Jean-Jacques Rousseau: «Discurso sobre las ciencias y las artes» (y parte 2)

Jean-Jacques Rousseau: «Discurso sobre las ciencias y las artes» (Parte 1)

 

DISCURSO SOBRE LAS CIENCIAS Y LAS ARTES

DISCURSO SOBRE SI EL RESTABLECIMIENTO DE LAS CIENCIAS Y DE LAS ARTES HA CONTRIBUIDO AL MEJORAMIENTO DE LAS COSTUMBRES

(y Parte 2)

Por Jean-Jacques Rousseau

Jean-Jacques Rousseau
Jean-Jacques Rousseau

 

Según una antigua tradición pasada de Egipto a Grecia, un dios enemigo de la tranquilidad de los hombres fue el inventor de las ciencias (6). ¿Qué opinión debían tener de ellas los mismos egipcios cuya tierra fue su cuna? Ellos veían de cerca las fuentes de que les habían dado la vida. En efecto, ya sea que se consulten los anales del mundo o que se recurra a crónicas inciertas por medio de investigaciones filosóficas, no podrá encontrarse a los conocimientos humanos un origen que responda a la idea que de ellos se ha querido formar. La astronomía nació de la superstición; la elocuencia, de la ambición, del odio, de la lisonja, de la mentira; la geometría de la avaricia; la física de una vana curiosidad; todas, aun la moral misma, fue hija del orgullo humano. Las ciencias y las artes han sido, pues engendradas por nuestros vicios. De sus ventajas o conveniencias dudaríamos menos si hubiesen, por el contrario, sido el fruto de nuestras virtudes.

 

La astronomía nació de la superstición; la elocuencia, de la ambición, del odio, de la lisonja, de la mentira; la geometría de la avaricia; la física de una vana curiosidad; todas, aun la moral misma, fue hija del orgullo humano. Las ciencias y las artes han sido, pues engendradas por nuestros vicios

 

El propósito o fin que les ha dado vida, demuestra muy a las claras la imperfección de su origen. ¿De qué nos servirían las artes sin el lujo que las sustenta? Sin la injusticia de los hombres, ¿cuál sería el objeto de la jurisprudencia? ¿Qué sería la historia si no hubiese ni tiranos, ni guerras, ni conspiradores? ¿Qué valdría, en una palabra, pasar la vida en estériles contemplaciones, si cada cual consultando los deberes del hombre y las necesidades de la naturaleza dedicase su tiempo sólo a servir a la patria, a los desgraciados, a los amigos? ¿Hemos sido acaso creados para morir atados a los bordes del abismo donde la verdad se ha ocultado? Esta sola reflexión debería desanimar, desde los primeros pasos, a todo hombre que seriamente desease instruirse por medio del estudio de la filosofía.

¡Cuántos peligros, cuántas falsas vías se han seguido en la investigación de las ciencias! ¡Por cuántos errores mil veces más peligrosos cuanto inútil es la verdad, no es preciso pasar para llegar a ella! La desventaja es visible, puesto que el error es susceptible de infinidad de combinaciones, en tanto que la verdad manifiéstase siempre de la misma manera. ¿Quién, por otra parte, la busca sinceramente? Y, aunque con la mejor voluntad, ¿por medio de qué indicios o señales puede estarse seguro de reconocerla? En esta confusión de sentimientos diversos, ¿cuál será nuestro criterium para bien distinguirla? (7) Y, lo que es más difícil aún, si por fortuna la encontrásemos al fin, ¿quién de nosotros sabría debidamente utilizarla? Si nuestras ciencias son vanas e inútiles al objeto que se proponen, son aún más peligrosas por los efectos que producen. Nacidas de la ociosidad, nutren a su vez a ésta y la pérdida irreparable del tiempo, es el primer perjuicio que necesariamente causan a la sociedad.

 

Si nuestras ciencias son vanas e inútiles al objeto que se proponen, son aún más peligrosas por los efectos que producen. Nacidas de la ociosidad, nutren a su vez a ésta y la pérdida irreparable del tiempo, es el primer perjuicio que necesariamente causan a la sociedad

 

En política como en moral, es un gran mal no hacer el bien, y todo ciudadano inútil, puede ser considerado como hombre pernicioso. Respondedme, pues, filósofos ilustres, vosotros por quienes conocemos las leyes por las cuales los cuerpos se atraen en el espacio: ¿cuáles son, en las revoluciones de los planetas, las relaciones de las áreas recorridas en tiempos iguales; qué curvas tienen puntos conjugados, puntos de inflexión y de dirección contraria; cómo el hombre ve todo en Dios; cómo el alma y el cuerpo se corresponden sin comunicación cual se corresponden los relojes; cuáles astros pueden ser habitados; qué insectos se reproducen de manera extraordinaria? Respondedme, digo, vosotros de quienes hemos recibido tantos conocimientos sublimes; si nunca nos hubieseis enseñado nada de estas cosas, ¿seríamos menos numerosos, peor gobernados, menos temibles, menos florecientes o más perversos? Examinad, pues, de nuevo la importancia de vuestras producciones, y si los trabajos de los más esclarecidos de nuestros sabios y de nuestros mejores ciudadanos nos reportan tan poca utilidad, decidnos: ¿qué debemos pensar de esa multitud de escritores oscuros y de ociosos literatos que devoran inútilmente la substancia del Estado? ¿Qué digo, ociosos? ¡Pluguiese a Dios que lo fuesen en efecto! Las costumbres serían más sanas y la sociedad más pacífica.

