Discurso sobre las ciencias y las artes
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«Mientras el gobierno y las leyes proveen lo necesario para el bienestar y la seguridad de los hombres, las ciencias, las letras y las artes, menos despóticas y quizá más poderosas, extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas que los atan, anulan en los hombres el sentimiento de libertad original, para el que parecían haber nacido, y les hacen amar su esclavitud y les convierten en lo que se suele llamar pueblos civilizados. La necesidad creó los tronos; las ciencias y las artes los han fortalecido»
Rousseau
DISCURSO SOBRE LAS CIENCIAS Y LAS ARTES
DISCURSO SOBRE SI EL RESTABLECIMIENTO DE LAS CIENCIAS Y DE LAS ARTES HA CONTRIBUIDO AL MEJORAMIENTO DE LAS COSTUMBRES (1)
(Parte 1)
El espíritu, como el cuerpo, tiene sus necesidades. Éstas son los fundamentos de la sociedad, aquéllas establecen el placer y la satisfacción. Mientras que el gobierno y las leyes proveen a la seguridad y al bienestar de los hombres, las ciencias, las letras y las artes menos despóticas y quizás más poderosas, extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro con que están cargados, ahogan en ellos el sentimiento de esa libertad original para la cual parecían haber nacido, les hacen amar su esclavitud y forman de ellos lo que se llama pueblo civilizado. La necesidad elevó los tronos, las ciencias y las artes los han consolidado.
Por Jean-Jacques Rousseau
ADVERTENCIA
¡Lo que es la celebridad! He aquí la desdichada obra a la cual yo debo la mía. Cierto es, que ella, que me ha conquistado un premio y me ha dado un nombre, es algo menos que mediocre, y me atrevo a añadir que es una de las más insignificantes de toda esta recopilación. ¡Qué cúmulo de miserias no habría evitado el autor si este primer escrito no hubiese sido recibido sino como él merecía serlo! Pero era necesario que un favor, después de todo injusto, me granjeara por grados un rigor que lo es aún más.
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PREFACIO
He aquí una de las grandes y bellas cuestiones que hayan sido jamás suscitadas. No se trata en absoluto, en este discurso, de esas sutilezas metafísicas que han invadido todos los campos de la literatura, y de las cuales no están siempre exentos los programas de Academia; sino de una de esas verdades que tienden a hacer la felicidad del género humano.
Preveo que se me perdonará difícilmente la resolución que he osado tomar. De frente contra todo lo que constituye hoy la admiración de los hombres, no puedo esperar sino la reprobación universal, pues no por haber sido honrado con el beneplácito de algunos sabios, debo contar con el del público. He emprendido mi camino y no me cuido de satisfacer ni a los sabios ni a las gentes a la moda.
Habrá en todos los tiempos hombres hechos para ser subyugados por las opiniones de su siglo, de su país y del medio en que viven. Tal constituye hoy el espíritu fuerte y el filósofo, que, por idéntica razón, no debería ser más que un fanático del tiempo de la Liga; mas no se debe escribir para tales lectores cuando se quiere vivir más allá de un siglo.
Una palabra más, y he terminado. Contando poco con el honroso premio que se me ha concedido, después de su envío, he refundido y aumentado este discurso hasta el punto de hacer de él, en cierta manera, una obra distinta. Hoy me he creído obligado a restablecerlo a su estado primitivo en el cual fue premiado. He dejado solamente algunas notas y dos adiciones fáciles de reconocer, las cuales la Academia no habría quizá aprobado. He pensado que la equidad, el respeto y el reconocimiento exigían de mí esta advertencia.
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DISCURSO
Decipimur specie recti
¿El restablecimiento de las ciencias y de las artes ha contribuido a modificar o a corromper las costumbres? He allí lo que se trata de examinar. ¿Qué partido debo yo tomar en esta cuestión? El que conviene, señores, a un hombre honrado que nada sabe, pero que no por ello se estima menos.
