LA TEORÍA DE LOS SENTIMIENTOS MORALES
ADAM SMITH
Traducción: Carlos Rodríguez Braun
PRESENTACIÓN
En tanto que economista, no podría quejarse Adam Smith de la atención que su pensamiento ha suscitado en el mundo de habla hispana. Hay varias traducciones de La riqueza de las naciones, que empezaron ya en la España de finales del siglo XVIII. Sin embargo, este volumen que presentamos es la primera versión española completa que La teoría de los sentimientos morales ha tenido en sus casi dos siglos y medio de vida. Tan llamativa asimetría refleja la percepción equivocaba que se tiene de Smith. Es idea muy extendida que Smith es el padre de una ciencia, la economía, y de una doctrina, el liberalismo. La sabiduría popular asocia a Smith con la más célebre metáfora económica, según la cual el mercado libre actúa como una «mano invisible» que maximiza el bienestar general. Esto es sólo una visión parcial de sus teorías. En ocasiones, además, se exagera y pinta a Smith como un economista contemporáneo, o neoclásico, o como un liberal extremo, y ambas imágenes son falsas. Pero la distorsión más grave es creer que Smith fue el profeta del capitalismo «salvaje», entendiendo por tal cosa un contexto económico meramente asignativo, un mercado sin justicia ni valores éticos, y sólo orientado por el egoísmo. A quien más indignaría esta descripción sería sin duda al propio Smith, que fue ante todo un moralista, un admirador de la severidad estoica que se preocupó siempre por las normas que limitan y constriñen la conducta humana.
Sólo una virtud es indispensable para la sociedad, la justicia. Para Smith puede haber sociedad sin el afecto de las familias, sin amor recíproco, sólo por interés o utilidad, «como la de los comerciantes». Se puede vivir sin beneficencia, pero no sin justicia. Las reglas de la justicia son precisas, como las de la gramática; las de las demás virtudes son imprecisas, como las del brillo literario. De ahí la conexión entre La teoría de los sentimientos morales y las Lecciones sobre jurisprudencia: la primera explica cómo surgen las normas de la moral, necesariamente menos tajantes que las de la justicia. Kant, que fue influido por Smith, distinguirá en un contexto de defensa de la libertad entre leyes morales y jurídicas, y apuntará que los móviles de las acciones son cruciales en las primeras.
La justicia es una virtud diferente, puesto que es «totalmente correcto y cuenta con la aprobación de todas las personas el empleo de la fuerza para cumplir con las reglas de la justicia, pero no para seguir los preceptos de las otras virtudes», dice en el capítulo I de la sección II de la parte II. Es una clave básica de la sociedad liberal. Smith cultiva la antigua noción de que la justicia conmutativa, el no lesionar al prójimo, al tratar a todo el mundo por igual protege a los más débiles.
Puede observarse lo lejos que estamos del moderno derecho tuitivo, es decir, el derecho desequilibrado con la idea de contrarrestar un presunto desequilibrio ya existente, una falacia fundamental para la expansión del Estado moderno, que creció con la excusa de proteger a grupos teóricamente débiles en manos de grupos teóricamente fuertes. El final de ese camino es el actual desconcierto moral por el cual la solidaridad parece ser concebida sólo como coacción: equivale a arrebatarle el dinero a la gente y redistribuirlo. Esto, que requiere obviamente comparaciones interpersonales de utilidad, es explícitamente rechazado por Smith, que llega a decir que no se les puede quitar a los ricos ni siquiera lo que les sobra. Es obvio que no lo declaró porque apreciara a los ricos; al contrario, los despreciaba; pero era consciente de que si se rompe esa máxima de la sociedad liberal, sería muy difícil poner freno a la expansión del poder político.
Es importante anotar que el triunfo del socialismo en el siglo XX ha estribado en que fundó sus recomendaciones de más Estado y menos libertad sobre la base de que en realidad ese era el camino virtuoso y moral. Incluso hoy, cuando se ve el fruto de impuestos y de paro que ha provocado el socialismo, éste se defiende alegando que puede actuar el mercado, pero que el Estado debe redistribuir «solidariamente». Otra vez, se supone que la moral no está en el mercado, es decir, no está en las personas libres, sino en el poder.
