CALAMANDREI, «Elogio de los Jueces escrito por un Abogado» (Capítulo 3): «De ciertas semejanzas y diferencias entre jueces y abogados»

CAPITULO III: DE CIERTAS SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS ENTRE JUECES Y ABOGADOS

 

 

Don Quijote de La Mancha

CAPÍTULO XLII

De los consejos que dio don Quijote a Sancho Panza antes que fuese a gobernar la ínsula, con otras cosas bien consideradas

 

Con el felice y gracioso suceso de la aventura de la Dolorida quedaron tan contentos los duques, que determinaron pasar con las burlas adelante, viendo el acomodado sujeto que tenían para que se tuviesen por veras; y así, habiendo dado la traza y órdenes que sus criados y sus vasallos habían de guardar con Sancho en el gobierno de la ínsula prometida, otro día, que fue el que sucedió al vuelo de Clavileño, dijo el duque a Sancho que se adeliñase y compusiese para ir a ser gobernador, que ya sus insulanos le estaban esperando como el agua de mayo. Sancho se le humilló y le dijo:

—Después que bajé del cielo, y después que desde su alta cumbre miré la tierra y la vi tan pequeña, se templó en parte en mí la gana que tenía tan grande de ser gobernador, porque ¿qué grandeza es mandar en un grano de mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres tamaños como avellanas, que a mi parecer no había más en toda la tierra? Si vuestra señoría fuese servido de darme una tantica parte del cielo, aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor ínsula del mundo.

—Mirad, amigo Sancho —respondió el duque—: yo no puedo dar parte del cielo a nadie, aunque no sea mayor que una uña, que a solo Dios están reservadas esas mercedes y gracias. Lo que puedo dar os doy, que es una ínsula hecha y derecha, redonda y bien proporcionada y sobremanera fértil y abundosa, donde, si vos os sabéis dar maña, podéis con las riquezas de la tierra granjear las del cielo.

—Ahora bien —respondió Sancho—, venga esa ínsula, que yo pugnaré por ser tal gobernador, que, a pesar de bellacos, me vaya al cielo; y esto no es por codicia que yo tenga de salir de mis casillas ni de levantarme a mayores, sino por el deseo que tengo de probar a qué sabe el ser gobernador.

—Si una vez lo probáis, Sancho —dijo el duque—, comeros heis las manos tras el gobierno, por ser dulcísima cosa el mandar y ser obedecido. A buen seguro que cuando vuestro dueño llegue a ser emperador, que lo será sin duda, según van encaminadas sus cosas, que no se lo arranquen como quiera, y que le duela y le pese en la mitad del alma del tiempo que hubiere dejado de serlo.

—Señor —replicó Sancho—, yo imagino que es bueno mandar, aunque sea a un hato de ganado.

—Con vos me entierren, Sancho, que sabéis de todo —respondió el duque—, y yo espero que seréis tal gobernador como vuestro juicio promete; y quédese esto aquí, y advertid que mañana en ese mesmo día habéis de ir al gobierno de la ínsula, y esta tarde os acomodarán del traje conveniente que habéis de llevar y de todas las cosas necesarias a vuestra partida.

—Vístanme —dijo Sancho— como quisieren, que de cualquier manera que vaya vestido seré Sancho Panza.

—Así es verdad —dijo el duque—, pero los trajes se han de acomodar con el oficio o dignidad que se profesa, que no sería bien que un jurisperito se vistiese como soldado, ni un soldado como un sacerdote. Vos, Sancho, iréis vestido parte de letrado y parte de capitán, porque en la ínsula que os doy tanto son menester las armas como las letras, y las letras como las armas.

—Letras —respondió Sancho—, pocas tengo, porque aun no sé el abecé, pero bástame tener el Christus en la memoria para ser buen gobernador. De las armas manejaré las que me dieren, hasta caer, y Dios delante.