 

¿qué debemos pensar de esa multitud de escritores oscuros y de ociosos literatos que devoran inútilmente la substancia del Estado? ¿Qué digo, ociosos? ¡Pluguiese a Dios que lo fuesen en efecto! Las costumbres serían más sanas y la sociedad más pacífica

 

Pero estos orgullosos y frívolos declamadores van por todas partes armados de sus funestas paradojas, socavando los cimientos de la fe, debilitando la virtud y sonriendo desdeñosamente al escuchar las antiguas palabras de patria y religión; consagran su talento y su filosofía a destruir y a envilecer todo lo que hay de más sagrado en los hombres. Y no es que en el fondo odien ni la virtud ni nuestros dogmas, no; son sólo enemigos de la opinión pública, tanto que, para traerlos al pie de los altares, bastaría relegarlos entre los ateos. ¡Oh furor de la distinción, cuál es tu poder!

 

Y no es que en el fondo odien ni la virtud ni nuestros dogmas, no; son sólo enemigos de la opinión pública, tanto que, para traerlos al pie de los altares, bastaría relegarlos entre los ateos. ¡Oh furor de la distinción, cuál es tu poder!

 

El abuso del tiempo constituye un gran mal, pero otros peores siguen a las ciencias y a las artes. Tal es el lujo, nacido como ellas de la ociosidad y de la vanidad humanas. Aquél rara vez deja de estar acompañado de ellas y éstos no van jamás sin él. Sé que nuestra filosofía, fecunda siempre en máximas extravagantes, pretende, contra la experiencia de todos los siglos, que el lujo hace la grandeza y esplendor de los Estados; pero aun después de haber olvidado la necesidad de leyes suntuarias, ¿osará todavía negar que las buenas costumbres son esenciales para la conservación y duración de los imperios y que el lujo es diametralmente opuesto a aquéllas? Que el lujo sea señal inequívoca de riquezas, que sirva si también se quiere a multiplicarlas, ¿qué conclusión se saca de paradoja semejante, propia y digna de nuestra época? Y ¿qué vendrá a ser la virtud, si será preciso enriquecerse a toda costa?

 

Que el lujo sea señal inequívoca de riquezas, que sirva si también se quiere a multiplicarlas, ¿qué conclusión se saca de paradoja semejante, propia y digna de nuestra época? Y ¿qué vendrá a ser la virtud, si será preciso enriquecerse a toda costa?

 

Los antiguos políticos hablaban sin cesar de las costumbres y de la virtud; los nuestros no hablan más que de comercio y de dinero. El uno os dirá que un hombre vale en tal lugar la cantidad que darían por él en Argel; siguiendo este cálculo, encontrará países en donde un hombre no valga nada, y otros, en donde valga menos que nada. Evalúan los hombres como se evalúa el ganado. Según ellos un hombre no representa al Estado más que lo que gasta en él; de suerte, que un sibarita valdría bien por treinta lacedemonios. Pero que se diga cuál de esas dos repúblicas, la de Esparta o la de Síbaris fue subyugada por un puñado de campesinos y cuál hizo temblar el Asia

 

Lacedemonia (Esparta)

 

La monarquía de Ciro fue conquistada con treinta mil hombres por un príncipe más pobre que el más insignificante de los sátrapas de Persia, y los escitas, de los pueblos el más miserable, resistieron a los más poderosos monarcas del universo. Dos repúblicas famosas disputáronse el imperio del mundo: la una era muy rica, la otra no tenía nada, y sin embargo, fue esta última la que destruyó la otra. El Imperio romano, a su vez, después de haber absorbido todas las riquezas del universo, fue la presa de gentes que no sabían siquiera lo que eran. Los francos conquistaron los galos y los sajones Inglaterra sin otros tesoros que su bravura y su pobreza. Una cuadrilla de montañeses cuya sola avidez se reducía a poseer unas cuantas pieles de carnero, después de haber domado la fiereza austriaca, destruyó la opulenta y temible casa de Borgoña que hacía temblar los potentados de Europa. En fin, toda la potencia y sabiduría del heredero de Carlos V, sostenidas con todos los tesoros de las Indias, estrelláronse contra un puñado de pescadores de arenques. Que se dignen nuestros políticos suspender sus cálculos, que reflexionen sobre estos ejemplos y que sepan que todo se adquiere con el dinero excepto costumbres y ciudadanos.

