«LA FÁBULA DE LAS ABEJAS», de Bernard de Mandeville: «Los vicios privados hacen la prosperidad pública».

La fábula de las abejas

 

LOS VICIOS PRIVADOS HACEN LA PROSPERIDAD PÚBLICA

Punto Crítico, 16 ENERO 2017

La Fábula de las abejas LOS VICIOS PRIVADOS HACEN LA PROSPERIDAD PÚBLICA
Bernard Mandeville

 

Todo comienza con la visión de Bernard Mandeville (1670-1733), y su «Fábula de las abejas«, conforme a la cual «los vicios privados hacen la prosperidad pública».

Tras él, llegó Adam Smith con el «laissez faire«.

Dejemos hacer. Demos recorrido a los “vicios” privados como conformadores de la sociedad.

Como advierte Kropotkin, en el final de sus días, “Desde 1723. Mandeville, el autor anónimo que escandalizó a IngIaterra con su Fábula de las abejas y los comentarios que añadiera, atacó de frente la hipocresía de la sociedad disfrazada con el nombre de moral. Manifestaba cómo las costumbre sedicentes morales no son más que una máscara hipócrita; cómo las pasiones que se las cree dominar con el código de la moral vigente toman, por el contrario, una dirección tanto más perniciosa cuanto mayores son las restricciones de este mismo código”.

Es decir, estamos ante el “sentimiento moral”: Intentando describirlo llevamos muchos siglos. Sobre ello, de nuevo Kropotkin, escribe “Adam Smith ha puesto el dedo sobre el verdadero origen del sentimiento moral. No va a buscarlo en las ideas religiosas o místicas; lo encuentra en el simple sentimiento de simpatía. Veis que un hombre pega a un niño; comprendéis que el niño apaleado sufre; vuestra imaginación hace sentir en vosotros el mal que se le infringe, o bien sus lloros, su compungida carita os lo dice; y, si no sois un cobarde, os arrojáis sobre el hombre que pega al niño, se lo arrancáis a la fuerza.

Este ejemplo por sí solo explica casi todos los sentimientos morales. Cuando más poderosa es vuestra imaginación, mejor podéis comprender lo que siente un ser afligido, y más intenso, más delicado será vuestro sentimiento moral, más compelido os veréis a sustituir a ese otro individuo; con mayor agudeza sentiréis el mal que se le haga, la injuria que le ha sido inferida, la injusticia de la cual ha sido víctima; mayor será vuestra inclinación a impedir el mal, la injuria o la injusticia; más habituado estaréis por las circunstancias, por los que os rodean, o por la intensidad de vuestro propio pensamiento y de vuestra propia imaginación a obrar en el sentido en que el pensamiento y la imaginación os empujan. Cuanto mayor sea en vos ese sentimiento moral, mayor predisposición tendrá para constituirse en hábito”. (La referencia de Kropotkin a Adam Smith, lo es, no a su obra «La riqueza de las naciones«, sino al primer Adam Smith, el de la «Teoría de los sentimientos morales«).

Así, cuando se pretende llenar el concepto y la realidad del Hombre como mero «ser de naturaleza política«, se incurre en un narcisismo «colectivo» que nos lleva a rechazar los Derechos Humanos, los derechos de las minorías (todos, de una u otra manera, somos parte de alguna minoría, no lo olvidemos), en aras de una mejor «sociedad«. Pero la sociedad no es sino la suma de los individuos, todos con una misma finalidad: alcanzar deseos o evitar males, tanto monta.

El aspecto Social existe aquí, no obstante. Los individuos humanos somos la colectividad. Y nuestra naturaleza, es biológica, siendo la faceta social un mecanismo de garantía de supervivencia de la especie. La sociedad como soporte -medio- del individuo; frente a la sociedad como fin -«destino en lo universal» se llegó a llamar- en si mismo. ¿Mamíferos o insectos?

La Perfección es un deseo –inalcanzable, por lo demás. Y como tal deseo, es eminentemente subjetiva. La Democracia Perfecta, por tanto, es un concepto contingente, nunca absoluto.

Pero empecemos por acercarnos en su búsqueda. La perfectibilidad (perfección como proceso; dinámico), en cuanto a la Democracia, está en directa dependencia del Principio de Separación de Poderes. Siempre Montesquieu.

Sin perder vigencia tal principio, si evoluciona su comprensión. Actualmente, el reto es recuperar el Poder de hacer Leyes. El Parlamento secuestrado por los poderes fácticos, que ya no vemos como el lugar en que nos autoregulamos (nunca lo fue; ahora se ve con claridad el proceso antecedente al “hoy”). No nos autoregulamos. Nos regulan. Y no en nuestro beneficio, sino en el de los “señoritos” de ayer y hoy.