Ahora bien, si puede demostrarse que la pérdida de libertad y de responsabilidad que comporta la expansión del Estado tiene efectos desmoralizadores sobre las personas ¿qué decir de la moral de una sociedad formada por individuos totalmente libres que sólo atenderían a su propio interés? La respuesta de Adam Smith es que tenemos un sentido de la corrección y de la justicia que nos lleva a respetar los intereses ajenos, aunque nadie nos obligue a hacerlo. Lo identifica con la conciencia: ella nos impide actuar sólo por amor propio y explica que actuemos desinteresadamente. No lo hacemos por amor al prójimo sino por un amor más fuerte, el amor a lo honorable y noble y digno. El ponernos en el lugar de los demás es el primer paso para vernos a nosotros como nos ven los demás, o sea, el espectador imparcial, la otra noción clave de la teoría de Smith, junto con la simpatía; en ambos casos desarrolló intuiciones de Hutcheson, Joseph Butler y David Hume.
La teoría del espectador imparcial va evolucionando en Smith. No la tiene clara al principio, como se observa en el extenso capítulo III de la parte III, que no estaba en la primera edición y sólo apareció en la segunda, de 1761, que es donde Smith introdujo más cambios, excluyendo por supuesto la sexta y última. El espectador pasa de ser real a ser supuesto, de externo a interno, de concreto a abstracto. Habla así Smith del espectador imparcial y su «representante… juez de nuestra conducta… hombre dentro del pecho». Adquiere dimensiones cuasidivinas.
En la parte III aparece la idea de la sociedad como un espejo, bella metáfora tomada del Tratado de la naturaleza humana de Hume, según el cual el hombre no es un lobo sino un espejo para el hombre. Dice Smith: «La naturaleza, cuando formó al ser humano para la sociedad, lo dotó con un deseo original de complacer a sus semejantes y una aversión original a ofenderlos. Le enseñó a sentir placer ante su consideración favorable y dolor ante su consideración desfavorable. Hizo que su aprobación le fuera sumamente halagadora y grata por sí misma, y su desaprobación muy humillante y ofensiva».
Y Smith añade a este párrafo algo más: el ser humano n0 sólo quiere ser aprobado sino ser aprobable, es decir, comportarse bien aunque no lo aplaudan efectivamente. Un los primeros capítulos de la parte III, modificados, aclara hasta qué punto la sociedad como espejo no es lo que los hombres en realidad opinan, la aprobación, sino lo que piensa el espectador imparcial, lo aprobable.
El espectador es un desdoblamiento de la personalidad. Desde el principio nos dice que es inevitable, porque no podemos ser las otras personas. Debemos imaginar cómo se sienten. De ahí se pasa al espectador de uno mismo, no se trata de espectadores reales sino de un acto de la imaginación: ¿cómo me juzgarían unos espectadores imparciales si supiesen todo lo que yo sé de mí? Por eso habla del espectador «bien informado». En la parte VII se observa que ese espectador, y no la utilidad individual o social, es la clave del juicio moral de la conducta correcta.
Esta teoría puede guardar alguna similitud con el superyo freudiano, aunque en Freud —que no cita a Smith— no hay en rigor un desdoblamiento personal sino una identificación con las normas parentales que en el proceso de desarrollo de la personalidad pasan a ser vividas como propias.
Smith es evidentemente realista y comprende que así como nuestros sentimientos pueden ser loables sin ser perfectos, el sistema de mercado, la «libertad natural», tampoco funciona a la perfección: está continuamente bloqueado por grupos de presión, políticos y económicos, que impiden que la maximización de los intereses individuales redunde en la maximización del interés común. Estos mismos factores tienen su faceta moral negativa y Smith subraya cómo las luchas facciosas, asimilables a los grupos de presión económica, corrompen nuestros sentimientos morales.
Carlos Rodríguez Braun
Parte I: DE LA CORRECCIÓN DE LA CONDUCTA
Sección I: Del sentido de la corrección
1.- De la simpatía
No es la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero lo que nos procura nuestra cena, sino el cuidado que ponen ellos en su propio beneficio. No nos dirigimos a su humanidad sino a su propio interés, y jamás les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas.
(Adam Smith, «La riqueza de las naciones»)
La benevolencia puede ser quizá el único principio activo de la Deidad, y hay bastantes argumentos, no improbables, que tienden a persuadirnos de que es así. No es fácil concebir desde qué otro móvil puede actuar un Ser independiente y plenamente perfecto, que no necesita nada externo y cuya felicidad es completa en sí mismo. Pero sea lo que fuere en el caso de la Deidad, una criatura tan imperfecta como el hombre, el mantenimiento de cuya existencia requiere tantas cosas externas a él, tiene que actuar muchas veces a partir de numerosas otras motivaciones. La condición de la naturaleza humana sería particularmente hostil si los afectos que por la naturaleza misma de nuestro ser deben determinar frecuentemente nuestro comportamiento no pudiesen ser virtuosos en ninguna ocasión, ni merecer estima ni encomio por parte de nadie.
