LA LEY DE HIERRO DE LA OLIGARQUÍA
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LA LEY DE HIERRO DE LA OLIGARQUÍA
España no es una democracia representativa: posee una forma de gobierno oligárquico-caciquil.
En un sistema democrático las élites en el poder político se verán refrescadas por la llegada de nuevas personas surgidas de los estratos inferiores, pero que al acceder al poder pasan a convertirse a su vez en élites dejando necesariamente de pertenecer a la ciudadanía corriente
Por Carlos Aurelio Caldito Aunión
La primera pregunta que habría que formular es ¿Por qué se afilia la gente a los partidos?En España alrededor de dos millones de personas son miembros de algún partido político. Aunque este nivel de afiliación pueda parecer bajo, el porcentaje de españoles que decide afiliarse a un partido más o menos se mantiene estable, a diferencia de lo que viene sucediendo en otros países de nuestro entorno en donde las tasas de afiliación no han dejado de bajar en los últimos años. Lo que sorprende verdaderamente es que, estando los partidos tan desprestigiados como lo están, llegando al extremo de que mucha gente considera la política como sinónima de corrupción, todavía haya personas que decidan afiliarse a un partido o que se sigan manteniendo como afiliados o cotizantes.El desprestigio de la política convencional y muy especialmente de los partidos políticos, así como los crecientes vínculos entre partidos políticos y corrupción genera desprestigio cuando no claramente desprecio hacia sus miembros. Se tiende a asociar las partes con el todo y se resume con el ya consabido “todos son iguales”.¿Son iguales todos los miembros de los partidos?Evidentemente no. Hay quien se limita a pagar una cuota y asumir de una cuota y a asumir el ideario del partido, y los que están movidos por la posibilidad de adquirir privilegios, alguna ventaja, algún beneficio… por supuesto las obligaciones y deberes dependen del tipo de partido y al grado de participación/implicación en la organización.No todos los que se integran en un partido tienen los mismos objetivos, no todos están dispuestos a asumir el mismo grado de dedicación e implicación.Es por ello que no todos los miembros son iguales.Están los que podemos llamar “adherentes”, aquellos que simplemente están al corriente de pago de las cuotas, cuando lo están, y que a lo sumo acuden a algunos actos; y están por otro lado aquellos miembros que se implican activamente en la vida de la organización. Estos últimos son los activistas, los verdaderos militantes, los que participan en la vida del partido y hacen que este funcione, los que acuden a las reuniones y los que acaban tomando decisiones, lógicamente dependiendo del grado de participación que la organización les permita. Y por supuesto, de entre ellos se selecciona a quienes ocuparan cargos orgánicos, cargos de confianza de los dirigentes, e incluso muchos acaban siendo nombrados candidatos para los diversos comicios.Los miembros que son simples cotizantes suelen estar movidos generalmente por “incentivos de tipo colectivo”, fundamentalmente la identificación y el sentimiento de pertenencia a la defensa de la “causa”, entiéndase una determinada doctrina. Por el contrario, los activistas suelen moverse, además, por incentivos individuales, tales como el prestigio, la posibilidad de ocupar cargos, la posibilidad de acceder a puestos de trabajo sea como funcionarios del partido, sea como “asesores” o cargos de confianza de algún político, o beneficios por el estilo.Los intereses de ambos tipos de miembros, simples cotizantes y activistas no necesariamente tienen por qué ser coincidentes. De ello se deduce que un partido no siempre es un “todo homogéneo” y esto puede derivar en conflictos e incluso en hostilidad manifiesta.Suelen ser los miembros de los partidos sin cargo los que más demandan democracia interna y son además los más puristas desde el punto de vista ideológico frente al pragmatismo de los miembros más activos e implicados. Estas actitudes acaban poniendo en dificultades a las direcciones de los partidos y, por ese motivo los afiliados que son simples cotizantes son vistos como una carga molesta que hay que soportar, un mal menor del que no se puede prescindir por completo, aunque sí se puede procurar mantenerlos alejados de las tomas de decisiones y procurar que hagan el menor ruido posible. Los dirigentes de los partidos políticos saben que los afiliados que son simples cotizantes son necesarios para que la organización no desaparezca. Es más, llega un momento que apenas se les necesita para las campañas electorales, salvo para hace bulto y aplaudir a los líderes en los mítines, arroparlos cuando hay medios de información presentes, o cosas parecidas. No se olvide que la mayoría de los partidos apenas se financian de las cuotas de sus afiliados y son sostenidos con fondos públicos y subvenciones diversas.Cuando uno se da cuenta de cuál es el panorama, acaba llegando a la conclusión de que afiliarse a un partido político no merece la pena, salvo que se tengan aspiraciones muy concretas, no precisamente altruistas o de luchar por una “causa”.De todos modos, pese a que de vez en cuando se hable del fin de las ideologías, parece que sigue habiendo personas que siguen afiliándose a los partidos políticos por incentivos de naturaleza ideológica, y al fin y al cabo, de manera inevitable esas