LA NECESIDAD DE UN TECHO COMÚN, por Iván Illich (1926-2002): El Imperativo Tecnológico (La creencia irracional en el poder de la ciencia y la tecnología)
“¡Ah, es difícil encontrar esa huella de Dios en medio de esta vida que llevamos, en medio de este siglo tan contentadizo, tan burgués, tan falto de espiritualidad, a la vista de estas arquitecturas, de estos negocios, de esta política, de estos hombres!
¿Cómo no había yo de ser un lobo estepario y un pobre anacoreta en medio de un mundo, ninguno de cuyos fines comparto, ninguno de cuyos placeres me llama la atención?”
¿Cómo no ser una anacoreta en medio de este siglo tan contentadizo, tan burgués, tan falto de espiritualidad?
Una vez sucedió por la noche que estando despierto en la cama, empecé de pronto a recitar versos, versos demasiado bellos, demasiado singulares para que yo hubiera podido pensar en escribirlos, versos que a la mañana siguiente ya no recordaba y que, sin embargo, estaban guardados en mí como la nuez sana y hermosa dentro de una cáscara rugosa y vieja.
Otra vez tornó la visión con la lectura de un poeta, con la meditación sobre un pensamiento de Descartes o de Pascal; aún en otra ocasión volvió a surgir, estando un día con mi amada, y a conducirme más adentro en el cielo.
¡Ah, es difícil encontrar esa huella de Dios en medio de esta vida que llevamos, en medio de este siglo tan contentadizo, tan burgués, tan falto de espiritualidad, a la vista de estas arquitecturas, de estos negocios, de esta política, de estos hombres!
¿CÓMO NO SER UN LOBO ESTEPARIO O UN ANACORETA?
¿Cómo no había yo de ser un lobo estepario y un pobre anacoreta en medio de un mundo, ninguno de cuyos fines comparto, ninguno de cuyos placeres me llama la atención?
No puedo aguantar mucho tiempo ni en un teatro ni en un cine, apenas puedo leer un periódico, rara vez un libro moderno; no puedo comprender qué clase de placer y de alegría buscan los hombres en los hoteles y en los ferrocarriles totalmente llenos, en los cafés repletos de gente oyendo una música fastidiosa y pesada; en los bares y “varietés” de las elegantes ciudades lujosas, en las exposiciones universales, en las carreras, en las conferencias para los necesitados de ilustración, en los grandes lugares de deportes; no puedo entender ni compartir todos esos placeres, que a mí me serían desde luego asequibles y por los que tantos millones de personas se afanan y se agitan.
Y lo que, por el contrario, me sucede a mí en las raras horas de placer, lo que para mí es delicia, suceso, elevación y éxtasis, eso no lo conoce, ni lo ama, ni lo busca el mundo más que si acaso en las novelas; en la vida, lo considera una locura.
Y, en efecto, si el mundo tiene razón, si esta música de los cafés, estas diversiones en masa, estos hombres “americanos” contentos con tan poco tienen razón, entonces soy yo el que no la tiene, entonces es verdad que estoy loco, entonces soy efectivamente el lobo estepario que tantas veces me he llamado, la bestia descarriada en un mundo que le es extraño e incomprensible, que ya no encuentra ni su hogar, ni su ambiente, ni su alimento.
No, también se las podía uno arreglar sin música de salón y sin el amigo, y era ridículo consumirse en impotentes afanes sociables. Soledad era independencia, yo me la había deseado y la había conseguido al cabo de largos años. Era fría, es cierto, pero también era tranquila, maravillosamente tranquila y grande, como el tranquilo espacio frío en que se mueven las estrellas.
TODA NUESTRA CULTURA ES UNA PORQUERÍA
Era música decadentista. En la Roma de los últimos emperadores tuvo que haber música parecida. Naturalmente que comparada con Bach y con Mozart y con música verdadera, era una porquería…, pero esto mismo era todo nuestro arte, todo nuestro pensamiento, toda nuestra aparente cultura, si la comparamos con cultura auténtica.
