«LA MEGAMÁQUINA», por Lewis Mumford (Parte 1)

Quien fue Lewis Mumford

 
Artículo publicado el 29 de mayo de 2012 en
Portal de las Culturas
 

 
Lewis Mumford (Flushing, Queens, ciudad de Nueva York, 19 de octubre de 1895 – 26 de enero de 1990, Amenia, estado de Nueva York). Sociólogo, historiador, filósofo de la tecnociencia, filólogo y urbanista estadounidense. Se ocupó sobre todo, con una visión histórica y regionalista, de la técnica, la ciudad y el territorio. Destacan en particular sus análisis sobre utopía y ciudad Jardín. Sin embargo, sus obras más impactantes pertenecen a un género interdisciplinar y erudito realmente único en el siglo XX, dónde se dan cita ciencia, tecnología, religión, psicología (psicoanálisis en particular), arte, antropología, estética o biología entre otras. Esto es especialmente evidente en su gran obra final, El mito de la máquina, quizás la última gran obra humanista y totalista del siglo XX.
 
No en vano, Lewis Mumford ha sido tildado de “último humanista del siglo XX” y “erudito entre los eruditos”, si bien su humanismo forma parte de una intensa crítica y renovación de un término que él mismo consideraba caduco en el siglo XX. Curiosamente, y pese a las admiraciones que suscitó en vida por parte de artistas, políticos, intelectuales, poetas o psicoanalistas, hoy es un autor bastante olvidado. Él mismo advirtió que su obra sería relegada al olvido porque causaría humillación y malestar a todo aquél hiperespecialista que intentara leer cualquiera de sus libros o artículos. Tan sólo en ciertos círculos de estudiosos de la arquitectura y el urbanismo sigue siendo obligatorio el conocimiento de este autor.

Trayectoria

Mumford pertenece a ese género de intelectuales que nunca acabó una carrera universitaria y que, además, siempre mostró una postura crítica con la formación oficial en particular y con cualquier institución estatal en general. Dotado de una vocación autodidacta realmente voraz, Mumford comenzó siendo un crítico de arquitectura y urbanismo, escribiendo múltiples libros y artículos sobre dicho tema a lo largo de su dilatada vida. La historia de las utopías, 1922 y Sticks and Stones, 1924, fueron sus primeras obras relevantes en dicho campo. Éstas le concedieron fama inmediata entre toda una generación de arquitectos europeos revolucionarios (Gropius, Mendelsohn…) a quiénes sorprendió su juventud y su visión crítica.
 
No mucho después, Frank Lloyd Wright, acaso el más influyente de los arquitectos norteamericanos de principios del siglo XX, se pondría en contacto con Mumford, ya que éste último había expresado en numerosas ocasiones que “sólo Frank Lloyd Wright puede salvar a la humanidad del caos urbanístico al que se aproxima, de un urbanismo mecánico, frígido, aséptico, inhumano”. Durante décadas, estos dos grandes mantendrían una apasionada relación vía epistolar en la que Mumford siempre se mantuvo distante, ofrendando a veces críticas positivas y otras realmente destructivas. Más de una de las depresiones de Wright fueron causadas por la dureza de Mumford, quién era visto por Wright como una especie de padre espiritual (pese a que Mumford era bastante más joven). Dichas cartas fueron publicadas en la obra Wright and Mumford. Thirty years of correspondence, 1999.
 
La ciudad en la historia, 1961, es su obra más relevante en el campo “urbanístico”, si bien se trata de una obra realmente extensa repartida en dos densos volúmenes donde propone una visión de la ciudad como un organismo vivo. Dicho organismo, con su estética, edificios, funciones, política o sociología sólo puede ser comprendida, según Mumford, desde la óptica del filósofo generalista. Por ello, Mumford despliega toda una serie de conocimientos reflexivos y críticos, mezclando historia, filosofía, religión, política, jurisprudencia, arquitectura.
 
Por todo ello, este proyecto resulta revolucionario no sólo en lo que el título propone, sino en la multitud de tesis particulares introductorias que ponen en duda teorías económicas, históricas y antropológicas consideradas todavía hoy canónicas. Si bien puede ser considerada su obra más influyente (mas no la mejor), los historiadores del urbanismo sólo parecen haber tomado sus secciones más descriptivas, mostrando que la profecía de Mumford (que su obra sería relegada al olvido por la humillación que infringe a la perspectiva adoptada por los superespecialistas) era verosímil.
 
A.E.J. Morris, notable historiador del urbanismo, realizó una obra meramente descriptiva y formalista (Historia de la forma urbana) que, aun teniendo en cuenta la línea cronológica básica expuesta por Mumford, olvidaba la principal lección: solo una visión holística desentraña la parte cognoscible de la historia del urbanismo. Cabe destacar que el estilo literario empleado por Mumford en la redacción de esta obra resulta sumamente poético y elegante. Por ello, a veces puede parecer, gratamente, una especie de “ensayo novelesco”.
 
A partir del 1934 se ocupó extensivamente de la cultura de las máquinas. En general, el trabajo de Mumford es abundante y exhaustivo, cubre todo tipo de información histórica, y pone en relación las diversas civilizaciones (Asia, Egipto, precolombinas, Occidente en sus distintas fases).
 
Dentro del enfoque macroestructuralista, se ocupó de cómo determinadas invenciones tecnológicas transformaron radicalmente la sociedad, como es el caso del reloj, que influirá en trabajos posteriores como el de David Landes, Revolución en el tiempo, de 1987.
 
Técnica y Civilización (1934) -que se tradujo pronto en Buenos Aires, en 1945, lo que facilitó la versión del resto de su obra- es seguramente su obra más representativa. Ahí propone quizás su noción más célebre: la “megamáquina”. Con ella describe cómo en el antiguo Egipto, la construcción de las pirámides supuso poner en marcha, además de habilidades constructivas, toda una compleja burocracia organizativa del trabajo. La Segunda Guerra Mundial y el desarrollo de la [bomba atómica]] son ejemplos de esa megamáquina en nuestro tiempo. Mumford consideraba que esta megamáquina encierra grandes peligros y es destructiva y escapa al control de los seres humanos. Su visión pesimista de la tecnología se ha extendido a autores como L. Winner.

Ideas

Mumford no abogaba por un rechazo a la tecnología sino por la separación entre tecnologías “democráticas”, que son aquellas que están acorde con la naturaleza humana, y tecnologías “autoritarias”, las que son tecnologías en pugna, a veces violenta, contra los valores humanos. Por lo que sostiene la búsqueda una tecnología elaborada sobre los patrones de la vida humana y una economía biotécnica.
 
Su punto de vista está muy relacionado con la forma de concebir las relaciones humanas y urbanas planteada por los anarquistas clásicos (Kropotkin, desde el pensamiento social o Howard, desde el urbanístico, con su idea de “ciudad jardín” por ejemplo), pero también de los urbanistas canónicos más importantes y clásicos del siglo XX, como Le Corbusier.
 
Munford también colaboró en la reforma de las new towns inglesas, afrontando la función simbólica y la expresión artística en la vida del hombre. Se le ha relacionado culturalmente con autores como: Patrick Geddes, Ebenezer Howard, Henry Wright, Raymond Unwyn, Barry Parker, Patrick Abercrombie, Matthew Nowicki
 
 

 

La megamáquina (*)

LEWIS MUMFORD

EL DISEÑO DE LA MEGAMÁQUINA

 

 

La máquina invisible

MEGAMÁQUINAAl hacer justicia al inmenso poder y alcances de esas monarquías «divinas», estudiándolas como mitos y como instituciones activas, he dejado uno de sus aspectos más importantes para examinarlo con más detenimiento, ya que es su contribución más grande y duradera: el invento de la máquina arquetípica. En efecto, esta extraordinaria invención ha mostrado ser el primer modelo funcional de todas las complicadas máquinas que vinieron después, aunque el énfasis del maquinismo fue trasladándose lentamente desde los actores humanos a los mecanismos inanimados, mucho más fáciles de manejar e inspiradores de más confianza. Pero entonces la gran hazaña de la monarquía consistió en reunir todo el poder humano y disciplinar la organización que hizo posible que se realizaran trabajos en una escala jamás lograda antes. Como resultado de esta invención, hace cinco mil años que se cumplieron tareas de ingeniería que rivalizan con las máximas realizaciones logradas después en cuanto a producción masiva, estandarización y minuciosidad.

Tal máquina eludió la publicidad, manteniéndose innominada hasta nuestros días, en que aparecieron otras máquinas, mucho más poderosas y actualizadas, servidas ahora por interminable multitud de otras máquinas subordinadas. Para mejor comprensión, designaré a la primera gran máquina arquetípica con más de un nombre, de acuerdo con cada una de sus operaciones específicas.

Es que los componentes de tal máquina, aunque funcionaban como un todo rígidamente integrado, ocupando diversos y distantes espacios, por lo que resultaba entonces una «máquina invisible»; en cambio, cuando se utilizaba para realizar trabajos concretos al servicio de propósitos colectivos supremamente organizados, la denominaremos «máquina de trabajo»; y cuando se aplicaba a terribles acciones de destrucción y coerción colectiva, merece el título, usado todavía hoy, de «máquina militar». Y cuando debamos referirnos a todos sus componentes, tanto políticos y económicos, como los burocráticos y monárquicos la llamaremos «la megamáquina», es decir: la Gran Máquina.