(Adam Smith, «La teoría de los sentimientos morales»)
Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla. Tal es el caso de la lástima o la compasión, la emoción que sentimos ante la desgracia ajena cuando la vemos o cuando nos la hacen concebir de forma muy vivida. El que sentimos pena por las penas de otros es una cuestión de hecho tan obvia que no requiere demostración alguna, porque este sentimiento, como todas las otras pasiones originales de la naturaleza humana, no se halla en absoluto circunscrito a las personas más virtuosas y humanitarias, aunque ellas quizás puedan experimentarlo con una sensibilidad más profunda. Pero no se halla desprovisto de él totalmente ni el mayor malhechor ni el más brutal violador de las leyes de la sociedad.
Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla
Como carecemos de la experiencia inmediata de lo que sienten las otras personas, no podemos hacernos ninguna idea de la manera en que se ven afectadas, salvo que pensemos cómo nos sentiríamos nosotros en su misma situación. Aunque quien esté en el potro sea nuestro propio hermano, en la medida en que nosotros no nos hallemos en su misma condición nuestros sentidos jamás nos informarán de la medida de su sufrimiento. Ellos jamás nos han llevado ni pueden llevarnos más allá de nuestra propia persona, y será sólo mediante la imaginación que podremos formar alguna concepción de lo que son sus sensaciones. Y dicha facultad sólo nos puede ayudar representándonos lo que serían nuestras propias sensaciones si nos halláramos en su lugar. Nuestra imaginación puede copiar las impresiones de nuestros sentidos, pero no de los suyos. La imaginación nos permite situarnos en su posición, concebir que padecemos los mismos tormentos, entrar por así decirlo en su cuerpo y llegar a ser en alguna medida una misma persona con él y formarnos así alguna idea de sus sensaciones, e incluso sentir algo parecido, aunque con una intensidad menor. Cuando incorporamos así su agonía, cuando la hemos adoptado y la hemos hecho nuestra, entonces empieza a afectarnos, y temblamos y nos estremecemos al pensar en lo que él está sintiendo. Así como el dolor o la angustia de cualquier tipo provocan una pena que puede ser enorme, el hacernos a la idea o imaginar que los padecemos suscita la misma emoción en algún grado, en proporción a la vivacidad o languidez de dicha concepción.
Cuando vemos un golpe a punto de ser descargado sobre la pierna o el brazo de otro, naturalmente encogemos y retiramos nuestra pierna o nuestro brazo, y cuando el impacto se produce lo sentimos en alguna medida y nos duele también a nosotros
Que tal es la fuente de nuestra conmiseración, que concebimos o nos vemos afectados por lo que siente la persona que sufre al ponernos en su lugar, puede ser demostrado mediante varías observaciones obvias, si no se piensa que es algo suficientemente evidente por sí mismo. Cuando vemos un golpe a punto de ser descargado sobre la pierna o el brazo de otro, naturalmente encogemos y retiramos nuestra pierna o nuestro brazo, y cuando el impacto se produce lo sentimos en alguna medida y nos duele también a nosotros. La muchedumbre que contempla al volatinero sobre la cuerda instintivamente contorsiona gira y balancea su cuerpo como ven que lo hace él y como sienten que ellos mismos lo deberían hacer si estuviesen en su lugar. Las personas de fibra sensible y débil constitución corporal se quejan de que, al contemplar las llagas y úlceras que exhiben los pordioseros en las calles, tienden a experimentar un picor o una sensación incómoda en la parte correspondiente de su propio cuerpo. El horror que conciben ante la desgracia de esos miserables afecta esas partes en concreto más que ninguna otra, porque dicho horror surge de pensar cómo sufrirían ellos si fueran los infortunados a quienes están observando y si esas partes suyas estuviesen afectadas de esa misma y terrible manera. La fuerza de esa idea es suficiente, dada su frágil personalidad, para producir esa comezón o incomodidad que lamentan. La gente de complexión más robusta comprueba que al mirar unos ojos lastimados con frecuencia experimentan un dolor en los suyos propios, lo que obedece a idéntica razón; dicho órgano en la persona más fuerte es más delicado que cualquier otra parte del cuerpo en la persona más débil.