¿Llegaría también Europa a ser así? ¿Estaba ya en camino de ello? ¿Éramos nosotros, los viejos conocedores del mundo antiguo, de la antigua música verdadera, de la antigua poesía legítima, éramos nosotros únicamente una exigua y necia minoría de complicados neuróticos, que mañana seríamos olvidados y puestos en ridículo?
Lo que nosotros llamábamos “cultura”, espíritu, alma, lo que teníamos por bello y por sagrado, ¿era todo un fantasma no más, muerto hace tiempo y tenido por auténtico y vivo todavía solamente por un par de locos como nosotros? ¿Acaso no habría sido auténtico nunca, ni habría estado vivo jamás? ¿Habrá podido ser siempre una quimera eso por lo que tanto nos afanamos nosotros los locos?
UN DESTINO QUE NO ES PARA CUALQUIERA
Abrí mi cuarto, mi pequeña apariencia de hogar, donde me esperaban el sillón y la estufa, el tintero y la caja de pinturas, Novalis y Dostoiewski, igual que a los otros, los hombres verdaderos, cuando vuelven a sus casas, los esperan la madre o la mujer, los hijos, las criadas, los perros y los gatos.
Pero cuando me hube acomodado en la butaca y me puse las gafas de leer, vi, con asombro y con la impresión que de pronto se me abría de par en par la puerta del destino, el título en la cubierta de este folleto de feria: “Tratado del lobo estepario. No para cualquiera”.
Y lo que sigue era el contenido del escrito, que yo leí de un tirón, con tensión siempre creciente.
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HERMANN HESSE, El lobo estepario, Alianza Editorial. [FD, 26/06/2006]
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LA NECESIDAD DE UN TECHO COMÚN
«Una vez que un pueblo haya aceptado que vale la pena (no importa en qué medida) enviar a un hombre a la luna o mantener a algunos individuos en vida durante más de cien años, o hacer viajes a velocidades supersónicas, fácilmente acepta cualquier otra forma de explotación, por el hecho de que el ídolo en cuyo nombre se hace la explotación ha sido creado por un científico.
Esto lleva inevitablemente al control de la sociedad por medio de «tecnócratas expertos» (profesionales, especialistas, científicos, etc.) sin importar que estos hayan sido elegidos para el servicio del poder por un partido político o por un grupo de capitalistas.»
El control social de los sistemas de producción es la base de toda reestructuración social: la nueva fase en la cual ya entró la tecnología permite y exige una nueva determinación de ese control.
UNA NUEVA POLÍTICA DE AUTOLIMITACIÓN VOLUNTARIA Y COMUNITARIA
1) La propiedad social de los medios de producción; 2) el control social de los mecanismos de distribución, y 3) el acuerdo comunitario sobre la autolimitación de algunas dimensiones tecnológicas, pero sólo en su conjunto, constituyen la base para el control social de producción de una sociedad.
En las primeras etapas de la industrialización, los dos primeros aspectos parecían tan importantes que no permitieron que se desarrollara suficientemente el pensamiento sobre el tercero.
En nuestra opinión lo que hoy es necesario es el control político de las características tecnológicas de los productos industriales y de la intensidad de los servicios profesionales.
Esta nueva política consiste en la búsqueda de un acuerdo comunitario sobre el perfil tecnológico del techo común bajo el cual todos los miembros de una sociedad quieren vivir, más bien que la construcción de una plataforma de lanzamiento, desde la cual solamente a algunos miembros de esa sociedad se les envía a las estrellas.
Esta nueva política es de una autolimitación voluntaria y comunitaria, la búsqueda de máximos en la productividad institucional y en los consumos de servicio y de mercancías, de acuerdo con las necesidades que se consideran, dentro de esa comunidad, satisfactorias para cada individuo.
El control social del modo de producción adquiere una significación más amplia en la presente época de de desarrollo tecnológico. En las primeras etapas de la industrialización, la atención, con razón, tuvo que concentrarse sobre la propiedad de los medios de producción y sobre la distribución equitativa de los productos.
En la etapa por la que atravesamos desde los años sesenta, la definición social de un máximo, en relación con ciertas características básicas de los productos de una sociedad, debería ser la meta política más importante.