Será difícil, lo siento, adaptar lo que tengo que decir al tribunal al cual compareceré. ¿Cómo osar condenar las ciencias ante una de las sociedades más sabias de Europa, ensalzar la ignorancia en una célebre Academia y conciliar el desprecio por el estudio con el respeto por los verdaderos sabios? He visto estas contrariedades y no me han en lo absoluto desanimado. No es la ciencia la que yo injurio, me he dicho, es la virtud que defiendo ante los hombres virtuosos. La probidad es aún más querida a las personas de bien que la erudición a los doctos. ¿Qué tengo, pues, que temer? ¿Las lumbreras de la asamblea que me escucha? Lo confieso; pero sólo en lo que concierne a la elaboración del discurso y no en cuanto al sentimiento del orador. Los soberanos justos no han vacilado jamás en condenarse ellos mismos en las discusiones dudosas; y la posición más ventajosa, en buen derecho, es tener que defenderse contra una parte íntegra e ilustrada, juez de su propia causa.
A esta causa que me anima, se une otra que me decide: es la de que, después de haber sostenido, según mi inteligencia, el partido de la verdad, cualquiera que sea el éxito, él constituye una recompensa que no puede faltarme: la encontraré siempre en el fondo de mi corazón.
PRIMERA PARTE
Qué grande y hermoso espectáculo es ver al hombre salir de la nada por sus propios esfuerzos; disipar, por medio de las luces de su razón, las tinieblas en las cuales la naturaleza lo tenía envuelto; elevarse por encima de sí mismo; lanzarse con las alas del espíritu hasta las regiones celestes; recorrer a pasos de gigante, cual el sol, la vasta extensión del universo; y, lo que es aún más grande y difícil, reconcentrarse en sí para estudiar y conocer su naturaleza, sus deberes y su fin.
Todas estas maravillas se han renovado en pocas generaciones.
Europa había vuelto a caer en la barbarie de las primeras edades. Los pueblos de esta parte del mundo, hoy tan ilustrada, vivían, hace algunos siglos, en un estado peor que el de la ignorancia. No sé qué jerga científica, más despreciable aun que la ignorancia, había usurpado el nombre del saber, y oponía a su restablecimiento un obstáculo casi invencible. Era preciso una revolución para conducir de nuevo a los hombres por el camino del sentido común; y ella vino al fin del lado que menos se habría esperado. La caída del trono de Constantino llevó a Italia los despojos de la antigua Grecia. Francia se enriqueció a su vez con estos preciosos restos. Bien pronto las ciencias siguieron a las letras: al arte de escribir unióse el arte de pensar; graduación que parece extraña y que no es tal vez sino muy natural, y se comenzó a sentir la principal ventaja del comercio de las musas, la de hacer a los hombres más sociables, inspirándoles el deseo de agradarse los unos a los otros por medio de obras dignas de aprobación mutua.
se comenzó a sentir la principal ventaja del comercio de las musas, la de hacer a los hombres más sociables, inspirándoles el deseo de agradarse los unos a los otros por medio de obras dignas de aprobación mutua
El espíritu, como el cuerpo, tiene sus necesidades. Éstas son los fundamentos de la sociedad, aquéllas establecen el placer y la satisfacción. Mientras que el gobierno y las leyes proveen a la seguridad y al bienestar de los hombres, las ciencias, las letras y las artes menos despóticas y quizás más poderosas, extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro con que están cargados, ahogan en ellos el sentimiento de esa libertad original para la cual parecían haber nacido, les hacen amar su esclavitud y forman de ellos lo que se llama pueblo civilizado. La necesidad elevó los tronos, las ciencias y las artes los han consolidado. Potencias de la tierra, amad los talentos y proteged a los que los cultivan (2).
