«De la obligación de las promesas», por David Hume

De la obligación de las promesas

 

Tratado de la naturaleza humana

Ensayo para introducir el método del razonamiento experimental en los asuntos morales

David Hume

De la obligación de las promesas

 

David Hume nació en Edimburgo el 20 de abril de 1711 y descendía de una distinguida familia escocesa. Estudió en la Universidad de su ciudad natal. Con el fin de curarse de una melancolía, resultado del agotamiento producido por un excesivo trabajo mental, intentó hacerse comerciante, lo que le proporcionaría una vida de cambio y movimiento; sin embargo, muy pronto le desagradó esta profesión y marchó en busca de salud a Francia, donde, ya restablecido y retirado en el campo, escribió el TRATADO DE LA NATURALEZA HUMANA (el tomo I y II, publicados en 1739, el tomo III en 1740).

De esta obra de juventud esperaba Hume un gran éxito; sin embargo, fue acogida por el público con absoluta indiferencia. Publicó en seguida, tratando de lograr una forma más popular de exposición, los Ensayos morales y políticos (tomo I, 1741-1742; tomo II, 1742), que lograron gran aceptación no sólo en Inglaterra, sino también en Francia. Intentó entonces refundir su TRATADO para hacerlo más accesible; la primera parte del TRATADO dio así lugar a la Investigación acerca del espíritu humano (1748).

Ya no se hallaba Hume en Inglaterra cuando salió a luz este libro; como secretario de Embajada se dirigía a Viena y Turín. El viaje que para llegar a estos puntos hizo, atravesando Holanda y Alemania, nos lo ha dejado descrito en interesantes cartas. Regresó a Inglaterra en el mismo año (1748).

La tercera parte del TRATADO fue ahora refundida con el título Investigación acerca de los principios de la moral (1751). Se publicaron después sucesivamente y con la fecha que se indica: Discursos políticos (1752); Historia de Inglaterra (1754-1762), escrita con ocasión de ser por algún tiempo bibliotecario de la Facultad de Derecho de la Universidad de Edimburgo, lo que le proporcionó medios para ello; Cuatro disertaciones (Historia natural de la Religión y los tres tratados insignificantes: Las Pasiones, La tragedia, El criterio del gusto) (1757). Los Diálogos sobre la religión natural, escritos en su período de actividad filosófica, fueron publicados, por disposición testamentaria, después de su muerte, por temer Hume la hostilidad que contra él despertarían (1779).

Finalizado el período de su vida que hemos indicado (hasta el 1763), Hume había terminado su labor filosófica e histórica para no emprenderla de nuevo. Pasó algunos años al servicio del Estado (1763-68). Fue entonces secretario de Embajada en París, donde la alta sociedad y los filósofos le recibieron triunfalmente, como uno de los más altos representantes del iluminismo (el movimiento de libertad espiritual que culmina en el siglo XVIII). Hume nos ha dejado en sus cartas la expresión de su admiración por Francia.

De esta época data su amistad con Rousseau, a quien admiraba y a quien después, acogedor, llevó a Escocia; más tarde rompió con él lamentablemente por su incomprensión de la ruina patológica mental del gran ginebrino. Los últimos años de su vida, en el auge de su celebridad, los pasó este escocés de corazón en Edimburgo. Allí le llegaron las noticias de la sublevación de Norte América; con un generoso espíritu simpatizó idealmente con los insurrectos: Inglaterra debía permitirles gobernarse como quisiesen.

Poco antes de morir escribió una breve y atractiva autobiografía (Mi propia vida, publicada en 1777). Después de haber sufrido con ánimo tranquilo una larga enfermedad, jovial y sereno, con el «brillo solar de las almas» del que había hablado, dejó esta vida el 25 de agosto de 1776. Todo para él no fueron satisfacciones; dos veces intentó ser profesor, la primera, en Edimburgo; la segunda, en Glasgow, y ambas veces la oposición de los espíritus reaccionarios y obscuros le negaron la entrada en la Universidad y que tanto codiciaba. Hay que tener en cuenta que Hume, externamente, jamás rompió con su iglesia.

