preferencia por la comida con muchas calorías, que nos provee de energía con poco esfuerzo, algo muy necesario cuando habitábamos en sociedades con pocos recursos. Por eso nos gusta lo dulce. No es que el azúcar nos guste porque sea dulce, sino que lo percibimos como dulce porque nos gusta, porque era bueno que nos gustara. Pero hoy sabemos que esa disposición es inconveniente y hacemos lo posible por evitar que se imponga.
Ignorar nuestras disposiciones, asumir una naturaleza infinitamente plástica, puede conducirnos a los campos de reeducación
Lo mismo sucede con disposiciones agresivas y hasta racistas, que están en el programa. Lo que no podemos es negar la existencia de la naturaleza humana. O resistirnos a conocerla. O prohibir resultados que 'no nos gustan'. Eso sí, que algo sea natural no lo hace bueno. Lo que tenemos que hacer es diseñar las instituciones para que encaucen los comportamientos de modo que recalemos en aquellos resultados que nos parecen mejores, más justos. Ignorar nuestras disposiciones, asumir una naturaleza infinitamente plástica, puede conducirnos a los campos de reeducación.
P. Hay páginas interesantísimas en tu libro sobre socialismo y republicanismo que parecen lamentablemente, al ritmo infernal del presente, casi jurásicas. ¿Cómo vender hoy el derecho a una vida digna, y buena, desde razones que no irradien de las vísceras? O mejor, ¿cómo lograremos cual publicistas exitosos ofrecer 'una razón en marcha' a la que den ganas de querer?
R. Una cosa es la fundamentación de las ideas y otra la extensión (política) de esas ideas, que requiere jugar con los mecanismos de la competencia política. La fundamentación se da en el terreno de la reflexión y el estudio. Es absurdo pensar que en la disputa política los mejores argumentos vencen por ser los mejores argumentos. Y no nos engañemos, nuestras democracias no son el ecosistema más propicio. En este libro no me he ocupado de algo que está en otros y que me parece seguramente el reto político más serio al que nos enfrentamos: la incapacidad de las democracias para reconocer los problemas colectivos verdaderamente importantes.
Resulta abundantísima la literatura que muestra la irracionalidad de los votantes y la rentabilidad de las organizaciones políticas para explotarla de la peor manera. No creo que la izquierda haya sabido responder de la mejor manera. Al revés, ha sido su primera víctima, hasta el punto de mostrarse incapaz de reconocer sus propios éxitos.
La izquierda ha sido su primera víctima, hasta el punto de mostrarse incapaz de reconocer sus propios éxitos
P. Nacionalismo y religión. Dos miserias identitarias por las que aseguras la izquierda ha vendido su alma al diablo. ¿A cambio de qué?
R. El precio ha sido muy alto: romper el vínculo que ata la democracia con la justicia y la racionalidad. En la versión idealizada de la democracia, todos discutimos propuestas e ideas atendiendo a los intereses de argumentos e intereses de todos y las ponderamos según patrones de racionalidad e imparcialidad. No vale decir “esto hay que hacerlo porque interesa a los míos” ni “esto es lo mejor, pero no puedo dar razones aceptables para todos”. Lo primero es el caso del nacionalismo, que vincula la comunidad de interés relevante a los del propio pueblo. Lo segundo es de la religión: tiene una idea de bien, política (no es que les parezca mal su aborto sino cualquier aborto), reclama un respeto especial y tiene una estrategia de fundamentación propia, doctrinal. Vamos, que reta al ideal de deliberación colectiva que relaciona la ley con la justicia. Cuando se apuesta por defender o blindar esas ideas se renuncia a la razón, a la universalidad y a la justicia.
P. Sobre la corrección política... En tiempos en los que Italia ficha a los gitanos, con una amenazadora y temible extrema derecha en marcha… ¿por qué tenemos que aceptar que la óptima existencia de opciones diversas de vida dé razones a los otros para colocarnos un nuevo totalitarismo tan identitario como cada una de esas opciones a las que se enfrenta?
R. Bueno, es que el libro se ocupa de los míos, de la izquierda, no es un análisis de la política contemporánea. Y se desarrolla sobre todo en el plano del análisis de ideas, con las incursiones empíricas imprescindibles para no hablar en el vacío. Por lo demás, lo que te contaba en la pregunta anterior valdría para esa derecha de la que hablas, de su escasa compatibilidad con los ideales ilustrados. Pero eso ya lo sabíamos.
P. El Gobierno de Sánchez de hoy parece reunir gran parte de las contradicciones venenosas de la izquierda que describes en tu libro. Por una parte, políticas económicas potencialmente redistributivas propias de la izquierda clásica, como subir impuestos a rentas más altas, a las sucesiones y herencia, subida del salario mínimo, etc. Por otra, la dependencia legislativa de movimientos nacionalistas, especialmente el catalán, que en tu libro denuncias como corruptores de esa izquierda clásica por su amenaza al bien común. ¿Hay salida de esta trampa mortal para la izquierda española?
R. Las condensa pero por decantación, no por convicción. Porque es el modo de asegurar su propia supervivencia política, que no es la del PSOE y, aún menos, la de la izquierda española. Hace poco más de un año, Sánchez habría apostado por lo contrario de lo que está haciendo. Por lo demás, sus propuestas económicas, si es que resultan reconocibles, no están tan lejanas de las del PP. Hay poco margen dentro del euro. De hecho, la salida de la crisis del PP, si es que hemos acabado de salir, fue relativamente socialdemócrata, sin tocar las partidas clásicas que podían afectar a los perdedores (pensiones, desempleo), que por lo demás eran los votantes con peso electoral. No creo que veamos cambios sustanciales en eso. Cuando cierta derecha habla de propuestas confiscatorias, bolivarianas o comunistas, solo revela su falta de rigor o su mala fe. Aquí nadie habla de nacionalizaciones, ni siquiera de un programa socialdemócrata clásico.