personas acabarán resultando imprescindibles a los partidos para su propia supervivencia.En la dirección de lo que venimos hablando, merece destacarse entre quienes han estudiado la acción humana y especialmente lo que mueve a los individuos a agruparse, a crear asociaciones, sindicatos, partidos políticos, etc. al sociólogo y economista norteamericano, ya fallecido, de nombre Mancur Olson.Las tesis defendidas por Olson son hoy sobradamente conocidas por politólogos, sociólogos y economistas, y por ello me limitaré a enunciarlas. Si se aceptan los supuestos de la teoría de la elección racional en su versión estándar, y concretamente la tesis de que los individuos tienden a actuar buscando el máximo rendimiento a sus capacidades, la máxima utilidad mediante el cálculo de costes y beneficios de la acción, entonces quien desee explicar las acciones colectivas se enfrentará con la siguiente cuestión: ¿en qué condiciones podría ser racional para un individuo participar en tales acciones?Pues bien, la tesis de Olson es que existen dos factores que inhiben claramente la participación de individuos racionales y egoístas en acciones colectivas:1) El tamaño del grupo y, por tanto, la importancia relativa de la aportación individual a la acción: en grupos grandes, el impulso a actuar colectivamente será menor porque la aportación individual probablemente variará muy poco el resultado final.2) La certeza de que, si la acción tiene éxito, uno se verá favorecido por el resultado aunque no haya participado en esa acción, esto es, la certeza de que la acción se realiza para conseguir un bien público. De esta forma, cuando se trata de participar en acciones colectivas tenemos siempre planteado a nivel individual un problema de teoría de juegos, el llamado dilema del “gorrón”, que formalmente tiene la misma estructura que el dilema del prisionero: las opciones son cooperar o no con los demás jugadores, y si nos guiamos por la racionalidad estratégica y por preferencias egoístas, lo previsible es que no participemos y el bien público acabe por no conseguirse, con lo que todos quedamos a la postre peor que si hubiésemos cooperado. En cambio, la predisposición a la acción aumentará en grupos reducidos (donde la participación individual puede de hecho decantar el resultado) y en contextos en los que uno sólo se beneficiará en la medida en que participe.La conclusión de Olson es que el dilema del gorrón sólo puede evitarse operando mediante incentivos selectivos, esto es, que permitan tratar separadamente a quienes colaboran y a quienes no lo hacen.Dichos incentivos pueden ser de dos tipos: o bien negativos, que actúan mediante coacción, esto es, elevando el coste de no participar (es lo que ocurre, por ejemplo, cuando el Estado nos obliga a formar parte de una mesa electoral, a pagar impuestos y cotizaciones sociales, a contratar un seguro de automóvil o a sindicarnos, como ocurre en algunos países donde la sindicación es obligatoria o casi); o bien positivos, que elevan el beneficio de participar (por ejemplo, en la forma de determinadas ventajas que ofrecen los sindicatos a sus afiliados, de desgravaciones fiscales, o de otros bienes privados); esta última opción resulta bastante inevitable en grupos numerosos y donde no hay posibilidad de coacción.La teoría de la acción colectiva de Olson solucionó algunos problemas clásicos de las teorías de la elección racional y sugirió interesantes vías de investigación. Incluso resulta especialmente importante para el marxismo: casi todos los intentos de las teorías marxistas y “críticas” del siglo XX para explicar por qué los “oprimidos” no se rebelaban contra los “opresores” se habían basado en postular oscuros mecanismos estructurales y conspirativos de manipulación ideológica, “determinación estructural” o “interiorización” de la dominación. Tuvo que ser un teórico no marxista como Olson quien ofreciese una explicación mucho más sencilla y empíricamente operativa: se trataba, simplemente, de un problema de acción colectiva, de la dificultad de superar el “dilema del gorrón”, con todos los problemas organizativos y estratégicos que ello comporta.Una vez vistas las “razones” que invitan a la gente a afiliarse, a organizarse y las que las disuaden, pasemos al comportamiento de las “élites”, a la “ley de hierro de la oligarquía”:Robert Michels, sociólogo y politólogo alemán, especializado en el comportamiento político de las élites intelectuales, es especialmente conocido por su libro “Los partidos políticos” en el que describe su «ley de hierro de la oligarquía«. Robert Michels afirma, tras estudiar el funcionamiento de los partidos, sindicatos, y hasta del nacional-socialismo y el fascismo italiano, que «tanto en autocracia como en democracia siempre gobernará una minoría«, en resumen, que toda organización acaba volviendo oligárquica.Michels también concluye que los líderes, aunque en principio se guíen por la voluntad de la masa y se digan revolucionarios, más pronto que tarde acaban “emancipándose” de sus seguidores y se vuelven conservadores. Siempre el líder buscará la manera de incrementar o mantener su poder, a cualquier precio, incluso olvidando sus viejos ideales.Por eso, las organizaciones políticas pronto dejan de ser un medio para alcanzar determinados objetivos socioeconómicos, y se transforman en un fin en sí mismas.He aquí algunas reflexiones de Robert Michels