Al equipo técnico puesto al incondicional servicio de tal megamáquina lo denominaremos «megatécnica», para diferenciarlo de esos otros modos de tecnología, mucho más modestos y diversificados, que continúan realizando, aun en nuestro propio siglo, la mayor parte del trabajo diario de la Humanidad, en incontables talleres, campos y granjas, a veces con la ayuda de pobrísima maquinaria. Hombres de facultades ordinarias y que sólo contaban con su fuerza muscular y su destreza, fueron capaces de realizar amplísima variedad de tareas, desde la alfarería hasta los tejidos, sin más dirección externa ni otra guía científica que las ya circulantes en las tradiciones comunes y en cada comunidad local. Pero lo que hizo la megamáquina fue muy diferente. Sólo los reyes, asistidos por las disciplinas de las ciencias astronómicas y respaldados por las sanciones de la religión, tenían capacidad suficiente para juntar y dirigir esa megamáquina, que era una estructura invisible, compuesta de partes humanas, vivas, pero rígidas, aplicada cada cual a su tarea específica, a su trabajo, a su función, para realizar entre todas las inmensas obras y los grandiosos designios de tan enorme organización colectiva. Al principio, ningún jefe inferior pudo organizar la megamáquina ni ponerla en funcionamiento; y aunque la afirmación absoluta del poder real continuaba actuando como sanción sobrenatural, ni la monarquía misma habría prevalecido tan ampliamente si sus propias pretensiones no hubieran sido ratificadas por los colosales logros de dicha rnegamáquina.

Tal invento fue la suprema hazaña de la primitiva civilización: proeza tecnológica que sirvió de modelo a todas las formas posteriores de organización mecánica. Y este modelo se trasmitió, a veces con todas sus partes en buen estado de funcionamiento, y a veces en forma fraccionada o provisional, por intermedio de agentes puramente humanos y durante unos cinco mil años… hasta que se plasmó en la estructura material que corresponde más ajustadamente a sus especificaciones y cristalizó en moldes institucionales más detallados, que abarcaron cada uno de los aspectos de la vida humana. Reconocer los orígenes de las máquinas y sus etapas subsiguientes es tener una visión completa de las fuentes de nuestra presente cultura supermecanizada y del hado y destino del hombre moderno. Y hallaremos que el mito originario del maquinismo proyectó estos extravagantes anhelos que tan abundantemente se están cumpliendo en nuestra época, así como impuso, al mismo tiempo, restricciones, abstenciones, compulsiones y servidumbres que, o directamente, o como resultado de las reacciones contrarias que provocó, todavía nos amenazan con consecuencias más lamentables que las que acarreó en la Era de las Pirámides. Y comprobaremos, finalmente, que todos los beneficios de la producción mecanizada se vieron socavados por el proceso de destrucción masiva que dicha megamáquina hizo posible. 

Aunque la megamáquina comenzó a actuar aproximadamente al mismo tiempo en que se inició el uso del cobre para hacer armas y herramientas, no hay correlación entre ambos hechos, ya que la mecanización humana (que se venía practicando desde que los hombres se adhirieron a los rituales), se había anticipado en milenios a la de sus instrumentos de trabajo; pero, una vez concebida, se extendió rápidamente, no porque fuese imitada, ni como autodefensa liberadora de algo desagradable, sino porque fue impuesta a viva fuerza por los reyes, que obraron como sólo podrían obrar los dioses o sus representantes ungidos. Dondequiera que se la reunió y se la puso en funcionamiento, la megamáquina multiplicó la producción de energía y realizó trabajos en tan enorme escala, que sus logros no habrían sido antes ni concebibles. Juntamente con esta capacidad de concentración de inmensas fuerzas mecánicas, se impuso un nuevo dinamismo, que superó y desplazó, con su agresivo ímpetu y sus grandiosas realizaciones, las antiguas rutinas e insignificantes inhibiciones características de la cultura aldeana, llena de menudencias. Con las energías disponibles mediante el empleo de la máquina real, se ampliaron enormemente las dimensiones del espacio y el tiempo, pues las obras que antes ocupaban siglos enteros, se cumplían ahora en menos de una generación. Respondiendo a las órdenes del rey, se erigieron, sobre las más chatas llanuras, verdaderas montañas de piedra o de ladrillos cocidos, inmensas pirámides y zigurats; todo ello trasformó de hecho el paisaje circundante y dio, con sus formas geométricas y límites estrictos, la exacta impresión de lo que era el orden cósmico y lo que podía la voluntad humana. Hasta que los relojes y los molinos de viento se extendieron por Europa Occidental (desde nuestro siglo XIV en adelante), no hubo ninguna máquina comparable a dicha megamáquina ni en complejidad ni en poderío utilizable.

¿Por qué tan enorme mecanismo resultó invisible para los arqueólogos y los historiadores? Por la sencilla razón que ya figuraba en nuestra primera definición: porque se componía únicamente de partes humanas. Y sólo conservó su necesaria estructura funcional mientras la exaltación religiosa, su propia magia encantadora y las inflexibles órdenes del rey la mantuvieron unida y fue aceptada por todos los miembros de la sociedad como monstruo que estaba por encima de todo desafío humano. Por eso, cuando la polarizadora fuerza del rey se debilitó -por su muerte, su fracaso en el campo de batalla, el escepticismo derrotista o la rebelión vengadora-, todo aquel enorme mecanismo se desmoronó. Posteriormente, sus partes, o se reagruparon en unidades mucho menores (feudales o urbanas), o desaparecieron completamente, como suele ocurrir con los ejércitos derrotados cuando se les rompen las cadenas de mando.

De hecho, estas primeras máquinas colectivas estaban tan expuestas a la quiebra y eran, últimamente, tan frágiles y vulnerables, como los conceptos mágico-teológicos que servían de respaldo a sus actividades. De aquí que quienes las mandaban sufrieran constantemente la más angustiosa tensión… a menudo con justa razón, por temer la herejía o la traición de sus casi-iguales, o la rebelión y represalias de las masas oprimidas. Tal máquina nunca habría sido manejable sin la fe aplanadora que predicaban los sacerdotes y la incondicional obediencia a la voluntad real, que imponían los gobernadores, los generales, los burócratas y los capataces; y cuando estas actitudes no se sostuvieron, la megamáquina se desmoronó. Tal máquina humana presentó desde el comienzo dos aspectos: uno negativo tiránico y a menudo destructor, y el otro positivo, promovedor de vitalidad y constructivo. Pero nunca funcionaron estos segundos factores sin que, en algún grado, estuvieran presentes los primeros. Aunque es casi seguro que cierta forma de la «máquina militar» funcionó antes que la «máquina de trabajo», fue ésta la que logró incomparable perfección y asombrosas realizaciones, no sólo por la inmensidad de las obras que hizo, sino por la calidad y complejidad de sus estructuras y su organización. 

Denominar máquinas a estas entidades colectivas no es mero ni ocioso juego de palabras. Según la definición de Franz Reuleaux, una máquina es una combinación de partes resistentes, cada una de las cuales se especializa en una función y todas operan bajo el control humano, para utilizar la energía y realizar trabajos; de acuerdo con esta definición, la gran «máquina de trabajo» de que estamos hablando es, en cada uno de sus aspectos, una genuina máquina: mucho más porque sus componentes, aunque hechos de huesos, músculos y nervios humanos, se veían reducidos a sus meros elementos mecánicos y estaban rígidamente estandarizados para realizar tareas bien precisas y delimitadas. El látigo del capataz aseguraba la conformidad de todas esas partes, que ya habían sido reunidas, si no inventadas, por los reyes de Egipto a comienzos de la Era de las Pirámides, desde finales del cuarto milenio en adelante.

Precisamente porque no estaban sujetas a ninguna estructura externa fija, estas máquinas de trabajo tenían mayor capacidad de cambio y adaptación que sus réplicas metálicas de hoy, más rígidas e inaplicables a otros usos que los previstos. Cuando se construyeron las pirámides, no sólo resultó evidente la existencia de tales máquinas, sino que sus realizaciones eran la prueba imponente de su asombrosa eficiencia. Hasta donde alcanzaba la monarquía, llegaba también la «máquina invisible», en su forma constructiva o destructora, y esto no sólo en Egipto y Mesopotamia, sino igualmente en la India, China, Yucatán o Perú. Cuando la Humanidad se encontró con tales realizaciones, ya había tomado forma la megamáquina y se habían superado todas sus etapas preliminares; por eso, sólo nos queda adivinar cómo estaban ordenados sus miembros, cómo se los había entrenado en sus funciones y qué lugar se le había asignado a cada uno. En algún punto de este proceso, debió haber una mente inventora (o, más probablemente, toda una serie de mentes inventoras) que, mirando por el resquicio de la primera operación exitosa, fue capaz de captar todo el problema: el de movilizar inmensas multitudes de hombres y coordinar rigurosamente sus actividades, en todo tiempo y lugar, para lograr un fin claramente previsto, calculado y determinado.

Lo más difícil era organizar una multiforme colección de seres humanos, arrancados de sus familias, sus comunidades y sus ocupaciones habituales, y cada cual con su voluntad, o al menos su memoria de sí mismo, para convertirla en un grupo mecanizado que obedeciera órdenes y resultara manejable. El secreto del correspondiente control mecánico consistía en tener una misma mentalidad y un sólo propósito bien concreto, al frente de toda esa organización, y el subsiguiente método de trasmitir las órdenes a través de toda una serie de funcionarios intermedios hasta que llegaran a la más pequeña unidad. En el momento de actuar era esencial reproducir exactamente cada mensaje-orden y cumplirlo ciegamente.