El TRATADO DE LA NATURALEZA HUMANA, que ahora se presenta por primera vez vertido al castellano, es la expresión más total y decidida de su filosofía y puede considerarse, por lo tanto, como su obra capital. Comprende la teoría del conocimiento, la psicología de los sentimientos y la moral y está lleno de alusiones a los otros dominios.

Hume se halla en la culminación de la serie de los empiristas ingleses: Bacon, Locke, Berkeley. Filósofo del iluminismo, se sitúa frente a toda metafísica, que no es más que un cúmulo de fantasías y sutilidades, y frente a las religiones, que son en su totalidad formas históricas de supersticiones, restos de un obscuro pasado. Su filosofía quiere buscar una base sólida y se dirige a la experiencia, que no puede ser más que la experiencia psicológica.

En su decidido análisis de la vida mental que se mueve siempre en una actitud de crítica de las ideas tradicionales, llegó a lo que, enfocando esta experiencia como él la enfocaba, debía llegar: a un escepticismo moderado (Positivismo crítico según Riehl), del que él mismo se decía partidario. Es cierto que su consideración del espíritu se halla falseada por preocupaciones provenientes de falsas analogías con la ciencia de la naturaleza y que reposa en un esquemático sistema de asociaciones; su mérito, aparte de haber ensayado una solución fundamental de los problemas filosóficos de un modo clásico, está en haber afrontado el problema y haber fecundado así toda la filosofía posterior.

Añádase a esto que, para Thompsen, Hume ha sido el creador de la moderna ciencia de las religiones. Él ha sido el primero que explicó, mediante la psicología, la esencia, origen y evolución de las creencias religiosas, partiendo de las más inferiores hasta llegar a las superiores. A pesar de su fingida ortodoxia, era en el fondo hostil a las concepciones cristianas; rechazó los milagros como contrarios a las leyes naturales, y ante la inmortalidad del alma se situó escépticamente.

La religión fue vista por Hume desde fuera; no pertenecía, como en Rousseau, a lo más íntimo de su vida, y por esto la convirtió en objeto de ciencia. De todo punto coincidía con los círculos iluministas que había frecuentado en París: era inútil instruir a las masas en cuestiones de que no entendían, y más valía guardar las formas para conservar la libertad.

Hume ha influido en el empirismo posterior y hasta en corrientes ajenas a él. Despertó a Kant de su «sueño dogmático» (como este último mismo dice) y le llevó indirectamente, pues, a su filosofía crítica. Es interesante que Tomás Reid, el filósofo escocés del sentido común, que, como es sabido, representa una reacción total contra el espíritu de Hume en filosofía y que se sitúa en contra del excesivo análisis en favor del buen sentir de los hombres, del «sentido común», que sólo hay que legitimar de un modo filosófico, envió a aquél su obra capital Investigación del espíritu humano, rogándole que le expusiese su opinión acerca de ella. La carta que sobre este asunto escribió Hume no se refiere más que a detalles externos; no así la respuesta de Reid, llena de respetuosa admiración.

VICENTE VIQUEIRA

 

Iluminismo Escocés

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Parte Segunda

De la Justicia y la Injusticia

Sección V

De la obligación de las promesas

Los hombres, siendo naturalmente egoístas o dotados tan sólo de una generosidad limitada, no son llevados fácilmente a realizar una acción en provecho de los extraños excepto cuando esperan alguna ventaja recíproca que no creen podrían alcanzar más que por dicha acción.

Ahora bien: como frecuentemente sucede que estas acciones recíprocas no pueden terminar al mismo momento, es necesario que una parte se contente con permanecer en la incertidumbre y que dependa de la gratitud de la otra en lo que respecta a una afección recíproca.

Pero es tan grande la corrupción entre los hombres, que esta seguridad, hablando en general, es muy insuficiente, y como el bienhechor se supone que concede sus favores considerando su propio interés, esto libra de la obligación y da un ejemplo de egoísmo, que es la madre de la ingratitud.

Por consiguiente, si siguiésemos el curso natural de nuestras pasiones e inclinaciones llevaríamos a cabo pocas acciones ventajosas para los otros desde puntos de vista desinteresados, porque naturalmente, nos hallaríamos muy limitados en nuestro interés porque no podríamos esperar nada de su gratitud.

