EL IMPERIO Y LA GENTE: HOWARD ZINN: LA OTRA HISTORIA DE LOS ESTADOS UNIDOS (Desde 1492 hasta el presente): Capítulo 12

EL IMPERIO Y LA GENTE («El Imperio y el Pueblo»)

ÍNDICE: «La otra historia de los Estados Unidos», de Howard Zinn

 

Capítulo 12

EL IMPERIO Y LA GENTE

A People’s History of the United States

EL IMPERIO Y LA GENTE
Theodore (Teddy) Roosevelt

 

En 1897, Theodore Roosevelt escribía a un amigo

«En estricta confidencia, agradecería casi cualquier guerra, pues creo que este país necesita una«.

 

En 1890, el año de la masacre de Wounded Knee, la Oficina del Censo declaró oficialmente que la frontera interna se había cerrado. El sistema de beneficios, con su tendencia natural a la expansión, ya había empezado a mirar a ultramar. La severa depresión que comenzó en 1893 fortaleció una idea que se estaba desarrollando en la élite política y financiera del país: que los mercados extranjeros para las mercancías americanas aliviarían el problema del bajo consumo del país y evitarían las crisis económicas que produjo la lucha de clases en la década de 1890.

Así pues, una aventura en el extranjero, ¿no desviaría parte de la energía rebelde encauzada en las huelgas y en los movimientos de protesta hacia un enemigo externo? ¿No uniría a la gente con el gobierno y con las fuerzas armadas, en vez de ir contra ellos? Probablemente, esto no era un plan consciente para la mayor parte de la élite, sino un desarrollo natural de las similares formas de actuar del capitalismo y el nacionalismo. La expansión ultramarina no era una idea nueva. Incluso antes de que la guerra con México llevara a Estados Unidos al Pacífico, la Doctrina Monroe miró hacia el sur, al Caribe y más allá. Esta doctrina, propagada en 1823 -cuando los países de Latinoamérica estaban consiguiendo la independencia del control español- dejó claro a las naciones europeas que Estados Unidos consideraba a Latinoamérica dentro de su esfera de influencia.

 

Caricatura de 1904 de la diplomacia estadounidense bajo la presidencia de Theodore Roosevelt. La doctrina Monroe fue el principio de política exterior estadounidense de no permitir la intervención de potencias europeas en países americanos. Establecía que cualquier caso se vería como un ataque a Estados Unidos y conllevaría una respuesta inmediata. La doctrina fue ideada por el secretario de Estado y futuro presidente John Quincy Adams, y enunciada por el presidente James Monroe ante el Congreso en 1823. Washington resumía así su apoyo a la independencia del continente con la postura “América para los americanos

 

Poco después, algunos americanos empezaron a pensar en el Pacífico, en Hawai, Japón y los grandes mercados de China.

Pero hubo más que pensamientos. Una lista del Departamento de Estado de 1962 (que presentaron al Comité del Senado citando precedentes que justificaran el uso de las fuerzas armadas contra Cuba) muestra, entre 1798 y 1895, 103 intervenciones en los asuntos de otros países. Esta es una muestra de la lista, con la descripción exacta del Departamento de Estado:

1852-53 Argentina. Desembarcan a los marines en Buenos Aires y se les mantiene allí, para proteger intereses americanos durante una revolución.

1853 Nicaragua. Para proteger vidas americanas e intereses durante unos disturbios políticos.

1853-54 Japón. La Apertura del Japón» y la expedición de Perry (El Departamento de Estado no da más detalles, pero esto supuso el uso de barcos de guerra para obligar a Japón a abrir sus puertos a Estados Unidos).

1853-54 Ryukyu y las Islas Bonin. El Comodoro Perry, en tres visitas antes de ir a Japon y mientras esperaba respuesta de Japón, hizo una demostracion naval, desembarcando dos veces a los marines, con lo que aseguro una concesión de carbón del gobernante de Naha, en Okinawa. Tambien hizo una demostración en las Islas Bonin. Todo, para consolidar instalaciones comerciales.

1854 Nicaragua, San Juan del Norte. (Destruyeron Greytown para vengar una ofensa al ministro americano en Nicaragua).

1855 Uruguay. Fuerzas navales estadounidenses y europeas desembarcan para proteger intereses americanos durante un intento de revolución en Montevideo.

1859 China. Para proteger intereses americanos en Shanghai.

1860 Angola, oeste del Africa portuguesa. Para proteger vidas y propiedades americanas en Kissembo cuando los nativos se hicieron conflictivos.

1893 Hawai. Aparentemente, para proteger vidas y propiedades americanas, de hecho, para tratar de establecer un gobierno provisional balo el mandato de Sanford B. Dole. Estados Unidos negó su responsabilidad en esta acción.