La exigencia de filtros lingüísticos en el acceso a las posiciones sociales o laborales rompe con la igualdad entre los ciudadanos
Otra cosa, que revela la inconsistencia ideológica, es que se pretenda hacer una política de izquierdas y a la vez se apueste por desmontar el Estado, su unidad de decisión y de redistribución, que eso es lo que buscan los nacionalistas. Lo hemos visto con la tarjeta sanitaria única. Parece que cualquier cosa que suene a centralista es reaccionaria, cuando, si repasamos la historia, es exactamente lo contrario. Y si no, repasemos la historia de Estados Unidos desde la Guerra de Secesión. Si cada comunidad autónoma tiene competencias en impuestos, ninguna la tiene. Es lo que sucede con el impuesto de sucesiones. Si cada comunidad autónoma pudiera tener su propia legislación ambiental o laboral, ninguna la tendría. La competencia entre ellas llevaría a desmontar el Estado y sus posibilidades de redistribución.
Pero lo peor, con todo, no es eso. Lo peor es la apuesta nacionalista del cultivo de las políticas de identidad. Hoy, la exigencia de filtros lingüísticos en el acceso a las posiciones sociales o laborales rompe con la igualdad entre los ciudadanos y crea redes de clientelismo local. No solo eso, alienta que otros, por impotencia o por convicción, quieran levantar las suyas. Ya que mis votantes no pueden ir a trabajar a otra comunidad autónoma, que los de fuera no puedan venir a la mía. Por supuesto, eso, con votantes miopes, alienta lo peor. El clientelismo y hasta la corrupción, muy superior en ámbitos autonómicos, menos vigilados, con medios engrasados, que en el terreno nacional. Y ya no hablemos de la locura de la apuesta de Podemos por el derecho a la autodeterminación. Eso, en plata, quiere decir que unos ciudadanos pueden decidir convertir a otros en extranjeros porque no participan de su identidad. Más reaccionario que eso... Es la idea del historicismo alemán, explícitamente antiilustrado.
Ciertas lecturas de Pinker parecen confiar en la divina providencia: dejar funcionar al curso espontáneo de la historia. Y no es eso.
P. Para acabar, pese a que asumes que el progreso funciona, adviertes también contra el pinkeriano inocente que no se entera de que sigue siendo urgente defenderlo… ¿Cuánto optimismo nos podemos hoy permitir defender?
R. Sí, hay ciertas lecturas de Steven Pinker que parecen confiar en la divina providencia. Se trataría de dejar funcionar al curso espontáneo de la historia, sin intervenciones. Y no es eso. Las conquistas de la democracia, comenzando por el sufragio universal, son el resultado de peleas sociales, revolucionarias. La tecnociencia, el Estado de derecho son verdadera ingeniería social, el resultado de intervenciones coordinadas y con un grado nada despreciable de planificación, si se quiere. Por cierto, como las grandes empresas que, internamente, en su funcionamiento diario, no son el resultado de ningún orden espontáneo. Sin querer, se confunde la idea de progreso con la idea de dejación de actuación como si fuera todo equilibrios espontáneos.
Por lo demás no debemos olvidarnos de una asimetría importante: buena parte de nuestra tecnociencia (nuclear, ingeniería genética), tan benéfica en muchos de sus usos, es también la condición de posibilidad de peligros potenciales de una magnitud completamente nueva en la historia de la Humanidad. Hasta ahora, cualquiera de los desastres resultado de acciones humanas no ponía en peligro a la especie entera. Ahora estamos en condiciones de hacerlo. Unos cisnes negros bien negros.
Abascal (VOX), el PABLO IGLESIAS DEL PP, con guerrilleras del PKK, 2014
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"La deriva reaccionaria de la izquierda": PREFACIO
La izquierda anda mal. Pero muy mal. Y desde hace bastante tiempo. Mi particular epifanía tuvo lugar en 1991, durante una estancia de un año en la Universidad de Chicago. Sucedió en septiembre, cuando seguía por televisión el examen al que una comisión del Senado sometía al juez Clarence Thomas, candidato de George Bush a la Corte Suprema. Thomas había sido acusado de acoso sexual por una abogada, Anita Hill, activista afroamericana, negra como el propio Thomas. La calidad intelectual del debate me impresionó. Las apreciaciones sobre sexismo y racismo resultaban de enorme altura. Las comparecencias eran seguidas con suma atención por la comunidad académica. Todo eso sucedía en Hyde Park, el campus universitario enclavado en mitad del barrio negro, uno de los más pobres y miserables de Estados Unidos, un paisaje devastado, como de posguerra, en el que había numerosos edificios calcinados con ventanas rotas y cañerías destripadas. Protegidos de nuestros vecinos por el cuerpo privado de policía de la universidad, el segundo en número de Illinois, después del de la propia ciudad de Chicago, vivíamos en una burbuja. Sin duda, estábamos ante dos mundos. La misma sociedad cuyas élites eran exquisitamente sensibles a la menor señal de violación de derechos convivía con naturalidad con un desprecio cotidiano a los derechos más fundamentales, un desprecio que violentaba la sensibilidad más elemental.