Mientras que el gobierno y las leyes proveen a la seguridad y al bienestar de los hombres, las ciencias, las letras y las artes menos despóticas y quizás más poderosas, extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro con que están cargados, ahogan en ellos el sentimiento de esa libertad original para la cual parecían haber nacido, les hacen amar su esclavitud y forman de ellos lo que se llama pueblo civilizado
Pueblos civilizados, cultivadlos: felices esclavos, vosotros les debéis ese gusto delicado y fino de que os jactáis, esa dulzura de carácter y esa urbanidad en las maneras que hacen entre vosotros las relaciones tan afables y fáciles; en una palabra, las apariencias de todas las virtudes sin tener ninguna. Por esta clase de cortesanía, tanto más amable cuanto menos se exhibe, se distinguieron en otro tiempo Atenas y Roma en los días tan ensalzados de su magnificencia y de su esplendor; por ella sin duda, nuestro siglo y nuestra nación, sobrepujarán a todos los tiempos y a todos los pueblos. Un tono filosófico sin pedantería, maneras naturales pero agradables, igualmente distantes de la rusticidad tudesca y de la pantomima ultramontana: he allí los frutos del gusto adquirido por medio de buenos estudios y perfeccionado en el trato del mundo.
¡Qué dulce sería la vida entre nosotros, si el aspecto exterior fuese siempre la imagen de las disposiciones del corazón, si la decadencia fuese la virtud, si nuestras máximas nos sirviesen de regla, si la verdadera filosofía fuese inseparable del título del filósofo! Mas tantas cualidades vénse muy raramente reunidas, y la virtud no anda con tan grande pompa. La riqueza en la compostura puede anunciar un hombre opulento, y su elegancia un hombre de gusto: el hombre sano y fuerte se reconoce por otras señales; es bajo el rústico vestido del obrero y no bajo el oropel de un cortesano que se encontrará la fuerza y el vigor del cuerpo. La ostentación no es menos extraña a la virtud, que es la fuerza y el vigor del alma. El hombre de bien es un atleta al que le gusta combatir desnudo, despreciando todos esos viles ornamentos que impedirían el uso de sus fuerzas, y la mayoría de los cuales no han sido inventados sino para ocultar alguna deformidad.
El hombre de bien es un atleta al que le gusta combatir desnudo, despreciando todos esos viles ornamentos que impedirían el uso de sus fuerzas, y la mayoría de los cuales no han sido inventados sino para ocultar alguna deformidad
Antes que el arte hubiese pulido nuestras maneras y nuestras pasiones adquirido un lenguaje afectado, nuestras costumbres eran rústicas pero naturales; y la diferencia de procedimientos revelaba a primera vista la de los caracteres. La naturaleza humana, en el fondo no era mejor, pero los hombres encontraban su seguridad en la facilidad de conocerse recíprocamente; y esta ventaja cuyo valor no conocemos ya, los alejaba de muchos vicios.
Hoy, que indagaciones más sutiles y un gusto más exquisito han reducido el arte de agradar a principios, reina en nuestras costumbres una vil y engañosa uniformidad, de tal suerte que parece que todos los espíritus han sido vaciados en el mismo molde: sin cesar la urbanidad exige, el decoro ordena; sin cesar se sigue el uso, jamás el propio ingenio. No se osa aparecer lo que se es, y en esta sujeción o embarazo perpetuo, los hombres que forman ese rebaño que se llama sociedad, colocados en las mismas circunstancias, harían todos idénticas cosas si motivos más poderosos no se lo impidieran. No se sabrá nunca de manera cierta con quién tiene uno que habérselas: será preciso, pues, para conocer al amigo, esperar las grandes ocasiones; es decir, esperar hasta cuando ya no sea tiempo, pues que para tales ocasiones es para cuando debía ser esencial su conocimiento.
¡Qué cortejo de vicios no acarreará consigo esta incertidumbre! No más amistades sinceras; no más estimación real; no más confianza. Las sospechas, el recelo, los temores, la frialdad, la reserva, el odio, la traición, se esconderán siempre bajo ese velo uniforme y pérfido de cortesanía, bajo esa urbanidad tan alabada que debemos a las luces de nuestro siglo
¡Qué cortejo de vicios no acarreará consigo esta incertidumbre! No más amistades sinceras; no más estimación real; no más confianza. Las sospechas, el recelo, los temores, la frialdad, la reserva, el odio, la traición, se esconderán siempre bajo ese velo uniforme y pérfido de cortesanía, bajo esa urbanidad tan alabada que debemos a las luces de nuestro siglo. No se profanará más con juramentos el nombre del Creador, pero se le insultará con blasfemias, sin que nuestros escrupulosos oídos se sientan ofendidos. No se ensalzará más el propio mérito, pero se rebajará el de los otros. No se ultrajará groseramente al enemigo, pero se le calumniará con habilidad. Los odios nacionales se extinguirán, mas ello será juntamente con el amor patrio. A la ignorancia despreciada se substituirá un peligroso pirronismo. Habrá excesos proscritos, vicios vituperados, pero habrá otros que se les vestirá con el ropaje de la virtud, y será preciso tenerlos o afectar tenerlos.