 

Que se dignen nuestros políticos suspender sus cálculos, que reflexionen sobre estos ejemplos y que sepan que todo se adquiere con el dinero excepto costumbres y ciudadanos

 

 

¿De qué se trata, pues, precisamente en esta cuestión de lujo? De saber qué les reporta más a los imperios, si tener una existencia brillante y momentánea o una virtuosa y duradera. Digo brillante, mas ¿cuál es su esplendor? El gusto por el fausto no se asocia en las almas con el de la honradez. No, no es posible que espíritus degradados por una multitud de trabajos y cuidados fútiles, se eleven jamás a nada grande, y aun cuando tuviesen la fuerza, les faltaría el valor.

 

No, no es posible que espíritus degradados por una multitud de trabajos y cuidados fútiles, se eleven jamás a nada grande, y aun cuando tuviesen la fuerza, les faltaría el valor

 

Todo artista desea ser aplaudido. Los elogios de sus contemporáneos constituyen la parte más preciosa de su recompensa. Mas ¿qué hará para obtenerlos, si tiene la desgracia de haber nacido en un pueblo en una época en la cual los sabios a la moda han puesto a una juventud frívola en estado de dar el ejemplo; en donde los hombres han sacrificado su gusto a los tiranos de su libertad (8); en donde uno de los sexos, no atreviéndose a aprobar lo que es adecuado a la pusilanimidad del otro, deja sucumbir obras maestras de poesía dramática y rechaza prodigios de armonía? ¿Qué hará, señores? Hará descender su genio al nivel de su siglo y dará a luz con mayor gusto obras comunes que admiren durante su vida, maravilla que no admirarán sino mucho tiempo después de su muerte.

 

Todo artista desea ser aplaudido. Los elogios de sus contemporáneos constituyen la parte más preciosa de su recompensa. Mas ¿qué hará para obtenerlos, si tiene la desgracia de haber nacido en un pueblo en una época en la cual los sabios a la moda han puesto a una juventud frívola en estado de dar el ejemplo

 

¡Decidnos, célebre Arouet, cuántas veces habéis sacrificado bellezas varoniles y fuertes a nuestra falsa delicadeza, y cuántas el espíritu de galantería, tan fértil en pequeñeces, os ha proporcionado grandes! Es así como la disolución de las costumbres, consecuencia necesaria del lujo, arrastra a su vez a la corrupción del gusto.

 

Es así como la disolución de las costumbres, consecuencia necesaria del lujo, arrastra a su vez a la corrupción del gusto

 

Que si por casualidad, entre los hombres extraordinarios por su talento, se encuentra uno que tenga firmeza de alma y que rehúse postrarse ante el genio de su siglo y de envilecerse por medio de producciones pueriles, ¡desgraciado de él! , morirá en la indigencia y en el olvido. ¡Cuánto desearía que fuese un pronóstico el que hago y no la voz de la experiencia! Carlos, Pedro, ha llegado el momento en que ese pincel destinado a aumentar la majestad de nuestros templos con imágenes sublimes y santas, caiga de vuestras manos o que se prostituya embelleciendo con pinturas lascivas los cuadros de un vis-à-vis. Y tú, rival de Praxíteles y de Fidias, tú, cuyo cincel hubieran empleado los antiguos para hacerse dioses capaces de excusar a nuestros ojos su idolatría, inimitable Pigalle, tu mano tendrá que resolverse a enlucir el vientre de un mago o tendrá que permanecer inactiva.

No se puede reflexionar sobre las costumbres, sin recordar con placer la imagen de la simplicidad de los primeros tiempos. Es una hermosa costa, adornada sólo por las manos de la naturaleza, hacia la cual se vuelven sin cesar los ojos y de donde se siente pesar al alejarse.

Cuando los hombres, inocentes y virtuosos, gustábales tener a los dioses por testigos de sus acciones, habitaban juntos las mismas chozas, mas muy en breve, convertidos en malvados, cansáronse de tan incómodos espectadores y los relegaron a templos magníficos de donde al fin los arrojaron para instalarse ellos mismos, o al menos, se dieron a la tarea de construir edificios que no se distinguían en nada de los templos consagrados a los dioses. Lo que sobrevino entonces fue el colmo de la depravación, pues los vicios jamás fueron llevados tan lejos como cuando se les vio, por decirlo así, sustentados, a la entrada de los palacios de los grandes, sobre columnas de mármol y grabados sobre capiteles corintios.

 

A medida que las comodidades de la vida se multiplican, que las artes se perfeccionan y que el lujo se extiende, el verdadero valor se enerva y las virtudes militares se desvanecen, siendo todo esto la obra de las ciencias y de las artes que se ejercen a la sombra del gabinete

 

A medida que las comodidades de la vida se multiplican, que las artes se perfeccionan y que el lujo se extiende, el verdadero valor se enerva y las virtudes militares se desvanecen, siendo todo esto la obra de las ciencias y de las artes que se ejercen a la sombra del gabinete.

Cuando los godos asolaron Grecia, todas las bibliotecas salváronse de ser quemadas, porque uno de ellos aconsejó que era preciso y conveniente dejar al enemigo todo aquello que tendiese a distraerlos del ejercicio militar y a divertirlos con ocupaciones inútiles y sedentarias.