1894 Nicaragua. Para proteger intereses americanos en Bluefields tras una revolución.

 

Así que para la década de 1890, habían tenido mucha experiencia en exploraciones e intervenciones en el extranjero. La ideología expansionista estaba muy extendida en las altas esferas militares, políticas y financieras, e incluso entre algunos líderes de los movimientos agrarios, que pensaban que los mercados extranjeros les ayudarían. Un capitán de la armada de los Estados Unidos, A.T. Mahan, un popular propagandista del expansionismo, influyó enormemente a Theodore Roosevelt y a otros dirigentes americanos. Decía Mahan que los países con los mayores ejércitos heredarían la Tierra: «Ahora, los americanos deben empezar a mirar al exterior«.

 

Henry Cabot Lodge, 1909

 

El senador de Massachusetts, Henry Cabot Lodge, escribió en un artículo para una revista:

Por el bien de nuestra supremacía comercial en el Pacífico, deberíamos controlar las Islas Hawai y, cuando se construya el canal de Nicaragua, la isla de Cuba pasará a ser una necesidad. Las grandes naciones están absorbiendo rápidamente, para su expansión futura y para su defensa en el presente, todos los lugares baldíos de la Tierra. Es un movimiento que contribuye a la civilización y al avance de la raza. Siendo como es una de las grandes naciones del mundo, Estados Unidos no debe salirse de esa línea.

 

En la víspera de la guerra entre Estados Unidos y España, un editorial del Washington Post decía:

Parece que nos ha llegado una nueva conciencia -la conciencia de fuerza- y, con ella, un nuevo apetito, el ansia de mostrar nuestra fuerza. El sabor del Imperio esta en la boca de la gente, aunque en la jungla haya sabor a sangre.

 

Ese sabor en la boca de la gente ¿era por un ansia instintiva de agresión o por un urgente egoísmo? ¿O era un gusto (si de verdad existía) creado, alentado, anunciado y exagerado por la prensa millonaria, el ejército, el gobierno y los intelectuales aduladores de la época? John Burgess, experto en ciencias políticas de la Universidad de Columbia, decía que las razas teutonas y anglosajonas estaban «especialmente dotadas con la capacidad para establecer estados nacionales… se les confió la misión de liderar la civilización política del mundo moderno«.

Varios años antes de que saliera elegido presidente, William McKinley dijo «Necesitamos un mercado extranjero para nuestros excedentes«. A comienzos de 1897, el senador de Indiana Albert Beveridge declaró «Las industrias americanas están fabricando más de lo que el pueblo americano puede utilizar, las tierras americanas están produciendo más de lo que pueden consumir. El destino ha marcado nuestra política, el comercio mundial debe ser nuestro y lo será«.

Cuando Estados Unidos no se anexionó Hawai en 1893, después de que algunos americanos (una combinación de intereses misioneros y de los intereses de la familia Dole en el negocio de la piña) establecieran allí su propio gobierno, Roosevelt llamó a esta indecisión «un crimen contra la civilización blanca«, y dijo a la academia naval

«Todas las grandes razas poderosas han guerreado contra otras razas. Ningún triunfo de la paz es tan grande como el triunfo supremo de la guerra«.

 

El filósofo William James, que llegó a ser uno de los más destacados antiimperialistas de su época, escribió sobre Roosevelt que éste

«habla con excesiva efusión sobre la guerra, como si fuera la condición ideal de la sociedad humana«.

 

Si bien es verdad que en 1898, el 90% de los productos americanos se vendían en el país, el 10% que se vendía en el extranjero ascendía a mil millones de dólares. En 1885, una publicación de la industria siderúrgica, Age of Steel, escribió que los mercados internos eran insuficientes, y que la superproducción de productos industriales «debería remediarse y evitarse en el futuro, mediante un mayor comercio con el extranjero«.

 

John D. Rockefeller

 

En las décadas de 1880 y 1890, el petróleo llegó a ser un importante artículo de exportación: en 1891, la compañía Standard Oil, de la familia Rockefeller, daba cuenta del 90% de las exportaciones americanas de queroseno y controlaba el 70% del mercado mundial. Ahora el petróleo era, tras el algodón, el segundo producto de exportación. La expansión por el extranjero podía ser especialmente atractiva y también parecía un acto de generosidad ayudar a un grupo insurgente a derrocar a un régimen extranjero, como en el caso de Cuba. En 1898, los rebeldes cubanos ya llevaban luchando tres años contra los conquistadores españoles, en un intento de conseguir la independencia. Así que en esa época fue posible crear en la nación un estado de ánimo favorable a la intervención.

Parece ser que, al principio, los intereses financieros nacionales no necesitaban una intervención militar en Cuba. Los comerciantes americanos no necesitaban colonias ni guerras de conquista, si podían acceder libremente a los mercados. Esta idea de una «puerta abierta» se convirtió en el tema dominante de la política exterior americana en el siglo XX. Era una forma de ver el imperialismo más sofisticada que la tradicional construcción de imperios de Europa.

Pero si un imperialismo pacífico resultaba imposible, se hacía necesaria la acción militar.