que cualquiera que esté suficientemente al tanto de la actualidad política o tenga algo de experiencia de organización, de lucha, de militancia política, sindical, vecinal, o en lo que ahora llaman “oenegés”, reconocerá al instante como prácticas corrientes en cualquier agrupación humana, sean cuales sean sus principios, sus fines, sus medios de actuación:– “En un principio los líderes surgen espontáneamente, sus funciones son accesorias y gratuitas. Muy pronto, sin embargo, se convierten en líderes profesionales, y en esta segunda etapa del desarrollo son estables e inamovibles”… “es innegable que la tendencia oligárquica y burocrática de cualquier organización es una necesidad técnica y práctica… como regla general, cabe enunciar que el aumento de poder de los líderes es directamente proporcional a la magnitud de la organización”…– “Los líderes que, al principio no eran más que órganos ejecutivos de la voluntad colectiva, se emancipan al poco tiempo de la masa y se hacen independientes de su control”.La clave, el motivo de todo ello está en el conocimiento que los líderes profesionales y burócratas van adquiriendo a medida que desempeñan su trabajo, unas habilidades que escapan de la comprensión y competencia de la masa de los afiliados y votantes de los partidos. Así, este conocimiento, considerable de “experto” que el líder adquiere en cuestiones inaccesibles, o casi inaccesibles para las masas, le da seguridad en su posición. Sin embargo, este proceso tiene consecuencias porque “la democracia acaba por transformarse en una oligarquía, debido a la imposibilidad de las masas de adquirir las competencias necesarias y su dependencia de un liderazgo”.Ciertamente, con la profesionalización se consigue mayor eficacia en la gestión de los partidos, pero al precio de sacrificar e impedir de facto la participación y el control por parte de la mayoría ya que, en palabras del autor, “el advenimiento del liderazgo profesional señala el principio del fin para la democracia”… porque “es obvio que el control democrático sufre de este modo una disminución progresiva, y se ve reducido finalmente a un mínimo infinitesimal”, y lógicamente la mayoría de los miembros, los militantes “de base” acaban siendo excluidos de los procesos de toma de decisiones de la organizaciónlos partidos son máquinas electorales creadas con el fin de ganar elecciones, y para ganarlas, sacrifican, renuncian a su democracia interna.La democracia está controlada por un grupo de personas que funcionan de manera no democráticaLos partidos políticos necesitan la democracia para poder existir, necesitan elecciones, parlamentos, leyes, etc., pero al mismo tiempo destruyen la democracia interna en el camino para conseguirlo, aunque no destruyan del todo la democracia liberal propiamente dicha.“¿Qué es en realidad un partido político moderno?”Robert Michels responde los partidos son máquinas electorales creadas con el fin de ganar elecciones, y para ganarlas, sacrifican, renuncian a su democracia interna. Indica, también Robert Michels que no es una exageración afirmar que, entre los ciudadanos que gozan de derechos políticos, el número de los que tienen un interés vital por las cuestiones públicas es insignificante.Siguiendo esta dirección se llega inevitablemente a la conclusión de que la democracia está controlada por un grupo de personas que funcionan de manera no democrática.La pregunta obligada es ¿Es “democrático” un sistema en el que sus principales instituciones no lo son?Como explicaba Michels, “podemos resumir el argumento diciendo que en la vida partidaria moderna la oligarquía se complace en presentarse con apariencia democrática, en tanto que la sustancia de la democracia se impregna de elementos oligárquico-caciquiles«. Tenemos una oligarquía con apariencia democrática, y por otra parte, una democracia que en realidad es un régimen oligárquico y caciquil.Al estar dominados por elementos oligárquicos, los partidos presentan a las elecciones unos candidatos que son las élites de estos partidos.Los líderes de las oligarquías diversas se ayudan mutuamente para evitar la competencia de nuevos líderes que pudieran surgir de la sociedadEl parlamentarismoayuda a la oligarquización(especialización de faenas, comisiones, etc.), hace que el líder sea imprescindible, es rutinario (el líder puede hacer uso de sus capacidades técnicas adquiridas). El parlamentarismo da cada vez más oportunidades al líder, a los líderes para alejarse de sus electores y por supuesto de sus afiliados/militantes.Los líderes de las oligarquías diversas se ayudan mutuamente para evitar la competencia de nuevos líderes que pudieran surgir de la sociedad. Los diversos partidos acaban formando una especie de “trust oligárquico”, tal como ocurre con un “trust” en la actividad empresarial, en que varias empresas que producen los mismos productos se unen formando en realidad una sola empresa, que tiende a controlar un sector económico y ejercer en lo posible un poder monopolístico; sea mediante un control en el ámbito horizontal, cuando las empresas producen los mismos bienes o prestan los mismos servicios; o de ámbito vertical cuando las empresas del grupo efectúan actividades complementarias.Lo único que puede hacer la masa es sustituir un líder por otro. Por eso los líderes mantienen algún vínculo con la masa, incluso alianzas contra nuevos líderes. Los viejos líderes