Carlos VIII se vio dueño de la Toscana y del Reino de Nápoles sin haber casi hecho uso de la espada, y toda su corte atribuyó esta felicidad inesperada a que los príncipes y la nobleza de Italia se divertían más procurando hacerse ingeniosos y sabios, que en ejercitarse para ser vigorosos y guerreros. En efecto, dice el hombre de recto juicio que cita estos dos rasgos: todos los ejemplos nos enseñan que en esta policía marcial y en todas aquellas semejantes, el estudio de las ciencias tiende más bien a corromper y a afeminar el valor, que a sustentarlo y a aguijonearlo.

Los romanos han confesado que la virtud militar fue extinguiéndose entre ellos a medida que comenzaron a conocerse en cuadros, en grabados, en vasos de plata, y a medida que cultivaron las bellas artes.

Y, como si esta nación famosa estuviese destinada a servir constantemente de ejemplo a los otros pueblos, la exaltación de los Medici y el restablecimiento de las letras, hicieron caer de golpe y tal vez para siempre, esa reputación guerrera que la Italia parecía haber recobrado hace algunos siglos.

 

 

Las antiguas repúblicas de Grecia, con esa sabiduría que resplandecía en la mayoría de sus instituciones, prohibieron a sus ciudadanos todos los oficios sosegados y sedentarios que, agobiando y corrompiendo el cuerpo, enervan presto el vigor del alma. ¿Con qué entereza, en efecto, piénsase que pueden hacer frente al hambre, a la sed, a las fatigas, a los peligros y a la muerte, hombres cuya menor necesidad los abruma y el menor pesar les desanima? ¿Con qué valor soportarían los soldados trabajos excesivos a los cuales no están acostumbrados? ¿Con qué deseo emprenderían marchas forzadas bajo las órdenes de oficiales que no tienen la fuerza suficiente para viajar ni aun a caballo? Y no se objete como argumento el valor renombrado de todos esos guerreros modernos tan sabiamente disciplinados. Se me puede alabar su bravura en un día de batalla, pero no se me dice cómo pueden soportar los excesos del trabajo ni cómo resistirán a los rigores de las estaciones y a la intemperie del aire. No se necesita más que un poco de sol o de nieve; sólo basta que se les prive de algunas superfluidades, para aniquilar y destruir en pocos días el mejor de nuestros ejércitos. Intrépidos guerreros, pasad por la pena de oír una vez la verdad, que no os es dicha a menudo. Sois valientes, lo sé; vosotros habríais triunfado con Aníbal en Canes y en Trasimeno; César con vosotros habría pasado el Rubicón y esclavizado su país; pero no es con vosotros que el primero habría atravesado los Alpes y que el otro habría vencido vuestros antepasados.

 

¿Con qué valor soportarían los soldados trabajos excesivos a los cuales no están acostumbrados? ¿Con qué deseo emprenderían marchas forzadas bajo las órdenes de oficiales que no tienen la fuerza suficiente para viajar ni aun a caballo?

 

Los combates no deciden siempre el éxito en la guerra; existe para los generales un arte superior al de ganar batallas. Tal hombre, por ejemplo, corre hacia la lucha con intrepidez y no deja con todo de ser un mal oficial, y tratándose del soldado mismo, algo más de fuerza y de vigor sería acaso más necesario que ese derroche de bravura que no le preserva contra la muerte. Y ¿qué importa al Estado que sus tropas perezcan de fiebre y de frío o bajo el hierro enemigo?

 

Si el cultivo de las ciencias es un obstáculo a las cualidades guerreras, lo es aún más a las cualidades morales; pues que desde nuestros primeros años una educación insensata embellece nuestro espíritu y corrompe nuestro juicio

 

Si el cultivo de las ciencias es un obstáculo a las cualidades guerreras, lo es aún más a las cualidades morales; pues que desde nuestros primeros años una educación insensata embellece nuestro espíritu y corrompe nuestro juicio. Veo por todas partes inmensos establecimientos en donde se educa la juventud mediante muchos gastos, para enseñarle todo, excepto sus deberes. Vuestros hijos ignorarán su propio idioma, pero os hablarán de otros que no están en uso en ninguna parte; sabrán componer versos que apenas podrán comprender; sin saber distinguir el error de la verdad, poseerán el arte de desfigurarlos a los ojos de los demás con argumentos especiales; pero esas palabras de magnanimidad, de equidad, de temperancia, de humanidad, de valor, no sabrán lo que significan; el dulce nombre de patria no herirá jamás sus oídos, y si oyen hablar de Dios, será no por temor sino por miedo (9).

 

pero esas palabras de magnanimidad, de equidad, de temperancia, de humanidad, de valor, no sabrán lo que significan; el dulce nombre de patria no herirá jamás sus oídos, y si oyen hablar de Dios, será no por temor sino por miedo

 

Me gustaría lo mismo, decía un sabio, que mi discípulo hubiese pasado el tiempo en un juego de pelota, pues al menos habría ejercitado el cuerpo y estaría en ello ágil. Sé que es preciso darles ocupación a los niños y que la ociosidad es para ellos el peligro que más debe temerse. ¿Qué es preciso entonces que aprendan? ¡He ahí ciertamente un bello tema! Que aprendan lo que deben hacer cuando sean hombres (10) y no lo que deben olvidar.