Quizá este gran problema se experimentó primero en organizaciones semimilitares, en las que pequeños grupos de cazadores, bastante acostumbrados ya a obedecer a sus jefes, recibieron la misión de controlar cuerpos mucho más numerosos de campesinos desorganizados. En todos los casos, el mecanismo así formado no operaba jamás sin la correspondiente fuerza coercitiva que respaldaba ferozmente a la voz de mando; y tanto los métodos como las estructuras han ido pasando, con levísimos cambios, a todas las organizaciones militares, como podemos comprobarlo en nuestros propios días. De hecho, fueron los ejércitos los que copiaron y trasmitieron el modelo de la megamáquina a través de las épocas y las culturas.

Si algo faltaba para completar tan enorme mecanismo operativo y adaptarlo lo mismo a las tareas coercitivas que a las constructoras, todo se logró con la invención de la escritura. La facultad de trasladar la palabra hablada al registro gráfico no sólo hizo posible el trasmitir a cualquier distancia los impulsos y órdenes del que mandaba, sino que también obligó a sus destinatarios a cumplir exactamente lo que se ordenaba con total precisión y constancia. Tal ajuste de los hechos y su concordancia con la palabra escrita fueron datos que se unieron definitiva e históricamente para controlar mejor grandes cantidades de personas o de cosas, por eso, no es accidental que los primeros usos de la escritura no fueran para trasmitir ideas, ni religiosas ni de cualquier otra índole, sino para mantener los registros (que llevaban los sacerdotes) de los bienes oficiales conseguidos, almacenados y distribuidos: cereales, legumbres, ganados, alfarería, etc. Uno de los más antiguos escritos que conocemos, existente en el Museo Ashmoleano de Oxford, registra la captura de 120.000 prisioneros, 400.000 vacunos y 1.422.000 cabras. Tal recuento aritmético resulta, para nosotros, mucho más importante que la propia captura. 

Una de las características identificadoras de la nueva megamáquina era su posible acción a distancia, mediante los correspondientes escribas y veloces mensajeros; y si los escribas formaron enseguida una profesión favorita, fue porque tal máquina no podía funcionar eficazmente sin sus constantes servicios de codificar y descifrar las órdenes reales. «Los escribas dirigen todos los trabajos que se hacen en este país»: así reza una composición egipcia del Reinado Nuevo. En efecto, probablemente cumplieron una función similar a la de los «comisarios políticos» en el ejército soviético, lo que les permitía informar permanentemente a sus superiores de todo lo ocurrido, informes que son esenciales para la buena marcha de toda organización centralizada.

La máquina militar y la de trabajo tuvieron análoga estructura. Las cuadrillas de mineros y las que hacían correrías depredadoras, tanto en Egipto como en Mesopotamia, ¿eran organizaciones civiles o militares? Al principio, tales funciones eran indistinguibles o, más bien, intercambiables, su unidad fundamental era el pelotón, y actuaba a las órdenes de un cabo o capataz. Aún dentro de los dominios particulares de los grandes terratenientes del Imperio Antiguo prevaleció este modelo; según Erman, los pelotones se agruparon después en compañías, para hacer algaras o desfilar bajo sus propias banderas. Al frente de cada compañía de trabajadores iba su jefe de Compañía, cosa nunca vista entre los campesinos de las aldeas neolíticas. «El magistrado egipcio -observa Erman- sólo considera a sus gentes colectivamente, y el trabajador individual sólo existe para él en forma similar a como el soldado raso existe para los principales jefes de nuestros ejércitos». Tal fue el modelo original de la máquina arquetípica, y nunca se alteró radicalmente. Con el desarrollo de la megamáquina, la amplia división del trabajo entre funciones y oficios (a la que estamos acostumbrados en nuestros ejércitos) se aplicaba análogamente en los primeros tiempos a las tareas más especializadas del trabajo. Flinders Petrie subraya que, en la minería -trabajo en el que, tanto en Mesopotamia como en Egipto, es difícil distinguir si sus componentes eran militares o civiles-, se había establecido desde muy antiguo una minuciosa división de las tareas. «Por escritos hallados junto a las momias, sabemos -dice Petrie- cuán minuciosamente estaba subdividido el trabajo. De cada detalle era responsable un individuo distinto: uno reconocía la roca, otro la picaba y otro cargaba los productos. En cualquiera de las expediciones mineras estudiadas, se encuentran más de cincuenta calificaciones y grados diferentes de oficiales y trabajadores».

Inevitablemente, estas divisiones llegaron a ser parte de la organización social, mucho más amplia, que operaba más allá de los límites fijados a la megamáquina. Y cuando Herodoto visitó Egipto (en el siglo V antes de Cristo), la subdivisión del trabajo era tan completa y tantas eran sus especialidades -no confiadas ya a la megamáquina-, que se parecían mucho a las de nuestro tiempo, pues llegó a ver que «algunas médicos sólo lo son para los ojos, otros para la cabeza, otros para el vientre y otros para los males internos».

Pero nótese la diferencia que había entre la antigua máquina humana y sus rivales modernas, tan deshominizadas, tanto en sus métodos como en sus fines subyacentes. Sean cuales sean los resultados de su empleo, todas las máquinas modernas están concebidas como instrumentos para ahorrarle trabajo al hombre: todas intentan realizar la mayor cantidad de trabajo con el menor gasto de energías humanas. Mas no ocurría esto en la organización de las primitivas máquinas; al contrario: eran instrumentos de usar trabajo humano y sus inventores se enorgullecían de emplear el mayor número posible de trabajadores… con tal que la tarea misma fuese suficientemente grandiosa.

El efecto total de ambos tipos de máquina era el mismo, ya que ambos estaban diseñados para realizar con eficiencia, exactitud y copiosa energía -pues lo mismo amontonaban soldados que peones- tareas que jamás habrían podido cumplir los usuarios individuales de herramientas mucho más simples. Tanto la máquina militar como la de trabajo lograron niveles de eficiencia como nunca se habían conseguido hasta entonces; pero en vez de liberar al hombre de la dura carga del trabajo bruto, aquella megamáquina real se enorgullecía de abrumarlo y esclavizarlo.

Si se hubiesen mantenido los modos puramente humanos de trabajo, que los hombres emprendían voluntariamente para cumplir sus necesidades inmediatas, probablemente habrían sido inconcebibles las colosales obras de las antiguas civilizaciones; y hasta es posible que nunca se hubieran inventado las modernas máquinas no-humanas, movidas por energías extrañas a ellas y destinadas a economizar trabajo al hombre, pues los agentes mecánicos debieron ser primero «socializados» antes de que la máquina misma resultase completamente mecanizada. A la vez, si la máquina colectiva no hubiese sido capaz de utilizar el trabajo forzado -procedente de la esclavitud o de la conscripción periódica-, no habrían ocurrido los colosales desmanes, perversiones y destrozos que tan constantemente acompañaron a las megamáquinas. 

Niveles mecánicos de estas realizaciones

Examinemos tales máquinas humanas en su forma arquetípica. Como sucede a menudo, hay cierta claridad en las primeras demostraciones, claridad que se perdió cuando la megamáquina se difundió y diversificó en los modelos más complejos que usaron las sociedades posteriores y que resultaron mezclados con las supervivencias familiares, mucho más humildes. Si la megamáquina nunca logró realizaciones más importantes que las de la Edad de las Pirámides, quizá no sólo fue por fallo de los talentos de ingeniería que diseñaban y hacían operar a dichas máquinas iniciales, sino también porque el mito que mantenía unidas a sus partes humanas, nunca pudo volver a ejercer entre las masas tan atractivo poder, por haber tenido serios fracasos a partir de la Sexta Dinastía. Hasta entonces, sus triunfos fueron indiscutibles… y aún no se hablaba de sus perversidades crónicas.

De todas las hazañas constructivas que dieron fama a la megamáquina, la pirámide sigue siendo su modelo arquetípico máximo; en su elemental forma geométrica, en la extraordinaria precisión de sus medidas, en la organización de toda su fuerza de trabajo y en la enorme masa de construcción implicada, las pirámides de la última época demuestran a la perfección las propiedades únicas de aquel nuevo complejo técnico. Para detallar las propiedades de este sistema, me referiré a una sola pirámide: la Gran Pirámide de Gizeh. Las pirámides egipcias fueron concebidas como tumbas para guardar los cuerpos embalsamados de los faraones y asegurar así su buen tránsito a la otra vida de ultratumba. Al principio, sólo el rey tenía el privilegio de asegurarse esa prolongación «divina» de su existencia terrenal. En las momias y las pirámides, el tiempo quedaba detenido, simbólicamente, para siempre. Este destino celestial que se preparaba el rey, alteraba todos los aspectos de la vida de su pueblo, que no participaba de él (como ocurre hoy con la conquista del espacio) más que para pagar impuestos abrumadores o hacer trabajos forzados. Entre las primeras pirámides de piedra -construidas en forma de escalones, como las que después hallamos en América Central- y la enorme pirámide de Keops, de la Cuarta Dinastía -que ha sido la primera y la más duradera de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo-, transcurren menos de ciento cincuenta años: cambio comparable en velocidad y progreso al desarrollo de las construcciones con estructuras de acero, peculiares de nuestra época. De ese modo, resultaron prácticamente contemporáneas, de acuerdo con la antigua escala del tiempo para invenciones, la forma más primitiva de pirámide y la final (ya que jamás se repitió.)

