LAS PERPLEJIDADES DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE, por Hanna Arendt. «El peligro estriba en que una civilización global e interrelacionada universalmente, pueda producir bárbaros en su propio medio».

 

Las perplejidades de los derechos del hombre *

Por Hanna Arendt

 

"Las perplejidades de los derechos del hombre", por Hanna Arendt

 

La Declaración de los Derechos del Hombre a finales del siglo XVIII fue un momento decisivo en la Historia. Significaba nada más ni nada menos que a partir de entonces la fuente de la Ley debería hallarse en el Hombre y no en los mandamientos de Dios o en las costumbres de la Historia. Independiente de los privilegios que la Historia había conferido a ciertos estratos de la sociedad o a ciertas naciones, la declaración señalaba la emancipación del hombre de toda tutela y anunciaba que había llegado a su mayoría de edad.

Más allá de esto existía otra implicación de la que los formuladores de la declaración sólo fueron conscientes a medias. La proclamación de los derechos humanos tenía que significar también una protección muy necesitada en la nueva era, en la que los individuos ya no estaban afianzados en los territorios en los que habían nacido o seguros de su igualdad ante Dios como cristianos. En otras palabras, en la nueva sociedad secularizada y emancipada, los hombres ya no estaban seguros de esos derechos humanos y sociales que hasta entonces se habían hallado al margen del orden político y no garantizados por el Gobierno o la Constitución, sino por fuerzas sociales, espirituales y religiosas. Por eso, a lo largo del siglo XIX, la opinión general era que los derechos humanos habían de ser invocados allí donde los individuos necesitaban protección contra la nueva soberanía del Estado y la nueva arbitrariedad de la sociedad.

Como los Derechos del Hombre eran proclamados “inalienables”, irreducibles e indeductibles de otros derechos o leyes, no se invocaba a autoridad alguna para su establecimiento; el Hombre en sí mismo era su fuente tanto como su objetivo último. Además, no se estimaba necesaria ninguna ley especial para protegerlos, porque se suponía que todas las leyes se basaban en ellos. El Hombre aparecía como el único soberano en cuestiones de la ley de la misma manera que el pueblo era proclamado como el único soberano en cuestiones de Gobierno. La soberanía del pueblo (diferente de la del príncipe) no era proclamada por la gracia de Dios, sino en nombre del Hombre; así es que parecía natural que los derechos “inalienables” del hombre hallaran su garantía y se convirtieran en parte inalienable del derecho del pueblo al autogobierno soberano.

 

En otras palabras, apenas apareció el hombre como un ser completamente emancipado y completamente aislado, que llevaba su dignidad dentro de sí mismo, sin referencia a ningún orden circundante y más amplio, cuando desapareció otra vez como miembro de un pueblo

 

En otras palabras, apenas apareció el hombre como un ser completamente emancipado y completamente aislado, que llevaba su dignidad dentro de sí mismo, sin referencia a ningún orden circundante y más amplio, cuando desapareció otra vez como miembro de un pueblo. Desde el comienzo, la paradoja implicada en la declaración de los derechos humanos inalienables consistió en que se refería a un ser humano “abstracto” que parecía no existir en parte alguna, porque incluso los salvajes vivían dentro de algún tipo de orden social. Si una comunidad tribal o “atrasada” no disfrutaba de derechos humanos, era obviamente porque como conjunto no había alcanzado todavía esa fase de civilización, la fase de soberanía popular y nacional, sino que era oprimida por déspotas extranjeros o nativos. Toda la cuestión de los derechos humanos se vio por ello rápida e inextricablemente mezclada con la cuestión de la emancipación nacional; sólo la soberanía emancipada del pueblo, del propio pueblo de cada uno, parecía ser capaz de garantizarlos. Como la Humanidad, desde la Revolución francesa, era concebida a imagen de una familia de naciones, gradualmente se hizo evidente en sí mismo que el pueblo, y no el individuo, era la imagen del hombre.