Por ejemplo, a finales de 1897 y comienzos de 1898, cuando China estaba debilitada por una guerra reciente con Japón, fuerzas militares alemanas ocuparon el puerto chino de Tsingtao. En pocos meses, otras potencias europeas se instalaron en China. El reparto de China entre las mayores potencias imperialistas ya estaba en curso, y Estados Unidos se había rezagado.

El Journal of Commerce de Nueva York, que había defendido el desarrollo pacífico del comercio libre, exhortaba en estos momentos a un colonialismo militar obsoleto. Pedía un canal que cruzara Centroamérica, la adquisición de Hawai y un mayor ejército.

En 1898 hubo un giro parecido en la actitud de las finanzas de Estados Unidos con respecto a Cuba.

Los hombres de negocios se habían interesado, desde los inicios de las revueltas de los cubanos contra España, en el efecto que tendrían esas revueltas en el campo comercial. Así que ya existía un interés económico en la isla.

 

 

El apoyo popular a la revolución cubana se basaba en la idea de que ellos, como los americanos de 1776, luchaban en una guerra por su propia liberación. Sin embargo, el gobierno estadounidense -que era el resultado conservador de otra guerra revolucionaria- cuando observaba los acontecimientos en Cuba tenía en mente el poder y el beneficio. Ni Cleveland -presidente durante los primeros años de la revolución cubana- ni McKinley -que le siguió- reconocieron oficialmente a los insurgentes como beligerantes. Tal reconocimiento legal hubiera permitido a Estados Unidos mandar ayuda a los rebeldes, sin enviar el ejército. Pero quizá tuvieron miedo a que los rebeldes vencieran solos y dejaran fuera a Estados Unidos.

Parece que hubo también otro tipo de miedo. La administración Cleveland dijo que una victoria cubana podría llevar «al establecimiento de una república de negros y blancos«, puesto que en Cuba había una mezcla de ambas razas. Y la república negra podría ser la dominante. Esta idea aparecía expresada en un artículo del Saturday Review, escrito por un joven y elocuente imperialista, de madre americana y padre inglés: Winston Churchill. Escribió que, aunque el mandato español era malo y los rebeldes contaban con el apoyo del pueblo, sería mejor para España mantener el control:

Aparece un grave peligro. Dos quintos de los insurgentes del campo son negros. Esos hombres, en caso de victoria, exigirían una parte predominante en el Gobierno del país, y el resultado sería, tras años de lucha, otra república negra.

 

La referencia a «otra» república negra aludía a Haití, cuya revolución contra Francia en 1803 había dado como resultado la primera nación del Nuevo Mundo dirigida por negros. El ministro español en Estados Unidos, escribió al Secretario de Estado americano acerca de Cuba:

En esta revolución, el elemento negro juega el papel más importante. No sólo los principales dirigentes son hombres de color, también lo son al menos ocho décimas partes de sus partidarios… y, si la isla puede declararse independiente, el resultado de la guerra será una secesión del elemento negro y una república negra.

 

En febrero de 1898, el buque de guerra estadounidense Maine, fondeado en el puerto de La Habana como un símbolo del interés americano por los acontecimientos en Cuba, fue destruido por una misteriosa explosión y se hundió, con una pérdida de 268 hombres. Jamás se presentó una prueba sobre la causa de la explosión, pero en Estados Unidos, la ansiedad aumentó rápidamente y McKinley empezó a actuar con vistas a una guerra.

Esa primavera, tanto McKinley como la comunidad empresarial comenzaron a darse cuenta de que no podrían lograr su objetivo – sacar a España de Cuba- sin la guerra, y que el siguiente objetivo – asegurar la influencia militar y económica americana en Cuba- no podían dejarlo en manos de los rebeldes cubanos. Sólo una intervención norteamericana podría asegurar dicho objetivo.

 

Esa primavera, tanto McKinley como la comunidad empresarial comenzaron a darse cuenta de que no podrían lograr su objetivo – sacar a España de Cuba- sin la guerra, y que el siguiente objetivo – asegurar la influencia militar y económica americana en Cuba- no podían dejarlo en manos de los rebeldes cubanos. Sólo una intervención norteamericana podría asegurar dicho objetivo.

 

Anteriormente, el Congreso había aprobado la Enmienda Teller, que comprometía a Estados Unidos a no anexionarse Cuba. Dicha Enmienda la iniciaron y apoyaron aquellas personas interesadas en la independencia cubana y opuestas al imperialismo americano, y también la apoyaron los empresarios que consideraban que la «puerta abierta» era suficiente y la intervención militar innecesaria.

Pero en la primavera de 1898, la comunidad empresarial ya estaba sedienta de acción. El Journal of Commerce escribió: «La Enmienda Teller… debe interpretarse en un sentido algo diferente del que su autor le dio«.

