La ética protestante y el espíritu de lo woke
«Para que una forma de vida bien adaptada a las peculiaridades del capitalismo… pudiera llegar a dominar a otros, tenía que originarse en algún lugar, y no solo en individuos aislados, sino como una forma de vida común a todos los grupos de hombres»
«Cuando el ascetismo (puritano) se trasladó de las células monásticas a la vida cotidiana y comenzó a dominar la moral mundana, hizo su parte en la construcción del tremendo cosmos del orden económico moderno. Este orden está ahora ligado a las condiciones técnicas y económicas de la producción de máquinas que hoy determinan la vida de todos los individuos que nacen en este mecanismo, no sólo los directamente interesados en la adquisición económica, con una fuerza irresistible».
«El poder ejercido por la concepción puritana de la vida no sólo favoreció la formación de capitales sino, lo que es más importante, fue favorable sobre todo para la formación de la conducta burguesa y racional (desde el punto de vista económico), de la que el puritano fue el representante típico y más consecuente».
«… eliminaba todas las inhibiciones que la ética tradicional imponía a la adquisición de riqueza, rompía todos las cadenas al afán de lucro pues, pues no solo lo legalizaba sino que lo consideraba un precepto divino».
La ética protestante y el espíritu del capitalismo (Max Weber)

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La ética protestante y el espíritu de lo woke

Escribir sobre lo woke conlleva por lo menos dos trampas. Una es que cualquier crítica de sus excesos provoca acusaciones de racismo, xenofobia, transfobia, misoginia y supremacía blanca. El otro problema es la palabra misma, que ha sido un escarnio empleado por la extrema derecha, un grito de guerra para la izquierda progresista y una mortificación para muchos liberales.
Nadie puede ponerse de acuerdo sobre qué significa lo woke. La derecha lo ha culpado de todo, desde el súbito aumento de las balaceras en las escuelas al colapso del banco de Silicon Valley, mientras que muchas personas descritas como woke dentro de la izquierda consideran estar peleando una muy postergada batalla por la justicia social y racial. Estos desacuerdos no son solo políticos. De hecho, parecen en ocasiones ser antipolíticos. Con frecuencia las discusiones sobre lo woke ponen a prueba, como la palabra indica, la iluminación moral y espiritual.
Esta es la razón por la cual John McWhorter, el autor de Woke racism (Racismo woke), decidió dejar de utilizar la palabra para describir a los evangélicos antirracistas y llamarlos, en su lugar, “los Elegidos”. La expresión tiene las correctas connotaciones religiosas y de clase. Los Elegidos, escribe McWhorter, son personas que “consideran haber sido escogidos […] y comprender algo que la mayoría no comprende”. Como los cristianos premodernos, los Elegidos deben convertir o castigar a aquellos que no han visto la luz.
Las raíces de lo woke, sin embargo, son bastante específicas. Lo que McWhorter llama “religión” es en verdad una ramificación casi religiosa del protestantismo, que es lo que condujo a Ross Douthat a escribir acerca del “Gran Despertar”, aludiendo a las olas de fervor evangélico que barrieron el corazón de Estados Unidos en los siglos XVIII y XIX.
Douthat y McWhorter utilizaron ambos la obra del intelectual católico Joseph Bottum, quien argumentó en su libro de 2014 An anxious age (Una era de ansiedad) que el fervor moral del progresismo contemporáneo debería entenderse como una herencia secularizada del evangelio social protestante. (También Bottum prefiere el término “elegido”, en su caso como una opción mejorada de “élite”).
Un elemento que distingue a la tradición protestante de las otras religiones abrahámicas es su énfasis en la confesión pública

Comprender lo woke como un fenómeno protestante en lo esencial nos ayuda a reconocer la lógica tras algunos de los rituales que se han vuelto costumbre en años recientes: específicamente la disculpa pública. Un elemento que distingue a la tradición protestante de las otras religiones abrahámicas es su énfasis en la confesión pública. Los católicos se confiesan en privado ante sacerdotes que los absuelven de sus pecados, hasta que es tiempo de confesarse de nuevo. En cambio, a muchos protestantes se les alienta a afirmar su virtud haciendo confesiones de fe públicas.
Se ha vuelto una historia ya muy común: un hombre, a veces una mujer, expresa una opinión o utiliza una palabra que se considera fuera de tono u ofensiva; él o ella se disculpa públicamente y ofrece hacer algún tipo de penitencia, que puede o no ser aceptado como suficiente
Se ha vuelto una historia ya muy común: un hombre, a veces una mujer, expresa una opinión o utiliza una palabra que se considera fuera de tono u ofensiva; él o ella se disculpa públicamente y ofrece hacer algún tipo de penitencia, que puede o no ser aceptado como suficiente. Este tipo de disculpas se han vuelto tan comunes que con frecuencia la gente duda de su sinceridad. Por ello la exigencia de más actos de sincera contrición, y así en adelante.
La disculpa puede ser por una transgresión personal: un profesor que pronuncia la palabra con N al leer en voz alta un texto literario, o un médico que afirma que el “racismo estructural” no es el principal culpable de los problemas de salud de los afroamericanos. O puede ser una culpa histórica, ante la cual se presiona a los dirigentes políticos a responsabilizarse. Esto ocurre con frecuencia en países con una tradición protestante. Mark Rutte, el primer ministro de los Países Bajos, se disculpó el pasado diciembre por el papel de Holanda en la esclavitud transatlántica. Rutte ha sido el primer jefe de gobierno neerlandés en hacerlo, y solo después de dudarlo mucho.