El contraste, sin embargo, parecía pasar desapercibido entre los habitantes de la burbuja. Cierto es que yo, como cualquier turista accidental, tenía particularmente agudizados los sentidos. Quien está de paso no ha tenido tiempo de sedimentar y naturalizar comportamientos que son simples hábitos para los naturales. Pero lo cierto es que algo no cuadraba. No era lo único. Las discusiones universitarias en torno a la comparecencia del juez resultaban casi ininteligibles. No era solo un problema de mi precario inglés. Parecían filtradas por una lente distorsionadora. Omitían lo evidente y se perdían en extravagancias. Una vez más me acordé de las palabras que Gil de Biedma utilizó para referirse a cierto tipo de académico: «Uno de esos seres cultos, sensibles y elaboradamente tontos. Tiene presbicia intelectual: no ve jamás lo obvio, solo lo remoto y traído por los pelos. Carece de sentido común». La distorsión tenía su explicación. Y es que en las miradas había un componente de fondo cuyo exacto peso yo no alcanzaba a calibrar en aquel momento: la corrección política. Conocía su existencia, pero no hasta qué punto señoreaba la vida intelectual. De hecho, recuerdo sentirme perdido en muchas discusiones ante la aparición del acrónimo PC (political correctness), el cual era de uso generalizado en el campus pero, para mí, se limitaba al mundo de los ordenadores.
mí, se limitaba al mundo de los ordenadores. Las discusiones, si se las podía llamar así, cargadas de prejuicios, gastaban una faramalla que no me resultaba extraña por mis lecturas afrancesadas de juventud, pero que jamás había imaginado que pudiera prender en aquellas latitudes académicas tradicionalmente acostumbradas a tasar el sentido de las palabras. Cuando digo «el campus» no me refiero a los solventes departamentos de Teoría Social. Estos ni parecían enterarse de lo que se cocía. Recuerdo que por aquellos días asomó por allí el filósofo francés Jacques Derrida, padre intelectual de la locura posmoderna y uno de los mayores productores de farfolla filosófica de las últimas décadas. En los departamentos de Filosofía o Teoría Social, en particular en el Center for Ethics, Rationality and Society al cual yo estaba adscrito, y donde coincidían excepcionales cabezas (Russell Hardin, Jon Elster, Adam Przeworski, Cass Sunstein y Bernard Manin, entre otros) se lo tomaban a pitorreo. Pero Derrida, con su fatigosa cháchara, vacua en sus momentos más brillantes, cuando resulta inteligible, llenó durante varios días consecutivos.
Sí, definitivamente, aquello era una burbuja. En un limitado espacio coincidían las desigualdades sociales más brutales y las reflexiones pretendidamente revolucionarias, las cuales carecían no ya del menor afán de verdad, sino simplemente del más elemental principio de realidad y, sin embargo, marcaban la pauta y el tono de la academia, ante la indiferencia y la irresponsabilidad de los investigadores serios. Aquello pintaba mal. Si la izquierda seguía por esa senda, no era difícil anticipar lo que podía llegar a suceder, lo que finalmente ha sucedido: la aparición de un nuevo oscurantismo revestido de progresismo, que sustituye los argumentos por la intimidación. Y la previsible reacción. Para que vean que no recreo retrospectivamente la historia, me permito la autocita de un texto escrito por entonces y recogido en este libro:
No, la Norteamérica de Perot no acabó con Perot. […] Siempre aparecerán políticos dispuestos a proporcionar carnaza demagógica y soltar las amarras reaccionarias de la clase media, cuyo antirracismo arranca más del conformismo que del convencimiento. Acaso las cosas no gusten pero están así. Las patologías de la hipocresía son imprevisibles. No hay fanático más cerril que aquel que descubre la pobreza de las razones que le impedían sentir lo que quería sentir. Encontrar que las perversiones contenidas son el camino de la salvación es el principio de la barbarie, y cuando la víscera reaccionaria deja de doler y se instala en la buena conciencia, lo peor empieza a suceder.
No creo que me equivocara mucho. Si acaso, a la baja. La izquierda ha ahondado ese camino. En este libro reúno trabajos de procedencia y naturaleza muy diferentes, los cuales, de diversas maneras, describen y analizan tal evolución. He utilizado distintas calificaciones para referirme a esa «nueva» izquierda: «infantil», «reaccionaria» o «zombi». Cuando remato el libro con este prólogo, si tuviera que quedarme con una, no sin estremecimiento, hablaría de «izquierda antiilustrada».
He agrupado los textos en tres partes: en la primera se recogen aquellos que, en algún sentido, se ocupan de la historia reciente y de los principios que fundaron el socialismo; en la segunda, los que repasan algunas propuestas de renovación ideológica, y en la tercera, las críticas a esa reciente evolución de la izquierda que se concreta en simpatías directamente reaccionarias: por el nacionalismo y las religiones. El libro se cierra con un inventario de algunas hechuras y tendencias que muestran la vaciedad ideológica de tal evolución. Los capítulos van precedidos de una larga introducción que, aunque recoge parcialmente algún texto ya publicado, se ha escrito para este volumen y oficia como bastidor de la argumentación.
Félix Ovejero Barcelona, septiembre de 2018
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Crítica a "La deriva reaccionaria de la izquierda", de Félix Ovejero
No deja de ser sugerente reseñar este libro, editado en 2018, en una coyuntura como la del 2020, en medio de cuarentenas mundiales en las que parece que todos hemos sido estatizados –reducidos por parte de los estados y sus expertos a meros portadores de salud física, cuya tutela acaba también siendo expropiada por aquel– que conviven en perpetua paradoja con cientos de manifestaciones de Black Lives Matter y, más aún, mientras España es gobernada por una amplia coalición que reúne de forma directa o indirecta todos los matices de la izquierda reaccionaria que este libro tan sagazmente analiza. El correo peruano y otras desgracias semejantes ocasionaron esta demora, que, bien mirada, ha sido providencial, pues permite aquilatar el valor prospectivo del texto y observar sus aciertos descriptivos con ejemplos políticos e históricos presentes, a veces demasiado presentes.