apelan a la disciplina, cosa que reduce la libertad de expresión de la masa.Los ciudadanos tienen la oportunidad de elegir entre diferentes oligarcas de los diferentes partidos para dirigir la democracia, lo que sería la “democracia con contenido aristocrático”, o lo que Gaetano Mosca llamó “clasepolítica”. Los ciudadanos corrientes no tienen acceso al ejercicio real de su soberanía, y por lo tanto a participar realmente en la democracia, si no es formando parte de esta clase.La siguiente cuestión entonces es si se trata de una clase cerrada, de acceso restringido.Michels explicaba que sus miembros pueden surgir de la ciudadanía ordinaria, lo que es más cierto en los partidos de amplia base popular, pero al alcanzar el puesto de liderazgo en los partidos, estas personas dejan de pertenecer a su grupo de origen y se elevan por encima de la ciudadanía. Michels lo explicaba así: “Todo poder sigue así un ciclo natural: procede del pueblo y termina levantándose por encima del pueblo”.Se produce así, según Michels, un proceso de “circulación de élites” que ya estudiaron los autores italianos Gaetano Mosca y Vilfredo Pareto, según el cual en un sistema democrático las élites en el poder político se verán refrescadas por la llegada de nuevas personas surgidas de los estratos inferiores, pero que al acceder al poder pasan a convertirse a su vez en élites dejando necesariamente de pertenecer a la ciudadanía corriente.“Los defectos de la democracia residirán en su incapacidad para liberarse de su escoria oligárquica”Es decir, la democracia sin élites sería imposible porque, en un sistema de partidos, los que llegan a la situación de poder tomar decisiones lo hacen porque han ascendido dentro de la organización y por ello han alcanzado el estatus de élite separándose de la base. “Los defectos de la democracia residirán en su incapacidad para liberarse de su escoria oligárquica”, escribía Michels.En casos de crisis política, la lejanía de la llamada “clase política” con respecto a la masa de la ciudadanía produce rechazo en ésta, lo que provoca el surgimiento de grupos que denuncian a la oligarquía de turno y a la democracia como imperfecta o incluso inexistente porque no se sienten representados. Esos grupos están integrados por un número relativamente pequeño de personas, que son las interesadas en política, y luchan de manera organizada por llegar al poder, adquiriendo a su vez rasgos oligárquicos, y cuando alcanzan el poder lo hacen generalmente mezclándose con la anterior oligarquía hasta confundirse con ella.Es lo que ha ocurrido a lo largo de la historia: los burgueses revolucionarios de finales del S. XVIII a mediados del S. XIX acabaron por formar parte de la élite política mezclados con la antigua nobleza; los socialistas revolucionarios de finales del S.XIX acabaron fundiéndose con la burguesía en el S. XX; y los partidos que han surgido de la actual crisis de legitimidad del sistema democrático, como organizaciones oligárquicas que son, acabarán mezclándose con la actual “clase política” que hoy tanto rechazan.Es como un tornillo que no deja de girar. Después llegarán otros grupos que denunciarán a los anteriores y le llamarán traidores a los ideales que inspiraron su revolución, aspirando a su vez a ocupar el poder, proceso en el que volverán a mezclarse en la élite con el grupo anterior. Y así sucesivamente. Como decía Michels, “es probable que este juego cruel continúe indefinidamente”.Robert Michels sugiere que las organizaciones que deseen evitar la oligarquizacióndeben tomar una serie de medidas de precaución:Deben asegurarse de que las bases se mantienen activas en la organización y que a los líderes no se les concederá el control absoluto de una administración centralizada. Mientras hay líneas abiertas de comunicación y toma de decisiones compartida entre los dirigentes y las bases, una oligarquía no puede desarrollarse fácilmente. La casi inevitable oligarquización puede ser limitada si se mantiene una libre comunicación entre los líderes y el resto de la organización, así como el compromiso de la toma de decisiones compartida.La solución completa a este problema, sin embargo, que Michels no acaba abordando, necesita de la participación de líderes que verdaderamente viven por el bien de los demás. Estos líderes, con la actitud de un verdadero padre para con todos los miembros, serían capaces de desarrollar estructuras sociales que apoyen la continuación de un buen liderazgo.Y… ¿Eso cómo se hace?Pues creando una organización que esté dotada de mecanismos a través de los cuales se pueda ejercer “la desconfianza”, mecanismos de fiscalización eficaces, de manera que quienes ostentan el liderazgo sean disuadidos de llevar a cabo acciones de amiguismo, nepotismo y cuestiones similares, o tratar de perpetuarse sine die en el cargo.Carlos Aurelio Caldito Aunión
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“LA LEY DE HIERRO DE LA OLIGARQUÍA”: PARTIDOS POLÍTICOS EN DEMOCRACIA QUE NO SON ORGANIZACIONES DEMOCRÁTICAS
A principios del S. XX el sociólogo alemán Robert Michels formuló la llamada “Ley de hierro de la oligarquía” para explicar la contradicción de por qué los partidos políticos, que son las principales instituciones de la democracia, no son organizaciones democráticas. Un siglo después, esta ley sigue tan vigente como entonces a la hora de describir su funcionamiento y organización.