Pero no son sólo las circunstancias que crean dolor o aflicción las que nos hacen compartir los sentimientos con los demás. Cualquiera sea la pasión que un objeto promueve en la persona en cuestión, ante la concepción de la situación brota una emoción análoga en el pecho de todo espectador atento. El regocijo que nos embarga cuando se salvan nuestros héroes favoritos en las tragedias o las novelas es tan sincero como nuestra condolencia ante su desgracia, y compartimos sus desventuras y su felicidad de forma igualmente genuina. Sentimos con ellos gratitud hacia los amigos fieles que no los desertaron en sus tribulaciones, y de todo corazón los acompañamos en su enojo contra los pérfidos traidores que los agraviaron, abandonaron o engañaron. En toda pasión que el alma humana es susceptible de abrigar, las emociones del espectador siempre se corresponden con lo que, al colocarse en su mismo lugar, imagina que son los sentimientos que experimenta el protagonista.
El regocijo que nos embarga cuando se salvan nuestros héroes favoritos en las tragedias o las novelas es tan sincero como nuestra condolencia ante su desgracia, y compartimos sus desventuras y su felicidad de forma igualmente genuina
Lástima y compasión son palabras apropiadas para significar nuestra condolencia ante el sufrimiento ajeno. La simpatía, aunque su significado fue quizá originalmente el mismo, puede hoy utilizarse sin mucha equivocación para denotar nuestra compañía en el sentimiento ante cualquier pasión.
En ocasiones la simpatía aparecerá por la simple contemplación de una emoción determinada en otra persona. A veces las pasiones parecen transfundirse instantáneamente de un individuo a otro, anticipadamente a cualquier conocimiento de lo que les dio lugar en la persona protagonista principal de las mismas. La pesadumbre y la alegría, por ejemplo, manifiestamente expresadas en el aspecto y los gestos de alguien, afectan de inmediato al espectador con algún grado de la misma emoción, dolorosa o grata. Un rostro risueño es, para cualquiera que lo vea, un motivo de alegría; por el contrario, un semblante apenado lo es de melancolía.
Lástima y compasión son palabras apropiadas para significar nuestra condolencia ante el sufrimiento ajeno. La simpatía, aunque su significado fue quizá originalmente el mismo, puede hoy utilizarse sin mucha equivocación para denotar nuestra compañía en el sentimiento ante cualquier pasión.
Pero esto no es universalmente válido ni rige para todas las pasiones. Algunas de ellas no generan identificación alguna, y antes de que detectemos lo que las ha promovido nos suscitan disgusto y rechazo. El furioso comportamiento de un hombre iracundo es probable que nos exaspere más en su contra que en contra de sus enemigos. No sabemos cómo ha sido provocado, no podemos situarnos en su lugar ni concebir nada parecido a las pasiones que dicha provocación desata. Lo que vemos nítidamente es la posición de aquellos con quienes está enfadado, y la violencia a la que se hallan expuestos por parte de un adversario tan indignado. Por tanto, simpatizamos de inmediato con su temor o resentimiento, y pronto estamos dispuestos a tomar partido en contra del hombre a causa del cual se hallan en tanto peligro.
Si la mera apariencia de la angustia o la jovialidad nos inspiran en cierta medida unas emociones análogas es porque nos sugieren la idea general de la fortuna propicia o adversa que ha sobrevenido a la persona en quien las percibimos: y en tales pasiones ello es suficiente para ejercer una pequeña influencia sobre nosotros. Los efectos de la aflicción y el regocijo terminan en la persona que experimenta esas emociones, y sus expresiones, al contrario de las del rencor, no nos sugieren la idea de ninguna otra persona que nos preocupe y cuyos intereses sean opuestos a los de la primera. La idea general de una buena o mala ventura, entonces, origina alguna ansiedad hacia la persona que las protagoniza, pero la idea general de la provocación nó excita la simpatía hacia la ira del hombre que la ha sufrido. Parece que la naturaleza nos instruye en una mayor renuencia a compartir esta pasión y hasta que nos informemos sobre su causa nos dispone más bien a tomar partido en su contra.
Parece que la naturaleza nos instruye en una mayor renuencia a compartir esta pasión y hasta que nos informemos sobre su causa nos dispone más bien a tomar partido en su contra
Pero antes de averiguar sus causas, nuestra simpatía hacia la tristeza o la alegría de otro es siempre sumamente imperfecta. Las lamentaciones generales, que no expresan nada salvo la zozobra del que sufre, crean sobre todo una curiosidad por averiguar cuál es su situación, junto a una disposición a simpatizar con él, más que una identificación de hecho claramente perceptible. Lo primero que preguntamos es: ¿qué te ha sucedido? Hasta que obtengamos la respuesta nuestra condolencia no será muy considerable, aunque estemos inquietos debido a una vaga noción de su desventura y sobre todo porque nos torturemos a base de conjeturar esa respuesta.