A la ignorancia despreciada se substituirá un peligroso pirronismo. Habrá excesos proscritos, vicios vituperados, pero habrá otros que se les vestirá con el ropaje de la virtud, y será preciso tenerlos o afectar tenerlos
Que ensalce el que quiera la sobriedad de los sabios actuales; yo en ella no veo más que un refinamiento de intemperancia, tanto más indigna de mi elogio cuanto artificiosa es su simplicidad (3). Tal es la pureza adquirida en nuestras costumbres, y es así como nos hemos convertido en gentes de bien. Corresponde a las letras, a las ciencias y a las artes reivindicar lo que les pertenece en tan saludable obra. Agregaré solamente una observación: la de que, si un habitante de cualquier remota comarca, procurase formarse una idea de las costumbres europeas sobre el estado de las conciencias entre nosotros, sobre la perfección de nuestras artes, sobre la decencia de nuestros espectáculos, sobre la cortesía de nuestros modales, sobre la afabilidad de nuestros discursos, sobre nuestras perpetuas demostraciones de benevolencia y sobre ese concurso tumultuoso de hombres de toda edad y estado, que parecen afanados, desde el romper del alba hasta que el sol declina, a obligarse recíprocamente, ese extranjero, digo, descubriría exactamente en nuestras costumbres lo contrario de lo que ellas son.
Donde no hay efecto, no hay causa que buscar; mas aquí el efecto es positivo, la depravación real. Nuestras almas se han corrompido, a medida que nuestras ciencias y nuestras artes han avanzado hacia la perfección.
Donde no hay efecto, no hay causa que buscar; mas aquí el efecto es positivo, la depravación real. Nuestras almas se han corrompido, a medida que nuestras ciencias y nuestras artes han avanzado hacia la perfección. ¿Se dirá que es una desgracia inherente a nuestra época? No, señores; los males causados por nuestra vana curiosidad son tan antiguos como el mundo. El flujo y reflujo de las aguas del océano, no han sido sujetos con más precisión al curso del astro que nos alumbra en la noche, que lo ha sido la suerte de las costumbres y de la probabilidad respecto al progreso de la ciencias y de las artes. Se ha visto a la virtud esconderse ofuscada a medida que sus luces elevábanse sobre nuestro horizonte, observándose el mismo fenómeno en todo los tiempos y en todos los lugares.
Ved Egipto, esa primera escuela del universo, ese clima tan fértil bajo un cielo color de bronce, esa comarca de donde Sesostris partió un día para conquistar el mundo; vedla, digo, siendo la madre de la filosofía y de las bellas artes, y muy pronto ser conquistada por Cambises, luego por los griegos, por los romanos, por los árabes, y en fin por los turcos.
Ved Grecia, en otro tiempo, pueblo de héroes vencedores dos veces de Asia, la una en Troya y la otra en sus propios lares. Las letras, todavía en su infancia, no habían llevado la corrupción al corazón de sus habitantes; pero el progreso de las artes, la disolución de las costumbres y el yugo de los macedonios, se siguieron muy de cerca, y Grecia, siempre sabia, siempre voluptuosa y siempre esclava, no experimentó en sus revoluciones más que cambios de dueños o señores. Toda la elocuencia de Demóstenes no logró jamás reanimar un cuerpo que el lujo y las artes habían enervado.