Por David Hume

 

Que la regla de la moralidad que impone el cumplimiento de las promesas no es natural aparecerá suficientemente claro partiendo de las dos proposiciones que yo probaré ahora, a saber: que la promesa no es inteligible antes de que las convenciones humanas la han establecido y que si fuese inteligible no iría acompañada de ninguna obligación moral.

Digo primeramente que una promesa no es naturalmente inteligible ni anterior a las convenciones humanas y que un hombre que no conozca la sociedad no podrá contraer obligaciones con otro aun cuando pueda percibir el pensamiento de otro por intuición. Si las promesas fuesen naturales e inteligibles debería existir algún acto del espíritu que acompañase a las palabras «yo prometo», y sobre este acto del espíritu debería reposar la obligación. Indaguemos todas nuestras facultades del alma y veamos cuál interviene en nuestras promesas.

El acto del espíritu expresado por una promesa no es una resolución para realizar algo, pues esto jamás impone una obligación. No es tampoco un deseo de una realización, pues podemos obligarnos sin un deseo semejante o aun sintiendo una aversión declarada o manifiesta. Tampoco es la resolución de la acción que prometemos realizar, pues una promesa se refiere siempre al futuro y no tiene la voluntad de influencia más que en las acciones presentes. Se sigue, por consiguiente, que puesto que el acto del espíritu que entra en la promesa y produce su obligación no es ni la resolución, ni el deseo, ni la voluntad de una acción particular, debe necesariamente ser la voluntad de esta obligación la que surge de esta promesa. No es ésta solamente una conclusión de la filosofía, sino que está enteramente conforme con nuestro modo común de pensar y de expresarnos cuando decimos que nos hallamos ligados por nuestro propio consentimiento y que la obligación surge de nuestra única voluntad y deseo. La cuestión consiste solamente aquí en si es o no un absurdo manifiesto el suponer este acto del espíritu, y un absurdo tal que ningún hombre caería en él a no ser que se hallase confundido por el prejuicio y el uso engañoso del lenguaje.

 

La cuestión consiste solamente aquí en si es o no un absurdo manifiesto el suponer este acto del espíritu, y un absurdo tal que ningún hombre caería en él a no ser que se hallase confundido por el prejuicio y el uso engañoso del lenguaje

 

Toda la moralidad depende de nuestros sentimientos, y cuando una acción o cualidad del espíritu nos agrada de un cierto modo decimos que es virtuosa, y cuando su olvido o no realización nos desagrada, de una manera análoga decimos que nos hallamos bajo la obligación de realizarla. Un cambio de la obligación supone un cambio del sentimiento, y una creación de una nueva obligación supone que surge algún nuevo sentimiento. Sin embargo, es cierto que naturalmente no podemos cambiar más nuestros sentimientos que los movimientos de los cielos, ni por un único acto de nuestra voluntad, esto es, por una promesa, hacer más una acción agradable o desagradable, moral o inmoral, que sin este acto hubiera producido impresiones contrarias o hubiera sido dotada con diferentes cualidades. Sería absurdo, por consiguiente, desear una nueva obligación, esto es, un nuevo sentimiento de dolor o placer, y no es posible que los hombres puedan caer naturalmente en un absurdo tan grande. Una promesa, por consiguiente, es naturalmente algo totalmente ininteligible, y no existe un acto del espíritu que le pertenezca (ver Nota 1).

 

Un cambio de la obligación supone un cambio del sentimiento, y una creación de una nueva obligación supone que surge algún nuevo sentimiento

 

 

Segundo: si existiese un acto del espíritu que le perteneciese no podría producir naturalmente la obligación. Esto aparece como evidente, según el razonamiento que precede. Una promesa crea una nueva obligación. Una obligación supone un nuevo sentimiento que surge. La voluntad jamás crea sentimientos. Por consiguiente, no puede jamás surgir naturalmente una obligación de una promesa, aun suponiendo que el espíritu puede caer en el absurdo de querer esta obligación.