La completa implicación de esta identificación de los derechos del hombre con los derechos de los pueblos en el sistema de la Nación-Estado europea surgió a la luz sólo cuando aparecieron repentinamente un creciente número de personas y de pueblos cuyos derechos elementales se hallaban tan escasamente salvaguardados por el funcionamiento ordinario de las Naciones-Estados en el centro de Europa como lo habrían sido en el corazón de África. Los Derechos del Hombre, después de todo, habían sido definidos como “inalienables” porque se suponía que eran independientes de todos los Gobiernos; pero resultó que en el momento en que los seres humanos carecían de su propio Gobierno y tenían que recurrir a sus mínimos derechos no quedaba ninguna autoridad para protegerles ni ninguna institución que deseara garantizarlos. O cuando, como en el caso de las minorías, un organismo internacional se arrogaba una autoridad no gubernamental, su fracaso era evidente aun antes de que se hubieran llevado a cabo totalmente sus medidas. No sólo los Gobiernos se mostraban opuestos más o menos abiertamente a esta usurpación de su soberanía, sino que las mismas nacionalidades implicadas no reconocían una garantía no nacional, desconfiaban de todo lo que no fuera un claro apoyo a sus derechos “nacionales” (en oposición a sus simples derechos “lingüísticos, religiosos y étnicos”) y preferían, como los alemanes y los húngaros, volverse en busca de la protección de la madre patria “nacional”, o como los judíos, hacia algún tipo de solidaridad interritorial (1).

Los apátridas estaban tan convencidos como las minorías de que la pérdida de los derechos nacionales se identificaba con la pérdida de los derechos humanos como de que aquéllos garantizaban a éstos. Cuanto más eran excluidos del Derecho en cualquier forma, más tendían a buscar una reintegración en lo nacional, en su propia comunidad nacional. Los refugiados fueron sólo los primeros en insistir en su nacionalidad y en defenderse contra los intentos de unirles con otros apátridas. Desde entonces ni un solo grupo de refugiados o de personas desplazadas ha dejado jamás de desarrollar una furiosa y violenta conciencia de grupo y de clamar por sus derechos como —y sólo como— polacos o judíos, alemanes, etc.

Aun peor que el hecho de que todas las sociedades constituidas para la protección de los Derechos del Hombre, todos los intentos para llegar a una nueva Carta de los derechos humanos, estuvieran patrocinados por figuras marginales, por unos pocos juristas internacionales sin experiencia política o por filántropos profesionales apoyados por inciertos sentimientos de idealistas profesionales. Los grupos que constituyeron, las declaraciones que formularon, mostraban una incómoda semejanza en su lenguaje y composición con las sociedades para la prevención contra la crueldad con los animales. Ningún político, ninguna figura política de importancia alguna, podía posiblemente tomarles en serio; y ninguno de los partidos radicales de Europa consideró necesario incorporar a su programa ninguna nueva declaración de los derechos humanos. Ni antes ni después de la segunda guerra mundial invocaron las mismas víctimas estos derechos fundamentales, que de forma tan evidente les eran negados, en sus muchos intentos de hallar una salida al laberinto de alambradas al que les habían empujado los acontecimientos. Al contrario, las víctimas compartían el desdén y la indiferencia de las potencias por cualquier intento de las sociedades marginales por exigir una aplicación de los derechos humanos en un sentido elemental o general.

El fracaso de todas las personas responsables en hacer frente a la calamidad de un cuerpo siempre creciente de personas forzadas a vivir al margen del alcance de cualquier ley tangible con la proclamación de una nueva Carta de derechos, no fue ciertamente debido a mala voluntad. Jamás habían sido antes tema político práctico los Derechos del Hombre, solemnemente proclamados por las Revoluciones francesa y americana como nuevo fundamento de las sociedades civilizadas. Durante el siglo XIX estos derechos fueron invocados de una forma más bien superficial para defender a los individuos contra el creciente poder del Estado y para mitigar la nueva inseguridad social provocada por la revolución industrial. Entonces el significado de los derechos humanos adquirió una nueva connotación: se convirtieron en el slogan habitual de los protectores de los menos privilegiados, en un tipo de ley adicional, de un derecho de excepción para aquellos que no tenían nada mejor a lo que recurrir.

La razón por la que el concepto de los derechos humanos fue tratado como una especie de hijastro por el pensamiento político del siglo XIX y por la que ningún partido liberal o radical del siglo XX, incluso cuando surgió una urgente necesidad de exigir la aplicación de los derechos humanos, consideró conveniente incluirlos en su programa, parece obvia: los derechos civiles —es decir, los diversos derechos de los ciudadanos en diferentes países— eran estimados como encarnación y expresión en forma de leyes tangibles de los eternos Derechos del Hombre, que por sí mismos eran considerados independientes de la ciudadanía y de la nacionalidad. Todos los seres humanos eran ciudadanos de algún tipo de comunidad política; si las leyes de su país no atendían a las exigencias de los Derechos del Hombre, se esperaba que fueran cambiadas, por la legislación en los países democráticos o mediante la acción revolucionaria en los despóticos.