Grecia, siempre sabia, siempre voluptuosa y siempre esclava, no experimentó en sus revoluciones más que cambios de dueños o señores. Toda la elocuencia de Demóstenes no logró jamás reanimar un cuerpo que el lujo y las artes habían enervado
Fue en tiempo de Ennio y Terencio cuando Roma, fundada por un pastor e ilustrada por labradores, comenzó a degenerar; pero después de los Ovidios, de los Catulos, de los Marciales y de toda esa turba de autores obscenos cuyos solos nombres alarman el pudor, Roma en otro tiempo templo de la virtud, conviértese en teatro del crimen, en oprobio de las naciones y en juguete de los bárbaros. Esta capital del mundo, cae al fin bajo el mismo yugo que ella había impuesto a tantos pueblos, siendo el día de su caída la víspera del que se dio a uno de sus ciudadanos el título de árbitro del buen gusto.
Roma en otro tiempo templo de la virtud, conviértese en teatro del crimen, en oprobio de las naciones y en juguete de los bárbaros
¿Y qué diré de esa metrópoli del imperio de Oriente, que por su posición parecía deber ser la del mundo entero; de ese asilo de las ciencias y de las artes proscritas del resto de la Europa, tal vez más por sabiduría que por barbarie? Todo lo que la relajación y la corrupción tienen de más vergonzoso: la traición, el asesinato y el veneno; el concurso de todos los crímenes más atroces, he allí lo que forma la historia de Constantinopla; he allí la fuente pura de donde nos han emanado las luces con que nuestro siglo se glorifica.
Mas ¿a qué buscar en remotos tiempos las pruebas de una verdad de la cual tenemos a la vista testimonios subsistentes
Mas ¿a qué buscar en remotos tiempos las pruebas de una verdad de la cual tenemos a la vista testimonios subsistentes? Hay en Asia una región inmensa en donde las letras reverenciadas y respetadas conducen a ocupar las primeras dignidades del Estado. Si las ciencias han mejorado las costumbres, si ellas han enseñado a los hombres a verter su sangre por la patria, si ellas avivan el valor, los pueblos de la China deberían ser sabios, libres e invencibles. Pero si por el contrario, no hay vicio que no los domine ni crimen que no les sea familiar, si los conocimientos de los ministros, al igual que la pretendida sabiduría de las leyes y la multitud de habitantes de este vasto imperio, no han podido sustraerlo al yugo del tártaro ignorante, y grosero, ¿de qué le han servido todos sus sabios? ¿Qué fruto ha sacado de los honores con que han sido tales sabios colmados? ¿Será tal vez el de ser un pueblo de esclavos y malvados? Opongamos a estos cuadros, el de las costumbres de un reducido número de pueblos que, preservados de ese contagio de conocimientos vanos, han labrado su propia felicidad por sus virtudes y dado el ejemplo a otras naciones. Tales fueron los primitivos persas: nación singular, en donde se aprendían la virtud como entre nosotros se aprende la ciencia; la que subyugó el Asia con tanta facilidad, y la única que ha tenido la gloria de que sus instituciones háyanse considerado como una novela filosófica. Tales fueron los escitas, de quienes se nos ha dejado tan magníficos elogios. Tales los germanos, de quienes una pluma, cansada de trazar los crímenes y negruras de un pueblo instruido, opulento y voluptuoso, se consolaba pintando su simplicidad, su inocencia y sus virtudes. Tal que la misma Roma, en sus tiempos de pobreza e ignorancia, y tal en fin se ha mostrado hasta hoy esa rústica nación tan ensalzada por su valor que la adversidad no ha podido destruir, y por su fidelidad que el ejemplo no ha podido corromper (4).