—Con tan buena memoria —dijo el duque—, no podrá Sancho errar en nada.

En esto llegó don Quijote y, sabiendo lo que pasaba y la celeridad con que Sancho se había de partir a su gobierno, con licencia del duque le tomó por la mano y se fue con él a su estancia, con intención de aconsejarle cómo se había de haber en su oficio.

Entrados, pues, en su aposento, cerró tras sí la puerta y hizo casi por fuerza que Sancho se sentase junto a él, y con reposada voz le dijo:

—Infinitas gracias doy al cielo, Sancho amigo, de que antes y primero que yo haya encontrado con alguna buena dicha te haya salido a ti a recebir y a encontrar la buena ventura. Yo, que en mi buena suerte te tenía librada la paga de tus servicios, me veo en los principios de aventajarme, y tú, antes de tiempo, contra la ley del razonable discurso, te vees premiado de tus deseos. Otros cohechan, importunan, solicitan, madrugan, ruegan, porfían, y no alcanzan lo que pretenden, y llega otro y, sin saber cómo ni cómo no, se halla con el cargo y oficio que otros muchos pretendieron; y aquí entra y encaja bien el decir que hay buena y mala fortuna en las pretensiones. Tú, que para mí sin duda alguna eres un porro, sin madrugar ni trasnochar y sin hacer diligencia alguna, con solo el aliento que te ha tocado de la andante caballería, sin más ni más te vees gobernador de una ínsula, como quien no dice nada. Todo esto digo, ¡oh Sancho!, para que no atribuyas a tus merecimientos la merced recebida, sino que des gracias al cielo, que dispone suavemente las cosas, y después las darás a la grandeza que en sí encierra la profesión de la caballería andante. Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que te he dicho, está, ¡oh hijo!, atento a este tu Catón, que quiere aconsejarte y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto deste mar proceloso donde vas a engolfarte, que los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones.

»Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a Dios, porque en el temerle está la sabiduría y siendo sabio no podrás errar en nada.

»Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey, que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra.

—Así es la verdad —respondió Sancho—, pero fue cuando muchacho; pero después, algo hombrecillo, gansos fueron los que guardé, que no puercos. Pero esto paréceme a mí que no hace al caso, que no todos los que gobiernan vienen de casta de reyes.

—Así es verdad —replicó don Quijote—, por lo cual los no de principios nobles deben acompañar la gravedad del cargo que ejercitan con una blanda suavidad que, guiada por la prudencia, los libre de la murmuración maliciosa, de quien no hay estado que se escape.

»Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores, porque viendo que no te corres, ninguno se pondrá a correrte, y préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Inumerables son aquellos que de baja estirpe nacidos, han subido a la suma dignidad pontificia e imperatoria; y desta verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te cansaran.

»Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que padres y agüelos tienen príncipes y señores porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale.

»Siendo esto así, como lo es, que si acaso viniere a verte cuando estés en tu ínsula alguno de tus parientes, no le deseches ni le afrentes, antes le has de acoger, agasajar y regalar, que con esto satisfarás al cielo, que gusta que nadie se desprecie de lo que él hizo y corresponderás a lo que debes a la naturaleza bien concertada.

»Si trujeres a tu mujer contigo (porque no es bien que los que asisten a gobiernos de mucho tiempo estén sin las propias), enséñala, doctrínala y desbástala de su natural rudeza, porque todo lo que suele adquirir un gobernador discreto suele perder y derramar una mujer rústica y tonta.

»Si acaso enviudares, cosa que puede suceder, y con el cargo mejorares de consorte, no la tomes tal que te sirva de anzuelo y de caña de pescar, y del “no quiero de tu capilla”, porque en verdad te digo que de todo aquello que la mujer del juez recibiere ha de dar cuenta el marido en la residencia universal, donde pagará con el cuatro tanto en la muerte las partidas de que no se hubiere hecho cargo en la vida.

»Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos.

»Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia que las informaciones del rico.

»Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico como por entre los sollozos e importunidades del pobre.

»Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo.

»Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.

»Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso.

»No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hicieres las más veces serán sin remedio, y si le tuvieren, será a costa de tu crédito, y aun de tu hacienda.

»Si alguna mujer hermosa viniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera de espacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros.

»Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones.

»Al culpado que cayere debajo de tu juridición considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia.

»Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás tus hijos como quisieres, títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la muerte en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos. Esto que hasta aquí te he dicho son documentos que han de adornar tu alma; escucha ahora los que han de servir para adorno del cuerpo.

 

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ELOGIO DE LOS JUECES ESCRITO POR UN ABOGADO: ÍNDICE

Presentación y Prólogo

I. De la fe en los jueces primer requisito del abogado 

II. De la urbanidad ( o bien de la discreción) de los jueces  

III. De ciertas semejanzas y diferencias entre jueces y abogados 

IV. De la llamada oratoria forense 

V. De cierta inmovilidad de los jueces en audiencia publica

VI. De ciertas relaciones entre los abogados y la verdad, o bien de la justa parcialidad del defensor 

VII. De ciertas aberraciones de los clientes, que los jueces deben recordar en disculpa de los abogados  

VIII. De la predilección de abogados y jueces por las cuestiones de derecho o por las de hecho 

IX. Del sentimiento y de la lógica en las sentencias 

X. Del amor de los abogados por los jueces y viceversa 

XI. De algunas tristezas y heroísmos de la vida de los jueces 

XII. De cierta coincidencia entre los distintos de los jueces y de los abogados 

 

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CAPITULO III

DE CIERTAS SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS ENTRE JUECES Y ABOGADOS

SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS ENTRE JUECES Y ABOGADOS

 

Advocati nascuntur, iudices fiunt (los abogados nacen, los jueces se hacen); no ya en el sentido de que se pueda ser buen abogado sin la preparación adecuada, sino en el de que aquellas virtudes combativas e impulsivas, que más se aprecian en la abogacía, son propias de la juventud apasionada y desbordante, mientras que solamente, con el correr de los años, maduran las cualidades de ponderación y de sabiduría que constituyen las mejores cualidades del juez. El juez es un abogado moderado y purificado por la edad; al cual los años han quitado las ilusiones, las exageraciones, las deformaciones, el énfasis y acaso también la impulsiva generosidad de la juventud: el juez es lo que resta cuando han desaparecido del abogado todas aquellas virtudes inferiores por las cuales el vulgo le admira. El abogado es la bullidora y generosa juventud del juez; el juez es la vejez reposada y ascética del abogado. El sistema inglés, en el cual los más altos magistrados son seleccionados entre los abogados antiguos, constituye la confirmación práctica de este tránsito psicológico.

 

 

El aforismo nemo judex sine actore no expresa solamente un principio jurídico, sino que tiene también un amplio contenido psicológico, en cuanto explica que, no por censurable vagancia, sino por necesidad institucional de su función, el juez debe tener en el proceso una actitud estática, esperando sin impaciencia y sin curiosidad que otro le venga a buscar y le someta los problemas que ha de resolver. La inercia es para el juez garantía de equilibrio, esto es, de imparcialidad; actuar significaría tomar un partido. Corresponde al abogado, que no teme aparecer como parcial, ser el órgano propulsor del proceso: tomar todas las iniciativas, agitar todas las dudas, remover todas las rémoras; obrar, en suma, no sólo en sentido procesal, sino en sentido humano. Esta diferencia de funciones que aparece en el proceso entre juez y abogado, en el momento estático y en el momento dinámico de la justicia, se observa finalmente en los aspectos externos y en los gestos que se ven en audiencia: el juez, sentado, el abogado, en pie; el juez con la cabeza entre las manos, reconcentrado e inmóvil, el abogado, con los brazos extendidos y en actitud de hacer presa, agresivo e inquieto. La recta contraposición de los dos tipos aparece también en sus vicios, que reflejan deformadas sus respectivas virtudes: el abogado, a fuerza de accionar, puede parecer un loco que es necesario arrojar de la Sala como perturbador; el juez, a fuerza de concentrarse, puede resultar un durmiente.