 

Sé que es preciso darles ocupación a los niños y que la ociosidad es para ellos el peligro que más debe temerse. ¿Qué es preciso entonces que aprendan? ¡He ahí ciertamente un bello tema! Que aprendan lo que deben hacer cuando sean hombres y no lo que deben olvidar

 

Nuestros jardines están adornados con estatuas y nuestras galerías con cuadros. ¿Qué pensáis vosotros que representan esas obras maestras del arte, expuestas a la admiración pública? ¿Acaso los defensores de la patria o esos hombres superiores aun que la han engrandecido con sus virtudes? No, son imágenes de todos los extravíos del corazón y de la razón, sacados cuidadosamente de la antigua mitología y presentados cuidadosamente a la curiosidad de nuestros hijos, sin duda con el fin de que tengan ante sus ojos modelos de malas acciones antes de que sepan siquiera leer.

 

No, son imágenes de todos los extravíos del corazón y de la razón, sacados cuidadosamente de la antigua mitología y presentados cuidadosamente a la curiosidad de nuestros hijos, sin duda con el fin de que tengan ante sus ojos modelos de malas acciones antes de que sepan siquiera leer

 

¿De dónde nacen todos esos abusos, sino es de la desigualdad funesta introducida entre los hombres por la distinción del talento y el envilecimiento de las virtudes? He allí el efecto más evidente de todos nuestros estudios y la más peligrosa de todas sus consecuencias. No se busca hoy la probidad en el hombre, sino el talento; ni un libro por útil, sino por bien escrito. Prodíganse recompensas al talento, en tanto que la virtud permanece sin honores. Concédense premios mil por los bellos discursos, ninguno por las buenas acciones. Que se me diga, sin embargo, si la gloria discernida al mejor de los discursos que sean laureados en esta Academia, es comparable al mérito de haber establecido la recompensa.

 

No se busca hoy la probidad en el hombre, sino el talento; ni un libro por útil, sino por bien escrito. Prodíganse recompensas al talento, en tanto que la virtud permanece sin honores

 

El sabio no corre tras la fortuna, mas no es insensible a la gloria, y cuando la ve tan mal distribuida, su virtud, que un poco de emulación habría habría animado y hecho útil a la sociedad, languidece y extínguese en la miseria y en el olvido. He allí lo que a la larga debe producir en todas partes la preferencia de talentos agradables a los útiles y lo que la experiencia ha suficientemente comprobado desde la renovación de las ciencias y de las artes.

 

Tenemos físicos, geómetras, químicos, astrónomos, poetas, músicos, pintores, pero no tenemos ciudadanos, o si acaso nos quedan aún, dispersados por nuestros abandonados campos, perecen allí indigentes y despreciados

 

Tenemos físicos, geómetras, químicos, astrónomos, poetas, músicos, pintores, pero no tenemos ciudadanos, o si acaso nos quedan aún, dispersados por nuestros abandonados campos, perecen allí indigentes y despreciados. Tal es el estado a que son reducidos, tales los sentimientos que obtienen los que les dan el pan y la leche a nuestros hijos. Yo lo confieso, sin embargo; el mal no es tan grande como habría podido serlo. La previsión eterna, al colocar al lado de diversas plantas nocivas, simples saludables, y en la substancia de muchos animales dañinos el remedio a sus heridas, ha enseñado a los soberanos, que son sus ministros, a imitar su sabiduría.

Siguiendo su ejemplo, del seno mismo de las ciencias y de las artes, fuentes de miles desórdenes, ese gran monarca, cuya gloria no hará sino adquirir de edad en edad nuevos resplandores, ha establecido esas célebres sociedades cargadas, a la vez que con el peligroso bagaje de los conocimientos humanos, con el del sagrado de las costumbres, por la atención que dedican a mantener en ellas toda la pureza y de exigirla en todos los miembros que reciben.

 

«Alegoría de Sabiduría y Ciencia» (frontispicio por ‘Encyclopaedia Brittannica’ )»

 

Estas sabias instituciones, consolidadas por su augusto sucesor e imitadas por todos los reyes de Europa, servirán al menos de freno a los hombres de letras que, aspirando todos al honor de ser admitidos en las Academias se vigilarán a sí mismos y tratarán de hacerse dignos de ello por medio de obras útiles y de costumbres irreprochables. Las de estas sociedades que mediante el premio con que honren el mérito literario, hagan la selección de temas a propósito para reanimar el amor a la virtud en el corazón de los ciudadanos, mostrarán que este amor reina entre ellas y darán a los pueblos ese placer tan raro como dulce, de ver sociedades sabias dedicarse a derramar sobre el género humano no solamente luces agradables, sino también instrucciones saludables.

Y no se me haga una objeción que no constituye para mí sino una nueva prueba. Tantos cuidados, sólo demuestran y mucho, la necesidad de tenerlos, pues no se buscan remedios a males que no existen.