Robert Michels investigó a principios del S. XX la contradicción entre la lucha por la democracia que en ese momento realizaban los partidos socialistas y la ausencia de democracia en su funcionamiento interno. Esta investigación se hizo extensible a todos los partidos y demás organizaciones políticas, y los resultados quedaron plasmados en su obra “Los partidos políticos” (publicado en castellano por Amorrortu editores, en dos volúmenes).
La conclusión de Michels fue demoledora: Ningún partido u organización es democrática porque “la organización implica la tendencia a la oligarquía. En toda organización, ya sea un partido político, de gremio profesional u otra asociación de ese tipo, se manifiesta la tendencia aristocrática con toda claridad”. ¿Por qué? Para explicarlo Michels formuló la que denominaría “Ley de hierro de la oligarquía”: “La organización es la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien dice organización, dice oligarquía”.
La necesidad de la organización
En un sistema democrático parlamentario es necesario organizarse para poder participar en la toma de decisiones. Los partidos son las organizaciones a través de las cuales se efectúa la representación de los ciudadanos en la toma de decisiones. A medida que históricamente cada vez más personas iban adquiriendo el derecho al voto y por lo tanto a ser representados, y como consecuencia de que las sociedades van transformándose, los propios partidos tienen la tendencia a ampliarse y a fortalecer su burocratización, ya que están abocados a enfrentarse a los problemas derivados de la cada vez mayor complejidad social, y más cuando aspiran a gobernar, o ya gobiernan, el Estado en el que se manifiestan estas complejidades.
En este sentido, Michels explicó que “a medida que se desarrolla una organización, no sólo se hacen más difíciles y más complicadas las tareas de la administración, sino que además aumentan y se especializan las obligaciones hasta un grado tal que ya no es posible abarcarlas de una sola mirada”. Es decir, a medida que van creciendo como organizaciones, el trabajo en los partidos se va complicando y con ello su organización.
Como las organizaciones políticas están formadas por personas, estos cambios les afectan sobre todo a ellas, y más en concreto a aquellas que están más implicadas como son los líderes y trabajadores del partido, que pasan a especializarse en sus funciones y a trabajar a tiempo completo. Es decir, “cuanto más sólida se hace la estructura en el curso de la evolución de un partido político moderno, tanto más se marca la tendencia a reemplazar al líder de emergencia por un líder profesional. Toda organización partidaria que ha alcanzado un grado considerable de complicación necesita que haya cierto número de personas que dediquen toda su actividad al trabajo del partido”.
Por lo tanto, como afirmaba Michels en su investigación, “en un principio los líderes surgen espontáneamente, sus funciones son accesorias y gratuitas. Muy pronto, sin embargo, se convierten en líderes profesionales, y en esta segunda etapa del desarrollo son estables e inamovibles”.
Se consolida así el liderazgo profesional de los partidos porque, explicaba Michels, “es innegable que la tendencia oligárquica y burocrática de la organización partidaria es una necesidad técnica y práctica. (…) Por razones técnicas y administrativas, no menos que por razones tácticas, una organización fuerte necesita un liderazgo igualmente fuerte”. Y este liderazgo podía llegar a ser enorme en el caso de los partidos que mueven millones de votos, ya que, “como regla general, cabe enunciar que el aumento de poder de los líderes es directamente proporcional a la magnitud de la organización”.
El líder se independiza
Michels señalaba pues que el liderazgo profesional y oligárquico sustituye al de la primera etapa, que era más accesible para la gente corriente y estaba controlado por la masa de afiliados. Ese acceso directo al líder cambia con la profesionalización, ya que según Michels, “los líderes que al principio no eran más que órganos ejecutivos de la voluntad colectiva, se emancipan al poco tiempo de la masa y se hacen independientes de su control”. ¿Cómo?
La clave está en el conocimiento que los líderes profesionales y burócratas van adquiriendo a medida que desempeñan su trabajo, unas habilidades que escapan de la comprensión y competencia de la masa de los afiliados y votantes de los partidos. Así, “este conocimiento de expertos que el líder adquiere en cuestiones inaccesibles, o casi inaccesibles para la masa, le da seguridad en su posición”. Sin embargo, este proceso tiene consecuencias porque “la democracia acaba por transformarse en una aristocracia por la imposibilidad de la masa de adquirir las competencias necesarias y su dependencia de un liderazgo”.