 

 

Es posible que el oficio del abogado exija más ingenio y más fantasía que el del juez; hallar los argumentos, que es trabajo del abogado, es, técnicamente, más arduo que escoger entre los ya expuestos por los defensores. ¡Pero qué angustia, qué responsabilidad moral en esta selección! El abogado, cuando ha aceptado la defensa de una causa, tiene su camino trazado; puede estar sereno como el soldado en la trinchera, al cual la tronera indica hacia qué parte debe disparar. Pero el juez, antes de decidirse, tiene necesidad de una fuerza de carácter que puede faltar al abogado; debe tener el valor de ejercitar la función de juzgar, que es casi divina, aunque sienta dentro de sí todas las debilidades y acaso todas las bajezas del hombre; debe tener el dominio de reducir a silencio una voz inquieta que le pregunta lo que habría hecho su fragilidad humana si se hubiese encontrado en las mismas condiciones del justiciable; debe estar tan seguro de su deber, que olvide, cada vez que pronuncia una sentencia, la amonestación eterna que le viene de la Montaña: No juzgar.

 

 

Amo al juez porque me siento hecho de su misma carne; lo respeto porque siento que vale, al menos potencialmente, el doble que yo, abogado. Si la embriología pudiera extender sus estudios al campo psicológico, descubriría que el alma del juez está compuesta de la de dos abogados en embrión, apretados el uno contra el otro, cara a cara, como los dos gemelos bíblicos dispuestos a combatir ya en el claustro materno. La imparcialidad, virtud suprema del juez, es la resultante psicológica de dos parcialidades que se acometen. No se asombren los defensores si el juez, aun el más concienzudo, no parece escuchar con mucha atención sus oraciones forenses; eso ocurre porque él, antes de pronunciar su sentencia, deberá escuchar largamente la apretada disputa de los dos contradictores que se agitan en el fondo de su conciencia.

 

 

Oí a un abogado español, que asistió a un juicio penal en Italia, asombrarse porque en nuestras Salas el lugar de los abogados está colocado más bajo que el correspondiente a los jueces, mientras en España se colocan, por tradición, a la misma altura, casi simbolizando que los dos oficios tienen igual dignidad. Alguien le hizo observar que acaso esta diferencia de situación podría depender de un diverso concepto de la abogacía; la igualdad de nivel correspondería a una concepción liberal e individualista de la defensa, en tanto que la diversidad de nivel, que indica sometimiento del abogado al magistrado, sería la expresión de la justicia de un régimen autoritario. Creo que la verdad es lo contrario. En realidad, mientras en una concepción liberal de la justicia se puede pensar que el abogado, como representante de los intereses individuales, está por debajo del juez, que representa al Estado, en un régimen autoritario el abogado resulta siempre un instrumento de intereses públicos, puesto, como el juez, al servicio del Estado y gozando como él la dignidad que deriva de ser un órgano necesario de la justicia. En un régimen en que, como en Italia, el abogado se considera investido de funciones públicas, abogados y jueces están colocados moralmente, si no materialmente, a la misma altura. El juez que no guarda respeto al abogado, como el abogado que no se lo guarda al juez, ignoran que abogacía y magistratura obedecen a la ley de vasos comunicantes; no se puede rebajar el nivel de la una sin que el nivel de la otra descienda al mismo grado.