La rapidez de este desarrollo indica gran concentración de energía física y de imaginación técnica. Tal transformación es por demás asombrosa, ya que las tumbas de los faraones no estaban solas, sino que formaban parte de toda la ciudad de los muertos: complejas estructuras de múltiples edificios habitados por los sacerdotes, que eran quienes dirigían los elaboradísimos rituales que se consideraban necesarios para asegurar la feliz existencia futura del «divino» rey, que se iba de este mundo al otro, al de sus compañeros, los dioses. La Gran Pirámide es uno de los ejemplos más perfectos y colosales del arte y la ciencia de la ingeniería de todos los tiempos y culturas; aun sin aludir al carácter primitivo de las herramientas de que se disponía en aquel tercer milenio, ninguna construcción de nuestros días sobrepasa a dicha pirámide ni en virtuosismo técnico, ni en audacia. Sin embargo, tan grandiosa tarea fue emprendida por una cultura que acababa de salir de la Edad de la Piedra y que, durante mucho tiempo, había de seguir usando herramientas de piedra, aunque ya se disponía de cobre para los escoplos y sierras que daban forma a los enormes bloques de piedra con que se construían los nuevos monumentos. Desde luego, todas las operaciones se realizaban a mano. Además de los esclavos y los siervos, el reclutamiento nacional era parte importantísima de este sistema: llegó a ser esencial para la provisión de toda la energía necesaria. Ni siquiera los sacerdotes -nos dice Erman- estaban libres de tales trabajos forzados. Las operaciones principales eran realizadas por profesionales especializados, asistidos por innumerables peones y trabajadores semiadiestrados, reclutados trimestralmente de entre los campesinos. Toda la tarea se hacía sin más ayuda que la de dos «máquinas simples» de la mecánica clásica: el plano inclinado y la palanca, pues aún no se habían inventado ni la rueda, ni la polea, ni el tornillo. Por las representaciones gráficas sabemos que aquellas enormes piedras eran arrastradas sobre plataformas, por batallones de hombres, a través de las arenas del desierto; y nótese, por ejemplo, que la losa que cubre la cámara interior de la Gran Pirámide en que descansaba el faraón, pesa cincuenta toneladas. Cualquier arquitecto de hoy tendría que pensarlo dos veces antes de enfrentarse con tal hazaña mecánica. La Gran Pirámide es algo más que una formidable montaña de piedra de 755 pies cuadrados de base, por una altura de 481,5 pies, pues tiene una complicada estructura interior, consistente en una serie de pasajes, situados a diferentes niveles, que llevan a la cámara final del difunto; y cada una de sus partes está construida con una precisión que, según ha subrayado Breasted muy apropiadamente, corresponde más bien al arte del relojero que al de los modernos constructores de puentes o rascacielos. Esos enormes bloques de piedra están colocados uno junto a otro con juntas que miden una diezmilésima de pulgada, y las dimensiones de los lados de la base sólo difieren entre sí en 7,9 pulgadas… en una estructura que cubre varios acres. En resumen: la medida exacta, la precisión mecánica y la perfección sin fallas no son monopolio de la presente época. La organización social faraónica se nos adelantó cinco mil años en el arte de crear la primera máquina de gran potencia, máquina que llegó a tener entre 25.000 y 100.000 «fuerzas de hombre», equivalentes al menos a 2.500 «caballos de fuerza» o, mejor dicho, «fuerzas de caballo». 

Era evidente que ninguna mano de hombre, ningún esfuerzo humano ni clase alguna de colaboración humana, como la que solía usarse en construir aldeas o cultivar los campos, hubiera sido capaz de reunir y alistar esta fuerza sobrehumana, ni habría logrado sus resultados casi sobrenaturales, sólo un rey «divino» podía exigir tales actos masivos de acatamiento y esfuerzo colectivo, y sólo él podría lograr transformaciones materiales en tan descomunal escala. Ahora bien, ¿era posible cumplir tales hazañas de ingeniería masiva sin la ayuda de una máquina? Decididamente, ¡NO! Sólo una complejísima máquina de gran fuerza pudo lograr estas inmensas construcciones; y este último producto de que hemos hablado -la Gran Pirámide de Gizeh-, demuestra que, además de ser una máquina enorme, había adquirido gran precisión y refinamiento. Aunque el equipo material del Egipto dinástico era todavía muy rudimentario, la paciente mano de obra y el método rígidamente disciplinado superaron todas las desventajas. Dicha megamáquina se componía de multitud de partes uniformes, especializadas e intercambiables, pero funcionalmente diferenciadas, rigurosamente adiestradas como conjunto y coordinadas en un proceso centralmente organizado y dirigido, según el cual cada parte se comportaba como un componente mecánico de aquel todo mecanizado. En unos tres siglos -posiblemente en la mitad de tiempo en Egipto-, tal máquina humana quedó perfeccionada. La clase de mente que diseñó esas pirámides, esos grandiosos templos macizos y esas ciudades amuralladas, representaba un nuevo tipo humano, capaz de efectuar la organización abstracta de complejas funciones en un diseño estructural cuya forma final determinaba cada etapa del trabajo. Para emplazar estas grandes estructuras de modo tal que cada uno de sus lados mirara exactamente a los puntos cardinales, se necesitaban no sólo correctos cálculos matemáticos, sino también minuciosas observaciones astronómicas; y esas finas medidas y cálculos exigen un riguroso nivel de profesionalismo que no ha sido superado hasta nuestros propios tiempos. Puesto que el emplazamiento de la Gran Pirámide sólo dista un cuarto de milla del río, cuando está en su máximo la inundación, hubo que asentarla sobre roca firme, lo que exigió remover innumerables metros cúbicos de arena; de hecho, el perímetro de su base sólo se desvía del verdadero nivel en poco más de media pulgada.

Las mentes que resolvieron estos problemas y realizaron tales designios, eran, sin duda, mentes de gran jerarquía, que habían conseguido reunir en sí la privilegiada combinación del análisis teórico, el asidero práctico y la previsión imaginativa. lmhotep, que fue quien dirigió la construcción de la primera pirámide de piedra de Sakkara, era, además de ministro de Estado, arquitecto, astrónomo y médico. No había entonces especialistas rígidamente dedicados a su especialidad bien restringida, sino hombres que se movían libremente por toda el área superior de la existencia humana, como ocurrió después con las grandes figuras del Renacimiento europeo durante los siglos XV y XVI. Sus proezas y autoconfianza se nivelaban con las dificultades de cada ocasión, hasta desconfiar a veces de la propia prudencia y sobrepasar el poderío de sus mejores máquinas, como ocurrió más tarde con el empotrado obelisco de Asuán, que pesa 1.168 toneladas y jamás se despegó de la roca sólida. 

También los trabajadores que realizaban tales tareas tenían mentes de nuevo tipo: ya estaban condicionadas mecánicamente, ejecutaban cada trabajo con la más estricta obediencia a las instrucciones recibidas, eran infinitamente pacientes y se limitaban a responder «¡sí!» a la voz de mando. Es que el trabajo de máquina sólo puede ser hecho por máquinas, y estos trabajadores, durante su período de servicio, se despojaban de sus reflejos (por decirlo así), para asegurar la más perfecta realización mecánica. Sus dirigentes sabían leer las órdenes escritas, y muchos de estos empleados reconocerían varios de aquellos signos, pues hasta llegaron a dejar pintados sus nombres con rojo-ocre (según nos lo cuenta Edwards) en los bloques de la pirámide de Meidón: «La cuadrilla del lanchón, gente vigorosa y buenos artesanos». Tras su diario practicar la misma rutina mecánica, se habrían sentido muy cómodos en una de las líneas de montaje que se usan en nuestros días. Sólo les faltarían en las paredes los retratos desnudos de las artistas de moda.

Tanto en la organización, como en los modos de trabajo, ritmo de producción y productos obtenidos, no hay duda que las máquinas que construyeron esas pirámides, esos enormes templos y las demás grandes obras de «civilización» en otras áreas y culturas, eran verdaderas máquinas. En sus operaciones básicas, realizaban colectivamente el equivalente de todo un cuerpo de palas mecánicas, topadoras, taladros neumáticos, sierras sin fin, volquetes, etc., con una exactitud en las medidas, unos refinamientos de destreza y una producción total, que aun hoy serían motivo de orgullo para nuestros operarios contemporáneos. Y estas características no eran monopolio exclusivo de Egipto: «Los excavadores alemanes de las ruinas de Ur calculan que cada uno de los complejos de los templos protoliteratos debe haber ocupado a unos 1.500 hombres que trabajaran diez horas por día durante cinco años».

Esta extensión de la magnitud en todas direcciones, este brotar y elevarse los esfuerzos humanos, esta subordinación de las aptitudes individuales y de los intereses particulares a la tarea mecánica que se tiene entre manos, y esta unificación de tantas multitudes de subordinados a un solo fin, derivado de una sola fuente -el poder «divino», ejercido por el rey- era cosa nunca vista, y aun hoy es admirable. El rey o, más bien, la monarquía, era el primer motor; y a su vez, los éxitos deslumbradores que se consiguieron en tales empresas confirmaron y revalidaron ese poder.

Tal orden estricto y abarcador de todo comenzaba desde lo alto: desde la conciencia de los movimientos predecibles del Sol, la Luna y los planetas o, si Zelia Nuttall tiene razón, desde la posición, aun más firme y predecible, de la estrella Polar. Tanto en los ceremoniales del templo como en el comienzo de aquellas gigantescas obras colectivas, el rey daba la primera orden, exigía conformidad absoluta y castigaba hasta la más trivial desobediencia. Sólo el rey tenía la facultad divina de convertir a los hombres en objetos mecánicos y de reunir estos objetos en una máquina. Las órdenes, que eran trasmitidas desde los Cielos a través del rey, pasaban a cada una de las partes de la máquina y creaban a su vez otras unidades mecánicas subsidiarias en otras instituciones y actividades; tales órdenes comenzaron a mostrar la misma regularidad que caracteriza a los movimientos de los cuerpos celestes.