 

No puede jamás surgir naturalmente una obligación de una promesa, aun suponiendo que el espíritu puede caer en el absurdo de querer esta obligación

 

La misma verdad puede ser probada por el razonamiento que demostraba que la justicia, en general, era una virtud artificial. Ninguna acción puede ser exigida por nosotros como nuestro deber, a menos que sea implantada en la naturaleza humana alguna pasión actuante o motivo capaz de producir la acción. Este motivo no puede ser el sentido del deber. Un sentido del deber supone una obligación antecedente, y cuando una acción no es exigida por una pasión natural no puede ser requerida por una obligación natural, puesto que puede omitirse sin revelar que existe un defecto o imperfección del espíritu y temperamento, y, por consecuencia, sin vicio. Ahora bien: es evidente que no tenemos un motivo que nos lleve a la realización de las promesas distinto del sentido del deber. Si pensamos que estas promesas no incluyen una obligación moral, jamás sentiremos una inclinación que nos lleve a observarlas. Esto no sucede con las virtudes naturales. Aunque no existiese la obligación de ayudar al desgraciado, por humanidad seríamos llevados a ello, y cuando no cumpliésemos este deber la inmoralidad de su incumplimiento surge de ello, siendo una prueba de que carecemos de los sentimientos naturales de la humanidad. Un padre sabe que es su deber cuidar de sus hijos, pero también experimenta una inclinación natural hacia ellos. Y si ninguna criatura humana tuviera esta inclinación, nadie se hallaría sometido a una obligación tal. Puesto que naturalmente no existe una inclinación a observar las promesas distinta del sentido de su obligación, se sigue que la fidelidad no es una virtud natural y que las promesas no tienen fuerza antes del establecimiento de las convenciones humanas.

Si alguien disiente de esta opinión debe proporcionar una prueba apropiada de estas dos proposiciones, a saber: que hay un acto peculiar del espíritu que va unido a las promesas, y que, por consiguiente, de este acto del espíritu surge una inclinación a realizar algo distinto de un sentido del deber. Presumo que es imposible probar ninguno de estos dos puntos, y, por consiguiente, me aventuro a concluir que las promesas son invenciones humanas fundadas en las necesidades e intereses de la sociedad.

 

Me aventuro a concluir que las promesas son invenciones humanas fundadas en las necesidades e intereses de la sociedad

 

Para descubrir estas necesidades e intereses debemos considerar las mismas propiedades de la naturaleza humana que ya vimos daban lugar a las precedentes leyes de la sociedad. Los hombres, siendo naturalmente egoístas o dotados tan sólo de una generosidad limitada, no son llevados fácilmente a realizar una acción en provecho de los extraños excepto cuando esperan alguna ventaja recíproca que no creen podrían alcanzar más que por dicha acción. Ahora bien: como frecuentemente sucede que estas acciones recíprocas no pueden terminar al mismo momento, es necesario que una parte se contente con permanecer en la incertidumbre y que dependa de la gratitud de la otra en lo que respecta a una afección recíproca. Pero es tan grande la corrupción entre los hombres, que esta seguridad, hablando en general, es muy insuficiente, y como el bienhechor se supone que concede sus favores considerando su propio interés, esto libra de la obligación y da un ejemplo de egoísmo, que es la madre de la ingratitud. Por consiguiente, si siguiésemos el curso natural de nuestras pasiones e inclinaciones llevaríamos a cabo pocas acciones ventajosas para los otros desde puntos de vista desinteresados, porque naturalmente, nos hallaríamos muy limitados en nuestro interés porque no podríamos esperar nada de su gratitud.

 

Si siguiésemos el curso natural de nuestras pasiones e inclinaciones llevaríamos a cabo pocas acciones ventajosas para los otros desde puntos de vista desinteresados, porque naturalmente, nos hallaríamos muy limitados en nuestro interés porque no podríamos esperar nada de su gratitud

 

Aquí, pues, el comercio mutuo de buenos oficios se halla en cierto modo anulado entre el género humano y cada uno está reducido a su propia habilidad de industria para su bienestar y su existencia. El descubrimiento de la ley de la naturaleza concerniente a la estabilidad de la posesión ha hecho más tolerables los hombres los unos para los otros; la de la transferencia de la propiedad y la posesión por consentimiento ha comenzado a hacerlos mutuamente ventajosos; pero estas leyes de la naturaleza, aun estrictamente observadas, no son suficientes para hacerlos tan útiles los unos para los otros como la naturaleza los ha dotado para serlo.