Tales disculpas pueden ayudar a sanar heridas históricas. Willy Brandt, el canciller de Alemania Occidental que en 1970 cayó de rodillas en el sitio del gueto de Varsovia, es con justicia aclamado por su gesto de expiación oficial. Pero tener que disculparse por una opinión contraria a las convicciones morales contemporáneas es de un orden diferente, algo que uno esperaría en dictaduras ideológicas, o en comunidades religiosas estrictas.
Por razones de transparencia debo decir que yo mismo me encontré en el filo de la navaja por un caso de este tipo, cuando perdí mi cargo de editor de la New York Review of Books. Había publicado un texto controversial escrito por una persona controversial. De manera legítima uno podía estar en desacuerdo sobre los méritos del artículo, pero este no era el verdadero problema. Los críticos consideraron que el escritor, un hombre que había sido juzgado y absuelto de agresión sexual, no debería haber tenido una “plataforma” para escribir sobre su vida después de ese hecho. Al permitirle tomar la palabra yo era culpable por asociación y, en opinión de un bien intencionado editor de otra revista, debería haber indicado mi arrepentimiento con una disculpa pública.
Los críticos consideraron que el escritor, un hombre que había sido juzgado y absuelto de agresión sexual, no debería haber tenido una “plataforma” para escribir sobre su vida después de ese hecho. Al permitirle tomar la palabra yo era culpable por asociación y, en opinión de un bien intencionado editor de otra revista, debería haber indicado mi arrepentimiento con una disculpa pública
El ritual de las confesiones públicas comenzó en Europa con la Reforma. Mientras que los judíos y los católicos son objeto, siendo niños pequeños, de una iniciación ceremonial para ingresar a sus comunidades religiosas, muchos protestantes, como los anabaptistas, declaran su fe ante sus correligionarios siendo adultos, en ocasiones en los llamados “testimonios de conversión”. La idea de la declaración pública fue especialmente importante para el pietismo, una rama del luteranismo del siglo XVII. A su vez, el pietismo tuvo una gran influencia en varias sectas cristianas, incluyendo los puritanos de Nueva Inglaterra. Las iglesias puritanas, de acuerdo con el historiador Edmund S. Morgan, aseguraban
“la presencia de la fe en sus miembros por medio de un proceso de selección que incluía testimonios de experiencias religiosas”.
Piensen en Elmer Gantry, el charlatán evangélico de la novela epónima de Sinclair Lewis. Gantry es un pecador y confesor serial. Hacia el final del libro ruega ser perdonado una vez más por sus muchos pecados para que se le permita regresar al redil de los verdaderos creyentes, antes de echar una rápida mirada a los “encantadores tobillos” de una joven del coro. “¡Aleluya!”, gritan los creyentes, y Gantry reza:
Permíteme contar este día, Señor, como el principio de una nueva y más vigorosa vida, como el inicio de una cruzada para lograr la moralidad completa y la dominación de la Iglesia cristiana en todo el país. Amado Señor, ¡tu trabajo apenas ha empezado! ¡Aún haremos de estos Estados Unidos una nación moral!

Ecos de este sentimiento pueden escucharse cada domingo cuando los televangelistas invitan a las personas a salir del público con los brazos en alto y confesar sus pecados ante millones de espectadores, antes de depositar una aportación económica. Lo mismo podía observarse, en las pasadas décadas, en programas televisivos como el show de Oprah Winfrey, donde luminarias de los talk shows actuaban como confesores de algunas descarriadas estrellas de cine.
En esta tradición protestante el individuo tiene una relación con su comunidad muy diferente a la de los católicos o los judíos piadosos. La salvación no se persigue en primer lugar por medio de la pertenencia a una iglesia jerárquica o una sinagoga. Los protestantes tienen que encontrar su propio camino hacia la bendición de Dios gracias al autoexamen, el testimonio público y la realización de acciones que demuestren una virtud impecable. Debe ser además un proceso constante.
En su famoso libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber observó que el ideal protestante es más exigente que la aspiración católica de acumular poco a poco buenas acciones individuales en nuestro haber. Los pecados no se olvidan en rituales privados de expiación –borrón y cuenta nueva para pecar y ser absuelto–. Más bien, la salvación reside en “un sistemático control de uno mismo, que cada día se encuentra ante esta alternativa: ¿elegido o condenado?”. Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos. Para los elegidos, el señalamiento de la virtud no puede nunca detenerse.
De acuerdo con Weber, era el “espíritu del trabajo arduo” lo que caracterizaba a aquellos que se esforzaban por alcanzar el propósito protestante de la perfección ética. Esto podía interpretarse literalmente como el trabajo de acumular fortuna por medio de la honesta labor. Pero esta labor y su fruto material acompañan el trabajo espiritual del mejoramiento moral. Hay claros paralelos contemporáneos con lo que los teóricos del antirracismo llaman “hacer el trabajo”, que funciona como un signo de la iluminación actual y a la vez del compromiso de automejoramiento continuo e interminable.
Ser uno de los elegidos en el pensamiento protestante –en especial el calvinista o puritano– no es convertirse en un santo monje, dedicado al culto y a la silenciosa contemplación, sino ser un tipo de empresario espiritual, cuya fe y virtud se expresan a través de una actividad incesante de mejoramiento del mundo, como en aquello de hacer “de estos Estados Unidos una nación moral”.