Ciertamente, con la profesionalización se consigue mayor eficacia en la gestión de los partidos, pero al precio de sacrificar la participación y el control por la mayoría ya que, en palabras del autor, “el advenimiento del liderazgo profesional señala el principio del fin para la democracia” (…) porque “es obvio que el control democrático sufre de este modo una disminución progresiva, y se ve reducido finalmente a un mínimo infinitesimal”.
¿Cómo se justifica esto en un partido que defiende la democracia? Según Michels porque “la democracia es incompatible en todo con la rapidez estratégica, y las fuerzas de la democracia no se prestan para los rápidos despliegues de una campaña. Por eso es que los partidos políticos, aunque sean democráticos, muestran tanta hostilidad al referéndum y a todas las otras medidas para la salvaguarda de la verdadera democracia”.
La democracia aplasta a la democracia
Michels afirmaba que en los partidos “el poder de los líderes elegidos sobre las masas electoras es casi ilimitado”. Por lo tanto, una vez llegado a este punto se alcanza una contradicción fundamental: los partidos son fundamentales para el funcionamiento y la construcción de la democracia, pero al mismo tiempo “la estructura oligárquica de la construcción (de la democracia) aplasta el principio democrático básico”. Es decir, “lo que es (una oligarquía evidentemente no democrática) aplasta a lo que debe ser (una democracia)”. El medio se convierte en un fin y los partidos democráticos dejan de serlo para servir mejor a la democracia.
Los partidos políticos necesitan la democracia para poder existir, necesitan elecciones, parlamentos, leyes, etc., pero al mismo tiempo destruyen la democracia interna en el camino para conseguirlo, aunque no la democracia en sí. Es decir, el hecho que no haya democracia interna en los partidos no impide que estos compitan entre sí de manera pacífica para alcanzar el poder. Michels explicaba que “toda organización partidaria representa un poder oligárquico fundado sobre una base democrática”. Pero a la vez “la aparición de oligarquías dentro de diversas especies de democracia es consecuencia de una necesidad orgánica y por eso afecta a todas las organizaciones”.
Así pues, el sistema democrático es fundamental para los partidos, es lo que les permite existir y competir entre ellos. Sin embargo, para poder llegar a ser organizaciones en una democracia dejan de ser democráticos y se convierten necesariamente en oligarquías porque, como se preguntaba Michels, “¿qué es en realidad el moderno partido político?”, a lo que respondía: “Es la organización metódica de masas electorales”. Es decir, los partidos son máquinas electorales creadas con el fin de ganar elecciones, y para ganarlas, necesitan sacrificar su democracia interna.
Sin embargo, y este es uno de los puntos más controvertidos de la teoría de Michels, es que a la mayoría de los miembros de la masa del partido y del electorado esta circunstancia de falta de democracia interna no les preocupa demasiado. Según Michels, “no hay exageración al afirmar que, entre los ciudadanos que gozan de derechos políticos, el número de los que tienen un interés vital por las cuestiones públicas es insignificante”.
No existiría, según el autor, una verdadera demanda de participación en la toma de decisiones excepto por parte de aquella minoría que siente realmente un interés personal en ello, porque “únicamente el egoísmo puede incitar a la gente a interesarse en los asuntos públicos”.
La consecuencia de esta falta de interés por parte de la mayoría frente a unos pocos que sí se siente atraídos, provocaría “un proceso de selección espontánea, en virtud del cual se segregan de la masa organizada cierto número de miembros que participan con más diligencia que otros en la tarea de la organización”, y que pasarían a formar parte, tarde o temprano, del liderazgo organizado y de la élite.
Una democracia de élites
La consecuencia del sacrificio de la democracia interna y de la supuesta falta de interés por parte de los electores y militantes, es que los partidos, que son la espina dorsal de la democracia, están dominados por élites que funcionan de manera no democrática dentro de las organizaciones, pero que necesitan a la democracia para legitimarse en su poder interno y para aspirar al poder más allá de esas organizaciones. Es decir, la democracia está controlada por un grupo de personas que funcionan de manera no democrática.
Surge entonces la siguiente pregunta: ¿Puede ser democrático un sistema en el que sus principales instituciones no lo son? Como explicaba Michels, “podemos resumir el argumento diciendo que en la vida partidaria moderna la aristocracia se complace en presentarse con apariencia democrática, en tanto que la sustancia de la democracia se impregna de elementos aristocráticos. Por un aparte tenemos una aristocracia con forma democrática, y por otra parte, una democracia con contenido aristocrático”.