Había intereses especiales que se beneficiarían directamente de la guerra. En Washington, declararon que un «espíritu beligerante» se había adueñado del ministerio del Ejército, alentado «por los contratistas de proyectiles, artillería, munición y otros materiales, que atestaban el ministerio desde la destrucción del Maine»

El banquero Russell Sage dijo que si estallaba la guerra, «no hay ninguna duda sobre las lealtades de los ricos«. Un informe sobre los empresarios decía que John Jacob Astor, William Rockefeller y Thomas Fortune Ryan se «sentían militantes«. J.P. Morgan pensaba que no se lograría nada manteniendo más conversaciones con España.

El 25 de mayo llegó a la Casa Blanca un telegrama de un consejero de McKinley, que decía «Aquí, las grandes corporaciones creen ahora que tendremos guerra. Creo que será bien recibida por todos, como un descanso después del suspense«.

Dos días después de recibir este telegrama, McKinley dio un ultimátum a España, exigiendo un armisticio. No decía nada sobre la independencia de Cuba. Un portavoz de los rebeldes cubanos -parte de un grupo de cubanos en Nueva York- entendió que esto significaba que Estados Unidos quería simplemente reemplazar a España. Dio esta respuesta:

En vista de la presente propuesta de intervención, sin un previo reconocimiento de la independencia, es necesario que demos un paso más y digamos que debemos considerar y consideraremos dicha intervención nada menos que como una declaración de guerra por parte de Estados Unidos contra los revolucionaitos cubanos.

 

De hecho, cuando, el 11 de abril, McKinley pidió al Congreso el visto bueno para la guerra, no reconoció a los rebeldes como beligerantes, ni pidió la independencia de Cuba. Sin embargo, cuando las tropas americanas desembarcaron en Cuba, los rebeldes les dieron la bienvenida, confiando en que la Enmienda Teller garantizaría la independencia cubana.

Muchos libros sobre la historia de la guerra de Estados Unidos y España afirman que en Estados Unidos la «opinión pública» llevó a McKinley a declararle la guerra a España y a enviar tropas a Cuba. Es verdad que ciertos periódicos influyentes habían estado presionando concienzudamente -histéricamente incluso. Y muchos americanos, que veían la independencia cubana como el objetivo de la intervención -y con la Enmienda Teller como garantía de dicha intención- apoyaron la idea. Pero ¿hubiera declarado McKinley la guerra debido a la prensa y a una parte de la opinión pública (en esa época, no había sondeos de opinión), sin la presión de la comunidad empresarial?

 

Propaganda, la verdadera causa de la guerra de Cuba

 

Varios años después de la guerra de Cuba, el presidente de la Oficina de Comercio Exterior del Departamento de Comercio escribió sobre ese período:

La guerra entre Estados Unidos y España no fue sino un incidente de un movimiento general de expansión, que tenía sus raíces en el nuevo entorno de una capacidad industrial mucho mayor que nuestra capacidad de consumo doméstico.

 

Los sindicatos laboristas americanos simpatizaron con los rebeldes cubanos en cuanto comenzó la insurrección contra España en 1895, pero se oponían al expansionismo americano.

Cuando la explosión del Maine en febrero originó histéricos gritos de guerra en la prensa, el periódico mensual de la Asociación Internacional de Maquinistas convenía en que era un desastre terrible, pero señaló que las muertes de trabajadores en accidentes industriales no suscitaba tal clamor nacional. Hizo referencia a la masacre de Lattimer del 10 de septiembre de 1897, durante una huelga del carbón en Pennsylvania, cuando un sheriff y sus ayudantes dispararon a una manifestación de mineros, matando a diecinueve -por la espalda a la mayoría- y señaló que la prensa no protestó. El periódico laborista decía que:

Los millares de vidas útiles que se sacrifican cada año al Moloch de la avaricia -el tributo de sangre que el laborismo ofrece al capitalismo- no suscita ningún clamor de venganza e indemnización.

 

Algunos sindicatos -como los United Mine Workers (Mineros Unidos)– pidieron, tras el hundimiento del Maine, la intervención de Estados Unidos, pero la mayoría estaba contra la guerra. El tesorero del Sindicato Americano de Estibadores, Bolton Hall, redactó un escrito titulado «Una petición de paz al laborismo«, que tuvo una amplia difusión:

Si hay una guerra, vosotros proveeréis los cadáveres y los impuestos, y otros cosecharán la gloria.

 

Los socialistas, salvo raras excepciones (una de ellas, el diario judío Daily Forward), se oponían a la guerra. El periódico socialista más importante, Appeal to Reason, dijo que el movimiento en favor de la guerra era «un método favorito de los gobernantes para evitar que la gente corrija los males domésticos». En el periódico de San Francisco Voice of Labor, un socialista escribió «Es terrible pensar que mandarán a los pobres trabajadores de este país a herir y matar a los pobres trabajadores españoles, sólo porque unos pocos dirigentes les inciten a hacerlo«.