Por esta razón es que Weber argumentó que la fe protestante se adecuaba de modo tan preciso a la empresa capitalista
Por esta razón es que Weber argumentó que la fe protestante se adecuaba de modo tan preciso a la empresa capitalista. Trabajar duro no es únicamente un deber espiritual sino también uno secular: si del trabajo duro resulta una gran fortuna, bueno, eso también es un signo de que uno puede contarse entre los bendecidos.
El fervor moral en la tradición protestante es enteramente compatible con la creencia en que el progreso está unido al éxito material. La veneración católica de santos que vivieron en pobreza monástica es ajena a esta sensibilidad.

Weber aprobaba la empresa individual, la industria, la organización social racional y otros beneficios de la ética protestante. Pero también estaba plenamente consciente de la severa intolerancia que podía engendrar. “Estos favoritos de la gracia, los elegidos, y por lo mismo, santos”, escribió,
faltándoles conciencia de la propia debilidad, no se sentían indulgentes ante el pecado cometido por el prójimo, sino que odiaban y despreciaban al que aparecía como un enemigo de Dios, que llevaba impreso el signo de la condenación eterna.

El problema con el dogma –sea al pecado original, la inmortalidad del alma o el antirracismo– es que prohíbe el escepticismo. Tener reservas sobre algo que se considera sacrosanto es ser un incrédulo, o peor, un herético, y por ende alguien que debe ser expulsado. “Para el Elegido”, escribe McWhorter, el racismo es el equivalente de Satán”. Todavía más: el Elegido ve las obras de Satán en todos lados.
En un escrito publicado en Harper’s en 1964, el historiador Richard J. Hofstadter diagnosticó que el “estilo paranoide” era un rasgo recurrente de la política estadounidense, cuyos partidarios convertían todos los conflictos sociales en un “encuentro de lucha libre espiritual entre el bien y el mal”. Algunas de sus manifestaciones más tempranas fueron los “militantes” protestantes que temían que el país estuviera siendo infiltrado por “secuaces del papa”.
El individualismo y la virtud cívica son los pilares estereotípicos de la sociedad estadounidense y ya fueron acertadamente descritos en La democracia en América de Tocqueville. Luego está la arraigada ilusión de la relativa ausencia de clases. Las jerarquías de clases eran para el viejo mundo; Estados Unidos aspiraba a ser una nación donde cualquiera pudiera triunfar.
Naturalmente, el capitalismo no puede disociarse del surgimiento de la clase media en Europa y de cómo esta reemplazó gradualmente a la aristocracia terrateniente (y al clero en los países católicos) en tanto élite en el poder con sus propios marcadores de estatus. En los países de mayoría protestante, estos marcadores tenían todo que ver con la percepción de haber sido elegidos a consecuencia de la virtud superior.
Considérese a esos serios dignatarios de las pinturas holandesas del siglo XVII, agrupados de manera solemne alrededor de mesas de roble, vestidos con sobrias togas negras y gorgueras blancas, que administraban la caridad a los pobres que la merecieran. Algunos de ellos pudieron haberse hecho ricos gracias a sus negocios con las plantaciones esclavistas en Brasil, o directamente con el comercio de esclavos. Pero, como acérrimos calvinistas, se hubieran visto a sí mismos como los elegidos no por linaje familiar o propiedad de la tierra, sino por su rectitud moral. Lo mismo puede decirse de los roundheads de Oliver Cromwell, puritanos y presbiterianos, que se rebelaron contra el autocrático rey Carlos I y sus inclinaciones papistas.
Uno podría acusar a esos presuntuosos notables de la edad de oro holandesa de hipocresía, de disfrutar un patrimonio construido sobre las espaldas de esclavos coloniales y aún así pretender ser moralmente superiores. Pero, a la vez, debe ver rastros de esa pretensión protestante (e hipocresía) en el comportamiento de bastantes personas hoy en día. Equivalencias entre nuestros contemporáneos podrían incluir a Phil Knight, el cofundador de Nike, que aprobó una campaña publicitaria contra el racismo protagonizada por el quarterback de la NFL Colin Kaepernick antes de donar dinero a políticos republicanos de derecha. O a Jeff Bezos, cuya compañía Amazonadornó su página de inicio con una pancarta de “Black Lives Matter” (Las vidas de la gente negra importan) mientras vendía programas de reconocimiento facial a los departamentos de policía.
A diferencia del primer Gran Despertar, la ola de puritanismo en curso no es el coto de pobladores rurales reunidos para rezar bajo toldos improvisados, sino de sofisticados urbanitas con educación. Hoy en día los Elegidos tienden a operar casi exclusivamente en instituciones de élite: desde bancos y corporaciones globales hasta fundaciones culturales prestigiosas, museos y organizaciones de salud, periódicos de calidad y revistas literarias. Pero ser más privilegiado que la mayoría de la gente no impide sentirse virtuoso, con tal de que el Elegido declare públicamente su compromiso con la búsqueda de la justicia social.