EL IMPERATIVO TECNOLÓGICO: TODO LO QUE SE PUEDE HACER, SE DEBE HACER
Las élites económicas de las sociedades latinoamericanas ya incorporaron, en su visión del mundo, lo que llamaremos el «imperativo tecnológico». Llamamos «imperativo tecnológico» a la idea de que si alguna hazaña técnica es posible en cualquier parte del mundo, hay que realizarla y ponerla al servicio de algunos hombres, sin importar en lo absoluto el precio que los demás miembros de esa sociedad hayan de pagar por ello.
Las sociedades capitalistas justifican la planificación bajo el signo del «imperativo tecnológico» por la evidente demanda de unos cuantos consumidores que necesitan moverse a velocidades supersónicas. Las sociedades socialistas justifican esta misma planificación por el supuesto servicio que deriva a la comunidad total de la posibilidad de que unos cuantos puedan moverse a tal velocidad.
En cualquier sociedad en la que se acepte el «imperativo tecnológico», éste se pone al servicio del progreso indefinido en calidad o en cantidad de los productos y de los servicios, destruyendo con esto la base para lograr la construcción del socialismo.
Esto lleva inevitablemente al control de la sociedad por medio de «tecnócratas expertos» (profesionales, especialistas, científicos, etc.) sin importar que estos hayan sido elegidos para el servicio del poder por un partido político o por un grupo de capitalistas.
Consideramos que el Kripto-estalinismo reside precisamente en esto: en adjudicarse el control social de los medios de producción, para justificar un control central de los productos, en servicio del aumento ilimitado de la producción.
Obreros de Hiram Abiff: El trabajo masónico
Creemos que en estos momentos existen condiciones para movilizar las mayorías de algunos pueblos de América Latina y de África con el fin de que rechacen conscientemente la dominación de los tecnócratas, consecuencia inevitable de la aceptación popular del «imperativo tecnológico».
Una vez que un pueblo haya aceptado que vale la pena (no importa en qué medida) enviar a un hombre a la luna o mantener a algunos individuos en vida durante más de cien años, o hacer viajes a velocidades supersónicas, fácilmente acepta cualquier otra forma de explotación, por el hecho de que el ídolo en cuyo nombre se hace la explotación ha sido creado por un científico.
LOS PUEBLOS TIENEN DERECHO A DECIDIR LOS LÍMITES MÁXIMOS DEL PROGRESO
El rechazo del «imperativo tecnológico» es la base para iniciar la búsqueda de las dimensiones tecnológicas que habría que someter al juicio popular para que la mayoría determine bajo que límites máximos quiere vivir. Por ejemplo:
¿Cuál es la velocidad máxima para el transporte de las personas, que permita el uso óptimo de los recursos públicos para garantizar una movilidad óptima a la gran mayoría?
¿Qué amplitud máxima del espectro electrónico, utilizado para la comunicación entre personas, garantizaría el nivel óptimo de comunicación entre las mayorías?
¿Hasta qué punto se permite el uso de los recursos públicos en la prolongación de la vida de un adulto, cuando tales gastos resultan discriminadores de la gran mayoría que requiere de servicios de previsión y mantenimiento de su salud o de asistencia en momentos de crisis aguda?
¿A qué métodos pedagógicos posibles hay que renunciar en favor de un acceso de las mayorías a los medios de autoformación o autoconocimiento?
La idea de que un pueblo decida democráticamente las dimensiones tecnológicas dentro de las que voluntariamente se limitaría a vivir, dentro de cierto ámbito, y no sólo provisionalmente, sino a largo plazo, es profundamente contraria al modo de pensar que hoy prevalece.
Es improbable que la iniciativa para plantear este problema se tome en los países europeos occidentales u orientales que se encuentran a medio camino de la industrialización.
En los países supercapitalistas la contaminación ambiental que hace que la tierra sea incapaz de sostener la vida humana y la superdeterminación del individuo que lo hace impotente para sobrevivir fuera de un ambiente artificial, ya llevan a la conciencia de una pequeña minoría la necesidad de pensar en la urgencia de limitar la producción.
Creemos que el liderazgo de un movimiento mundial hacia una nueva política popular, en la que el pueblo, ante todo, decida los límites máximos en que esa sociedad deba vivir, y después los haga asequibles a todos, debe venir de algunos países de América Latina, de África y posiblemente de China.