Sorprende, asimismo, la relativamente modesta recepción del libro en España y en Latinoamérica. De haber sido publicado en el ámbito anglosajón y francés, un estudio sobre este tema y de tal audacia habría dado pie a muchos comentarios de diversa índole, tanto en la prensa como en el mundo académico. Pero parece que en las «trincheras indoloras» de la academia de nuestros países –para aplicar la expresión feliz con el que el autor califica los nidales de la pintoresca izquierda posmoderna norteamericana (p. 112)–, los sectores hegemónicos izquierdistas siguen temiendo las miradas heréticas, lo que de antemano confirma una de las tesis iniciales del autor: la puerilidad convertida en doctrina y la política como pura expresión de deseos, señal de la deriva adolescente de la izquierda (pp. 22-35). El adolescente, narcisista por excelencia, tiende a no aguantar demasiado la mirada crítica pero serena a sus comportamientos, a veces inexplicables, contradictorios e incluso autodestructivos.
Para un latinoamericano, la izquierda reaccionaria actual no presenta, en cambio, mayor sorpresa. Desde el tiempo en que un joven Eric Hobsbawndescubría con espanto en 1952 que los líderes de la revolución boliviana, aliados de diversos marxistas locales y destructores de la rosca oligárquica minera y terrateniente, no ocultaban su admiración por Hitler y Mussolini mientras se proclamaban sin ningún empacho izquierdistas (1) , hasta la teología de la liberación –mitología política que llevaría a figuras como Hélder Câmara o Ernesto Cardenal de sus aurorales compromisos integralistas y falangistas, respectivamente, a ser compañeros de ruta del marxismo leninismo más clásico–, hemos estado acostumbrados a observar, al lado izquierdo del campo político, un abandono perpetuo de cualquier racionalidad política (sea aristotélica o ilustrada)en aras de identitarismos völkisch, romanticismos, irracionalismos y teologías de toda índole. Incluso Bolívar, el fenómeno fundacional de la tradición republicana latinoamericana, estuvo envuelto de tal ambigüedad voluntarista en su acción jurídico-política y en su pensamiento que incluso hoy origina interpretaciones absolutamente opuestas (2). Otra figura fundacional, el marxista peruano José Carlos Mariátegui (1892-1930) fue incluso más lejos: reivindicó de manera explícita y sin ambages la necesidad de crear un marxismo mítico y antipositivista, que bebiera del élan heroico y voluntarista de un Nietzsche, de un Sorel e incluso de los agonismos líricos de Miguel de Unamuno(3).
Sin embargo, la realidad que Ovejero disecciona en este libro es aún más extraña, porque, a diferencia de la izquierda reaccionaria posmoderna actual, la izquierda reaccionaria latinoamericana tradicional, por lo menos en el ámbito de la praxis de la transformación social, se mostraba más sólida, efectiva y fuerte. Incluso –y por mencionar un ejemplo de la más grotesca realpolitik– una figura como Perón, a veces maoísta, a veces mussoliniano, podía confiar en que la ambigüedad mítica e irracionalista de su discurso podía servir para cohesionar un movimiento heteróclito hasta el absurdo con el objeto, más bien clarísimo, de tomar el poder y perpetuarse en él. En cambio, la túnica multicolor de la izquierda posmoderna, como lo demuestra abundantemente Ovejero, se manifiesta absolutamente entorpecida para una praxis política transformadora real e incapacitada, más allá de serendipias y loterías diversas de regímenes parlamentarios, para la toma del poder. Es una izquierda reaccionaria risible y en trance de perpetua autodestrucción, que vive al amparo de intereses a veces bastante oligárquicos.
Sea lo que fuere, el objeto del análisis de Félix Ovejero ya ha sido esbozado, de cierta manera, en otros textos recientes. Tenemos, por citar algunos ejemplos, el urticante La izquierda feng-shui. Cuando la ciencia y la razón dejaron de ser progres, de Mauricio-José Schwarz(4) y las múltiples reflexiones de Carlos Fernández Liria orientadas a reivindicar para la izquierda las banderas de la tradición ilustrada (5). La deriva reaccionaria de la izquierda se aleja tanto del vuelo volteriano de Schwarz, mordaz pero en ocasiones insustancial, como de las propuestas de Fernández, más entroncadas en el ensayo filosófico y en el debate con pensadores específicos, antes que en el análisis de campos más difusos como la cultura y praxis políticas contemporáneas. Esta equidistancia entre el libelo y el texto puramente académico, otorga al libro una cualidad abierta que lo beneficia.