Se ha vuelto casi obligatorio, por ejemplo, para las compañías de Fortune 500, publicar una declaración de Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI) que jura obedecer los valores correctos, independientemente de cuán divorciados estén esos valores respecto de lo que hace la compañía. “Estamos transitando un camino desde la conciencia hasta el compromiso con la acción” (PepsiCo, Inc.); “Diversidad e inclusión son el fundamento de nuestra cultura y reflejan nuestro principio de hacer lo correcto” (Lockheed Martin); “Por mucho tiempo hemos estado comprometidos a promover la inclusión, la diversidad y la equidad” (Goldman Sachs).
Estas palabras pueden sonar vacías pues provienen de un productor de comida chatarra, un fabricante de armas y un banco de inversión, pero lo que importa es que sean recitadas, como la liturgia protestante, en público.
Estas palabras pueden sonar vacías pues provienen de un productor de comida chatarra, un fabricante de armas y un banco de inversión, pero lo que importa es que sean recitadas, como la liturgia protestante, en público
La misma hipocresía reina en las escuelas privadas de alto nivel, como Dalton en Manhattan (con colegiaturas de 61,000 dólares al año), donde hay ahora tres encargados de diversidad de tiempo completo así como un equipo de psicólogos entrenados para ocuparse del “estrés traumático por motivos raciales” y sesiones anuales de entrenamiento antiprejuicios para padres y estudiantes. El Amherst College (con colegiaturas de 66,000 dólares al año), mientras tanto, ofrece al personal blanco y a los profesores un nuevo Grupo de Recursos para Colegas, a fin de guiarlos por medio de “una serie de actividades de autorreflexión y de pasos para la acción cuyo propósito es comenzar y sumergirse más profundamente en el trabajo del antirracismo”.
En esta enseñanza, el privilegio blanco es como el pecado original. Rico o pobre, uno nace con él. Una persona blanca solo podrá ser considerada antirracista mientras se mantenga confesando su culpabilidad, igual que los protestantes, que se consideran pecadores de nacimiento.
Una persona blanca solo podrá ser considerada antirracista mientras se mantenga confesando su culpabilidad, igual que los protestantes, que se consideran pecadores de nacimiento
Uno podría alegar que el antirracismo es particularmente importante en las escuelas y empresas más ricas, donde las minorías han estado históricamente subrepresentadas. Si uno va a hacer algo con las actitudes de privilegio, ¿por qué no comenzar en la cima? Un elemento de culpa podría ayudar a entender el afán de aplicar semejantes medidas en las instituciones más prestigiosas. Una explicación menos caritativa es que es más fácil realizar los rituales del antirracismo –contratar a encargados de la diversidad, imponer sesiones de entrenamiento antirracista, hacer nobles declaraciones– que pagar impuestos más elevados para mejorar las escuelas y los servicios públicos.
Contratar a mil encargados de la diversidad en Dalton no va a ayudar gran cosa a los niños negros de bajos recursos de Harlem o del Bronx. El peligro de esta línea de conducta es constreñir “las fuerzas sociales y económicas reales”, como alguna vez formuló Joan Didion en otro contexto, de modo que resulten “personalizadas y a final de cuentas oscurecidas”.
James Baldwin, a propósito de por qué los liberales blancos no entendían que los hombres y las mujeres negros apoyaran a los Musulmanes Negros en los años sesenta, dijo que su incomprensión
hacía evidente la poca conexión entre las actitudes de los liberales y las percepciones, las vidas e incluso el conocimiento de los negros; revelaba, de hecho, que podían entender al negro como símbolo o como víctima, pero no tenían una percepción de él en tanto hombre.
Las discusiones que no están ancladas en las condiciones materiales y en las que casi todo se convierte en un símbolo son señales de un esquema mental protestante más que político. Los Elegidos gustan de hablar de la naturaleza “estructural” de la opresión, pero la representación pública de la virtud progresista, o en realidad también de actitudes anti woke de la derecha, es con frecuencia un sustituto de discusiones de reformas serias y sistemáticas.

Lo que distingue al Elegido no es simplemente la fortuna. Donald Trump y sus defensores multimillonarios tienen muchísimo más dinero que los profesores universitarios y los curadores de los museos que se consideran a sí mismos iluminados. Tampoco es necesariamente un asunto de nacimiento, aunque el costo de una educación de élite sí aumenta la distancia entre los que tienen y los que no. Para los herederos contemporáneos de la ética protestante, el estatus se define teniendo las opiniones correctas sobre determinados temas sociales y culturales.
Esto está conectado con un giro más amplio de la izquierda que pasó de representar los intereses económicos de la clase trabajadora a promover causas culturales y sociales. El viraje, visible en muchos países occidentales, coincidió con una disminución de la fuerza de los sindicatos, y fue especialmente marcado en Gran Bretaña y Estados Unidos en los años ochenta, cuando Margaret Thatcher y Ronald Reagan impulsaron la idea de que la libertad era principalmente un asunto de libre mercado. Sin embargo, la política cultural, que incluye la identidad racial, el feminismo y la liberación homosexual, todas ellas causas necesarias y loables, ya había comenzado a afianzarse entre los progresistas en los años sesenta.
El gran parteaguas en Estados Unidos fue la guerra de Vietnam, que recibió apoyo por parte de muchos sindicalistas que no eran particularmente progresistas cuando se trataba de los derechos civiles de la gente negra. Al momento de escribir sobre la política demócrata de aquel periodo, Richard Rorty argumentaba que los liberales de izquierda habían asumido desde mucho tiempo atrás que eliminar las injusticias y el “egoísmo” del capitalismo también suprimiría la lacra de la discriminación racial.