¿Por qué deben éstos tener aun a causa de su insuficiencia, el carácter de remedios ordinarios? Tantos establecimientos construidos al gusto de los sabios no tienen otro objeto que hacer más fácil la imposición de la ciencias y de inclinar los espíritus a su cultura.

Parece, por las precauciones que toman, que hubiera demasiados labradores y que se teme carecer de filósofos. No quiero arriesgarme a hacer aquí una comparación entre la agricultura y la filosofía; no la tolerarían y en consecuencia, preguntaré solamente: ¿Qué es la filosofía? ¿Qué contienen los escritos de los filósofos más conocidos? ¿Cuáles son las lecciones de esos amigos de la sabiduría? ¿Al oírlos, no se les tomaría por una turba de charlatanes gritando cada uno por su lado en una plaza pública: venid a mí, yo soy el único veraz?

 

Si amanece, nos Vamos (Goya, 1797 – 1799). A pesar de la evolución de la filosofía y de la ciencia, las brujas han permanecido en el pensamiento colectivo hasta nuestros días.

 

El uno pretende que no existe el cuerpo y que todo es una imaginación; el otro, que no hay otra substancia que la materia, ni otro dios que el mundo. Este afirma que no hay ni virtudes ni vicios y que el bien y el mal no son sino quimeras; aquél, que los hombres son lobos y que pueden devorarse sin ningún escrúpulo de conciencia. ¡Oh, grandes filósofos! ¿Por qué no reserváis para vuestros amigos y vuestros hijos esas lecciones provechosas? Recibiríais muy pronto el premio y no temeríamos nosotros encontrar en los nuestros alguno de vuestros sectarios. ¡He allí los hombres maravillosos que han merecido durante su vida la estimación de sus contemporáneos y a quienes se les ha reservado la inmortalidad después de su muerte!

 

¡He allí los hombres maravillosos que han merecido durante su vida la estimación de sus contemporáneos y a quienes se les ha reservado la inmortalidad después de su muerte!

 

¡He allí las sabias máximas que hemos recibido de ellos y que nosotros transmitimos de edad en edad a nuestros descendientes! ¿El paganismo, entregado a todos los desvíos de la razón humana, ha dejado a la posteridad nada que pueda compararse a los vergonzosos monumentos que le ha asegurado la imprenta, bajo el reinado del Evangelio?

Los escritos impíos de los Leucipos y de los Diágoras perecieron con ellos, pues no habían aún inventado el arte de eternizar las extravagancias del espíritu humano; pero gracias a los caracteres tipográficos (11), y al uso que de ellos hacemos, los dañinos extravíos de Hobbes y de Spinoza, vivirán por siempre. Id, célebres escritos, de los cuales la ignorancia y rusticidad de nuestros padres no habían sido capaces, a acompañar a la morada de nuestros descendientes, esas obras más peligrosas aún, de donde se exhala la corrupción de las costumbres de nuestro siglo y transmitid juntos a los siglos venideros la historia fiel del progreso y de las ventajas de nuestras ciencias y de nuestras artes. 

Si ellos os leen, no dejaréis en su espíritu perplejidad alguna sobre el tema que en la actualidad tratamos, y a menos que sean más insensatos que nosotros, elevarán las manos al cielo y dirán en su amargura: «Dios Todopoderoso, tú que tienes en tus manos los espíritus, líbranos de las luces y de las funestas artes de nuestros padres y otórganos de nuevo la ignorancia, la inocencia y la indigencia, únicos bienes que pueden hacer nuestra felicidad y los únicos meritorios ante ti«.

Si el progreso de las ciencias y de las artes no ha añadido nada a nuestra verdadera felicidad, si él ha corrompido nuestras costumbres y la corrupción de las costumbres ha llegado hasta herir la pureza del gusto, ¿qué pensaremos de esa turba de autores elementales que han alejado del templo de las Musas las dificultades que defendían su acceso y que la naturaleza había allí esparcido como una prueba a las aptitudes de los que ambicionaban saber? ¿Qué pensaremos de esos compiladores de obras que han indiscretamente roto la puerta de las ciencias e introducido en su santuario un populacho indigno de acercarse a él, cuando habría sido preferible que todos los que no pudieran ir lejos en la carrera de las letras fueran rechazados desde sus umbrales y obligados a dedicarse a artes útiles a la sociedad?

 

¿Qué pensaremos de esos compiladores de obras que han indiscretamente roto la puerta de las ciencias e introducido en su santuario un populacho indigno de acercarse a él, cuando habría sido preferible que todos los que no pudieran ir lejos en la carrera de las letras fueran rechazados desde sus umbrales y obligados a dedicarse a artes útiles a la sociedad?

 

El que será toda su vida un mal versificador, un geómetra subalterno, habría podido ser tal vez un gran fabricador de telas. Aquellos a quienes la naturaleza había destinado a ser profesores, no han necesitado de maestros. Los Verulam, los Descartes y los Newton, esos preceptores del género humano, no los han tenido, y ¿qué guías los hubieran conducido hasta donde su vasto genio los ha llevado? Profesores ordinarios no habrían podido hacer otra cosa que obligar sus inteligencias ajustándolas a la estrecha capacidad de la de ellos.