La simpatía, en consecuencia, no emerge tanto de la observación de la pasión como de la circunstancia que la promueve. A veces sentimos hacia otro ser humano una pasión de la que él mismo es completamente incapaz, porque cuando nos ponemos en su lugar esa pasión fluye en nuestro pecho merced a la imaginación, aunque no lo haga en el suyo merced a la realidad. Nos sonrojamos ante la desfachatez y grosería de otra persona, aunque ella misma no parezca detectar en absoluto la incorrección de su propio comportamiento; lo hacemos porque no podemos evitar sentir la incomodidad que padeceríamos si nos hubiésemos conducido de manera tan absurda.
A veces sentimos hacia otro ser humano una pasión de la que él mismo es completamente incapaz, porque cuando nos ponemos en su lugar esa pasión fluye en nuestro pecho merced a la imaginación, aunque no lo haga en el suyo merced a la realidad
De todas las calamidades a que las personas se hallan expuestas por su mortal condición, la pérdida de la razón parecerá la más terrible a todos los que al menos abriguen un mínimo destello de humanitarismo, y que contemplarán ese peldaño postrero de la degradación humana con mayor condolencia que ningún otro. Pero el pobre infeliz que sufre el mal quizás ría o cante, plenamente inconsciente de su propia desventura. La angustia que los seres humanos abrigan ante tal caso, en consecuencia, no puede ser el reflejo de ningún sentimiento del paciente. La compasión del espectador debe provenir totalmente de la consideración de lo que él mismo sentiría si fuese reducido a la misma infeliz posición y al mismo tiempo pudiese, lo que quizá es imposible, ponderarla con la razón y el juicio que ahora posee.
¡Qué tormentos afligen a una madre cuando escucha los gemidos de su hijo que en la agonía de una enfermedad no puede expresar lo que siente! En su idea del sufrimiento del niño, la madre combina la impotencia real del niño con su propia conciencia de esa impotencia y su pánico ante las consecuencias desconocidas de la enfermedad; con todos esos elementos ella compone en su propio dolor la imagen más completa del infortunio y la congoja.
La compasión del espectador debe provenir totalmente de la consideración de lo que él mismo sentiría si fuese reducido a la misma infeliz posición y al mismo tiempo pudiese, lo que quizá es imposible, ponderarla con la razón y el juicio que ahora posee
En cambio el niño sólo sufre la inquietud del instante presente, que nunca puede ser muy grande. Se siente perfectamente seguro con respecto al porvenir, y en su inconciencia e imprevisión estriba un antídoto contra el temor y la ansiedad, los grandes atormentadores del corazón humano, ante los cuales la razón y la filosofía en vano intentarán defenderlo cuando llegue a ser un hombre.
Simpatizamos incluso con los muertos. Pasamos por alto lo que en realidad importa en su situación, el tremendo porvenir que les aguarda, y nos afectan fundamentalmente aquellas particularidades que impresionan nuestros sentidos pero que carecen de influencia alguna sobre su felicidad. Pensamos qué doloroso es el ser privado de la luz del sol, el carecer de vida y de trato con los demás, el yacer en una fría sepultura, presa de la degradación y de los reptiles de la tierra, el que nadie piense en nosotros en este mundo y el ser en poco tiempo apartado de los afectos y casi de la memoria de los amigos y parientes más queridos. Ciertamente, concluimos, jamás podremos sentir lo suficiente por quienes han sufrido una calamidad tan espantosa. El tributo de nuestra condolencia hacia ellos parece doblemente merecido ahora, cuando están en peligro de ser olvidados por todos, y mediante los vanos honores con que celebramos su memoria procuramos, para nuestra propia desdicha, mantener artificialmente viva nuestra melancólica evocación de su desventura. El que nuestra simpatía no pueda proporcionarles ningún consuelo parece un añadido a su calamidad, y pensar que todo lo que podamos hacer será inútil y que aquello que alivia cualquier otra desgracia —la desazón, el afecto y los lamentos de sus amigos— no puede confortarlos, sólo servirá para exasperar nuestra percepción de su infortunio. Pero con toda certeza la felicidad de los muertos no se ve afectada por ninguna de esas circunstancias, ni el pensamiento sobre tales pormenores puede nunca perturbar la profunda seguridad de su descanso.