Pero tras la declaración de guerra, la mayoría de los sindicatos estuvieron de acuerdo con ella. Samuel Gompers dijo que la guerra era «gloriosa y justa«. La guerra trajo consigo más empleo y mejores salarios, pero también precios más altos y mayores impuestos.

El primero de mayo de 1989, el Partido Socialista de los Trabajadores organizó una manifestación antibélica en Nueva York, pero las autoridades no permitieron que tuviese lugar, al tiempo que sí permitían otra manifestación del primero de mayo, convocada por el diario judío Daily Forward, que exhortaba a los trabajadores judíos a apoyar la guerra.

La predicción que hizo el estibador Bolton Hall acerca de la corrupción y excesivas ganancias en tiempo de guerra, resultó ser extraordinariamente certera. La Encyclopedia of American History de Richard Morris ofrece cifras sobrecogedoras:

De los más de 274.000 oficiales y soldados que servían en el ejército durante la guerra y en el período de desmovilización, 5.462 murieron en varios quirófanos y campamentos en Estados Unidos. Tan sólo 379 de las muertes fueron bajas de batalla. El resto se atribuyó a enfermedades y otras causas.

 

Walter Millis da las mismas cifras en su libro The Martial Spirit. En la Encyclopedia se dan de modo conciso y sin mencionar la «carne de vaca embalsamada» (un término de un general del ejército) que las empresas cárnicas vendieron al ejército. Era carne conservada con ácido bórico, nitrato potásico y colorantes artificiales, pero que en esos momentos estaba podrida y maloliente. Miles de soldados se envenenaron con la comida, pero no hay cifras de cuántas de las cinco mil muertes fuera de los combates las causó el envenenamiento.

 

 

Derrotaron a las tropas españolas en tres meses, en lo que John Hay, el secretario de Estado americano, llamó más tarde «una guerrita espléndida«. El ejército americano hizo como que no existía ejército rebelde cubano alguno, y cuando los españoles se rindieron, no se permitió a ningún cubano asistir a la rendición o a firmarla. El general William Shafter dijo que ningún rebelde armado podía entrar en Santiago, la capital, y dijo al líder rebelde cubano, general Calixto García, que las viejas autoridades civiles españolas -y no los cubanos- permanecerían a cargo de las oficinas municipales de Santiago.

García escribió una carta de protesta:

…cuando surge la cuestión de nombrar a las autoridades de Santiago de Cuba no puedo ver sino con el más profundo pesar que dichas autoridades no están elegidas por el pueblo cubano, sino que son los mismos seleccionados por la reina de España.

 

Junto al ejército americano, llegó a Cuba el capital americano. La Lumbermen’s Review, portavoz de la industria maderera, escribió en plena guerra «Cuba aún posee 10.000.000 de acres de selva virgen, con abundante madera valiosa, de la que casi cada metro se vendería fácilmente en Estados Unidos y produciría pingües beneficios«. Cuando terminó la guerra, los americanos comenzaron a hacerse cargo de los ferrocarriles, las minas y las propiedades azucareras. En pocos años, se invirtieron 30 millones de dólares de capital americano. United Fruit entró en la industria azucarera cubana. Compró 1.900.000 acres de terreno a unos veinte centavos el acre. Llegó la Compañía de Tabaco Americana. Para el final de la ocupación, en 1901, al menos el 80% de las exportaciones de mineral cubano estaba en manos americanas, sobre todo de Aceros Bethlehem.

Durante la ocupación militar, tuvieron lugar una serie de huelgas. En septiembre de 1899, miles de trabajadores emprendieron una huelga general en La Habana, reivindicando la jornada laboral de ocho horas. El general americano William Ludlow ordenó al alcalde de La Habana que arrestase a once líderes huelguistas y las tropas americanas ocuparon las estaciones y los puertos. La policía recorrió la ciudad disolviendo asambleas. Pero la actividad económica de la ciudad se había parado Los trabajadores del tabaco estaban en huelga. Los impresores estaban en huelga, al igual que los panaderos. Arrestaron a cientos de huelguistas y luego intimidaron a algunos de los líderes encarcelados, para que pidieran el final de la huelga.

Estados Unidos no se anexionó Cuba, pero advirtieron a una Convención Constitucional Cubana que el ejército de Estados Unidos no saldría de Cuba hasta que se incorporase la Enmienda Platt -que el Congreso aprobó en febrero de 1901- en la nueva Constitución cubana. Dicha enmienda confería a Estados Unidos

«el derecho a intervenir para preservar la independencia cubana, la defensa de un Gobierno adecuado para la protección de la vida, la propiedad y la libertad individual…».

 

En estos momentos, tanto la prensa radical y laborista, como los periódicos y asociaciones de todo Estados Unidos veían la Enmienda Platt como una traición al concepto de la independencia cubana. Un mitin multitudinario de la Liga Antiimperialista Americana en Faneuil Hall, en Boston, denunció la enmienda y el exgobernador George Boutwell dijo: «Rompiendo nuestra promesa de libertad y soberanía para Cuba, estamos imponiendo en dicha isla unas condiciones de vasallaje colonial«.