Cuernavaca, septiembre de 1971.
El imperativo tecnológico es creer que el desarrollo tecnológico -identificando tecnología con artefactos- es la fuente del progreso y la vía para superar las miserias y penas de épocas pasadas.
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IVÁN ILLICH (1926-2002), filósofo, teólogo e historiador. Obras reunidas I, apéndice. Fondo de Cultura Económica, México, 2006. FD, 17/01/2007.
Conocer y tratar a Iván Illich fue una de las experiencias más hondas que se pueden tener en la vida. Lo conocí en Cuernavaca en los años setenta, cuando estaba estableciendo el centro cultural Cidoc(Centro Intercultural de Documentación). Me referiré a este centro más adelante. Vayan primero algunos datos necesarios acerca de la vida de Illich.
Muy joven conoció el exilio —su familia se vio amenazada por el nazismo. Vivió en Florencia, ciudad que recordaba con amor. En Roma estudió filosofía y teología, sin olvidar las ciencias que le apasionaron siempre. Pronto se convirtió en sacerdote católico.
En 1950 estaba en Nueva York, donde vivió diez años como párroco de una comunidad portorriqueña, lo cual sin duda había de influir en el desarrollo futuro de sus ideas. En 1950 fue vicerrector de la Universidad Católica de Puerto Rico. A partir de 1960 inició su vida y obra en Cuernavaca en torno al Cidocy donde maduraron sus ideas, que frecuentemente fueron grandes críticas.
Se ha escrito que Iván Illich fue un “humanista revolucionario”, aunque en su caso valen poco las definiciones, y es que las definiciones son siempre demasiado vagas y generales cuando se trata del pensamiento vivo, siempre en movimiento, siempre renovándose, de este Iván Illich auténticamente religioso, cristiano en su vida y en su obra: en su obra, por así decirlo, viviente.
En Cuernavaca podía oírse la misa que Iván oficiaba aparte de las investigaciones del Centro: la misa que oficiaba este hombre alto, enjuto, derecho, con la verticalidad que, con los ojos en alto, era devoción, contemplación, acaso nada alejada de la mística.
Contemplativo y activo, muchas veces sonriente, lleno de afecto, Illich había emprendido una verdadera lucha ante lo que veía, con verdad, como la esclavitud —las esclavitudes— del hombre moderno. Así, cuando criticaba la educación escolar y la “escolaridad”, que él veía justamente como instrumento del dominio ejercido por el mundo industrial. Lo cual no significa que negara la educación.
Lo que Iván Illich deseaba, y trató de realizar con niños de Cuernavaca, era una educación viva o, mejor, una forma de la convivencia, palabra ésta, la de convivencia, esencial para entender la vida y la obra de Iván Illich.
En un libro difícil y también crucial Toward a History of Needs (1977), resumía Illich sus ideas fundamentales. Pensaba, con radicalismo y con visos de verdad, que la sociedad industrial había promovido una nueva elite de profesionales, cuyo trabajo consistía en convencernos a todos de que “necesitamos lo que no necesitamos”.
Frente a ella, es importante recordarlo, se podría oponer (¿realmente?, ¿idealmente?) la convivialidad o, por decirlo con sus propias palabras, los “instrumentos para la convivialidad” (tools for conviviality).
¿Muchas negaciones en la obra de Iván Illich? ¿Una actitud crítica acaso excesiva? No es de creerlo. Y no es de extrañar que en su curso anual en la Universidad de Yale —curso cuyas ganancias iban al Cidoc— escogiera como tema el pensamiento y la historia del siglo XII.
Hay que recordarlo: el siglo xii fue el de Abelardo, el de los grandes místicos, del arte romántico y el de cierto humanismo concreto y viviente que, por decirlo con Étienne Gilson, “se negaba a sacrificar ningún valor universal”.
Mucho nos deja Iván Illich, este hombre observador, entusiasta, agudo y frecuentemente alegre. Tal vez pensaba, como Quevedo, que nada hay peor que la falta de alegría. Su actitud, vigilante frente a las realidades de este mundo, fue una actitud crítica que exigía un verdadero diálogo con los demás hombres.
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