El libro se abre con una imagen que recuerda el famoso pasaje de The Closing of the American Mind, en que un joven Allan Bloom se sorprendía al encontrar en los campus de la universidad de Chicago edificios diseñados específicamente para el conocimiento, sin ninguna finalidad utilitaria ulterior (6). Pero aquí ya no estamos en 1945, sino en 1991 y un joven Félix Ovejero, en estancia académica en esa misma universidad, se sorprende más bien de la gravísima preocupación de los académicos progresistas por las audiencias en el Senado que investigaban las acusaciones de acoso sexual contra el juez conservador afroamericano Clarence Thomas, candidato a la Corte Suprema: «[t]odo esto sucedía en Hyde Park, el campus universitario enclavado en mitad del barrio negro, uno de los más pobres y miserables de Estados Unidos, un paisaje devastado, como de posguerra (…). Protegidos de nuestros vecinos por el cuerpo privado de policía de la universidad, el segundo en número en Illinois (…), vivíamos en una burbuja. Sin duda estábamos ante dos mundos. La misma sociedad cuyas élites eran exquisitamente sensibles a la menor señal de violación de derechos convivía con naturalidad con un desprecio cotidiano a los derechos más fundamentales, un desprecio que violentaba la sensibilidad más elemental» (p. 15). Parecía ser que en cincuenta años la «mente» americana había acabado por cerrarse totalmente a la realidad.
El libro está dividido en cuatro partes: una introducción titulada Una izquierda contra la razón política, que se ocupa de un diagnóstico inicial del problema y que, según creo, posee el mayor peso argumentativo y retórico de todo el libro; una primera parte, en la que se hace una revisión del pasado, tanto reciente como remoto de la izquierda y sus principios; una segunda, en la que se analizan diversas propuestas y balances para la izquierda, centradas en reivindicar la promesa ciudadana de la democracia y la libertad común y un estado de bienestar reformado en torno a la renta básica; después, una sección titulada Desvaríos, orientada a analizar determinadas «heterodoxias» y contradicciones de la izquierda actual con sus propios principios y «tradición» histórica (por ejemplo, la fascinación nacionalista y la alianza con ciertas religiones) y finalmente concluye con una reafirmación del diagnóstico de la crisis de la izquierda y un juicio sobre las diversas explicaciones que se esbozan al respecto.
Todos los capítulos, con excepción de la introducción, son adaptaciones o reproducciones de textos previos del autor publicados en distintos medios académicos. Y este detalle es bastante revelador, pues es precisamente la introducción –Una izquierda contra la razón política–, el texto expresamente redactado para La deriva reaccionaria, que nos parece el más logrado y sutil. Por el contrario, los demás ensayos tienen una relación más elástica con el tema del libro, especialmente el último –Religión y democracia deliberativa– que, al margen de su interés indudable, podría sin ningún problema ser suprimido del libro y no perjudicarlo en nada. Volveremos sobre ese punto más adelante.
El diagnóstico inicial del libro es el siguiente: «la izquierda se ha alejado de los puntos de vista ilustrados para recalar en otros característicos del pensamiento conservador. De hecho, en más de una ocasión ha acabado por defender tesis estrictamente contradictorias con las que dotaron de identidad a la izquierda» (p. 24). Más allá del gran caveat que debe depararnos el uso de conceptos difusos como ilustración -¿cuál? ¿la de Voltaire, la de Kant o la de Rousseau? –o «pensamiento conservador», queda claro que, para Ovejero, la izquierda ha acabado por asumir puntos de vista contrarios a sus propios principios y tradición.
Voltaire
Seguidamente, bajo el título de La mirada adolescente, analiza en cinco puntos bien perfilados las señas más evidentes de ese descarrío, originado en mayo de 1968 con la transformación de la puerilidad en doctrina y donde la política «se muda en pura expresión de deseos» (p. 22). El primero es el «voluntarismo/moralismo: la voluntad como principio y solución», que consiste en considerar que, en política, no hay separación entre «voluntad y consumación, entre querer y poder» (p. 28). De ahí nace una de las estrategias retóricas –que, en estos tiempos, parecen reemplazar a lo político– más comunes de la izquierda «reaccionaria»: «quienes defienden otras opiniones no lo hacen por sincero convencimiento sino por mala fe, por razones espurias, como la defensa de privilegios, y, por tanto, tienen una (peor) calidad moral que los descalifica como interlocutores» (p. 28). El autor ha desnudado de manera acertada uno de los puntos de vista/estrategias mediático-retóricas más difundidas de la izquierda actual, tan arraigada en su praxis y cultura política que ha acabado por exigir una teoría (el feminismo radical y enfoques de género análogos) y que ha dado derecho de ciudadanía al argumentum ad hominem y a la exclusión intolerante que reduce todo diálogo posible solo al entablado en torno a aquellos que posean un certificado de conducta doctrinal emitido por el ideólogo de turno.
El segundo punto es la «miopía: el difuminado de problemas y dilemas», representado por la manera cómo «[l]os retos y las encrucijadas morales o políticas se desdibujan con mampostería palabrera y postureo» (p. 29). El tercero consiste en el «perfeccionismo paralizador: el contrafáctico impoluto» que lleva a una idealización que nunca se pone a prueba y en la que no caben los matices, sino solo los juicios sumarios, que imposibilitan el «conocimiento realista, particularizado» y, en consecuencia, la acción: «[y] como los contrafácticos no tienen freno, toda legitimidad puede reducirse a escombros. No hay nada que salvar. Ni del pasado ni del futuro, porque, por lo mismo, siempre se podrían haber hecho mejor las cosas. Si de aquí a dos décadas se adelanta el voto a los quince años, deberíamos considerar ilegítima cualquier decisión actual. Entregados a un desatado mundo subjuntivo, podemos destripar cualquier cosa, pasada, presente o futura» (p. 31). Así se entiende, por ejemplo, la facilidad con que la izquierda posmoderna califica de «ultraderechista» o incluso «fascista» a cualquiera que se haya quedado en postulados que hace diez años eran calificados por sus mismos inquisidores como centristas, opinables o incluso reformistas.