 

 

Los defectos de los abogados repercuten sobre los jueces, y viceversa. El abogado oscuro, prolijo, caviloso, induce al juez a la desatención y al aislamiento mental; insensiblemente el juez, extendiendo a todos los abogados la desconfianza originada por los defectos de uno, se habitúa a descuidar, si no por completo a despreciar, a los defensores y a considerarlos como males necesarios del proceso, que es preciso tomar con pasiva resignación, llevada hasta el sopor. Así el juez, por culpa de un mal abogado, renuncia a valerse del precioso auxilio que diez buenos abogados le darían gustosamente. Pero, a su vez, el juez desatento y holgazán induce al abogado a la superficialidad y a veces también a la corruptela procesal. ¡Cuántas excepciones de incompetencia, cuántas peticiones de pruebas testificales innecesarias los abogados estarían dispuestos a renunciar si la experiencia no les hubiese demostrado que, con tal de no estudiar profundamente el mérito de la causa, ciertos jueces están dispuestos a acoger a ojos cerrados toda excepción procesal o a poner buena cara al medio de prueba que, para ser admitido, exige solamente la levísima fatiga de una providencia de dos líneas! También los jueces, que son hombres, tienden a seguir en su labor la via minoris resistentiae; y el abogado experto, para cultivar esta aletargadora tendencia a la inercia mental, acostumbra a sembrar sus defensas de atajos laterales que induzcan al juez a no seguir el camino principal. Las “excepciones procesales”, en vez de un maligno hallazgo para hacer más ardua y fatigosa la obra del juez, son muy a menudo un respetuoso homenaje que ellos dedican a la salud del juez, ayudándole a fatigarse menos.

 

 

Temo al juez demasiado seguro de sí mismo, que llega en seguida a la conclusión y que comprende inmediatamente sin perplejidad y sin arrepentirse. Para decirlo en términos militares, me parece bien que el abogado esté en el proceso, por su prontitud y por su espíritu batallador, como un bersagliere; pero, en cuanto al juez, me parece preferible que, por su reposada y densa solidez de razonamiento, se comporte en toda ocasión como un alpino.

 

 

Vi en cierta ocasión en el campo un muchacho que había arrancado las larguísimas antenas a uno de esos coleópteros que los entomólogos llaman cerambícidos o longicornios, y después lo había colocado sobre el borde del camino, para observar, con esa despiadada curiosidad que tienen los chiquillos, cómo el insecto así mutilado se las arreglaba. Privado de sus órganos de exploración y orientación, el coleóptero movíase desesperadamente con sus patas, tambaleándose y girando alrededor de sí mismo; y entretanto iba a chocar contra una hierba, y bastaba aquel leve choque de una pajita para hacerlo caer. Este cuadro me viene a la memoria cuando pienso cómo quedaría el proceso si, como algunos desean, fueran abolidos los abogados, estas sensibilísimas antenas de la justicia.

 

 

En el juez no cuenta la inteligencia; le basta poseer la normal para poder llegar a comprender, como encarnación del hombre medio, quod omnes intellegunt; importa, sobre todo, la superioridad moral, la cual debe ser tan elevada en el juez que alcance a perdonar al abogado ser más inteligente que él.

 

 

El abogado que se queja de no ser comprendido por el juez censura, no al juez, sino a sí mismo. El juez no tiene el deber de comprender; es el abogado quien tiene el deber de hacerse comprender. De los dos, el que está sentado, esperando, es el juez; quien está en pie, y debe moverse y aproximarse, aun espiritualmente, es el abogado.

Entre los oficios judiciales, el más arduo me parece el del acusador público; el cual, como mantenedor de la acusación, debería ser parcial como un abogado, y como guardador de la ley, deberá ser imparcial como un juez. Abogado sin pasión, juez sin imparcialidad; éste es el absurdo psicológico en el cual el público ministerio, si no tiene un exquisito sentido de equilibrio, está expuesto en todo momento a perder, por amor a la serenidad, la generosa combatividad del defensor, o por amor a la polémica, la desapasionada objetividad del magistrado.

 

 

FIN DEL CAPÍTULO III

 

 


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