Ni los viejos mitos de la vegetación ni el dios de la fertilidad pudieron establecer este orden abstracto, ni desviar tanta energía de su inmediato destino al servicio de la vida. Y nótese que sólo la minoría que estaba estrechamente unida a la megamáquina podía participar plenamente de tal poder; en cambio, si alguno intentaba oponerse, era como si se opusiera al curso de las estrellas: ya estaba al borde de la muerte. A pesar de sus repetidas contrariedades y fracasos, tales fantasías cósmicas se han mantenido intactas hasta hoy; y en nuestros días reaparecen disfrazadas de «armas absolutas» y de «soberanía absoluta», inocentes alucinaciones de la Era Nuclear.

 

 

El monopolio del poder

Para comprender la estructura o las realizaciones de la megamáquina humana, hay que hacer algo más que mirar los puntos en que materializó sus operaciones, pues ni siquiera nuestra actual tecnología, con su vasta red de máquinas visibles, puede ser entendida en esos términos.

Dos artificios eran esenciales para conseguir que la máquina funcionara: la organización segura del conocimiento, tanto del natural como del sobrenatural, y una estructura bien elaborada para dar órdenes, transmitirlas y seguirlas hasta su total ejecución. El primero de esos artificios se había logrado con el clero pues sin la activa colaboración de los sacerdotes, la monarquía ni habría llegado a existir; el segundo se realizó en la burocracia. Ésta y el clero eran organizaciones verticales y jerárquicas, en cuya cúspide brillaban el rey y el sumo pontífice; y sin la armoniosa combinación de sus efectos no habría podido operar eficazmente aquel poder tan complejo. Tal condición sigue siendo válida en nuestros días, por más que las computadoras que se regulan por si mismas y las grandes fábricas automáticas estén encubriendo tanto sus componentes humanos como las ideologías religiosas que laten bajo la actual automatización.

Lo que ahora llamamos ciencia, fue parte integral de la megamáquina desde sus comienzos. Tal conocimiento ordenado, que se basaba en las regularidades cósmicas, floreció (como hemos visto) con el culto del Sol. Estudiar los astros y hacer el calendario fueron actividades científicas que coincidieron con la institución de la monarquía y la propiciaron, aunque no pequeña parte de los esfuerzos de los sacerdotes, magos, adivinos y demás científicos de entonces se dedicara también a interpretar el significado de hechos singulares, como la aparición de cometas, los eclipses de la Luna y el Sol u otros fenómenos naturales erráticos, como el vuelo de las aves o el estado de las entrañas de los animales sacrificados. 

Ningún rey podría moverse con seguridad ni eficiencia sin el apoyo de tal «conocimiento superior», como tampoco el Pentágono puede actuar hoy sin consultar a sus científicos especializados, a sus técnicos, a sus computadoras y a sus expertos en peleas: nueva jerarquía a la que se supone menos falible que aquellos adivinos que actuaban mediante varitas mágicas o entrañas de animales, pero que, a juzgar por sus tremendos errores, no es mucho más vidente.

Para ser efectivo, tal conocimiento debía ser secreto; y así lo era: era el monopolio secreto de los sacerdotes. Si cualquier interesado hubiese tenido igual acceso a las fuentes de esos conocimientos y al correspondiente sistema de interpretación, nadie habría creído en su infalibilidad, ya que ese intruso no podría ocultar sus errores. De aquí que la violenta protesta de Ipu-wer contra los revolucionarios egipcios que derribaron el Reinado Antiguo, se basara en el hecho de que «se habían descubierto los secretos del templo», es decir: que habían hecho pública una «información codificada». Los conocimientos secretos son la clave de todo sistema de control totalitario. Hasta que se inventó la imprenta, la palabra escrita se mantuvo, durante siglos, como el monopolio de una sola clase social; y hoy, el lenguaje de la matemática superior, más las misteriosas claves de las computadoras, están restaurando el secreto y el monopolio de tal saber… con las consiguientes consecuencias totalitarias.

La posterior asociación de la monarquía con el culto del Sol no se debió al hecho de que el rey, como el Sol, ejercían su fuerza a gran distancia. Por primera vez en la historia, el poder llegó a hacerse efectivo fuera del alcance inmediato de la voz amenazadora o del brazo armado, pues ningún arma militar había logrado propagar tal poder. Para ello se había necesitado crear un engranaje especial de transmisión: un ejército de escribas, mensajeros, mayordomos, superintendentes, capataces y ejecutivos mayores y menores, cuya propia existencia dependía de su fidelidad y rapidez en llevar las órdenes del rey o, más inmediatamente, las de sus ministros y generales, hasta donde fuere necesario. En otras palabras, que era parte esencial de la megamáquina esa burocracia rígidamente organizada, ese grupo de hombres capaces de trasmitir y ejecutar una orden con la minuciosidad ritualista de un sacerdote y la irracional obediencia de un soldado.

Imaginarse que la burocracia es una institución relativamente reciente equivale a ignorar los anales de la historia antigua. Los primeros documentos que atestiguan la existencia de la burocracia pertenecen a la Era de las Pirámides. En un cenotafio de Abidos, un oficial de carrera, que ejercía durante el reinado de Pepi I, de la Sexta Dinastía (allá por el año 2375 antes de Cristo) dictó la siguiente inscripción: «Su Majestad me ha enviado al frente de su ejército, corno se han mantenido a la cabeza de sus respectivas gentes del Alto y del Bajo Egipto o de las aldeas y ciudades que deben regir, los condes, los que usan el sello real en el Egipto Inferior, sus exclusivos compañeros del Palacio, los gobernadores y mayores del Alto y el Bajo Egipto, los jefes intérpretes y sus compañeros, los principales profetas del Alto y el Bajo Egipto y todos los burócratas principales.» 

Este texto no sólo nos revela una burocracia, sino que evidencia -corno lo apuntó Petrie anteriormente- que la división del trabajo y la especialización de funciones eran indispensables, y que ya estaban actuando en pro de la mayor eficiencia mecánica operativa.

Tal desarrollo burocrático había comenzado al menos tres dinastías antes, y no por accidente, al construirse la gran pirámide de piedra de Zoser, en Sakkara. John Wilson subrayó, en su City Invincible, que «hay que acreditar a Zoser no sólo los comienzos de la arquitectura monumental de piedra, que se comenzó en Egipto, sino también la iniciación de un nuevo monstruo: la burocracia». Ambas cosas no fueron mera coincidencia, sino natural concordancia. W. F. Albright, comentando esto, señalaba que «el gran número de títulos que ya se ven en los textos de la Primera Dinastía… suponen sin duda una oficialización bien elaborada y minuciosa».

Una vez que se estableció la estructura jerárquica de la rnegamáquina, ya no hubo limitación teórica alguna del número de manos que podía controlar ni del poder que podía ejercer, pues la remoción de las dimensiones humanas y de los límites orgánicos naturales constituye el principal orgullo de tan autoritaria máquina. Parte de su productividad se debe a su uso de la coerción física irrestricta para superar la pereza humana o la fatiga corporal. La especialización laboral era un paso necesario para el buen montaje y funcionamiento de la megamáquina, pues sólo se podría lograr la ansiada precisión sobrehumana y obligatoria perfección de los productos mediante la intensa concentración de destrezas en cada una de las partes del proceso total. En este momento comenzó la división en gran escala y la subdivisión del trabajo con que nos encontramos en la sociedad moderna.

La máxima romana de que la Ley no se aplica a cuestiones triviales, es válida igualmente para la rnegamáquina. Las enormes fuerzas puestas en movimiento por el rey exigían empresas colectivas de tamaño descomunal, como grandes traslados de tierra y piedras para cambiar el curso de los ríos, excavar canales o erigir murallas. Como ocurre con la tecnología moderna, la megamáquina tendía cada vez más a dictar los fines a que debía aplicarse, excluyendo otras necesidades más humanas, pero de menor importancia para la monarquía. La megamáquina era, por naturaleza, grandiosa e impersonal y deliberadamente deshumanizada; tenía que operar en gran escala, o no hacer nada, pues ninguna burocracia, por eficiente que sea, podría gobernar directamente millares de pequeños talleres y granjas, cada cual con sus tradiciones peculiares, sus especiales habilidades laborales, su propio orgullo y su particular sentido de responsabilidad. Por eso, la rígida forma de control que manifestó en aquella gran máquina colectiva, ha continuado adscripta hasta nuestros días a las grandes empresas masivas y a operaciones en gran escala. Este defecto original limitó la extensión de la megatécnica hasta que se inventaron los sustitutos mecánicos de los operadores humanos.

La importancia del enlace burocrático entre la fuente de poder -el rey «divino»- y las reales máquinas humanas que realizaban los trabajos de construcción o destrucción, fue auténticamente enorme: mucho más por ser la burocracia quien recogía los impuestos anuales que sostenían aquella pirámide social, y reunía, por la coerción, las innumerables fuerzas humanas que componían aquel organismo mecánico. La burocracia era, de hecho, la «máquina invisible», a la que podríamos llamar también «máquina de comunicaciones», y que coexistía con la «máquina militar» y la «máquina de trabajo», para formar, entre las tres, la gran estructura totalitaria monárquica.

Otra importante calificación de la burocracia clásica es que ella no origina nada; su función es trasmitir, sin alteración ni desviación, las órdenes que recibe de arriba, del cuartel general central; y no puede admitir ninguna información meramente local ni ninguna consideración humana que altere su inflexible proceso de transmisión. Sólo la corrupción o la rebelión decidida pueden modificar su rígida organización. Tal método administrativo requiere idealmente una cuidadosa represión de todas las funciones autónomas de la personalidad, así como exige notables aptitudes para realizar sus tareas específicas con exactitud ritual. Ya hemos visto que no era la primera vez que el orden ritual entraba en el proceso de trabajo, y no es probable que tal sumisión invariable a tan monótonas repeticiones se hubiera podido lograr con aquella reconocida fidelidad si no hubiera sido precedida por las disciplinas milenarias de los rituales religiosos.