 

Aunque la posesión sea estable, los hombres pueden sacar pocas ventajas de ella mientras posean una mayor cantidad de una especie de bienes de la que necesitan y al mismo tiempo sufran de la carencia de otros

 

Aunque la posesión sea estable, los hombres pueden sacar pocas ventajas de ella mientras posean una mayor cantidad de una especie de bienes de la que necesitan y al mismo tiempo sufran de la carencia de otros. La transmisión de la propiedad, que es el remedio propio para este inconveniente, no puede corregirlo del todo, porque sólo puede tener lugar con respecto a objetos que están presentes y son individuales, pero no con respecto a los que están ausentes o son generales. Una persona no puede transferir la propiedad de una casa particular que está a veinte leguas de distancia, porque el consentimiento no puede ir acompañado de la entrega, que es una circunstancia requerida. No puede tampoco transferir la propiedad de diez fanegas de grano ni de cinco pipas de vino por la mera expresión del sentimiento, porque éstos son sólo términos generales y no tienen una relación peculiar con un determinado montón de grano o barriles de vino. Además, el comercio del género humano no se limita al tráfico de cosas útiles, sino que se extiende a servicios y acciones que podemos cambiar para nuestro mutuo interés y ventaja. Vuestro grano madura hoy, el mío madurará mañana. Es provechoso para ambos que yo trabaje hoy con vos y que vos me ayudéis mañana. No siento cariño ninguno por vos y sé que no lo sentís tampoco por mí. No debo, por consiguiente, preocuparme de vuestras cosas, sino que debo trabajar con vos por mi interés y esperando una acción recíproca; sé que puedo engañarme y que en vano esperaré vuestra gratitud. Así, pues, os dejo trabajar solo y me conduzco de la misma manera. La estación cambia y ambos perdemos nuestras cosechas por la falta de confianza mutua y seguridad.

 

La estatua de Hume en Edimburgo. Dice la leyenda que todo estudiante que toque su dedo adquiere la sabiduría del filósofo escocés

 

Todo esto es el efecto de los principios naturales e inherentes a las pasiones de la naturaleza humana, y como estas pasiones y principios son inalterables se puede pensar que nuestra conducta, que depende de ellos, debe serlo también, y que es en vano que los moralistas o los políticos se entremetan en nuestra vida o intenten cambiar el curso usual de nuestras acciones guiados por el interés público. De hecho, si el éxito de sus designios se basase en el buen resultado de su corrección del egoísmo e ingratitud de los hombres, no harían ningún progreso, a menos que no fueran ayudados por el Omnipotente, que es sólo capaz de moldear de nuevo el espíritu humano y cambiar su carácter en respectos tan fundamentales. Todo lo más que pueden pretender es dar una nueva dirección a las pasiones naturales y enseñarnos que podemos satisfacer mejor nuestros apetitos de una manera indirecta y artificial que por movimientos precipitados e impetuosos. Aprendo a hacer un servicio en favor de otro sin sentir por él un cariño real porque preveo que me devolverá mi servicio en expectación de otro del mismo género y para mantener la misma correspondencia de buenos oficios conmigo o con los otros. Según esto, después que yo le he servido y él se halla en posesión de la ventaja que surge de mi acción es inducido a realizar su parte previendo las consecuencias de negarse a ello.

 

Aprendo a hacer un servicio en favor de otro sin sentir por él un cariño real porque preveo que me devolverá mi servicio en expectación de otro del mismo género y para mantener la misma correspondencia de buenos oficios conmigo o con los otros

 

Aunque este comercio egoísta comienza a tener lugar entre los hombres y a predominar en la sociedad, no suprime el más generoso y noble comercio de la amistad y los buenos oficios. Debo aún prestar servicio a las personas que quiero y que particularmente conozco sin ninguna esperanza de ventajas, y ellas se comportan conmigo del mismo modo sin tener presente otro motivo más que recompensar mis servicios pasados. Por consiguiente, para distinguir estos dos tipos de comercio entre los hombres, el interesado y el desinteresado, existe una cierta fórmula verbal inventada para el primero, por la que nos obligamos nosotros mismos a la realización de una acción. Esta fórmula verbal constituye lo que llamamos una promesa, que es la sanción del comercio interesado del género humano.