Durante los sesenta, no obstante, la izquierda comenzó a cambiar su enfoque del egoísmo económico hacia el sadismo social y cultural. “Los herederos de la Nueva Izquierda de los años sesenta”, escribió, “han creado dentro de la academia una izquierda cultural. Muchos miembros de esta izquierda se especializan en lo que denominan la ‘política de la diferencia’ o de la ‘identidad’ o del ‘reconocimiento’”. Y los intereses de los trabajadores, especialmente de los trabajadores blancos, no han ocupado nunca una parte importante en esto.
En Europa, donde la culpa por el colonialismo jugó un papel similar a la culpa de los estadounidenses blancos por el esclavismo, esta tendencia política tomó con frecuencia la forma del tercermundismo. Se idealizó a los dictadores no occidentales, con tal de que se llamaran a sí mismos socialistas, y se achacaron los males del mundo al imperialismo occidental. Esto condujo a muchos absurdos: la veneración de Mao o, en algunos círculos errados, la admiración por los asesinos Jemeres Rojos de Camboya.
A menudo, la política de la diferencia la iniciaron negros, mujeres, homosexuales y otros grupos que sentían el aguijón de la discriminación. Solo más adelante la adoptaron miembros de la élite blanca. Desestimar esto como una moda, como hizo Tom Wolfe en su famoso ensayo “Radical chic” sobre el coctel organizado por Leonard Bernstein para las Panteras Negras, fue divertido pero injusto. Algunas personalidades de la Nueva Izquierda se interesaban en las disparidades económicas y no solo en temas de la identidad.
La distancia entre las prioridades culturales de la izquierda y su agenda económica se convirtió para los progresistas en un problema serio en los años noventa. Para entonces se había vuelto mínima la diferencia entre la política económica liberal y la conservadora

Sin embargo, la distancia entre las prioridades culturales de la izquierda y su agenda económica se convirtió para los progresistas en un problema serio en los años noventa. Para entonces se había vuelto mínima la diferencia entre la política económica liberal y la conservadora. Después del colapso de la Unión Soviética, se produjo una desilusión generalizada entre los liberales respecto de todo lo que sonara a socialismo, o en realidad acerca del Estado como un actor relevante para el mejoramiento socioeconómico.
A la vez, poca gente añoraba un resurgimiento del poder laboral. Como dijo en alguna ocasión Peter Mandelson, el secretario de comercio de Tony Blair, sobre la nueva imagen del Partido Laborista, al que ambos pertenecían:
“Estamos profundamente relajados respecto a que la gente se vuelva asquerosamente rica.”
Los liberales, así como los conservadores moderados, estaban también profundamente tranquilos respecto a la globalización. Un tipo de economía global sin fronteras, supervisada por instituciones pannacionales, en la que las corporaciones tenían la libertad de fabricar sus productos donde quiera que el trabajo fuese más barato, y la inmigración a los países más ricos era alentada por progresistas, porque creían en el multi-culturalismo, y por conservadores, porque mantenía bajo el costo de la fuerza de trabajo.
No hay duda de que mucha gente se benefició de la globalización. No solo los directores ejecutivos de las corporaciones sino también los profesores, los escritores, los cineastas, los actores, los organizadores de conferencias, los gerentes de fundaciones y los curadores de museos, en otras palabras, precisamente el tipo de personas que tienden a ser los Elegidos. Me cuento entre ellos. Como periodista internacional, aprecio los beneficios de vivir en un mundo cosmopolita de políticas migratorias generosas, empresas particulares y poblaciones urbanas diversas que enriquecen la vida cultural y culinaria. Considero que los acuerdos comerciales internacionales son algo bueno en términos generales, y apoyo la Unión Europea.
Pero los beneficiarios del globalismo –como yo mismo– no pueden dejar de ver, especialmente desde la crisis financiera de 2008, que no todos habían salido favorecidos. Obreros industriales perdieron sus trabajos cuando las fábricas abandonaron sus países. A menudo, nuevos inmigrantes compiten por los empleos peor pagados con pobladores que ya estaban en desventaja. La Unión Europea no se ha portado bien con los países europeos más pobres, como Grecia, en tiempos de crisis. Mientras tanto, la inclinación, entre los liberales educados, a denigrar el sentimiento nacional puede percibirse como una manera de quitarle a la gente menos afortunada lo único que le da un sentido de orgullo.
Los conflictos de interés son inevitables. Todo sistema imaginable crea ganadores y perdedores. Pero, con demasiada frecuencia, los Elegidos han recurrido a un moralismo autocomplaciente. De un lado están aquellos que abrazan todas las actitudes iluminadas; del otro, los no reformados que, en palabras de Barack Obama, “se aferran a las armas o a la religión o a la antipatía hacia gente que no es como ellos o al sentimiento antiinmigrante o al sentimiento anticomercio, como una manera de explicar sus frustraciones”.
Pero las pretensiones de superioridad moral tienen un fuerte aire de hipocresía cuando aquellos que se benefician de un orden político y económico particular pretenden también tener autoridad moral y denuncian a sus críticos como pecadores perversos
Una dinámica similar puede verse cuando a los europeos críticos de la UE se les desestima como “xenófobos”. O cuando se les llama “racistas” a quienes se quejan de no sentirse como en casa en sus viejos barrios. En algunos casos, o tal vez incluso en muchos, esas etiquetas pueden ser apropiadas.