Y no ha sido por estupidez que éstos han preferido otros ejercicios a los del espíritu
Y no ha sido por estupidez que éstos han preferido otros ejercicios a los del espíritu. Ellos no ignoraban que en otras regiones hombres ociosos pasaban su vida disputando sobre el bien, sobre el vicio y sobre la virtud, y que orgullosos pensadores, tributábanse a sí mismos los más grandes elogios, confundiendo a los otros pueblos bajo el despreciable nombre de bárbaros; mas han considerado sus costumbres y aprendido a desdeñar sus doctrinas (5). ¿Olvidaré acaso que fue en el seno mismo de Grecia en donde se vio surgir esa ciudad tan célebre por su feliz ignorancia, cuanto por la sabiduría de sus leyes; república de semidioses más bien que de hombres, tanto así nos parecían sus virtudes superiores a la humanidad? ¡Oh, Esparta, oprobio eterno de una vana doctrina! Mientras que los vicios engendrados por las bellas artes introdujéronse en tropel en Atenas; mientras que un tirano reunía en ella con tanto esmero las obras del príncipe de los poetas, tú arrojabas de tus muros artes y artistas, ciencias y sabios! Los acontecimientos establecieron la siguiente diferencia: Atenas convirtióse en morada de la cortesanía y del buen gusto; fue el país de los oradores y de los filósofos. La elegancia de los edificios correspondía a la del lenguaje; se veía allí por doquiera el mármol y el lienzo animados por las manos de los maestros más hábiles, y fue de allí de donde salieron esas obras sorprendentes, ejemplos a todas las edades corrompidas. El espectáculo de Lacedemonia es menos brillante. Allí, decían los otros pueblos, nacen los hombres virtuosos y el ambiente mismo del país parece inspirar la virtud. De esos habitantes sólo nos queda el recuerdo de sus heroicas acciones; mas tales monumentos valdrían, por ventura, menos para nosotros que los mármoles curiosos que nos ha legado Atenas.
Oh, Esparta, oprobio eterno de una vana doctrina! Mientras que los vicios engendrados por las bellas artes introdujéronse en tropel en Atenas; mientras que un tirano reunía en ella con tanto esmero las obras del príncipe de los poetas, tú arrojabas de tus muros artes y artistas, ciencias y sabios!
Algunos sabios, es cierto, han resistido el impulso de la corriente general y han escapado de caer en el vicio transportándose a la serena región de las Musas; mas oigamos el juicio que el primero y más infortunado de entre ellos hace de los sabios y artistas de su tiempo:
«He examinado, dice, a los poetas, y los conceptúo como gentes cuyo talento se impone a ellos mismos y a los demás; que se las dan de sabios, que se les tiene por tales y que no son nada en absoluto.»
“De los poetas, continúa Sócrates, he pasado a los artistas. Nadie desconocía más que yo las artes; ninguno estaba más convencido de que los artistas poseían bellísimos secretos. Sin embargo, he observado que su condición no es mejor que la de los poetas y que, tanto los unos como los otros, están en caso análogo, porque los más hábiles, los que descuellan en su profesión, considéranse como los hombres más sabios.
“Esta presunción ha oscurecido de hecho a mis ojos su saber, de tal suerte que haciendo las veces de un oráculo y preguntándome a mí mismo qué preferiría ser, si lo que soy o lo que ellos son, si saber que ellos han aprendido o saber que no sé nada, me he contestado a mí y a Dios: Quiero permanecer siendo lo que soy.
«No conocemos, ni los sofistas, ni los poetas, ni los oradores, ni yo, lo que es verdad, lo que es el bien, lo que es la belleza, mas hay entre nosotros esta diferencia: que, aunque estas gentes no saben nada, todos creen saber algo; mientras que yo, si no sé nada, al menos no lo dudo. De suerte que toda esta superioridad de sabiduría que me ha sido acordada por el oráculo, se reduce solamente a que estoy bien convencido de que ignoro lo que no sé.
¡He allí, pues, el más sabio de los hombres a juicio de los dioses y el más erudito de los atenienses en el sentir de la Grecia entera, Sócrates, haciendo el elogio de la ignorancia! ¿Creerase, acaso, que si resucitase entre nosotros, nuestros sabios y nuestros artistas lo harían cambiar de opinión? No, señores; este hombre justo, continuaría despreciando nuestras fútiles ciencias; no sería él el que ayudaría a aumentar esa multitud de libros con que nos inundan de todas partes, dejando, como lo ha hecho, por todo precepto a sus discípulos y a nuestros nietos el ejemplo y la memoria de su virtud. Es así como es bello instruir a los hombres.
Sócrates había comenzado en Atenas y el viejo Catón continuó en Roma, rebelándose violentamente contra esos griegos artificiosos y sutiles que seducían la virtud y debilitaban el valor de sus conciudadanos. Pero las ciencias, las artes y la dialéctica prevalecieron aún.