 

Cuando un hombre dice que promete algo expresa, en efecto, la resolución de realizar algo, y con esto, haciendo uso de esta fórmula verbal, se somete él mismo a la penalidad de que los demás no tengan otra vez confianza en él en caso de faltar a la palabra

 

Cuando un hombre dice que promete algo expresa, en efecto, la resolución de realizar algo, y con esto, haciendo uso de esta fórmula verbal, se somete él mismo a la penalidad de que los demás no tengan otra vez confianza en él en caso de faltar a la palabra. Una resolución es el acto natural del espíritu que se expresa por la promesa; pero si no existiese más que una resolución, en este caso la promesa declararía tan sólo nuestros motivos anteriores y no crearía ningún motivo nuevo u obligación.

 

Una resolución es el acto natural del espíritu que se expresa por la promesa; pero si no existiese más que una resolución, en este caso la promesa declararía tan sólo nuestros motivos anteriores y no crearía ningún motivo nuevo u obligación

 

Son las convenciones de los hombres las que crean un nuevo motivo cuando la experiencia nos ha enseñado que los asuntos humanos serían conducidos con mucha más ventaja mutua si se instituyeran ciertos símbolos o signos por los que pudiéramos darnos los unos a los otros la seguridad de nuestra conducta en un incidente particular. Después que estos signos han sido instituidos todo el que los use se hallará inmediatamente obligado por su propio interés a cumplir sus compromisos y no debe esperar que tengan en él confianza jamás si se niega a realizar lo que ha prometido.

 

Después que estos signos han sido instituidos todo el que los use se hallará inmediatamente obligado por su propio interés a cumplir sus compromisos y no debe esperar que tengan en él confianza jamás si se niega a realizar lo que ha prometido

 

No es este conocimiento, que es requerido para hacer que el género humano se dé cuenta de su interés en la institución y observancia de las promesas, superior a la capacidad de la naturaleza humana, aun de la salvaje e inculta. Se necesita una práctica muy pequeña del mundo para percibir todas estas consecuencias y ventajas. La más escasa experiencia de la sociedad se las descubre a todo mortal, y cuando el individuo percibe en todos sus compañeros el mismo sentido del interés inmediatamente realiza su parte en un contrato, estando asegurado de que ellos no dejarán de hacerla en los suyos. Todo esto, mediante un acuerdo, entra a formar parte de una regla de las acciones, calculada para el beneficio común, y que se admite está de acuerdo con la palabra dada, y no se requiere nada más para realizar este acuerdo o convención que cada uno tenga un sentido del interés por la realización leal de sus compromisos y exprese este sentido a los otros miembros de la sociedad. Esto inmediatamente produce que el interés actúe sobre ellos, y el interés es la primera obligación para realizar las promesas.

 

La más escasa experiencia de la sociedad se las descubre a todo mortal, y cuando el individuo percibe en todos sus compañeros el mismo sentido del interés inmediatamente realiza su parte en un contrato, estando asegurado de que ellos no dejarán de hacerla en los suyos

 

Después se une un sentimiento moral al interés y llega a ser un nuevo vínculo para el género humano. Este sentimiento de moralidad en la realización de las promesas surge de los mismos principios que en el respeto de la propiedad de los otros. El interés público, la educación y los artificios de los políticos tienen el mismo efecto en los dos casos. Las dificultades que se nos presentan al suponer que una obligación moral acompaña a las promesas pueden vencerse o eludirse. Por ejemplo, la expresión de una obligación no se supone comúnmente que sea obligatoria, y no podemos concebir fácilmente cómo el hacer uso de una cierta fórmula verbal puede ser capaz de producir una diferencia material. Por consiguiente, fingimos aquí un nuevo acto del espíritu, que llamamos querer una obligación, y suponemos que la moralidad depende de él. Pero hemos probado ya que no existe un acto tal en el espíritu y, por consecuencia, que la promesa no impone una obligación natural.