La Ley no es expresión de la Libertad individual, sino expresión de la jaula de cristal en que la hemos encerrado. Las Leyes aprobadas por este remedo institucional son despreciadas por la inmensa mayoría. Pero nada podemos hacer al respecto en la situación de falta de Libertades, de destrucción de la educación y de la misma comprensión lectora, de inanidad, de desesperanza, en que nos encontramos. La Ley es rechazada por la mayoría. Esa es la situación que comenzamos a percibir con claridad.

Entonces, el reto es recuperar el poder de hacer leyes por parte de la mayoría. Recuperar el Poder Legislativo. Y en eso estamos.

Una posibilidad –por la que me decanto rotundamente- es un sistema en red por el que los individuos sean los que decidan –por mayoría- las leyes que han de ser promulgadas.

Aquí entra una concepción “postmodernista”, que asumo: La ideología, como la religión o la ética (dejemos al margen ahora la moral), son asuntos del individuo. Que habrán de regir sus decisiones y actos, desde su interior.

Con ello nos acercaremos a una “nueva sociedad”, que no sólo a una “nueva política”. Asumiendo como decisión propia las decisiones de la mayoría –no representada, sino presente directamente en la toma de decisión–, sin renunciar a sus propias convicciones, que le pertenecen al individuo, y que son objeto de la Libertad de Expresión.

Acepto como propia la voluntad de una mayoría, de la que discrepo.

Desde esa recuperación del poder de dotarnos de leyes, podremos encauzar la actuación de los otros dos poderes clásicos, el Poder de Ejecutar las Leyes, y el Poder de aplicarlas al caso concreto (poder Ejecutivo y Poder Judicial).

Es un proceso. Y está en marcha. ¿Para bien? Depende de nosotros, de nuestra implicación en el proceso, de la asunción de la necesidad de aprender, y sobre todo, de extraer de nosotros lo que es “más” común. Que es mucho.

Evitar las divisiones, encontrándonos unos a otros, conforme a nuestra naturaleza solidaria (por altruismo o por egoísmo, no es la cuestión; lo siento por los Bentham y compañía) es el único remedio para que el proceso de “perfección” de la Democracia sea verdaderamente tal. Y para ello hemos de esforzarnos. Esforzarnos en aprender con la mirada limpia, esforzarnos por compartir. Esforzarnos, en suma, por perder el miedo a la Libertad, que deseamos y tememos. Deseamos conforme a nuestra naturaleza; tememos conforme a la naturaleza del poder de imponernos lo que nos es extraño.

Porque al final, todo el tinglado del poder se sostiene mediante la Organización de la violencia estatal. O lo que es lo mismo, mediante nuestros impuestos, gracias a nuestro trabajo.

Chus

 

 

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La fábula de las abejas

o cómo los vicios privados hacen la prosperidad pública.

«Había una colmena que se parecía a una sociedad humana bien ordenada. No faltaban en ella ni los bribones, ni los malos médicos, ni los malos sacerdotes, ni los malos soldados, ni los malos ministros. Por descontado tenía una mala reina. Todos los días se cometían fraudes en esta colmena; y la justicia, llamada a reprimir la corrupción, era ella misma corruptible. En suma, cada profesión y cada estamento, estaban llenos de vicios. Pero la nación no era por ello menos próspera y fuerte. En efecto, los vicios de los particulares contribuían a la felicidad pública; y, de rechazo, la felicidad pública causaba el bienestar de los particulares. Pero se produjo un cambio en el espíritu de las abejas, que tuvieron la singular idea de no querer ya nada más que honradez y virtud. El amor exclusivo al bien se apoderó de los corazones, de donde se siguió muy pronto la ruina de toda la colmena. Como se eliminaron los excesos, desaparecieron las enfermedades y no se necesitaron más médicos. Como se acabaron las disputas, no hubo más procesos y, de esta forma, no se necesitaron ya abogados ni jueces. Las abejas, que se volvieron económicas y moderadas, no gastaron ya nada: no más lujos, no más arte, no más comercio. La desolación, en definitiva, fue general. La conclusión parece inequívoca: Dejad, pues, de quejaros: sólo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal un panal honrado. Fraude, lujo y orgullo deben vivir, si queremos gozar de sus dulces beneficios»

Bernard de Mandeville

 