En La Habana, una procesión con antorchas de quince mil cubanos fue a la Convención Constitucional, animándoles a rechazar la enmienda. Un delegado negro de Santiago denunció en la Convención:

Que Estados Unidos se reserve el poder de determinar cuándo se amenaza a nuestra independencia y, por tanto, cuándo deben intervenir para preservarla, equivale a entregarles las llaves de nuestra casa para que puedan entrar en cualquier momento, cuando les de la gana, de día o de noche, tanto con buenas como con malas intenciones.

 

Con esta denuncia, la Convención rechazó rotundamente la Enmienda Platt. Sin embargo, en los tres meses siguientes, la presión de Estados Unidos, la ocupación militar y la negativa a permitir que los cubanos estableciesen su propio gobierno hasta que dieran su consentimiento, tuvo su efecto: la Convención, tras varias negativas, adoptó la Enmienda Platt.

En 1901, el general Leonard Wood escribió a Theodore Roosevelt: «Por supuesto que en Cuba queda muy poca independencia -si es que queda algo- bajo la Enmienda Platt«.

Cuba no era una colonia completa, pero ahora estaba bajo la esfera de influencia americana. Sin embargo, la guerra hispano-americana sí resultó en una serie de anexiones directas por parte de Estados Unidos. Fuerzas militares estadounidenses tomaron el poder en Puerto Rico -vecino de Cuba en el Caribe-, que pertenecía a España. Las islas Hawai, casi a medio camino de Japón, lugar ya visitado por los misioneros americanos y los propietarios de plantaciones de piñas, y que oficiales americanos habían descrito como «una pera madura, lista para arrancarla«, fueron anexionadas en julio de 1898, tras una resolución unánime del Congreso. Por esa misma época, ocuparon la isla Wake, situada a 2.300 millas al oeste de Hawai, de camino a Japón. También ocuparon Guam, una posesión española en el Pacífico, casi en Filipinas. En diciembre de 1898, firmaron el tratado de paz con España, que cedió oficialmente a Estados Unidos Guam, Puerto Rico y Filipinas, a cambio de un pago de 20 millones de dólares.

 

El Maine hundido

 

En Estados Unidos hubo acaloradas disputas sobre si tomar Filipinas o no. Hay una anécdota del presidente McKinley sobre cómo contó su toma de decisión a un grupo de ministros que visitaban la Casa Blanca:

Solía caminar por la Casa Blanca, noche tras noche, hasta la medianoche; y no me avergüenza decirles, caballeros, que más de una noche me arrodillé y recé a Dios Todopoderoso para que me iluminara y guiara. Una noche -era tarde ya- me vino de la siguiente forma; no sé cómo sucedió, pero me vino:

Que no podíamos devolverlas a España -eso sería cobarde y deshonroso.

Que no podíamos dejarles solos. No estaban preparados para la autodeterminación y pronto caerían en la anarquía y en un Gobierno peor que el que les había dado España.

Que solo cabía hacer una cosa: hacernos cargo de todos los filipinos y educarlos, elevarlos, civilizarlos, cristianizarlos y, por la Gracia de Dios hacer todo lo posible por estos nuestros semejantes, por quienes Cristo tambien murió. Después, me fui a dormir a la cama y dormí profundamente.

 

Los filipinos no recibieron el mismo mensaje de Dios. En febrero de 1899 se rebelaron contra el dominio americano, como se habían rebelado varias veces contra los españoles.

Un dirigente filipino, Emiliano Aguinaldo, se hizo líder de los insurrectos que luchaban contra Estados Unidos. Propuso la independencia filipina bajo un protectorado norteamericano, pero rechazaron su propuesta.

A Estados Unidos le llevó tres años aplastar la rebelión y emplearon setenta mil soldados -cuatro veces más de los que desembarcaron en Cuba- y tuvieron miles de bajas en batalla, muchas más que en Cuba. Fue una guerra cruenta. Para los filipinos, el índice de muertes por las batallas y las enfermedades fue enorme.

Ahora, los políticos y los intereses empresariales de todo el país tenían el sabor del imperio en los labios. El racismo, el paternalismo y los discursos sobre el dinero se mezclaban con discursos sobre el destino y la civilización.

 

 

El 9 de enero de 1900, Albert Beveridge habló en el Senado como portavoz de los intereses económicos y políticos del país:

Sr. Presidente, estos tiempos requieren franqueza. Los filipinos son nuestros para siempre… y tan sólo mas allá de Filipinas están los ilimitados mercados de China. No nos retiraremos de ninguno… No renunciaremos a nuestra parte en la misión de nuestra raza, administradora, Dios mediante, de la civilización del mundo… se nos ha acusado de crueldad en el modo en que hemos llevado la guerra. Senadores, ha sido al revés … Senadores, deben recordar que no estamos tratando con americanos o europeos. Estamos tratando con orientales.