Pero las pretensiones de superioridad moral tienen un fuerte aire de hipocresía cuando aquellos que se benefician de un orden político y económico particular pretenden también tener autoridad moral y denuncian a sus críticos como pecadores perversos. Peor que esto, el moralismo de la política cultural y la insistencia obsesiva en la raza, el sexo y el género entierran a menudo el problema fundamental de nuestro tiempo: la peligrosa distancia entre ricos y pobres.
El pensador marxista negro Adolph Reed lo formuló así:
Si la única injusticia factible es la discriminación, entonces no hay ya base alguna para hablar de la desigualdad económica como un problema. Esto ocurre mientras la sociedad se está volviendo cada vez más desigual en términos económicos.
La tendencia de las élites culturales y sociales a disculparnos por nuestra buena fortuna y afirmar ansiosamente nuestras credenciales morales no hace nada para apoyar a los menos afortunados.
La tendencia de las élites culturales y sociales a disculparnos por nuestra buena fortuna y afirmar ansiosamente nuestras credenciales morales no hace nada para apoyar a los menos afortunados
Los Elegidos están librando la guerra de clases equivocada. Los progresistas deberían estar del lado de toda la gente que es vulnerable y necesita protección ante intereses poderosos. La obsesión cuasi protestante con la moralidad de los personajes públicos no resultará en reformas necesarias.
Los progresistas deberían estar del lado de toda la gente que es vulnerable y necesita protección ante intereses poderosos
Las declaraciones que subrayan la inclusión, la diversidad y la justicia racial suenan radicales, pero con frecuencia distraen de los retos mucho más difíciles de mejorar la educación y la salud públicas, o de introducir reformas fiscales que creen una mayor igualdad. Este trabajo hará mucho más por el bienestar de la gente pobre y marginada que las demostraciones de virtud.
Las declaraciones que subrayan la inclusión, la diversidad y la justicia racial suenan radicales, pero con frecuencia distraen de los retos mucho más difíciles de mejorar la educación y la salud públicas, o de introducir reformas fiscales que creen una mayor igualdad
El relativo éxito de los demócratas en las pasadas elecciones intermedias mostró una conciencia creciente sobre este tema entre los políticos progresistas. Concentrarse en problemas económicos locales ayudó a muchos demócratas a ganar escaños. Hay una posibilidad de que las democracias occidentales superen las actuales olas de populismo de derecha y moralismo de izquierda, pero los prospectos serán mucho mejores si los Elegidos pueden aprender a atemperar su celo puritano. Pueden comenzar por ponerle un poco más de atención a Marx y pasar un poco menos tiempo morando bajo las largas sombras de Lutero y Calvino.
Traducción del inglés de Andrea Martínez Baracs.
Publicado originalmente en Harper’s.










¿Qué diablos es el wokismo?
Es una ideología religiosa que hunde sus raíces en el variopinto y poderoso protestantismo de Estados Unidos
Por Carlos Martínez Gorriarán, 14 FEB 2025
https://www.vozpopuli.com/opinion/que-diablos-es-el-wokismo.html
Se discute si el wokismo ha sido derrotado por las victorias de Meloni, Milei, Trump y otros líderes de la nueva derecha populista, pero sea la respuesta sí o no, la pregunta está mal formulada. Permítanme el preaviso de que hay wokismo para rato. En primer lugar, porque no es lo mismo que la izquierda política y cultural, aunque en Europa lo conozcamos bajo ese aspecto, y en segundo porque es una ideología religiosa que hunde sus raíces en el variopinto y poderoso protestantismo de Estados Unidos.
Stay woke, despertad a la llamada del Señor
Para entenderlo hay que remontarse a la reforma protestante. Como es sabido, una gran diferencia entre católicos y protestantes es que los segundos aspiran a la relación directa con Dios a través de la lectura y meditación de la Biblia. A diferencia del clero católico, los pastores son guías espirituales, pero no sacerdotes consagrados. Por eso los protestantes tienen fácil declararse pastores, abandonar su comunidad y fundar otra basada en sus propias convicciones y experiencias. En definitiva, en protagonizar cismas dentro del cisma, tendencia que apareció en las iglesias protestantes casi de inmediato, así entre Lutero y Calvino, y ambos contra los anabaptistas. Es la lógica motora de un mundo de increíble complejidad.
Como el objetivo político del protestantismo es conseguir un Estado adecuado para su ideal de vida cristiana, muchos cismáticos eran (y son) reformadores políticos radicales, incluso revolucionarios. Uno de ellos fue Oliver Cromwell, el puritano inglés que encabezó la revuelta político-religiosa concluida en guerra civil entre los parlamentarios y puritanos, de un lado, y los monárquicos del otro. Impuso a Inglaterra una República anticatólica y puritana radical. La monarquía fue restaurada tras su muerte pues, en 1688, un complot de nobles anglicanos expulsó al católico Jacobo II, importó un rey protestante de la dinastía holandesa de Orange, y proclamó la soberanía del Parlamento inglés (que no del pueblo). Pero esa es otra historia no menos religiosa.