La fábula de las abejas. En 1714 Bernard Mandeville contaba esta fábula sobre las abejas: «Había una colmena que se parecía a una sociedad humana bien ordenada. No faltaban en ella ni los bribones, ni los malos médicos, ni los malos sacerdotes, ni los malos soldados, ni los malos ministros. Por descontado tenía una mala reina. Todos los días se cometían fraudes en esta colmena; y la justicia, llamada a reprimir la corrupción, era ella misma corruptible. En suma, cada profesión y cada estamento, estaban llenos de vicios. Pero la nación no era por ello menos próspera y fuerte. En efecto, los vicios de los particulares contribuían a la felicidad pública; y, de rechazo, la felicidad pública causaba el bienestar de los particulares. Pero se produjo un cambio en el espíritu de las abejas, que tuvieron la singular idea de no querer ya nada más que honradez y virtud. El amor exclusivo al bien se apoderó de los corazones, de donde se siguió muy pronto la ruina de toda la colmena. Como se eliminaron los excesos, desaparecieron las enfermedades y no se necesitaron más médicos. Como se acabaron las disputas, no hubo más procesos y, de esta forma, no se necesitaron ya abogados ni jueces. Las abejas, que se volvieron económicas y moderadas, no gastaron ya nada: no más lujos, no más arte, no más comercio. La desolación, en definitiva, fue general. La conclusión parece inequívoca: Dejad, pues, de quejaros: sólo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal un panal honrado. Fraude, lujo y orgullo deben vivir, si queremos gozar de sus dulces beneficios«.

Un gran panal, atiborrado de abejas que vivían con lujo y comodidad, más que gozaba fama por sus leyes y numerosos enjambres precoces, estaba considerado el gran vivero de las ciencias y la industria. No hubo abejas mejor gobernadas, ni más veleidad ni menos contento: no eran esclavas de la tiranía ni las regía loca democracia, sino reyes, que no se equivocaban, pues su poder estaba circunscrito por leyes.

Estos insectos vivían como hombres, y todos nuestros actos realizaban en pequeño; hacían todo lo que se hace en la ciudad y cuanto corresponde a la espada y a la toga, aunque sus artificios, por ágil ligereza de sus miembros diminutos, escapan a la vista humana. Empero, no tenemos nosotros máquinas, trabajadores, buques, castillos, armas, artesanos, arte, ciencia, taller o instrumento que no tuviesen ellas el equivalente; a los cuales, pues su lenguaje es desconocido, llamaremos igual que a los nuestros. Como franquicia, entre otras cosas, carecían de dados, pero tenían reyes, y éstos tenían guardias; podemos, pues, pensar con verdad que tuviera algún juego, a menos que se pueda exhibir un regimiento de soldados que no practique ninguno.

Grandes multitudes pululaban en el fructífero panal; y esa gran cantidad les permitía medras, empeñados por millones en satisfacerse mutuamente la lujuria y vanidad, y otros millones ocupábanse en destruir sus manufacturas; abastecían a medio mundo, pero tenían más trabajo que trabajadores. Algunos, con mucho almacenado y pocas penas, lanzábanse a negocios de pingües ganancias, y otros estaban condenados a la guadaña y al azadón, y a todos esos oficios laboriosos en los que miserables voluntariosos sudan cada día agotando su energía y sus brazos para comer. [A] Mientras otros se abocaban a misterios a los que poca gente envía aprendices, que no requieren más capital que el bronce y pueden levantarse sin un céntimo, como fulleros, parásitos, rufianes, jugadores, rateros, falsificadores, curanderos, agoreros y todos aquellos que, enemigos del trabajo sincero, astutamente se apropian del trabajo del vecino incauto y bonachón. [B] Bribones llamaban a éstos, mas salvo el mote, los serios e industriosos eran lo mismo: todo oficio y dignidad tiene su tramposo, no existe profesión sin engaño.

Los abogados, cuyo arte se basa en crear litigios y discordar los casos, oponíanse a todo lo establecido para que los embaidores tuvieran más trabajo con haciendas hipotecadas, como si fuera ilegal que lo propio sin mediar pleito pudiera disfrutarse. Deliberadamente demoraban las audiencias, para echar mano a los honorarios; y por defender causas malvadas hurgaban y registraban en las leyes como los ladrones las tiendas y las casas, buscando por dónde entrar mejor.

Los médicos valoraban la riqueza y la fama más que la salud del paciente marchito o su propia pericia; la mayoría, en lugar de las reglas de su arte, estudiaban graves actitudes pensativas y parsimoniosas, para ganarse el favor del boticario y la lisonja de parteras y sacerdotes, y de todos cuantos asisten al nacimiento o el funeral, siendo indulgentes con la tribu charlatana y las prescripciones de las comadres, con sonrisa afectada y un amable «¿Qué tal?» para adular a toda la familia, y la peor de todas las maldiciones, aguantar la impertinencia de las enfermeras.