 

Aquellos a quienes la naturaleza había destinado a ser profesores, no han necesitado de maestros.

Los Verulam, los Descartes y los Newton, esos preceptores del género humano, no los han tenido, y ¿qué guías los hubieran conducido hasta donde su vasto genio los ha llevado?

 

Los primeros obstáculos con que tropezaron sirviéronles de aguijón a sus esfuerzos y enseñáronles a franquear el inmenso espacio que han recorrido. Si es permitido a ciertos hombres entregarse al estudio de las ciencias y de las artes, no es a otros que a aquellos que se sientan con la fuerza suficiente para seguir sus huellas y sobrepujarlas. Es a ese reducido número a que corresponde elevar monumentos a la gloria del espíritu humano; mas si se quiere que nada traspase los límites de su genio, es preciso que nada tampoco traspase los límites de sus esperanzas. He allí la única voz de aliento de que necesitan. El alma se acomoda insensiblemente a los objetos que la ocupan, siendo las grandes ocasiones las que hacen los grandes hombres.

El príncipe de la elocuencia fue cónsul de Roma, y el más grande tal vez de los filósofos, canciller de Inglaterra. ¿Puede creerse que si el uno no hubiese ocupado más que un asiento en alguna universidad y el otro no hubiese obtenido otra cosa que una módica pensión de academia, puede creerse, digo, que sus obras no revelasen sus estados?

Que los reyes no rehúsen, pues, admitir en sus consejos los hombres capaces de aconsejarlos bien, que renuncien a ese antiguo prejuicio inventado por el orgullo de los grandes, de que el arte de conducir los pueblos es más difícil que el de ilustrarlos, como si fuese más fácil obligarlos a hacer el bien voluntariamente que constreñirlos por la fuerza; que los verdaderos sabios encuentren en el curso de su vida honorables asilos, que obtengan allí la sola recompensa digna de ellos: la de contribuir por su fama al bienestar de los pueblos a quienes han enseñado la sabiduría.

Solamente entonces se verá lo que pueden la virtud, la ciencia y la autoridad animadas por una noble emulación y trabajando de consuno por la felicidad del género humano. Pero mientras que la autoridad permanezca aislada de un lado y las luces y la ciencia de otro, los sabios raramente concebirán cosas grandes, los príncipes más raramente aún las ejecutarán y los pueblos continuarán siendo viles, corrompidos y desgraciados.

 

Pero mientras que la autoridad permanezca aislada de un lado y las luces y la ciencia de otro, los sabios raramente concebirán cosas grandes, los príncipes más raramente aún las ejecutarán y los pueblos continuarán siendo viles, corrompidos y desgraciados

 

En cuanto a nosotros, hombres vulgares, a quienes el cielo no ha dotado de tan grandes talentos y a quienes no ha destinado a tanta gloria, permanezcamos en nuestra oscuridad; no corramos tras una reputación que se nos escaparía y que en el estado actual de cosas no nos representaría jamás lo que nos ha costado, aun cuando tuviésemos todos los títulos para obtenerla. ¿A qué buscar nuestra felicidad en la opinión de los otros si podernos encontrarla en nosotros mismos? Dejemos a otros el cuidado de instruir los pueblos en sus deberes y concretémonos nosotros a cumplir bien los nuestros: no tenemos necesidad de saber más.

 

¿A qué buscar nuestra felicidad en la opinión de los otros si podernos encontrarla en nosotros mismos? Dejemos a otros el cuidado de instruir los pueblos en sus deberes y concretémonos nosotros a cumplir bien los nuestros: no tenemos necesidad de saber más

 

¡Oh, virtud! ¡Ciencia sublime de almas ingenuas! ¿Es preciso tantas penas y tanto aparato para conocerte? ¿Tus principios no están grabados en todos los corazones, y no basta acaso para aprender tus leyes, reconcentrarse en sí mismo y escuchar la voz de la conciencia en el silencio de las pasiones? He allí la verdadera filosofía, contentémonos con ella, y sin envidiar la gloria de esos hombres célebres que se inmortalizan en la república de las letras, tratemos de colocar entre ellos y nosotros esta distinción gloriosa que se notaba en otros tiempos entre dos grandes pueblos: el uno sabía bien decir, el otro bien hacer.

 

He allí la verdadera filosofía, contentémonos con ella, y sin envidiar la gloria de esos hombres célebres que se inmortalizan en la república de las letras, tratemos de colocar entre ellos y nosotros esta distinción gloriosa que se notaba en otros tiempos entre dos grandes pueblos: el uno sabía bien decir, el otro bien hacer

 

 

FIN DEL DISCURSO SOBRE LAS CIENCIAS Y LAS ARTES

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Notas

6 Se ve fácilmente la alegoría de la fábula de Prometeo, y no es de creer que los griegos, que la han fijado sobre el Cáucaso, pensasen nada más favorablemente que los egipcios de su dios Theuth. «El sátiro, dice una antigua, fábula, quiso abrazar el fuego la primera vez que lo vio, pero Prometeo le gritó: “Sátiro, llorarás la pérdida de tu barba, porque quema cuándo se le toca.”