El cuarto punto es el «sentimentalismo: las emociones suplen a los argumentos». Allí, en otro acierto fundamental, Ovejero analiza la manera cómo, para la izquierda actual «el sentimiento oficia como principio último. Se atribuye calidad moral a la emoción, que resulta valiosa por sí misma y no necesita justificación ulterior» (p. 32), con el fin de liberarse de responsabilidad, evitar la discusión e imponer el silencio. Ante esto, Ovejero fulmina con mucho sentido común: «los sentimientos no legitiman ninguna reclamación ni, por ende, ningún derecho» (p. 33). Esta obviedad es, en nuestros tiempos, una obviedad peligrosa, pues puede colocar a su autor en el patíbulo de los «supremacistas» o de los «homófobos» en algunos medios académicos y periodísticos, copados por izquierdistas reaccionarios y que no son precisamente marginales. Más aún: «[p]uedo sentirme Napoleón y, por tanto, puede resultar verdadero que “me siento Napoleón”. Pero eso no prueba que sea Napoleón, sino que tengo algún trastorno. El hecho que me sienta Napoleón no me convierte en él. Solo en el caso de Napoleón el sentimiento se corresponde con la realidad. El sentimiento no prueba nada más que la existencia del propio sentimiento» (p.31).
Finalmente, el último punto de descarrío es el «anticientificismo: la naturaleza no existe. Cualquier mención a la biología se entiende como una resignación. La naturaleza se ve como aceptación y atadura» (p. 34) cuya «expresión más consumada y radical es la mencionada estigmatización de investigaciones consideradas incómodas, que ha cuajado en la corrección política, en la consolidación de un nuevo puritanismo que pone en peligro la libertad de expresión y hasta de cátedra» (p. 35).
Este diagnóstico sistemático y agudo al describir el descarrío de la izquierda posmoderna es, según mi entender, el mayor acierto del libro. Seguidamente, el autor pasa a revisar las líneas programáticas más clásicas de la izquierda tradicional –como la confianza en la expansión de las fuerzas productivas como motor de la emancipación social (p. 37), el profundo desprecio por el nacionalismo cultural identitario y la crítica a las religiones como viveros de irracionalidad y la lucha por la razón (pp. 38-39)– y a contrastarlas con el discurso y praxis de la izquierda reaccionaria actual, que desconfía de la ciencia y de la producción, tiende a simpatizar con ciertas religiones y sacrifica la noción republicana ilustrada, basada en una comunidad jurídica, por mitos nacionalistas culturales identitarios. Ahí es cuando la reflexión se complejiza y se hace menos cristalina y más discutible (lo que, bien mirando, no es tan malo).
Por ejemplo, Ovejero señala que, frente a la idea de la «república única e indivisible» que se origina en la Revolución francesa y que inspiró «las revoluciones democráticas» e incluso el programa de la Liga de los Comunistas de Marx alrededor de 1848, el «pensamiento conservador en su vertiente más reaccionaria, la que conduce por vía directa desde algunas variantes del Romanticismo y sobre todo de la escuela histórica del derecho (explícitamente antiilustrada e irracionalista) hasta el nazismo, defenderá a comunidades políticas basadas en identidades/esencias/espíritus del pueblo (Volkgeist) impermeables a las mudanzas del tiempo, donde las leyes, sedimento de la tradición, se calibrarían por su ajuste a dichas identidades» (p. 46). La izquierda actual, en su acercamiento al nacionalismo identitario, habría acabado acercándose a posiciones semejantes. Sin embargo, si se revisa, incluso superficialmente, la historia de las ideas europeas en el siglo XIX, se verá claramente que «el pensamiento conservador en su vertiente más reaccionaria» no solo no era partidario del nacionalismo, sino era profundamente antinacionalista. La figura representativa de la acción política «más reaccionaria» era la del príncipe de Metternich, gran cosmopolita auspiciador de iniciativas como la Santa Alianza y los sistemas de congresos contrarrevolucionarios. Los llamados absolutistas no entendían la comunidad política como una identidad centrada en un volkgeist, sino como una comunidad multiétnica unificada por la lealtad dinástica y, hasta cierto punto, por la religión, en un horizonte donde conservar tanto la paz interna como el equilibrio internacional eran los objetivos más importantes. Donoso Cortés, por su parte, veía en la política una necesaria defensa del orden contra revolucionarios que, sean liberales, nacionalistas o socialistas, pretendían realizar masivos experimentos sociales que no eran más que teologías políticas secularizadas con un correlato necesariamente tiránico y sangriento. Esos eran los representantes del «pensamiento conservador en su vertiente más reaccionaria» entre 1789 y 1848, que es el periodo al que el autor se refiere en ese pasaje. Más bien el estudiante liberal-nacionalista (como se solía decir en Alemania) que asesinó al escritor reaccionario Kotzebue (1819) provocando los decretos de Carlsbad, así como las masas juveniles revolucionarias del Vormärz y la Hambacher Fest estaban más cerca de los jacobinos que de los reaccionarios y conservadores de aquel tiempo. Ya el abateBarruel había señalado con agudeza la pronta deriva xenófoba violenta de la Revolución francesa en armas. Además, la prolífica progenie de Kant, representada por Fichte (influencia fundamental en el nacionalismo germánico ulterior), Schelling y Hegel saludó con alegría la Revolución, como una ocasión para concretar profundos anhelos de reconciliación entre el individuo y la colectividad. Incluso Hegel en sus tiempos de mayor moderantismo seguiría saludando aquel acontecimiento como el orto de un nuevo mundo. Así que ni los «conservadores más reaccionarios» eran nacionalistas, ni el nacionalismo identitario estuvo lejos de la «nación única e indivisible» y de otros ideales republicanos reivindicados por la Revolución francesa, cuyos principios y mitología el autor parece reverenciar demasiado; más bien parece existir entre ellos un cierto parentesco complejo y contradictorio pero notorio (7).