De hecho, esa regimentación burocrática fue parte de una regimentación mucho más amplia de todo aquel vivir, que había sido introducida por tal cultura, centrada y afirmada en la fuerza. Nada emerge más claramente de los propios textos de las Pirámides, con su aburridora repetición de fórmulas, que su colosal capacidad para soportar tanta monotonía: capacidad que anticipa el súmmum del aburrimiento universal que hemos alcanzado en nuestros propios tiempos. Esta compulsión verbal es el lado psíquico de la compulsión sistemática general que dio existencia a la «máquina de trabajo»; sólo quienes eran suficientemente dóciles para soportar este régimen -o suficientemente infantiles para divertirse con él- en cada una de las etapas que van desde la orden hasta la ejecución, podían convertirse en unidades eficientes de tales máquinas humanas. 

La magnificación de la personalidad

Son fácilmente reconocibles las marcas de este orden mecánico copiado del cósmico. Para comenzar (como señalamos antes), hubo un cambio de escala, pues el hábito de «pensar a lo grande» se introdujo con la primera máquina humana, ya que una escala sobrehumana que desbordaba las estructuras individuales, magnificó la autoridad del soberano. Tendiendo al propio tiempo a reducir el tamaño e importancia de los componentes humanos de tal máquina, excepto en su función de prestar energía y polarizar el elemento central: el rey.

Paradójicamente, el monopolio del poder trajo consigo el monopolio de la personalidad, pues sólo el rey disfrutaba todos los atributos de la personalidad, tanto los ya incorporados al grupo comunal como los que, precisamente en este período, parecen haber comenzado a emerger lentamente del alma humana, la que ya estaba picoteando el cascarón social en el que hasta entonces había transcurrido su existencia embrionaria.

En esta primera época, se desarrollan conjuntamente la personalidad y el poder, ambos centrados en el rey. Es que sólo el soberano podía tomar decisiones, alterar las antiguas costumbres locales, crear estructuras y realizar hazañas colectivas como nunca se habían imaginado y, mucho menos, cumplido; en resumen, él podía comportarse como persona responsable y capaz de elección racional, al margen de las costumbres tribales, pues sólo él podía permitirse el lujo de ser disconforme cuando la situación así lo exigiese, y de introducir por edicto y ley las necesarias desviaciones del modelo ancestral. Como ocurrió con el monopolio original del rey -el de la inmortalidad-, algunas de estas prerrogativas pasaron, bajo presión, a toda la comunidad. Pero lo que hay que notar es la magnificación, pues se sobrepasaron todas las viejas dimensiones, así como se habían desbordado los límites físicos del horizonte aldeano y de todo pequeño grupo social. Ahora la frontera estaba en el Cielo, y la ciudad ya era un universo en sí misma, mucho mas cerca del Cielo en cada dimensión.

En la práctica, y aun más en la fantasía, tales rnagnificaciones se aplicaban al tiempo y el espacio. Kramer nota que, en las primeras dinastías se atribuyen reinados de increíble longitud a reyes legendarios: casi 250.000 años para los ocho reyes que preceden al Diluvio, y un total de 25.000 años para las dos primeras dinastías subsiguientes al Diluvio. Eran estos los períodos que los sacerdotes egipcios asignaban aún a su historia antigua cuando Herodoto y Platón visitaron aquel país. Hasta para la más exuberante fantasía tales números estaban hinchados. Este nuevo rasgo cultural alcanza su clímax en los cálculos abstractos de los mayas, según nos dice Thompson: «En una estela que hay en la ciudad de Quirigua, figura un cómputo ‘exacto’ de años que llega a los noventa millones; y otra estela de la misma localidad se fija una antigüedad de 400 millones de años».

Y esta multiplicación de años sólo era el lado secular de una expansión, mucho más general, del poder, simbolizada en la pretensión regia de la inmortalidad. Al principio, en Egipto, tal atributo era exclusivo del rey; en cambio, en Sumeria, donde toda la Corte moría simultáneamente dentro de la tumba regia de Ur, probablemente para acompañar a su señor hasta el otro mundo, quizá los ministros, y aun los sirvientes del rey, tendrían el derecho de compartir los anhelos regios de inmortalidad.

En el mito sumerio del Diluvio, el rey Ziusudra (contrapartida de Noé) es recordado por los dioses An y Énlil, no mediante un arco iris simbólico, sino por haber conseguido «vida eterna, como un dios». El deseo de vida ilimitada formaba parte de aquella general anulación de límites que había propiciado la megamáquina desde que se vio con tan enorme cantidad de poder; entonces se enfrentó y desafió a la debilidad humana, sobre todo a la que consiste en la mortalidad. 

Pero si la inevitabilidad biológica de la muerte y la subsiguiente desintegración se burlan de esa infantil fantasía del poder absoluto que la máquina humana quería lograr, la vida misma se burla mucho más de tan absurdos anhelos, pues esa noción de «vida eterna», en la que no hay ni concepción, ni crecimiento, ni fructificación, ni decadencia -una existencia tan fija, tan esterilizada, tan sin amor ni propósitos, tan inamovible como la de una momia regia-, equivale a la muerte en otra forma. ¿Qué es eso sino retornar al estado de detención y estancamiento que se ve en los elementos químicos estables que aún no se han combinado en moléculas suficientemente complejas como para promover la renovación y la creatividad? Desde el punto de vista de la vida humana, como de toda existencia orgánica, esta afirmación de poder absoluto era una confesión de inmadurez psicológica… una falla radical para comprender el proceso natural de nacimiento, crecimiento, maduración y muerte.

El culto de los viejos dioses de la fertilidad nunca eludió enfrentarse con la muerte, nunca se le ocurrieron esas burlas monumentales de piedra, sino que prometía el renacimiento y la renovación siguiendo el orden rítmico de la vida. En cambio, lo que la monarquía prometía ahora era la grandilocuente eternidad de la muerte. Si los dioses de la fuerza no hubiesen triunfado, si la monarquía no hubiese hallado ese modo negativo de aumentar el alcance de la megamáquina humana y afirmar así la pretensión regia de obediencia absoluta, el curso ulterior de la civilización habría sido muy diferente.

Juntamente con el deseo de vida eterna, intentado mediante acciones mágicas y materiales, los reyes y sus dioses alimentaban otras ambiciones que flotaron sobre los siglos para venir a formar parte de la vulgar mitología de nuestros tiempos. Según la fábula sumeria, Etana monta en un águila para ir en busca de una hierba que cure a sus ovejas de la esterilidad que padecen. Ya en tan temprana época había nacido -o nació mucho antes y se registró entonces- el anhelo humano de volar… aunque tal sueño parecía aún tan presuntuoso, que Etana, como Dédalo después, fue lanzada a la muerte cuando ya estaba cerca de su meta.

Sin embargo, enseguida aparecen los reyes custodiados por toros alados, y hasta decían tener a sus órdenes mensajeros celestiales que superaban al espacio y al tiempo para llevar los mandatos regios a sus súbditos terrenales. Los futuros cohetes y los equipos de televisión estaban así germinando, secretamente, en lo íntimo de este mito regio de la megamáquina, y los «genios» de Las Mil y Una Noches sólo fueron continuaciones populares, muy posteriores, de estas antiquísimas formas del poder mágico.

Tal ansia de poder, que fue la característica de las religiones orientales hacia el Cielo, se convirtió, con el tiempo, en fin en sí misma. En el lapso de la primera «civilización» (desde el año 3000 al 600 antes de Cristo), el impulso formativo para ejercer control absoluto sobre la Naturaleza y sobre el hombre, osciló entre los dioses y los reyes. Josué mandó al Sol que se detuviera para tener tiempo de destruir las murallas de Jericó con su poderosa música marcial; y Jehová mismo se anticipó a la Era Nuclear destruyendo a Sodoma y Gomorra con una ráfaga de fuego y azufre… como más tarde recurrió a la guerra bacteriológica para desmoralizar a los egipcios y ayudar a los judíos a escapar de ellos.

En resumen: ninguna de las fantasías destructoras que se han posesionado de los líderes de nuestros tiempos, desde Kemal Atätürk a Stalin y desde los Khans del Kremlin a los Khans del Pentágono, fueron extrañas a las mentes de aquellos fundadores «divinos» de la primera civilización maquinista, pues con cada crecimiento del poder, brotaban de sus subconsciencias los impulsos más sádicos y extravagantes. Tal es el trauma que ha distorsionado el subsiguiente desarrollo de todas las sociedades «civilizadas», y esos son los hechos que han manchado la historia de la Humanidad con estallidos de paranoia colectiva y alucinaciones tribales de grandeza, mezclado todo ello con suspicacias malévolas, odios criminales y atroces actos inhumanos.

Paradójicamente, a pesar de la promesa de una vida ulterior sin fin, la otra gran prerrogativa de esta técnica real es la velocidad, pues todos los proyectos del rey deben ejecutarse dentro de su vida terrenal. Tal prisa por terminar cualquier empresa, es una función del poder efectivo y se convierte a su vez en uno de los principales medios de ostentación del poderío real. Esta parte de la mitología del maquinismo ha llegado a profundizar tanto en las suposiciones básicas de nuestra tecnología, que la mayoría de nosotros ha perdido de vista su punto de origen: que las órdenes regias (corno las más urgentes de los ejércitos modernos) hay que hacerlas por duplicado. Aquí están los comienzos de las actuales oscilaciones intercontinentales, siempre en avión de chorro, que usan nuestros hombres de negocios y nuestros Gobiernos, cómicamente expuestas como símbolo de la locomoción supersónica. 