Al estar dominados por elementos oligárquicos, los partidos presentan a las elecciones unos candidatos que son las élites de estos partidos: la “aristocracia con forma democrática”. Los ciudadanos tienen la oportunidad de elegir entre diferentes oligarcas de los diferentes partidos para dirigir la democracia, lo que sería la “democracia con contenido aristocrático”, o lo que Gaetano Mosca llamó “clase política”. Los ciudadanos corrientes no tienen acceso al ejercicio real de su soberanía, y por lo tanto a participar realmente en la democracia, si no es formando parte de esta clase.
La siguiente cuestión entonces es si se trata de una clase cerrada, de acceso restringido. Michels explicaba que sus miembros pueden surgir de la ciudadanía ordinaria, lo que es más cierto en los partidos de amplia base popular, pero al alcanzar el puesto de liderazgo en los partidos, estas personas dejan de pertenecer a su grupo de origen y se elevan por encima de la ciudadanía. Michels lo explicaba así: “Todo poder sigue así un ciclo natural: procede del pueblo y termina levantándose por encima del pueblo”.
Se produce así, según Michels, un proceso de “circulación de élites” que ya estudiaron los autores italianos Gaetano Mosca y Vilfredo Pareto, según el cual en un sistema democrático las élites en el poder político se verán refrescadas por la llegada de nuevas personas surgidas de los estratos inferiores, pero que al acceder al poder pasan a convertirse a su vez en élites dejando necesariamente de pertenecer a la ciudadanía corriente.
Es decir, la democracia sin élites sería imposible porque, en un sistema de partidos, los que llegan a la situación de poder tomar decisiones lo hacen porque han ascendido dentro de la organización y por ello han alcanzado el estatus de élite separándose de la base. “Los defectos de la democracia residirán en su incapacidad para liberarse de su escoria aristocrática”, escribía Michels.
En casos de crisis política, la lejanía de la llamada “clase política” con respecto a la masa de la ciudadanía produce rechazo en esta, lo que provoca el surgimiento de grupos que denuncian a la oligarquía de turno y a la democracia como imperfecta o incluso inexistente porque no se sienten representados. Esos grupos están integrados por una número relativamente pequeño de personas, que son las interesadas en política, y luchan de manera organizada por llegar al poder, adquiriendo a su vez rasgos oligárquicos, y cuando alcanzan el poder lo hacen generalmente mezclándose con la anterior oligarquía hasta confundirse con ella.
Es lo que ha ocurrido a lo largo de la historia: los burgueses revolucionarios de finales del S. XVIII a mediados del S. XIX acabaron por formar parte de la élite política mezclados con los antiguos aristócratas; los socialistas revolucionarios de finales del S.XIX acabaron fundiéndose con la burguesía en el S. XX; y los partidos que han surgido de la actual crisis de legitimidad del sistema democrático, como organizaciones oligárquicas que son, acabarán mezclándose con la actual “clase política” que hoy tanto rechazan.
Es como un tornillo que no deja de girar. Después llegarán otros grupos que denunciarán a los anteriores y le llamarán traidores a los ideales que inspiraron su revolución, aspirando a su vez a ocupar el poder, proceso en el que volverán a mezclarse en la élite con el grupo anterior. Y así sucesivamente. Como decía Michels, “es probable que este juego cruel continúe indefinidamente”.
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PODEMOS Y LA LEY DE HIERRO DE LA OLIGARQUÍA
Los revolucionarios de hoy son los reaccionarios de mañana
Por Irune Ariño, 12 Nov 2021
Este verano (2021) ha tenido lugar la cuarta Asamblea Ciudadana Estatal de Podemos, en la que por primera vez se elegía a un secretario general diferente a Pablo Iglesias, aunque aupado, o aupada en este caso, por él. Este encuentro ha tenido lugar en medio del clima de desánimo que dejó el resultado de las elecciones madrileñas y la posterior marcha del líder, pero también producto de la falta de democracia interna que algunos críticos llevan tiempo señalando. Esta se materializaría en cuestiones como la pérdida de poder de los Círculos o la falta de candidatura alternativa a Ione Belarra, candidata del aparato, a la Secretaría General que permitiese escenificar un mínimo de división y debate interno.
No obstante, estos problemas no afectan únicamente al partido morado. Como apuntaba Robert Michels, uno de los teóricos de las élites y las oligarquías más importante del siglo XX, en todas las organizaciones, y sobre todo en los partidos políticos, se produce una tendencia paulatina a la oligarquía. Esto es lo que el autor bautizó en 1911 como la Ley de hierro de la oligarquía.
“En toda organización, ya sea de partido político, de gremio profesional, u otra asociación de ese tipo, se manifiesta la tendencia aristocrática con toda claridad. El mecanismo de la organización, al conferirle solidez de estructura, induce algunos cambios importantes en la masa organizada, e invierte completamente la posición respectiva de los conductores y los conducidos. Como consecuencia de la organización, todos los partidos o gremios profesionales llegan a dividirse en una minoría de directivos y una mayoría de dirigidos.» (Michels, 1911).