Otro aspecto digno de discusión en el libro es el problema religioso. Para el autor, el precio a pagar para que la religión pueda sobrevivir en una democracia es el decaimiento de su vocación pública (p. 44), que para él es a tal punto esencial que cualquier religión que recorriese ese camino «dejaba de ser religión» (p. 45). Aquí tenemos un olvido de la condición supraterrenal del discurso religioso que no solo puede prescindir de la puesta en acto de una vocación pública –sin que eso signifique un menoscabo de su llamado universalista–, sino que también, como señala Eric Voegelin, provoca, en el caso del cristianismo, una desdivinización de lo político que originaría las libertades políticas occidentales mientras que más bien la redivinización del mundo, nacida la modernidad secularizante, sería el caldo de cultivo del totalitarismo. En el capítulo Religión y democracia deliberativa que, como ya señalamos, tiene una relación remota con el tema del libro y podría ser totalmente prescindible, las afirmaciones audaces y a veces controvertibles acompañan a un interesante repaso de las posiciones de pensadores como Rawls, Habermas, Ratzinger e incluso del fascinante filósofo analítico calvinista Alvin Plantinga, escasamente conocido en el mundo hispánico. La tesis del autor es que la democracia deliberativa en su sentido más fuerte es incompatible con la religión en su sentido más pleno y que para que exista una convivencia alguna debe de ceder. Más allá del valor de tan sugerente tesis, nos parece un error tomar a toda religión, incluso a las del tronco abrahámico, como si se tratase de un fenómeno casi en todo semejante, sin notar que hay diferencias notorias y esenciales. Por otro lado, su juzgamiento del pensamiento de Pío IX y del de Ratzinger olvida conceptos interpretativos imprescindibles para cualquiera que desee acercarse a las doctrinas sociales y políticas católicas, como la distinción entre orden natural y sobrenatural, la noción de bien común, la sociabilidad natural del hombre y la dimensión de la salvación no solo pística, es decir, referida a la fe, sino, por sobre todo, sacramental, en el caso católico. Así, por ejemplo, la exclusividad salvífica que la doctrina tradicional católica atribuye a la Iglesia, que el autor analiza (p. 338), no es señal principalmente de un rechazo político al pluralismo, sino de una constatación de que el hombre sin la gracia sacramental es incapaz de alcanzar un fin que, ni por justicia natural ni por puro conocimiento, le corresponde, sino que es un regalo absoluto divino: la visión beatífica. Así, incluso en figuras como Jacques Maritain la creencia teológica en la exclusiva necesidad de los sacramentos católicos para la salvación podía convivir con un pluralismo político bastante amplio (más allá, claro está, de la valoración que sus teorías de la nueva cristiandad puedan despertar). Porque las realidades incomunicables y misteriosas del orden sobrenatural no aniquilan el orden natural y su consistencia relativa.
Pasar por alto estos matices lleva al autor a considerar que para Pío IX, el mismo papa que condenó el fideísmo en el Concilio Vaticano I, «los mandatos de Dios son la única fuente de moralidad» (p. 348). La condena piana a la doctrina que considera la libertad religiosa como un derecho fundamental del hombre tenía, aunque se ignore, un fundamento que sus defensores pretendían encontrar también en una reflexión racional natural y no revelada: siendo que, en la tradición clásica, todo derecho implica un bien, hablar de un derecho vano, es decir, referido a un objeto indeterminado y difuso como la libertad religiosa entendida como búsqueda indiferente in fieri y no a un bien definido sería absurdo. Por tanto, no habría un derecho natural a la libertad religiosa, a lo sumo un derecho positivo a la tolerancia de cultos en sociedades plurirreligiosas en aras de preservar la paz. Al margen de la valoración que suscite esta explicación, está lejos de ser una mera manifestación de la voluntas ordinata revelada e incuestionable de Dios en un texto sagrado, como es el caso de la sharia coránica. Algo semejante ocurre en su audaz afirmación de que existiría una contradicción entre la constitución del Vaticano II Lumen Gentium, especialmente en su punto 16, y la declaración Dominus Iesus, firmada por el cardenal Ratzinger en 2002 (p. 339). Antes que saber si podría haberla (debate que no sería para nada extraño pues la multivocidad y bicefalia de los textos conciliares dan para entrampamientos semejantes), creo que es imprescindible entender que la Lumen Gentium es un texto esencialmente eclesiológico y que la Dominus Iesus reflexiona sobre la sacramentalidad salvífica de la Iglesia, así que podría ser que estén diciendo las mismas cosas pero desde distintos ángulos. Sea lo que fuere, esta excursión del autor en los mares turbulentos de la religión parece no estar tan vinculada al objeto de su libro e incluso lo expone a cometer algunos gazapos mínimos (en algún momento del libro encontramos una confusión de Píos –entre el IX y el X, p. 318), y al cardenal Richelieu combatiendo al lado de luteranos suizos durante la guerra de los treinta años (nota 77, p. 352) ¿No se tratará, más bien, de los suecos de Gustavo Adolfo?).