El tributo de nuestra condolencia hacia ellos parece doblemente merecido ahora, cuando están en peligro de ser olvidados por todos, y mediante los vanos honores con que celebramos su memoria procuramos, para nuestra propia desdicha, mantener artificialmente viva nuestra melancólica evocación de su desventura
La idea de esa melancolía imperturbable e infinita que la fantasía atribuye naturalmente a su condición se manifiesta exclusivamente porque unimos el cambio que han experimentado y nuestra propia conciencia de dicho cambio, nos ponemos en su lugar y alojamos, por así decirlo, nuestras almas vivientes en sus cuerpos inanimados, y así concebimos lo que serían sus emociones en tal caso. Esta misma ilusión de la imaginación es lo que hace que la anticipación de nuestra propia muerte nos resulte algo tan horroroso, y que la idea de tales circunstancias, que evidentemente no nos dolerán una vez que hayamos muerto, nos pese mientras estamos vivos. Y así surge uno de los principios más importantes de la naturaleza humana, el pavor a la muerte, el gran veneno de la felicidad humana pero el gran freno ante la injusticia humana, que aflige y mortifica al individuo pero resguarda y protege a la sociedad.
Y así surge uno de los principios más importantes de la naturaleza humana, el pavor a la muerte, el gran veneno de la felicidad humana pero el gran freno ante la injusticia humana, que aflige y mortifica al individuo pero resguarda y protege a la sociedad
Titulo original: The theory o f moral sentiments. Obra publicada en Londres y Edimburgo en 1759; la sexta edición apareció en dos volúmenes en 1790
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Mañana publicaremos el último Post de Punto Crítico. No sabemos si volveremos a publicar en el futuro.
En el Manifiesto Fundacional de AUSAJ señalamos:
“Sólo me encuentro Indefenso cuando me siento solo.”
Y estamos solos. Desde hace muchos años.
Lo peor ha sido la soledad en nuestra acción judicial frente a la Esclavitud.
Nos jugamos literalmente la vida para conseguir las Pruebas. Y las conseguimos. Para nada. Estamos solos, amenazados de muerte y cancelados.
La lucha contra la Esclavitud hoy, en España, supone enfrentarse a los más poderosos entre los poderosos:
TODOS LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN, grandes y pequeños.
MAGISTRADOS DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL, tanto del PP como del PSOE. Es decir, el entero PPSOE Judicial.
MAGISTRADOS DEL TRIBUNAL SUPREMO, y en especial, los de su Sala III.
MAGISTRADOS DE LA AUDIENCIA PROVINCIAL DE HUELVA.
JUECES DE LO SOCIAL DE HUELVA.
AUDIENCIA NACIONAL.
GUARDIA CIVIL.
POLICÍA NACIONAL.
FISCALES, INCLUYENDO A LOS DE MAYOR JERARQUÍA.
INSPECTORES DE TRABAJO, INCLUYENDO LOS POLÍTICOS CORRUPTOS , COMO LA ACTUAL MINISTRA YOLANDA DÍAZ.
TODOS LAS ASOCIACIONES FEMINISTAS, a las que no les interesa, ni importa, la esclavitud de las mujeres más vulnerables.
GOBIERNO.
OPOSICIÓN.
IGLESIA CATÓLICA.
ASOCIACIONES DE MUSULMANES.
ASOCIACIONES EMPRESARIALES.
SINDICATOS …
En fin, una lucha que, al ser ignorada -voluntariamente o no- por todos, nos deja sin ninguna opción, más que nuestro sacrificio en el altar de los odios que hoy es España.
La lucha contra la esclavitud, como toda lucha por la Justicia, hoy ya no es lucha, sino suicidio. No es posible seguir.
Y, como decía el torero, lo que no puede ser no puede ser y además es imposible.
Así las cosas, a partir de mañana, suspendemos la actividad de AUSAJ, lo que incluye la edición de Punto Crítico.
Dejaremos abiertos todos los posts, al menos hasta que tomemos una decisión definitiva sobre la continuidad de AUSAJ.
Hasta la vista.
Se suspende la actividad de AUSAJ?
No aceptaremos, por el momento, nuevos asuntos. Por supuesto, seguiremos hasta el final los que estamos tramitando, con independencia de la decisión sobe la continuidad de AUSAJ, que tomaremos en septiembre.
Hasta septiembre
Salud y Libertad