Para que la organización sea eficiente se necesita un liderazgo fuerte. Esto casi siempre va en detrimento de la democracia interna
Señalaba el sociólogo alemán que, a medida que la organización aumenta su dimensión, también lo hacen sus tareas administrativas, que se especializan progresivamente. Se deben tomar decisiones cada vez más complejas y de una forma cada vez más rápida, por lo que no se puede perder el tiempo consultando constantemente a las bases. Es precisamente este el problema que padecen organizaciones de carácter asambleario como las CUP en Cataluña y como se intentó hacer con Podemos. En un momento dado, se produce una dicotomía entre eficiencia y democracia interna. Para que la organización sea eficiente se necesita un liderazgo fuerte. Esto casi siempre va en detrimento de la democracia interna.
La progresiva complejidad de las organizaciones motiva la aparición de especialistas. Estos líderes profesionales gozan de una superioridad técnica sobre la que fundamentan su poder y su capacidad de liderazgo. Se produce un fenómeno bautizado por Michels como «la indispensabilidad técnica del liderazgo«. Si bien en un principio los líderes surgen espontáneamente y sus funciones son accesorias y no están remuneradas, como sucedió con la elección de Iglesias como imagen del partido con la voluntad de aprovechar su impacto mediático para conseguir más votos, pronto se profesionalizan y se hacen imprescindibles. La profesionalización es, por un lado, una de las garantías de la continuidad de la dirección política y de la estabilidad institucional. Sin embargo, debe ir ligada a ciertas cotas de rotación que permiten una renovación paulatina y sostenida en el tiempo de la élite dirigente.
Creerse indispensables
En Podemos eran conscientes, o por lo menos así lo parecía, de que los cuadros dirigentes de los partidos políticos tienen una tendencia a creerse indispensables y confundir sus intereses personales con los del partido. En estos casos tienden a evitar todo tipo de democracia interna real que pueda relevarles de su poder para tomar decisiones. Iglesias, Monedero o Errejón decían haber llegado a la política para luchar contra el modo de hacer política de los partidos tradicionales, caracterizado por un elevado nivel de oligarquización. Sin embargo, no está tan claro que consiguieran evitarlo.
Fundaron un partido que se intentaría blindar contra los efectos de la Ley de hierro de la oligarquía, a través de mecanismos tales como la limitación salarial (inicialmente no superior a tres veces el salario mínimo, salvo en situaciones de dependencia o con personas a cargo), la limitación de mandatos (inicialmente no superior a 8 años prorrogables a 12 en casos excepcionales) o la limitación para el ejercicio de más de una función pública o cargo interno en Podemos, “salvo aquellas vinculadas a su condición de cargo institucional u orgánico o responsabilidades locales sin retribución” (Podemos, 2017).
El intento fallido de la limitación salarial
Estos requisitos estuvieron presentes por lo menos hasta el Documento Ético de 2017, pero fueron sufriendo modificaciones. En el Documento Ético de 2020 ya se rechazaba el SMI como marco de referencia para la limitación salarial, referencia que ni siquiera se menciona en su actualización para 2021. En su lugar, se apunta a «la limitación salarial que se establezca con carácter general para cada nivel de representación«, sin concretar más. La única concreción a este respecto se encuentra en el artículo 74 de su actual documento organizativo, en el que se establece la utilización de “un sistema de porcentajes sobre el total del ingreso neto basado en las responsabilidades y en la exposición pública. Con este sistema desaparecen tanto la vinculación al SMI como las excepcionalidades en materia de dietas, personas a cargo, etcétera, recogidas en la anterior etapa. Consideramos que este método se adecúa a la realidad organizativa de Podemos” (Podemos, 2021).
El Documento Ético de 2020 también añadió una salvedad a la prorrogabilidad de los mandatos de los cargos internos hasta los 12 años, apelando para una siguiente prórroga a la consulta de los inscritos. Y sobre la limitación para el ejercicio de más de una función pública no hace falta comentar nada, pues mientras la mayoría de los ministros elegidos por Pedro Sánchez para formar parte del Gobierno de coalición renunciaron al acta de diputado, no ha sucedido así con los designados por Iglesias, contraviniendo así lo establecido en su código ético.
Asegurar el relevo
Estos no son los únicos signos de oligarquización que muestra el partido. El endurecimiento de los requisitos para la presentación de candidaturas que se ha producido desde la pasada Asamblea, pasando de la necesidad de presentar 150 avales a 500, además de tener que ser apoyados por un espacio colegiado, una coordinadora autonómica o un consejo ciudadano autonómico y al menos tres círculos activos, es una clara maniobra para asegurar el relevo señalado por el líder saliente, la candidata del aparato.
Podemos parece haber caído en la trampa que el sociólogo alemán avanzó: «Los revolucionarios de hoy se transforman en los reaccionarios de mañana» (Michels, 1911). Ahora veremos si la tendencia apuntada en este artículo es definitiva o puede revertirse.
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