Un interesante camino reflexivo no explorado por el autor es la posibilidad de que la «mirada adolescente» de la izquierda posmoderna y sus descarríos irracionalistas obedezcan no a un repentino e inexplicable cambio de agujas en 1968, sino al proceso de cambio de base social de la izquierda occidental, nacido tanto del ascenso social del proletariado a la clase media como de la opción marcusianapor el «el substrato de los proscritos y los “extraños” [cuya] oposición es revolucionaria incluso si su conciencia no lo es. Su oposición golpea al sistema desde el exterior y por tanto no es derrotada por el sistema; es una fuerza elemental que viola las reglas del juego y, al hacerlo, lo revela como una partida trucada» (8). Quizá a una base social extraña de estudiantes y estetas adolescentes e intelectuales juvenólatras le corresponda también una epistemología extraña que justifique una praxis sentimentalista e irracional. Si bien es cierto que achacar los descarríos de la izquierda actual a la ya vetusta Escuela de Frankfurt se ha convertido en un cliché, hay que evitar que ignorar su influencia acabe por convertirse en otro.
El autor ofrece también algunos horizontes de reflexión y acción para remediar este descarrío: urge volver a la racionalidad práctica, a través de una distinción entre principios y objetivos sólidos y coherentes y procedimientos flexibles, sujetos a constante revisión (pp. 61-75), teniendo siempre presente que «[n]o tenemos por qué abandonar la vieja confianza ilustrada en que la razón y la buena ciencia constituyen el mejor comienzo para ordenar con más decencia la vida compartida» (p. 186). Quizá a alguno esta propuesta le parezca inasumible, ingenua e incluso arbitraria. ¿No será querer recluir a la tradición revolucionaria occidental en sus estadios originales dieciochescos un intento de atar el sol o arar en un río heracliteano, en perpetua y necesaria contradicción? Pero nadie debiera exigir un peso mayor a las propuestas constructivas en libros eminentemente críticos, especialmente en una coyuntura en que el buenismo y la autocensura en los medios académicos nos privan de tan importantes instancias reflexivas. En conclusión, La deriva reaccionaria de la izquierda manifiesta una agudeza y, por sobre todo, un gran valor moral, especialmente por ser el autor una persona que se considera izquierdista. Una prueba palpable de ambas características es una reflexión de 1994 referida al racismo en los Estados Unidos y que quizá en nuestros extraños y tumultuosos días podría arrojar a su autor al ostracismo: «Inexplicablemente, la sociedad norteamericana se manifiesta poco racista. Lo sucedido en Los Ángeles en 1992, a contrapelo de las interpretaciones más urgentes, mostró el sentido exacto de este juicio. En un escenario racista, la secuencia de los acontecimientos hubiera sido diferente. Después de la violenta reacción de la comunidad negra ante una injusta sentencia, cabía prever una penalización global contra “los negros”, que no se produjo. El racismo consiste en eso: en tomar al individuo como responsable de las acciones de un grupo con el que comparte algún rasgo étnico. Si algún racismo afloró en aquellos días de abril, hay que buscarlo en las acciones de los vecinos negros. Los blancos asesinados lo fueron por el simple hecho de serlo. No hubo reacciones semejantes contra la población negra (…). Los problemas son otros, y ese racismo que no llega resume buena parte de las patologías de una cultura castradora que desatiende los datos, acartona las formas y, terriblemente, puede confirmar el viejo adagio dialéctico de que la historia avanza siempre por su peor lado» (p. 117).
Nada más exacto ni más profético en 2020.
La Izquierda Reaccionaria
NOTAS
* El Autor, César Félix Sánchez Martínez, es profesor de la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa (Perú)
1 Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, Buenos Aires, Crítica, 1998, p. 140.
2 Cfr. José Carlos Mariátegui, El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy, Lima, Empresa Editora Amauta, 1950. Curiosamente Erik von Kuehnnelt-Leddihn, en su incisivo Leftism. From de Sade and Marx to Hitler and Marcuse (New Rochelle, Arlington House, 1974) localiza los orígenes de la New Left estadounidense (madre de la izquierda posmoderna actual) en el movimiento de Córdoba y en la agitación estudiantil de «the young Victor Raul Haya de la Torre (later to become the leader of the leftist APRA)» (p. 373). La posibilidad de rastrear los orígenes de la izquierda reaccionaria actual en literatos latinoamericanos patricios de inicios del siglo XX en perpetua crisis de identidad podría ser bastante sugerente.
3 Compárese el Bolívar leninista avant la lettre del Partido Socialista Unido de Venezuela con el ya clásico Bolívar conservador de Víctor Andrés Belaunde, Bolívar y el Pensamiento Político de la Revolución Hispanoamericana, Lima, JOOM, 1983.
4 Mauricio-José Schwarz, La izquierda feng-shui. Cuando la ciencia y la razón dejaron de ser progres, Barcelona, Planeta, 2017.
5 Como por ejemplo El marxismo hoy. La herencia de Gramsci y Althusser, Madrid, Batiscafo, p. 2015.
6 Allan Bloom, The Closing of the American Mind, New York, Simon & Schuster, 1987, p. 243.
7 No es difícil descubrir, incluso por confesión explícita de sus ideólogos, al fascismo y al nazismo como una aufhebung del Risorgimento y de la tradición nacional-liberal austríaca y alemana que fueron, a su vez, aufhebung del legado revolucionario francés. Como un vestigio de las alineaciones políticas tradicionales en el antiguo mundo habsbúrguico, hasta hace no mucho era común que liberales laicistas y post-nazis austríacos militasen en el mismo partido (el famoso Freiheitliche Partei Österreichs).
8 Herbert Marcuse, El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada, Barcelona, Seix Barral, 1971, p. 285.
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