De los muchos sacerdotes de Júpiter contratados para conseguir bendiciones de Arriba, algunos eran leídos y elocuentes, pero los había violentos e ignorantes por millares, aunque pasaban el examen todos cuantos podían enmascarar su pereza, lujuria, avaricia y orgullo, por los que eran tan afamados, como los sastres por sisar retazos, o ron los marineros; algunos, entecos y andrajosos, místicamente mendigaban pan, significando una copiosa despensa, aunque literalmente no recibían más; y mientras estos santos ganapanes perecían de hambre, los holgazanes a quienes servían gozaban su comodidad, con todas las gracias de la salud y la abundancia en sus rostros.

[C] Los soldados, que a batirse eran forzados, sobreviviendo disfrutaban honores, aunque otros, que evitaban la sangrienta pelea, enseñaban los muñones de sus miembros amputados; generales había, valerosos, que enfrentaban el enemigo, y otros recibían sobornos para dejarle huir; los que siempre al fragor se aventuraban perdían, ora una pierna, ora un brazo, hasta que, incapaces de seguir, les dejaban de lado a vivir sólo a media ración, mientras otros que nunca habían entrado en liza se estaban en sus casas gozando doble mesada.

Servían a sus reyes, pero con villanía, engañados por su propio ministerio; muchos, esclavos de su propio bienestar, salvábanse robando a la misma corona: tenían pequeñas pensiones y las pasaban en grande, aunque jactándose de su honradez. Retorciendo el Derecho, llamaban estipendios a sus pringosos gajes; y cuando las gentes entendieron su jerga, cambiaron aquel nombre por el de emolumentos, reticentes de llamar a las cosas por su nombre en todo cuanto tuviera que ver con sus ganancias; [D] porque no había abeja que no quisiera tener siempre más, no ya de lo que debía, sino de lo que osaba dejar entender [E] que pagaba por ello; como vuestros jugadores, que aun jugando rectamente, nunca ostentan lo que han ganado ante los perdedores.

¿Quién podrá recordar todas sus supercherías? El propio material que por la calle vendían como basura para abonar la tierra, frecuentemente la veían los compradores abultada con un cuartillo de mortero y piedras inservibles; aunque poco podía quejarse el tramposo que, a su vez, vendía gato por liebre.

Y la misma Justicia, célebre por su equidad, aunque ciega, no carecía de tacto; su mano izquierda, que debía sostener la balanza, a menudo la dejaba caer, sobornada con oro; y aunque parecía imparcial tratándose de castigos corporales, fingía seguir su curso regular en los asesinatos y crímenes de sangre; pero a algunos, primero expuestos a mofa por embaucadores, los ahorcaban luego con cáñamo de su propia fábrica; creíase, empero, que su espada sólo ponía coto a desesperados y pobres que, delincuentes por necesidad, eran luego colgados en el árbol de los infelices por crímenes que no merecían tal destino, salvo por la seguridad de los grandes y los ricos.

Así pues, cada parte estaba llena de vicios, pero todo el conjunto era un Paraíso; adulados en la paz, temidos en la guerra, eran estimados por los extranjeros y disipaban en su vida y riqueza el equilibrio de los demás panales. Tales eran las bendiciones de aquel Estado: sus pecados colaboraban para hacerle grande; [F] y la virtud, que en la política había aprendido mil astucias, por la feliz influencia de ésta hizo migas con el vicio; y desde entonces [G] aun el peor de la multitud, algo hacía por el bien común.

Así era el arte del Estado, que mantenía el todo, del cual cada parte se quejaba; esto, como en música la armonía, en general hacía concordar las disonancias; [H] partes directamente opuestas se ayudaban, como si fuera por despecho, y la templanza y la sobriedad servían a la beodez y la gula.

[I] La raíz de los males, la avaricia, vicio maldito, perverso y pernicioso, era esclava de la prodigalidad, [K] ese noble pecado; [L] mientras que el lujo daba trabajo a un millón de pobres [M] y el odioso orgullo a un millón más; [N] la misma envidia, y la vanidad, eran ministros de la industria; sus amadas, tontería y vanidad, en el comer, el vestir y el mobiliario, hicieron de ese vicio extraño y ridículo la rueda misma que movía al comercio. sus ropas y sus leyes eran por igual objeto de mutabilidad; porque lo que alguna vez estaba bien, en medio año se convertía en delito; sin embargo, al paso que mudaban sus leyes siempre buscando y corrigiendo imperfecciones, con la inconstancia remediaban faltas que no previó prudencia alguna.