 

fingimos aquí un nuevo acto del espíritu, que llamamos querer una obligación, y suponemos que la moralidad depende de él. Pero hemos probado ya que no existe un acto tal en el espíritu y, por consecuencia, que la promesa no impone una obligación natural

 

David Hume y Benjamin Constant

 

Para confirmar esto podemos unir algunas otras reflexiones concernientes a esta voluntad que se supone entra en la promesa y causa su obligación. Es evidente que no se supone nunca que la voluntad sola produzca la obligación; debe ser expresada por palabras y signos para obligar a una persona. La expresión, siendo considerada ya como un auxiliar de la voluntad, pronto se convierte en el elemento principal de la promesa, y no se obligará menos por su palabra quien dé secretamente una dirección diferente a su intención y se niegue a la resolución y a querer la obligación. Sin embargo, aunque la expresión constituye en las más de las ocasiones el total de la promesa, no sucede siempre así, y quien haga uso de una expresión de la que no conoce el sentido y que usa sin la intención de obligarse no se hallará ligado por ella. Es más: aunque conozca su sentido, si la usa tan sólo en broma y con signos tales que muestren evidentemente que no tiene la intención seria de obligarse, no se hallará sometido a la obligación de su realización; es necesario que las palabras sean una expresión perfecta de la voluntad y sin existir ningún signo contrario. No debemos llevar esto tan lejos que imaginemos que una persona de la que por nuestra precipitación de juicio conjeturamos por ciertos signos que tiene la intención de engañarnos no se halla ligada por su expresión o promesa verbal si nosotros la aceptamos, sino que debemos limitar esta conclusión a los casos donde los signos son de un género diferente del engaño. Todas estas contradicciones son fácilmente explicadas si la obligación de la promesa es meramente una invención humana para la conveniencia de la sociedad; pero no podrán explicarse nunca si se la considera real y natural surgiendo de una acción del espíritu o el cuerpo.

 

Es más: aunque conozca su sentido, si la usa tan sólo en broma y con signos tales que muestren evidentemente que no tiene la intención seria de obligarse, no se hallará sometido a la obligación de su realización; es necesario que las palabras sean una expresión perfecta de la voluntad y sin existir ningún signo contrario

 

Debo hacer observar además que, dado que toda nueva promesa impone una nueva obligación moral a la persona que promete, y dado que esta nueva obligación surge de su voluntad, es una de las más misteriosas e incomprensibles operaciones que puedan imaginarse y puede ser comparada a la transubstanciación u órdenes sagradas (me refiero a las órdenes sagradas en cuanto se supone que producen el carácter indeleble. En otros respectes son tan sólo una calificación legal), en las que una determinada fórmula verbal unida a cierta intención cambia enteramente la naturaleza de un objeto externo o aun de una criatura humana. Aunque estos misterios son análogos, es muy de notar que se diferencian mucho en otros respectos, y esta diferencia puede ser considerada como una prueba poderosa de la diferencia de sus orígenes. Como la obligación de la promesa es una invención para los intereses de la sociedad, se halla modificada en tantas formas diferentes como el interés lo requiere y aun más bien cae antes en contradicciones que perder de vista a su objeto. Pero como aquellas otras doctrinas monstruosas son meramente invenciones de los sacerdotes y no tienen en vista el interés público, son menos perturbadas en su progreso por nuevos obstáculos y se debe confesar que después del primer absurdo siguen más directamente la corriente de la razón y buen sentido. Los teólogos perciben claramente que la forma externa de las palabras, siendo un mero sonido, requiere una intención para que tenga eficacia, y que si esta intención se considera como una circunstancia necesaria su ausencia debe igualmente evitar el efecto, ya sea tácita o expresa, sincera o engañosa. Según esto, han determinado comúnmente que la intención del sacerdote hace el sacramento y que cuando secretamente rechaza esta intención es altamente criminal consigo mismo, si no es que destruye aún el valor del bautismo, de la comunión o las órdenes sagradas. Las consecuencias terribles de esta doctrina no son capaces de impedir que tenga lugar del mismo modo que los inconvenientes de una doctrina similar con respecto a las promesas no evitan que esta doctrina se establezca. Los hombres se preocupan más de la vida presente que de la futura y se inclinan a pensar que el mal más pequeño con respecto a la primera es mayor que el más grande con respecto a la última.