7 Mientras menos se sabe, más se cree saber. Los peripatéticos ¿dudaban de algo? ¿Descartes no construyó el universo con cubos y torbellinos? Y hoy mismo, ¿hay en Europa un solo físico, por mediocre que sea, que no explique atrevidamente ese profundo misterio de la electricidad que será tal vez por siempre la desesperación de los verdaderos filósofos?

8 Muy lejos de mí la creencia de que ese ascendiente de las mujeres sea un mal en sí mismo. Es un don que la naturaleza les ha otorgado para la felicidad del género humano, y que mejor dirigido, podría producir tanto bien, cuanto mal hace hoy. No se conocen suficientemente las ventajas que proporcionaría a la sociedad una mejor educación dada a esa mitad del género humano que gobierna la otra. Los hombres serán siempre lo que le plazca a las mujeres; si queréis, pues, que se hagan grandes y virtuosos, enseñad a las mujeres lo que es grandeza del alma y lo que es virtud. Las reflexiones que este tema sugiere y que Platón ha hecho ya otras veces, merecen ser desarrolladas por una pluma digna de tal maestro y de la defensa de causa tan grande.

9 Pensamientos filosóficos.

10 Tal era la educación de los espartanos, según refiere el más sabio de sus reyes. «Es, dice Montaigne, cosa digna de gran consideración, que en esta excelente policía de Licurgo, monstruosa en verdad con toda su perfección, aunque cuidadosa en extremo de la crianza de los niños, como si fuese su principal obligación, y en la mansión misma de las Musas, se haga tan poca mención de la doctrina, como si a esta generosa juventud que desdeña todo otro yugo, debiérasele proporcionar, en vez de profesores de ciencias, solamente profesores de valor, de prudencia y de justicia.» Veamos ahora cómo el mismo autor habla de los antiguos persas. Platón, dice, cuenta «que el hijo mayor de la sucesión real, había sido así criado. Después de su nacimiento, se lo entregaban, no a las mujeres, sino a eunucos de la primera autoridad real a causa de su virtud. Estos se encargaban de hacer de él un mozo vigoroso y sano y, después de siete años, le enseñaban a montar a caballo y lo adiestraban en la caza. Cuando había llegado a los catorce, lo ponían en manos de cuatro: el más sabio, el más justo; el más temperante y el más valiente de la nación. El primero le enseñaba la religión, el segundo a ser siempre veraz, el tercero a moderar sus pasiones, el cuarto a no temer nada«; todos, añadiría yo, a hacerlo bueno, ninguno a hacerlo sabio.

«Astiages, en Jenofonte, pide a Cirus cuenta de su última lección: Resultó, dice él, que había en nuestra escuela un alumno grande que tenía una saya pequeña y que habiéndosela dado a otro de menor talla, le quitó la suya que era más grande. Nuestro preceptor, hízome juez en esta cuestión, y yo juzgué que era preciso dejar las cosas tal cual estaban, puesto que el uno y el otro estaban mejor con el cambio efectuado. A lo cual, me demostró que yo había hecho mal, puesto que me había detenido a considerar el hecho desde el punto de vista de la comodidad, cuando primeramente debía haber atendido a la justicia que quiere que nadie sea desprovisto de lo que le pertenece. El muchacho fue azotado de la misma manera que lo somos en nuestra aldea por olvidar el primer aoristo de ôõðôù . Mi regente me hizo una bella arenga, in genere demonstrativo, antes de persuadirme que su escuela valía tanto como aquélla«. (lib. I, cap. XXIV). 

11 Si se consideran los execrables desórdenes que la imprenta ha causado ya a Europa, si se juzga del porvenir por el progreso que el mal hace de día en día, puede preverse fácilmente que los soberanos no tardarán en tomar tanto cuidado en alejar de sus Estados tan terrible arte como el que tomaron para introducirlo en ellos. El sultán Ahmed, cediendo a las importunidades de algunas pretendidas gentes de gusto, convino en establecer una imprenta en Constantinopla, pero apenas estuvo la prensa lista, vióse constreñido a destruirla y a arrojar sus útiles a un pozo. Cuéntase que el califa Omar, consultado que fue sobre lo que debía hacerse de la Biblioteca de Alejandría, respondió en estos términos: «Si los libros de esa biblioteca contienen cosas opuestas al Corán, son libros malos y es preciso quemarlos, y si sólo contienen la doctrina del Corán, quemadlos también: son innecesarios.» Nuestros sabios han citado tal razonamiento como el colmo de lo absurdo. Sin embargo, imaginaos a Gregorio el Grande en lugar de Omar y el Evangelio en vez del Corán, la biblioteca habría sido siempre quemada y tal rasgo habría sido tal vez el más bello de la vida de ese ilustre pontífice.

 

 

Jean-Jacques Rousseau: «Discurso sobre las ciencias y las artes» (Parte 1)