 

McKinley dijo que la contienda con los rebeldes empezó cuando los insurgentes atacaron a tropas americanas. Pero, más tarde, soldados americanos testificaron que Estados Unidos fue quien abrió fuego primero.

Después de la guerra, un oficial del ejército que habló en el Faneuil Hall de Boston, dijo que su coronel le había ordenado provocar un conflicto con los insurgentes.

William James, el filósofo de Harvard, era partícipe de un movimiento de importantes empresarios, políticos e intelectuales americanos que en 1898 formaron la Liga Antiimperialista, llevando a cabo una prolongada campaña para educar al pueblo americano sobre los horrores de la guerra de Filipinas y los males del imperialismo.

La Liga Antiimperialista publicó cartas de soldados de servicio en Filipinas. Un capitán de Kansas escribió «Se suponía que Caloocan tenía 17.000 habitantes. El Duodécimo de Kansas lo arrasó y ahora en Caloocan no hay ni un sólo nativo«.

Un soldado voluntario del estado de Washington escribió «Nuestra sangre luchadora bullía y todos nosotros queríamos matar a los sucios negros«.

En Estados Unidos era una época de intenso racismo. Entre los años 1889 y 1903, las pandillas linchaban una media de dos negros por semana -ahorcados, quemados, mutilados. Los filipinos eran de piel marrón, fisicamente identificables, con un idioma y un aspecto extraños para los americanos. Así que, a la común brutalidad indiscriminada de la guerra, se sumaba el factor de la hostilidad racial.

En noviembre de 1901, el corresponsal en Manila del Ledger de Filadelfia relataba:

Nuestros hombres han sido implacables, han matado para exterminar hombres, mujeres, niños, prisioneros y cautivos, insurgentes activos y gente sospechosa, desde niños de diez años en adelante, predominaba la idea de que el filipino como tal era poco mas que un perro.

 

El ministro de la guerra, Elihu Root, respondió a las acusaciones de brutalidad «El ejército americano ha conducido la guerra en Filipinas teniendo en cuenta escrupulosamente las normas de la guerra civilizada con un autodominio y una humanidad jamás igualada«.

En Manila, acusaron a un marine llamado Littletown Waller -un general de división– de disparar a once filipinos indefensos y sin juicio previo en la isla de Sainar. Otros oficiales de los marines dieron su testimonio:

El general de división dijo que el general Smith le había dado instrucciones de matar y quemar, que no era momento de tomar prisioneros y que tenía que convertir Sainar en un lúgubre desierto. El mayor Waller le dijo al general Smith que definiera la edad limite para matar y éste respondió «A cualquiera que tenga más de diez años».

 

Mark Twain comentó sobre la guerra de Filipinas:

Hemos apaciguado y enterrado a varios millares de isleños, hemos destruido sus campos, quemado sus aldeas y hemos dejado a sus viudas y huérfanos a la intemperie y así, mediante estas providencias divinas -y la expresión es del Gobierno, no mía- somos una potencia mundial.

 

La potencia de fuego americana era abrumadoramente superior a cualquier cosa que pudieran reunir los rebeldes filipinos. En la primera batalla, el almirante Dewey navegó río arriba por el Pasig y disparó proyectiles de 500 libras de peso a las trincheras filipinas. Los filipinos muertos estaban apilados a tal altura que los americanos utilizaban los cuerpos de parapeto.

Un testigo británico dijo «Esto no es una guerra, es simplemente una masacre y una carnicería sangrienta«. Se equivocaba: era una guerra.

El hecho de que los rebeldes resistieran contra unas fuerzas tan superiores durante años, significaba que tenían el apoyo de la poblaciónEl general Arthur MacArthur, comandante de la guerra filipina, dijo «Creía que las tropas de Aguinaldo representaban sólo una fracción. Me resistía a creer que toda la población de Luzón -es decir, la población nativa- se oponía a nosotros«. Pero dijo que se vio «obligado contra su voluntad» a creer esto, porque las tácticas guerrilleras del ejército filipino «dependían de una unidad de acción casi completa de toda la población nativa«.

 

 

A pesar de las cada vez más numerosas pruebas de brutalidad y de la labor de la Liga Antiimperialista, en Estados Unidos había algunos sindicatos que apoyaban la expansión imperialista. Pero el Carpenter’s Journal se preguntaba «¿Cuánto han prosperado los trabajadores de Inglaterra con todas sus posesiones coloniales?«.

Cuando, a comienzos de 1899, el tratado de anexión de Filipinas estaba listo para debate en el Congreso, los Sindicatos Centrales de Trabajadores de Boston y Nueva York se opusieron a él. En Nueva York, hubo un mítin multitudinario contra la anexión. La Liga Antiimperialista puso en circulación más de un millón de panfletos contra la anexión de Filipinas. Aunque la Liga estaba organizada y dominada por intelectuales y empresarios, una gran parte de su medio millón de afiliados eran personas de clase obrera, incluyendo mujeres y negros. Organizaciones locales de la Liga celebraron mítines por todo el pais. Fue una fuerte campaña en contra del tratado y, cuando el Senado lo ratificó, fue por un solo voto.