 

Los hombres se preocupan más de la vida presente que de la futura y se inclinan a pensar que el mal más pequeño con respecto a la primera es mayor que el más grande con respecto a la última

 

Podemos sacar la misma conclusión concerniente al origen de las promesas de la fuerza que se supone puede anular todos los contratos y libertarnos de sus obligaciones. Un principio tal es la prueba de que las promesas no incluyen una obligación natural y son meros mecanismos artificiosos para la conveniencia y ventaja de la sociedad. Si consideramos como es debido el asunto, la fuerza no es esencialmente diferente de algún otro motivo de esperanza o temor que pueda inducirnos a dar nuestra palabra o imponernos una obligación. Un hombre herido peligrosamente que promete una gran cantidad de dinero a un cirujano para que le cure se hallará ciertamente ligado a realizar su promesa; aunque el caso no sea muy diferente del que promete una suma a un bandido, para producir una diferencia tan grande en nuestros sentimientos, si éstos no se basasen enteramente en el interés público o conveniencia.

 

Si consideramos como es debido el asunto, la fuerza no es esencialmente diferente de algún otro motivo de esperanza o temor que pueda inducirnos a dar nuestra palabra o imponernos una obligación

 

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Nota 1:

Si la moralidad pudiese ser descubierta por la razón y no por el sentimiento, sería aún más evidente que las promesas no podrían producir alteración en ella. La moralidad se supone que consiste en una relación. Toda nueva imposición de la moralidad debe surgir, pues, de alguna nueva relación de objetos, y, por consecuencia, la voluntad no puede producir inmediatamente un cambio en lo moral y sólo puede tener este efecto produciendo un cambio en los objetos. Sin embargo, como la obligación moral de una promesa es el puro efecto de la voluntad sin el más mínimo cambio de una parte del universo, se sigue que las promesas no tienen obligación natural.

Si se dice que este acto de la voluntad, siendo, en efecto, un nuevo objeto, produce nuevas relaciones y nuevos deberes, responderé que esto es un mero sofisma, que puede descubrirse por una cantidad muy moderada de precisión y exactitud. Querer una nueva obligación es querer una nueva relación de objetos, y, por consiguiente, si esta nueva relación de objetos estuviese constituida por la volición misma deberíamos querer la volición, lo que es totalmente absurdo e imposible. La voluntad no tendría aquí un objeto hacia el cual dirigirse, sino que debería volver sobre sí misma en el infinito. La nueva obligación depende de nuevas relaciones. Las nuevas relaciones dependen de una nueva volición. La nueva volición tiene como objeto una nueva obligación, y, por consiguiente, nuevas relaciones, y, por consiguiente, una nueva volición, volición que de nuevo se dirige a una nueva obligación, relación y volición, y así en una serie infinita. Es imposible que podamos querer una nueva obligación, y, por consiguiente, es imposible que la voluntad pueda acompañar nunca a una promesa o producir una nueva obligación de moralidad.

 

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DAVID HUME: Tratado de la naturaleza humana: «De la Justicia y la Injusticia» (1): «Del origen de la justicia y la propiedad»

DAVID HUME: Tratado de la naturaleza humana: «De la Justicia y la Injusticia» (2); «Algunas reflexiones concernientes a la justicia y a la injusticia»

SOBRE LA EMPATÍA: «DE LA SIMPATÍA», por Adam Smith («La teoría de los sentimientos morales»).

«LA FÁBULA DE LAS ABEJAS», de Bernard de Mandeville: «Los vicios privados hacen la prosperidad pública».

«SOBRE LA LIBERTAD», de John Stuart Mill. «No hay mejor prueba del progreso de la civilización que el progreso del poder de cooperación».

PROHIBIDO PROHIBIR: INTRODUCCIÓN A «Sobre la Libertad», de John Stuart Mill

«DISCURSO SOBRE LA LIBERTAD DE LOS ANTIGUOS COMPARADA CON LA DE LOS MODERNOS», por Benjamin Constant

LA LEY DE POBRES y la Revuelta Campesina Inglesa en el Siglo XVIII: “La ley que obligaba a los trabajadores a aceptar cualquier salario que les ofrecieran y así quedar totalmente a merced del capitalista”.

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