Otros puritanos ingleses, con los cuáqueros, optaron por emigrar a Nueva Inglaterra con el objetivo claramente político-religioso de fundar allí sus comunidades cristianas ideales sin interferencias de Londres. Surgió así la Iglesia congregacionalista, de características muy influyentes en los futuros Estados Unidos. El pastor era un representante electo, de poder limitado por el consejo presbiterial, y todo creyente descontento podía dejarla para fundar su propia congregación. Así los futuros Estados Unidos se convirtieron en Tierra de Promisión de los protestantes radicales, que se veían a sí mismos como nuevo Pueblo Elegido, y proliferó la creación de nuevas iglesias (metodistas, presbiterianos, baptistas, evangélicos, mormones, etc.)
Hacia 1730, el mundo protestante experimentó un gran movimiento de renovación religiosa conocido como Gran Despertar (First Great Awakening) o Reavivamiento Evangélico, cuyo lema era despertar a la fe, de donde procede el wokismo actual. No se limitó a la piedad y la devoción personal, pues también tenían objetivos puramente políticos que llevaron a la rebelión e independencia de los futuros Estados Unidos. Edmund Burke advirtió al Parlamento británico de que los rebeldes americanos no eran sino protestantes contra el protestantismo oficial. Y empaparon a la democracia norteamericana de su profunda y característica religiosidad, como analizó con maestría Alexis de Tocqueville en su clásico La democracia en América. El movimiento se reavivó en 1790-1840, y en 1930 con el “stay woke” (stay awake pronunciado por afroamericanos), origen del wokismo de izquierda actual.
El wokismo permitió la reconversión de la lucha final entre burguesía y proletariado, erróneamente profetizada por Marx, en un combate plagiado a la escatología cristiana, a saber, la lucha final de ángeles y demonios en Armagedón.
El movimiento woke, al inicio muy conservador en materia moral, nació en las iglesias, donde enlazó con el movimiento antirracista por los derechos de los negros, que naturalmente interesó mucho a la izquierda radical (Stalin y Trotsky estuvieron de acuerdo en apoyar la autodeterminación negra en Estados Unidos). Pero lo importante es que esa izquierda no es menos religiosa que la derecha conservadora; la diferencia está en que su religión política revolucionaria pretende, para resumir, instaurar el paraíso en la Tierra, sea en la modalidad anarquista o en la comunista de Asaltar los Cielos que popularizó el asaltante de Galapagar, aunque en la historia quedó en el asesinato de Trotski por el piolet de Ramón Mercader.
El comunismo de Marx es una religión política total, con su Iglesia (el Partido), rituales y Teología (y herejías), exigencia de fe y promesa de salvación, pero en esta vida. Con ese sustrato, la izquierda comunista no tuvo ningún problema en adoptar el wokismo americano cuando la vieja teología de la lucha de clases calló en el descrédito. El wokismo permitió la reconversión de la lucha final entre burguesía y proletariado, erróneamente profetizada por Marx, en un combate plagiado a la escatología cristiana, a saber, la lucha final de ángeles y demonios en Armagedón.
Los ángeles woke de izquierda son, obviamente, sus minorías protegidas: mujeres, etnias marginadas y LGTBI etc. Los demonios, los “hombres blancos heterosexuales” culpables de toda violencia, explotación y desigualdad. La democracia liberal capitalista es el infierno del pecado, y los movimientos alternativos, entre los que se camufla el viejo comunismo, el paraíso en la Tierra. Si añadimos ecologismo radical y antisemitismo, obtenemos el paquete completo.
El papel capital de las universidades americanas en esta adaptación tampoco es extraño. Harvard nació como seminario para formar pastores, y los intelectuales más innovadores, por ejemplo los del circulo de Emerson en Concord (Hawthorne, Walt Whiltman, Thoreau, Louisa May Alcott o Herman Melville), también eran muy religiosos a su modo. Como todo degenera, la última oleada académica, influenciada por los disparates de Sartre, Marcuse, Foucault y compañía, aportó el milagro con la teoría queer de Judith Butler, que cancela la naturaleza y regala a cada creyente el milagro de elegir el género sexual que más le guste.
El wokismo es la utopía político-religiosa y es iliberal porque no acepta la política laica ni el pluralismo (salvo el protestante), e incompatible con el sistema cuando se hace revolucionaria, como en tiempos de Cromwell y del neocomunismo actual, incluido el chavismo. Muta y se transforma, pero no desaparece. Uno de los primeros y calculados nombramientos de Trump ha sido el de su portavoz en asuntos religiosos, la popular telepredicadora Paula White. El gesto es trasparente: no a las políticas wokistas de diversidad y género, sí a reforzar la alianza con la religión arrebatándola a la izquierda woke con una derecha también “stay woke”. Lo proclama el dólar: “in God We Trust”. Nunca lo han escondido.
La utopía ‘woke’ y sus enemigos
«El movimiento ‘woke’ y sus políticas identitarias, como no busca el bien común, sino el poder –y a menudo con ánimo revanchista– despierta a los contrarios»
Por Ignacio Gomá, 14 FEBRERO 2025
https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2025-02-14/utopia-woke-enemigos/
Tres ideas han bajado esta semana a la Tierra directamente desde el Cielo. La primera nos la trajo el filósofo Daniel Innerarity. Nos anunció que las políticas identitarias cumplirían por fin la sempiterna promesa de libertad e igualdad; el problema es que hasta ahora no las habíamos entendido bien. Después, un secretario de Estado tachó de terraplanista a quien pusiese en duda que la masculinidad tóxica adelanta la muerte cinco años. Por último, Gabriel Rufián cerró el círculo con una reductio ad Francum, que nunca está de más: «No ser un puñetero facha es woke».