 

 

Las contradictorias reacciones del laborismo respecto a la guerra – atraídos por las ventajas económicas, y a la vez repelidos por la expansión capitalista y la violencia- impedían que el laborismo pudiera unirse para detenerla o para emprender una lucha de clases contra el sistema en su propio país.

Las reacciones de los soldados negros hacia la guerra también eran contradictorias, tenían la necesidad básica de progresar en una sociedad en la que a los negros se les negaban las oportunidades de éxito, y la vida militar ofrecía esas posibilidades. También estaba el orgullo de la raza y la necesidad de demostrar que los negros eran tan valientes y patriotas como cualquiera. Y sin embargo, junto a eso, también eran conscientes de que era una guerra brutal, librada contra gente de color, una réplica de la violencia perpetrada contra los negros en Estados Unidos.

En Tampa (Florida) los soldados negros allí acampados se enfrentaron al amargo odio racista de los lugareños blancos. Los disturbios raciales comenzaron cuando unos soldados blancos borrachos utilizaron a un niño negro como diana para mostrar su excelente puntería. Los soldados negros tomaron represalias y entonces las calles «se inundaron de sangre de negros«, según los informes de prensa.

El capellán de un regimiento de negros escribió a la Cleveland Gazette sobre veteranos negros de la guerra de Cuba «recibidos cruel y burlonamente» en Kansas City (Missouri). Dijo que «no permitieron a esos muchachos negros, héroes de nuestro país, estar en los mostradores de los restaurantes y comer un sandwich y beber una taza de café, mientras daban la bienvenida a los soldados blancos y les invitaban a sentarse a las mesas y comer gratis«.

Pero fue la situación de los filipinos lo que llevó a muchos negros de Estados Unidos a una oposición militante contra la guerra. El obispo más veterano de la Iglesia Africana Metodista Episcopaliana, Henry M. Turner, dijo que la campaña en Filipinas era «una infernal guerra de conquista» y llamó a los filipinos «patriotas negros«.

Había cuatro regimientos de negros de servicio en Filipinas. Muchos de los soldados negros establecieron relaciones con los isleños de piel marrón y se enfadaban cuando los soldados blancos decían «sucio negro» para referirse a los filipinos. Una «cifra extraordinariamente alta» de soldados negros desertaron durante la campaña de Filipinas.

 

 

William Simms escribió desde Filipinas:

Me impresionó una pregunta que me hizo un niño pequeño filipino que venía a decir: ¿Por qué vienen los negros americanos a luchar contra nosotros, cuando nosotros somos muy amigos suyos y no les hemos hecho nada? ¿Por qué no lucháis en América contra los que queman negros?

Un soldado de infantería llamado William Fulbright escribió desde Manila, en junio de 1901, al director de un periódico de Indianapolis «Esta lucha en las islas no ha sido más que un enorme plan de expoliación y de opresión«.

Mientras tenía lugar la guerra contra los filipinos, en América, un grupo de negros de Massachusetts envió una carta al presidente McKinley:

Hemos decidido enviarle una carta abierta, a pesar de su extraordinario, de su incomprensible silencio sobre el tema de nuestros males. Usted ha visto nuestros sufrimientos. Ha presenciado desde su alta position nuestras horribles miserias y las injusticias contra nosotros y, sin embargo en ningún momento, en ninguna ocasión ha dicho una palabra a favor nuestro.

De común acuerdo, con una ansiedad que retorcía nuestros corazones con miedos y crueles esperanzas, la gente de color de Estados Unidos nos dirigimos a Usted cuando Wilmington (Carolina del Norte) estuvo en las garras de una sangrienta revolución durante dos días y noches terribles, cuando a los negros -que no eran culpables de ninguna ofensa, excepto del color de su piel y el deseo de ejercer sus derechos de ciudadanos americanos- se les mató como a perros en las calles de esa infausta ciudad por falta de ayuda federal que Usted no proporcionó.

Y cuando poco después hizo su visita por el sur, vimos cómo atendía astutamente al prejuicio racista sureño. Cómo predicaba paciencia, laboriosidad y moderación a sus conciudadanos negros, que habían sufrido durante mucho tiempo; y cómo predicaba patriotismo, patriotería e imperialismo a sus conciudadanos blancos…

 

La «paciencia, laboriosidad y moderación» predicadas a los negros, y el «patriotismo» predicado a los blancos no cuajaron del todo. En los primeros años del siglo XX, y a pesar de toda la demostración de poder del Estado, muchísimos negros, blancos, hombres y mujeres se hicieron impacientes, inmoderados y poco patriotas.