Así el vicio nutría al ingenio, el cual, unido al tiempo y la industria, traía consigo las conveniencias de la vida, [O] los verdaderos placeres, comodidad, holgura, [P] en tal medida, que los mismos pobres vivían mejor que antes los ricos, y nada más podría añadirse.

¡Cuán vana es la felicidad de los mortales! si hubiesen sabido los límites de la bienaventuranza y que aquí abajo, la perfección es más de lo que los dioses pueden otorgar, los murmurantes bichos se habrían contentado con sus ministros y su gobierno; pero, no: a cada malandanza, cual criaturas perdidas sin remedio, maldecían sus políticos, ejércitos y flotas, al grito de «¡Mueran los bribones!», y aunque sabedores de sus propios timos, despiadadamente no les toleraban en los demás.

Uno, que obtuvo acopios principescos burlando al amo, al rey y al pobre, osaba gritar: «¡Húndase la tierra por sus muchos pecados!»; y, ¿quién creeréis que fuera el bribón sermoneador? Un guantero que daba borrego por cabritilla.

Nada se hacía fuera de lugar ni que interfiriera los negocios públicos; pero todos los tunantes exclamaban descarados: «¡Dios mío, si tuviésemos un poco de honradez!» Mercurio sonreía ante tal impudicia, a la que otros llamarían falta de sensatez, de vilipendiar siempre lo que les gustaba; pero Júpiter, movido de indignación, al fin airado prometió liberar por completo del fraude al aullante panal; y así lo hizo. Y en ese mismo momento el fraude se aleja, y todos los corazones se colman de honradez; allí ven muy patentes, como en el Árbol de la Ciencia, todos los delitos que se avergüenzan de mirar, y que ahora se confiesan en silencio, ruborizándose de su fealdad, cual niños que quisieran esconder sus yerros y su color traicionara sus pensamientos, imaginando, cuando se les mira, que los demás ven lo que ellos hicieron.

Pero. ¡Oh, dioses, qué consternación! ¡Cuán grande y súbito ha sido el cambio! En media hora, en toda la Nación, la carne ha bajado un penique la libra. Yace abatida la máscara de la hipocresía, la del estadista y la del payaso; y algunos, que eran conocidos por atuendos prestados, se veían muy extraños con los propios. Los tribunales quedaron ya aquel día en silencio, porque ya muy a gusto pagaban los deudores, aun lo que sus acreedores habían olvidado, y éstos absolvían a quienes no tenían. Quienes no tenían razón, enmudecieron, cesando enojosos pleitos remendados; con lo cual, nada pudo medrar menos que los abogados en un panal honrado; todos, menos quienes habían ganado lo bastante, con sus cuernos de tinta colgados se largaron.

La Justicia ahorcó a algunos y liberó a otros; y, tras enviarlos a la cárcel, no siendo ya más requerida su presencia, con su séquito y pompa se marchó. Abrían el séquito los herreros con cerrojos y rejas, grillos y puertas con planchas de hierro; luego los carceleros, torneros y guardianes; delante de la diosa, a cierta distancia, su fiel ministro principal, don Verdugo, el gran consumador de la Ley, no portaba ya su imaginaria espada, sino sus propias herramientas, el hacha y la cuerda; después, en una nube, el hada encapuchada, La Justicia misma, volando por los aires; en torno de su carro y detrás de él, iban sargentos, corchetes de todas clases, alguaciles de vara, y los oficiales todos que exprimen lágrimas para ganarse la vida.

Aunque la medicina vive mientras haya enfermos, nadie recetaba más que las abejas con aptitudes, tan abundantes en todo el panal, que ninguna de ellas necesitaba viajar; dejando de lado vanas controversias, se esforzaban por librar de sufrimientos a sus pacientes, descartando las drogas de países granujas para usar sólo sus propios productos, pues sabían que los dioses no mandan enfermedades a naciones que carecen de remedios.

Despertando de su pereza, el clero no pasaba ya su carga a abejas jornaleras, sino que se abastecía a sí mismo, exento de vicios, para hacer sacrificios y ruegos a los dioses. Todos los ineptos, o quienes sabían que sus servicios no eran indispensables, se marcharon; no había ya ocupación para tantos (si los honrados alguna vez los habían necesitado) y sólo algunos quedaron junto al Sumo Sacerdote a quien los demás rendían obediencia; y él mismo, ocupado en tareas piadosas, abandonó sus demás negocios en el Estado. No echaba a los hambrientos de su puerta ni pellizcaba del jornal de los pobres, sino que al famélico alimentaba en su casa, en la que el jornalero encontraba pan abundante y cama y sustento el peregrino.

 

 

 

 


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