Roma se llenó de filósofos y oradores; se descuidó la disciplina militar, se despreció la agricultura, se aceptaron sectas y se olvidó la patria. A los nombres sagrados de libertad, desinterés y obediencia a las leyes, se sucedieron los nombres de Epicuro, de Zenón, de Arcesilao.
Desde que los sabios han comenzado a aparecer entre nosotros, decían sus propios filósofos, las gentes de bien se han eclipsado. Hasta entonces los romanos habíanse contentado con practicar la virtud. Todo lo perdieron cuando comenzaron a estudiar.
«¡Oh Fabricio! ¿qué habrías pensado, si por desgracia, vuelto a la vida, hubieses contemplado la suntuosidad de esa Roma salvada por vuestro brazo y a la que vuestro nombre respetable había ilustrado más que todas sus conquistas? «¡Dios mío!, habrías dicho, ¿qué se ha hecho de esas chozas y esos hogares rústicos, moradas antes de la moderación y de la virtud? ¿Qué funesto esplendor ha sucedido a la simplicidad romana? ¿Qué es ese lenguaje extraño, qué esas maneras afeminadas? ¿Qué significan esas estatuas, esos cuadros, esos edificios? Insensatos, ¿qué habéis hecho? ¡Vosotros, dueños y señores de naciones, os habéis convertido en esclavos de esos mismos pueblos frívolos que habéis conquistado! ¡Os gobiernan retóricos! ¡Y habéis regado con vuestra sangre Grecia y Asia sólo para enriquecer a arquitectos, pintores, estatuarios e histriones! ¡Los despojos de Cartago son el botín de un flautista! Romanos, apresuraos a derribar esos anfiteatros, romped esos mármoles, quemad esos cuadros, expulsad esos esclavos que os subyugan y cuyas funestas artes os corrompen. Que otros pueblos se ilustren con vanos conocimientos. El único talento digno de Roma es el de conquistar el mundo e implantar en él el reinado de la virtud. Cuando Cineas juzgó nuestro Senado como una asamblea de reyes, no lo deslumbró ni una pompa vana ni una elegancia afectada, ni tampoco escuchó esta frívola elocuencia, estudio y encanto de hombres fútiles. ¿Qué vio entonces Cineas de majestuoso entre nosotros? ¡Oh, ciudadanos! Contempló un espectáculo que no presentarán jamás ni vuestras riquezas ni todas vuestras artes, el espectáculo más bello que se haya jamás admirado bajo el astro rey: la asamblea de doscientos hombres virtuosos, dignos de dominar a Roma y de gobernar la tierra».
Mas salvemos la distancia de tiempos y lugares y veamos lo que ha pasado en nuestras comarcas, ante nuestros propios ojos; o más bien, evitemos pinturas odiosas que herirían nuestra delicadeza, y ahorrémonos la pena de repetir las mismas cosas bajo nombres diferentes.
No ha sido en vano que he evocado los manes de Fabricio y que he puesto en labios de ese grande hombre, lo que no hubiera podido poner en boca de Luis XII o de Enrique IV. Entre nosotros, es cierto que Sócrates no hubiera bebido la cicuta, pero habría bebido en una copa más amarga aún, la burla insultante y el desprecio cien veces peor que la muerte.
He allí, pues, cómo el lujo, la disociación y la esclavitud, han sido en todo tiempo el castigo impuesto a los orgullosos esfuerzos que hemos hecho por salir de la feliz ignorancia en que la Sabiduría Eterna nos había colocado. El espeso velo con que ella ha cubierto todas sus obras, parecía advertirnos suficientemente que no nos había destinado a vanas investigaciones. Mas, por ventura, ¿hemos sabido aprovechar algunas de sus lecciones o las hemos descuidado impunemente? Pueblos, sabed de una vez que la naturaleza ha querido preservarnos de la ciencia, de la misma manera que una madre arranca un arma peligrosa de las manos del hijo; que todos los secretos que os oculta son otros tantos males contra los cuales os escuda, y que el trabajo que os cuesta instruirnos no es el más pequeño de sus beneficios. Los hombres son perversos, pero serían peores aun si hubiesen tenido la desgracia de nacer sabios.