Nada ilustra mejor esta aceleración del paso que el hecho de que en Egipto, como después en Persia, cada nuevo monarca de aquella Era de las Pirámides se hace construir una nueva capital, para usarla sólo durante su propia vida terrenal. Compárese esto con los siglos que se solían emplear en construir las catedrales medievales cuando las ciudades libres que las erigían carecían de esos recursos regios para reunir fuerzas humanas. Por el lado práctico, la construcción de rutas y canales, que era el principal medio de acelerar los transportes, ha sido, a través de toda la historia, la forma favorita de las obras públicas de los reyes, forma que alcanzó una breve cúspide tecnológica en la Edad del Hierro, cuando los romanos planearon, durante el reinado de Nerón, abrir el canal de Corinto a través de 98 pies de lodo y roca: obra que, si entonces se hubiera logrado, habría dejado chicas a todas las construcciones contemporáneas de acueductos y carreteras.

Sólo una economía de abundancia, en aquella época en que probablemente el valle del Nilo no albergaba más que cuatro o cinco millones de personas, pudo proporcionar el enorme drenaje de labor de unos cien mil hombres por año, a la vez que proveía de los correspondientes alimentos a quienes realizaban tan colosales obras y al resto de la población, pues tal uso del poder humano era el más estéril imaginable para el bienestar de la comunidad. Aunque muchos egiptólogos no quieren avenirse a aceptar las consiguientes implicaciones, no es mera metáfora inepta la sospecha de John Maynard Keynes de que la construcción de pirámides fue un recurso necesario para gastar el exceso de fuerza laboriosa en la que era una sociedad afluyente, y cuyos dirigentes se oponían a la justicia social y la nivelación económica. Por tanto, todo ello era un ejemplo de productividad simulada… como lo es nuestro moderno equivalente de construcción de cohetes interplanetarios.

Las tareas de consumo

La más duradera contribución económica de esta primera mitología del maquinismo fue la separación entre los que trabajaban y los que vivían en plena vagancia, parásitos de aquel superávit de trabajo y reduciendo a la mayor penuria el nivel de vida de quienes realmente se esforzaban en producir. La pobreza forzada hizo posible el trabajo forzado: ambos fenómenos fueron simultáneos y concomitantes en aquella sociedad agrícola, que se basaba en el monopolio regio de la tierra y en el rígido control de su usufructo. Según las escrituras acadias y babilónicas, los dioses habían creado a los hombres para librarse ellos de la dura necesidad de trabajar. En ésta, como en muchas otras ocasiones análogas, los dioses prefiguran en la fantasía lo que los reyes hacen en la realidad.

En épocas de paz, los reyes y los nobles vivían sólo para sus placeres: comer, beber, cazar, jugar y copular. . . todo ello con el mayor exceso y ostentación. Por eso, en el propio periodo en que estaba tomando forma el mito de la megamáquina, ya resultaron visibles los problemas de la economía de abundancia, reflejándose en el comportamiento fantástico de las clases dirigentes… y anticipándonos el proceso de descomposición espiritual que es tan manifiesto en nuestros tiempos.

Si examinamos con atención las aberraciones de las clases dirigentes a través de la historia, veremos cuán lejos estuvieron los líderes de comprender las limitaciones del mero poder físico y de unas vidas que se centraban en ir consumiéndose sin hacer esfuerzo alguno: la reducida vida del parásito que vive a costa de un huésped tolerante. Desde sus propios comienzos, el hastío de la saciedad persiguió a esta economía de sobrantes de poder y de bienes, arrastrando a sus aprovechados usufructuarios a las más insensatas concupiscencias personales y a los más atroces actos de destrucción y delincuencia colectiva, pues todo ello eran los medios de establecer y mantener la posición privilegiada de la minoría gobernante, cuyas ambiciones no conocían límites y cuyos delitos se convertían en virtudes nietzscheanas.

Se nos viene a la mano un antiquísimo ejemplo de los irritantes problemas de tal economía de afluencia: Cierta historia egipcia revela (según la traducción de Flinders Petrie) la vaciedad de la vida de un faraón, cuyos deseos se satisfacían con la más completa facilidad, por lo que el tiempo pesaba abrumadoramente sobre sus manos vacías. Desesperado ante tal situación, llamó a sus consejeros para que le propusieran algún alivio a tan tremendo aburrimiento; y a uno de ellos se le ocurrió la sugerencia de que equipara bien y llenara un barco de hermosas muchachas, apenas cubiertas por velos semitrasparentes, y que se hiciera una expedición río arriba y río abajo, en la que todos fueran cantando canciones para el rey. Así, por el momento, cesó aquel horrible tedio del faraón… a la vez que (como indica Petrie) se había inventado la «revista musical»: solaz de los «cansados hombres de negocio» y de los soldados con licencia. Pero, con frecuencia, estos modos pasajeros de alivio resultaron insuficientes, como lo revelan, entre los escasos documentos literarios desenterrados, dos diálogos sobre el suicidio, uno egipcio y otro mesopotámico. En ambos casos, habla un miembro de las clases privilegiadas, ahíto de toda clase de lujos y sensualidades, y dice que tal vida le resulta intolerable y que sus fáciles sueños quedan desabridos ante la realidad. El debate egipcio entre un hombre y su alma data del período que sigue a la desintegración en que terminó la Era de las Pirámides, y refleja la desesperación de una persona de las clases privilegiadas que ha perdido su fe en la exaltación ritualista de la muerte como la culminación última de la vida, que era lo que racionalizaba las irracionalidades de la «alta» sociedad egipcia. Y aun es más significativo el diálogo mesopotámico entre un señor muy rico y su esclavo (fechado en el primer milenio antes de Cristo), pues el señor halla que la acumulación de riquezas, poder y placeres no produce la esperada vida plena de significado y validez. Otra narración (del siglo VII antes de Cristo), titulada Diálogo acerca de las miserias humanas, desarrolla el tema de que la amargura que produce el poder, no es aliviada ni por el amor, y que la riqueza muestra su vaciedad al condenarnos a gozar sólo los bienes que pueden comprarse con dinero. Por la profundidad de su pesimismo, ha sido llamado «el Eclesiastés de Babilonia».

Si esto era lo que podían esperar los privilegiados en compensación de tan inconmensurables esfuerzos y sacrificios de la colectividad, es obvio que el culto de la fuerza y del poderío se basaba, desde sus comienzos, en meras falacias, pues en fin de cuentas, el producto final se mostraba tan derrotista para las clases dominantes, como ese mecanismo todo lo fue siempre para los desheredados: los trabajadores socialmente aislados y los esclavos.

Desde las primeras etapas de este desarrollo, bajo el mito de la monarquía «divina», los desmoralizados acompañantes del poder ilimitado se revelaron como tales tanto en la leyenda como en la historia registrada; pero tales defectos fueron encubiertos durante mucho tiempo por las exorbitantes esperanzas que despertaba la «máquina invisible». Aunque había una multitud de invenciones independientes que, durante mucho tiempo quedaron fuera del alcance de la megamáquina colectiva, que sólo podía proporcionar sustitutos parciales y engorrosos de lo auténticamente progresista, durante la primera época de la megamáquina se plantó y alimentó abundantemente en el rico suelo de la fantasía el fundamental ánimo que respaldaba tales invenciones: el esfuerzo por conquistar el tiempo y el espacio, la velocidad en las comunicaciones y transportes, la expansión de la energía humana mediante el uso de las fuerzas cósmicas, el acrecentamiento de la producción industrial, el consumo sobreestimulado y el establecer un sistema de absoluto control centralizado sobre la Naturaleza y sobre el hombre.

Algunas de estas semillas brotaron enseguida en bullicioso crecimiento; otras, han requerido cinco mil años para iniciar su germinación. Cuando esto sucediera, el rey «divino» aparecería bajo nuevo aspecto; pero le acompañarían las mismas ambiciones infantiles, infladas hasta más allá de cualquier dimensión previa, y sólo diferentes porque eran, al final, realizables.

La época de los constructores

Ahora bien, ninguna institución puede medrar basándose sólo en sus propios desengaños e ilusiones. Aun admitiendo sus muchas imposiciones y flagrantes agravios, todavía hay que considerar a la megamáquina como una de las máximas invenciones mecánicas; y hasta es dudoso afirmar que las máquinas no-humanas habrían llegado a su perfección actual si las primeras lecciones elementales de construcción de máquinas no se hubiesen practicado primero con aquellas maleables unidades humanas.

No sólo fue la megamáquina el modelo para las máquinas posteriores y más complejas, sino que también sirvió para poner orden, continuidad y predictabilidad en el desbarajuste de la vida diaria después que la provisión de alimentos y el sistema de canales habían sobrepasado los límites de las pequeñas aldeas neolíticas. Es más: la megamáquina desafió las caprichosas uniformidades de las costumbres tribales, introduciendo un método más racional, posiblemente universal, que colaboró en su gran eficiencia.

Es cierto que, comparado con el de la aldea, cuyas interiores compulsiones y conformidades eran de carácter mucho más humano, el modo de vida que la «civilización» imponía no tenía sentido para mucha gente, que lo hallaba restringido, inhibitorio y a menudo opresivamente especializado; pero es que la estructura producida por la megamáquina tenía significación muchísimo mas grande, pues había dado a las pequeñas unidades un destino cósmico que trascendía la mera existencia biológica y la clásica continuidad social. En las nuevas ciudades, todas las partes humanas desmembradas se encontraban reunidas, aparentemente, en una unidad superior.