El atajo al cielo es tan viejo como el mundo. Tome la república de los filósofos, la mano invisible, la revolución del proletariado o el nacionalismo. El resultado siempre es el mismo: si la ideología logra abrirse camino, envenena el pensamiento a su paso. El movimiento woke y sus políticas identitarias, con su pretensión de abarcar la inconmensurable complejidad de la vida desde un solo ángulo, constituyen una utopía más a la que no debe entregarse una carta blanca.
Empecemos por el principio, que es además lo importante: hay colectivos que sufren e ignorar esto es una canallada. La sociedad está y siempre ha estado compuesta por minorías infrarrepresentadas y tradicionalmente oprimidas. Liberarla de prejuicios y obstáculos para lograr libertad e igualdad para todos es parte del progreso social. Acordado esto, queda lo más difícil: ponerse de acuerdo sobre la forma de resolver el problema.
Pluckrose y Lindsay han demostrado en Teorías cínicas que la política identitaria y la ideología woke parten de una fe foucaultiana en que la sociedad está formada por sistemas de poder invisibles en los que todos participamos, incluso aunque no nos demos cuenta. Este dogma, al margen de sus inevitables contradicciones, encubre una idea más brutal: que todos estamos en lucha contra todos.
Los apóstoles de esta nueva causa nos invitan –obligan– a compartir la visión de un mundo que, al parecer, aspira a equilibrar los términos del contrato social para erigir una fraternidad universal entre ciudadanos libres e iguales. Pero es mentira. Se nos habla de inclusión, objetivo con el que es fácil estar de acuerdo. Pero lo que después nos encontramos es una fantasmagórica policía del lenguaje, un programa «reeducador», un victimismo sancionador y una «cultura de la cancelación», que no es cancelación sino acoso y no es cultura sino barbarie.
Ejemplos hay mil. Se trata de encontrar y después extirpar presuntas lacras presentes en la sociedad: el carácter potencialmente violador de todos los hombres, el racismo intrínseco de todos los blancos, la gordofobia de los flacos y el capacitismo de los capacitados. Errores, pequeños despistes o incluso malentendidos pueden arruinarle a uno la vida. Si usted, por ejemplo, le pregunta a un hombre de aspecto chino de dónde es, si resulta que nació en Madrid está indirectamente perpetuando la xenofobia como constructo social; si tiene usted suerte y resulta que es chino, entonces es una pregunta perfectamente normal.
Como toda ideología, las políticas identitarias tienen un ingrediente adictivo que arrastra hacia la obsesión. Probablemente esto se deba a que ofrecen explicaciones sencillas a cuestiones muy complejas. A primera vista, sus argumentos son satisfactorios, incluso aparentemente completos, pero ocurre que son insuficientes en perspectiva. Parafraseando a Chesterton en su Ortodoxia, sus defensores terminan dando vueltas en un círculo tan redondo y perfecto como el mundo, pero infinitamente más pequeño.
Al poco tiempo, uno se encuentra estrechando su humanidad y la de los demás en ese diminuto círculo inoperante para abarcar la realidad, que es por definición inaprensible. Lo hemos visto en la Gala de los Goya. La pretensión de virtud del movimiento desaparece de escena tan pronto como el sujeto no muestra su inconfundible adhesión a la causa. Karla Sofía Gascón es trans, sí, pero no es una buena trans. La defensa de su identidad pierde súbitamente legitimidad. La teoría, al ponerse en práctica, se descubre profundamente interesada y arbitraria.
Por si fuera poco, esta nefasta estrategia no sólo termina defraudando en sus promesas, sino que además tiene el don de despertar al contrario, que responde con la misma moneda. Como no busca el bien común, sino el poder –y a menudo con ánimo revanchista–, pone en guardia a los demás. No hay más que ver la aplastante victoria de Trump, el decreto en el que proclama que sólo hay dos géneros o, peor, sus declaraciones sobre el accidente aéreo en Washington, del cual responsabiliza precisamente a las políticas identitarias. Además de una profunda temeridad, sus palabras son el reflejo –ya totalmente degenerado– de una incursión penosa en una política de luces cortas.
Entre unos y otros, el ciudadano común observa atónito la música desafinada de esta clase política e intelectual y se debate entre dos cosas: bien retirarse del mundo, como Montaigne, o bien retirarlos a ellos… al rincón de pensar.
Donald Trump por cauces de olvidada sensatez….
Vamos a esperar los 100 días de rigor, pero de momento, se agradece su voluntad de PAZ.
En Europa, la CLASE/CASTA BURÓCRATA se veía centralizando la compra de armamento, y sus comisiones con sus prebendas corruptas.
Imagino a Koldo de intermediario de la U-Von, ofreciendo a astilleros urbi et orbi el encargo de DIEZ PORTAAVIONES
Gracias por comentar
el wokismo de pedro sanchez perez castejon
Estimado «allanamiento», gracias por comentar.
En mi opinión, Pedro Sánchez está lejos del fundamentalismo woke. Lo suyo es más disipado. Pragmático. Si me vale es que vale, es lo que viene a ser, salvadas las distancias -o no- el «si a mi no me duele, es que no duele» del, digamos, «Oceánico».
Me sirve, lo uso. Me deja de servir, lo tiro. Y al indiferente, aplíquese la legislación vigente.
Antiguo como el mal. Y tan vil como efectivo.
Saludos