Pueblos, sabed de una vez que la naturaleza ha querido preservarnos de la ciencia, de la misma manera que una madre arranca un arma peligrosa de las manos del hijo; que todos los secretos que os oculta son otros tantos males contra los cuales os escuda, y que el trabajo que os cuesta instruirnos no es el más pequeño de sus beneficios.
¡Cuán humillantes son estas reflexiones para la humanidad! ¡Cuánto debe con ellas nuestro orgullo sufrir! ¡Qué! ¿la probidad será acaso hija de la ignorancia? ¿La ciencia y la virtud serán incompatibles? ¿Qué consecuencias no se sacarían de tales prejuicios? Mas, para conciliar esas contrariedades aparentes, no hay más que examinar de cerca la vanidad y la insignificancia de esos títulos orgullosos que nos deslumbran y que concedemos tan gratuitamente a los conocimientos humanos. Consideremos, pues, las ciencias y las artes en sí mismas, veamos el resultado de su progreso y no vacilemos más en convenir con todo aquello en que nuestros argumentos se encuentren de acuerdo con las inducciones históricas.
Consideremos, pues, las ciencias y las artes en sí mismas, veamos el resultado de su progreso y no vacilemos más en convenir con todo aquello en que nuestros argumentos se encuentren de acuerdo con las inducciones históricas
FIN DE LA PRIMERA PARTE
Jean-Jacques Rousseau: «Discurso sobre las ciencias y las artes» (y parte 2)
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Notas
1 Barbarus hic ego sum, quia non intelligor illis. Ovidio, Trist. V, Eleg. X, v. 37
2 Los príncipes ven siempre con placer extenderse entre sus súbditos, el gusto por las artes agradables y las superfluidades, en las cuales la exportación del dinero no existe, porque además de que los nutren en esa pequeñez de alma tan propia a la esclavitud, saben muy bien que todas las necesidades que el pueblo se proporciona, son otras tantas cadenas con que se carga. Alejandro, queriendo mantener a los ictiófagos bajo su dependencia, les constriñó a renunciar a la pesca, y a alimentarse con las comidas comunes a los otros pueblos; y los salvajes de América, que andan completamente desnudos y que no viven sino del producto de la caza, no han podido jamás ser subyugados. En efecto ¿qué yugo podría imponerse a hombres que no tienen necesidad de nada? Lo que se refiere aquí de Alejandro el Grande no tiene otro fundamento que un pasaje de Plinio el Viejo copiado después por Solín (cap. LIV). (Historia natural , lib. VI, cap. XXV. ).
3 Me gusta, dice Montaigne, disputar y razonar, pero con pocos hombres y en interés propio, pues llamar la atención de los grandes y hacer ostentación a cada paso del ingenio y de la charla, conceptúo que es oficio muy indecoroso para un hombre de honor.» (Lib. III, cap. VIII). Este es el de todos nuestros talentos, menos uno.
4 No pretendo hablar de esos pueblos felices que no conocen siquiera el nombre de los vicios que nosotros refrendamos con tanta dificultad, de esos salvajes de América, de los cuales Montaigne no vacila en preferir su sencillo y natural régimen de policía, no sólo a las leyes de Platón sino aun a todo lo que la filosofía pueda jamás imaginar de más perfecto para gobernar a los pueblos. Él cita de ellos gran cantidad de ejemplos notorios para quien sepa admirarlos: «¡Y que, dice él, ellos acaso no llevan calzas! «(Lib I, cap. XXX. )
5 Que me digan de buena fe la opinión que debían tener los atenienses sobre la elocuencia, cuando descartaban con tan gran escrúpulo, de ese tribunal íntegro, las sentencias, de las cuales no habrían apelado los dioses mismos. ¿Qué pensaban los romanos de la medicina al proscribirla de su República? Y cuando un rasgo de humanidad llevó a los españoles hasta prohibir a sus abogados el acceso a América, ¿qué idea tendrían ellos de la jurisprudencia? ¿Se dirá que querían compensar con este solo acto todos los males que en tan diversas ocasiones habían causado a esos desgraciados indios?
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