 

 

Como ya hemos visto cuando hicimos un examen completo de la megamáquina, los muchos factores negativos que la acompañaron desde el principio, se hicieron cada vez más formidables, en vez de disminuir con los éxitos que ella logró; pero antes de dictaminar acerca de esos rasgos negativos, hay que tener en cuenta tanto sus éxitos prácticos como la evidente popularidad de tal institución a través de las diferentes épocas y culturas.

Al principio, las propiedades de la monarquía «divina» deben haber deslumbrado a todas las gentes. Es que ya estaban en la «Era de los constructores», y las nuevas ciudades que tan rápidamente surgían, estaban diseñadas deliberadamente como un simulacro del Cielo. Nunca hubo antes tanta energía disponible para magníficas y permanentes obras públicas. Sobre inmensas plataformas levantadas por los hombres, pronto se elevaron ciudades con edificios de hasta cuarenta pies de altura, con grandes murallas de veinte y aun cincuenta pies de espesor, suficientemente anchas en su parte superior como para que pudiesen circular por ellas dos filas de carros militares; se construyeron asimismo cuarteles en los que podían alojarse a la vez cinco mil hombres armados, quienes comían y bebían de los enormes depósitos anexos; y son bien conocidos los templos, como el de Sumeria, de ochenta pies de altura, cuyo recinto sagrado estaba rodeado por su propia muralla interna, y que tenían una capacidad como para que la mayoría de la población pudiera estar en el tabernáculo presenciando las correspondientes ceremonias sagradas. Predominaron en las nuevas ciudades de Mesopotamia estos grandes edificios, cuyas superficies de ladrillo cocido estaban revestidas con vidrios de colores, y aun con láminas de oro, incrustadas a veces con piedras semipreciosas. También las embellecían, a intervalos, monumentales esculturas de leones o de toros. Análogas construcciones, de diferentes formas y materiales, aparecieron por doquier. Tales edificaciones enardecían, naturalmente, el orgullo de la comunidad que las había levantado y, subsidiariamente, hasta el más insignificante de los peones que participaba del nuevo ceremonial de aquellos grandes centros y ciudades, se sentía autor parcial de tales hazañas de poderío y de las maravillas artísticas que testimoniaban diariamente una vida que estaba más allá del alcance de los humildes campesinos o pastores de las localidades distantes. Aun para los más alejados aldeanos, estas monumentales estructuras servían como imanes que, periódicamente, sobre todo en los días festivos, atraían a las multitudes desde los campos hacia las grandes capitales: primero hacia Abidos o Nipur, más tarde hacia Jerusalén o La Meca, después hacia Roma o Moscú.

Estas grandes actividades constructivas servían de base para una clase de vida más intensa y más consciente, en la que el ritual se convertía en drama, la conformidad enfrentaba nuevas prácticas y nuevos recursos que llegaban de las diversas partes del gran valle, y había diario aguzamiento de las mentes individuales mediante el constante intercambio con otras mentes superiores; era, en resumen, la nueva vida ciudadana, en la que se magnificaba e intensificaba cada uno de los aspectos de la existencia. Tal vida urbana trascendía la de las aldeas en todas sus dimensiones, importando materias primas desde mayores distancias, introduciendo rápidamente las nuevas técnicas y mezclando los diferentes tipos raciales y nacionales. En mi libro, La Ciudad en la Historia, ya he pagado el debido tributo a estas expresiones colectivas de orden y belleza.

Aunque las aldeas y las pequeñas ciudades repartidas por los campos dieron los modelos originales para el establecimiento de los centros humanos, la construcción y elevación cultural de las grandes ciudades fue, ampliamente, labor de la megamáquina. La rapidez de su erección y la implicación de todas sus dimensiones -particularmente de su núcleo central: el templo, el palacio real y el granero comunal- dan testimonio de la supervisión regia. Las murallas y demás fortificaciones, los caminos que las recorrían, los canales y los edificios en general de la ciudad, han seguido siendo en épocas posteriores lo que fueron en la «Era de los constructores»: actos supremos del poder soberano que, al principio, fue una persona viva, y después, una abstracción constitucional.

A través de la historia, esta imagen original de la ciudad puso de manifiesto el esfuerzo y devoción de los humanos. La gran misión de la monarquía había sido superar el particularismo y el aislamiento de las pequeñas comunidades, para borrar las diferencias, a menudo muy significativas, que separaban a un grupo humano de otro y les impedían intercambiar ideas, inventos y otros beneficios que, finalmente, podrían haber intensificado su individualidad.

La monarquía sometió a su regla común las diversas pesas y medidas, y hasta los límites territoriales se fueron esfumando, en parte porque la expansión del poder real absorbía cada vez más comunidades en su sistema de cooperación. Bajo una ley común, las conductas se hicieron más ordenadas y predecibles, así como las desviaciones frívolas resultaron menos frecuentes. En gran medida, esta afirmación de todos en la ley y el orden dio las bases para establecer mayor libertad, pues abría la puerta a un mundo en el que cada miembro de la especie humana podía sentirse como en su casa, como lo estuvo antes en su aldea. Hasta donde la monarquía colaboró en tan valiosa universalidad y uniformidad, cada comunidad y cada miembro de ella recibió los correspondientes beneficios.

Con la construcción de la ciudad y de las múltiples instituciones que la formaban, la monarquía alcanzó su culminación como constructora. La mayoría de las actividades constructivas que solemos asociar con la idea de «civilización» se encontraban ya en aquella original explosión de fuerzas técnicas y sociales. Tales obras crearon una confianza bien fundada en el poder humano, muy distinta de las ilusiones e ingenuas decepciones de la magia. Los reyes demostraron cómo podían formarse y crecer esas populosas comunidades en cuanto se organizaban colectivamente en grandes unidades mecánicas. Esto era un logro verdaderamente augusto, y la visión que lo hizo posible puede, honestamente, haber parecido divina. Si no hubiese producido distorsiones en la psiquis humana, sus resultados se habrían propagado beneficiosamente, con el tiempo, a través de todas las actividades de los hombres, elevando y acrecentando sus funciones y propósitos comunes por todo el planeta.

Los grandiosos reyes y héroes culturales que organizaron la megamáquina y cumplieron tales empresas, desde Gilgamés e lmhotep a Sargón y Alejandro Magno, elevaron a sus contemporáneos desde la aceptación pasiva y perezosa de estrechos límites «naturales», hasta colocarlos en el nivel de lo «imposible»; y cuando la gran obra quedaba hecha, lo que había parecido imposible, los humanos lo habían realizado. Hacia el año 3500 antes de Cristo, nada de lo que los hombres podían imaginarse razonablemente, parecía quedar enteramente fuera del alcance del poder real.

Por primera vez en el desarrollo del hombre, la personalidad humana, al menos en unas pocas figuras representativas y que se autoelevaron, trascendió los límites ordinarios del espacio y el tiempo; y el hombre común, por identificación y participación vicaria -como testigo, si no como agente activo-, tuvo exaltado sentido del poderío humano, tal como se expresaba en los mitos de los dioses, en el saber astronómico de los sacerdotes y en las actividades y decisiones, siempre de gran alcance, propias de los reyes. En el transcurso de una sola vida, la mente podía abarcar entonces un estado más alto de creatividad y una conciencia del ser mucho más rica que el estado y conciencia que antes habían sido asequibles a los humanos. Tal fue la parte más significativa de la llamada «revolución urbana», mucho más que la ampliación de las oportunidades comerciales o la marcha de los imperios.

Aunque esta elevación del sentido de las posibilidades humanas era obra de una audaz minoría, no pudo, como el saber astronómico de los sacerdotes, permanecer secreta, ya que trasuntaba cada una de sus actividades civilizadoras, dándoles un aura de beneficiosa racionalidad; la gente ya no vivía meramente al día, sólo guiada por el pasado, al que revivía en mitos y rituales, y siempre temerosa de cualquier aventura nueva en la que todo se perdería; ahora la arquitectura y la escritura, y por supuesto la ciudad misma, eran estables: autónomas incorporaciones de las nuevas mentes humanas. Aunque en la vida urbana había conflictos y tensiones interiores de los que estaban libres las comunidades más pequeñas, por su propio criterio vital, los desafíos a que llevaba este nuevo modo de vivir abrían a los ciudadanos posibilidades siempre renovadas. 

Si se hubiesen apreciado debidamente todas las ventajas emergentes de estas empresas en gran escala, y se hubiesen distribuido con más liberalidad las principales funciones de la vida urbana, podrían haberse corregido a tiempo la mayoría de las primeras fallas de la megamáquina, y haberse aliviado, y aun eliminado, muchas de sus incidentales compulsiones; pero, lamentablemente, los dioses se enloquecieron, y las deidades responsables de estos avances mostraron fallas que anularon los genuinos beneficios conquistados: primero se cebaron en los sacrificios humanos, y después inventaron la guerra como la prueba última de su «poder soberano» y el arte supremo de la «civilización». Mientras que la «máquina de trabajo» colaboraba ampliamente en tan notable brote de «civilización», su contrapartida -la «máquina militar»- se ensayaba en reiterados ciclos de exterminio, destrucción y autoextinción.


Notas:

(*) Texto extraído de la obra de Lewis Mumford, «The Mith of the Machine», 1967. Edición sudamericana: Emecé, Buenos Aires, 1969). Publicado en Barcelona (mayo 2002) entre Ateneo libertario Al Margen, Likiniano Elkartea, Pepitas de Calabaza, Etcétera, Ateneu Llibertari Poble Sec, Fundació Estudis Llibertaris Anarcosindicalistes (Barcelona).

 

Caricatura de Lewis Mumford, por David Levine

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