 

Aunque todo el mundo parece dispuesto a aceptar que la condición de estas personas consiste precisamente en su falta de los Derechos del Hombre, nadie parece saber qué derechos han perdido cuando pierden esos derechos humanos

 

Los Derechos del Hombre, supuestamente inalienables, demostraron ser inaplicables —incluso en países cuyas Constituciones estaban basadas en ellos— allí donde había personas que no parecían ser ciudadanas de un Estado soberano. A este hecho, suficientemente preocupante en sí mismo, debe añadirse la confusión creada por los muchos intentos recientes para elaborar una nueva Carta de los derechos humanos, intentos que han demostrado que nadie parece ser capaz de definir con alguna seguridad cómo son tales derechos, diferenciados de los derechos del ciudadano. Aunque todo el mundo parece dispuesto a aceptar que la condición de estas personas consiste precisamente en su falta de los Derechos del Hombre, nadie parece saber qué derechos han perdido cuando pierden esos derechos humanos.

 

La primera pérdida que sufrieron los fuera de la ley fue la pérdida de sus hogares, y esto significaba la pérdida de todo el entramado social en el que habían nacido y en el que habían establecido para sí mismos un lugar diferenciado en el mundo

 

La primera pérdida que sufrieron los fuera de la ley fue la pérdida de sus hogares, y esto significaba la pérdida de todo el entramado social en el que habían nacido y en el que habían establecido para sí mismos un lugar diferenciado en el mundo. Esta calamidad distaba de carecer de precedentes; en la larga memoria de la Historia, las migraciones forzadas de individuos o de grupos de personas, por razones políticas o económicas, parecen sucesos cotidianos. Lo que carece de precedentes no es la pérdida de un hogar, sino la imposibilidad de hallar uno nuevo. Repentinamente ya no había un lugar en la Tierra al que pudieran ir los emigrantes sin encontrar las más severas restricciones, ningún país al que pudieran asimilarse, ningún territorio en el que pudieran hallar una nueva comunidad propia. Esto, además, no tenía nada que ver con ningún problema material de superpoblación. Era un problema, no de espacio, sino de organización política. Nadie había sido consciente de que la Humanidad, considerada por tanto tiempo bajo la imagen de una familia de naciones, había alcanzado una fase en la que todo el que era arrojado de una de estas comunidades cerradas y estrechamente organizadas, se hallaba al mismo tiempo arrojado de la familia de naciones (2).

La segunda pérdida que sufrieron los fuera de la ley fue la pérdida de la protección del Gobierno, y esto no implicaba solamente la pérdida del status legal en su propio país, sino en todos. Los Tratados de reciprocidad y los acuerdos internacionales habían tejido una red en torno de la Tierra que permitía al ciudadano de cada país llevar su status legal a cualquier parte (así, por ejemplo, un ciudadano alemán, bajo el régimen nazi, podía no ser capaz de contraer un matrimonio mixto en el extranjero, en razón de las Leyes de Nüremberg). Sin embargo, cualquiera que no se viera comprendido en esa red, se hallaba al mismo tiempo fuera de la legalidad (así, durante la última guerra, los apátridas estuvieron invariablemente en peor posición que los extranjeros enemigos que todavía seguían indirectamente protegidos por sus Gobiernos a través de los acuerdos internacionales).

En sí misma, la pérdida de la protección del Gobierno tiene tantos precedentes como la pérdida del hogar. Los países civilizados ofrecían el derecho de asilo a aquellos que, por razones políticas, habían sido perseguidos por sus Gobiernos, y esta práctica, aunque nunca oficialmente incorporada a Constitución alguna, había funcionado bastante bien a través del siglo XIX e incluso en nuestro siglo. El mal surgió cuando se vio que las nuevas categorías de perseguidos eran demasiado numerosas para que se les atendiera mediante una práctica no oficial destinada a casos excepcionales. Además, la mayoría difícilmente podía estar calificada para el derecho de asilo, que implícitamente presuponía convicciones políticas o religiosas que no estuvieran fuera de la ley en el país de refugio. Los nuevos refugiados eran perseguidos, no por lo que habían hecho o pensado, sino porque eran de una forma incambiable: nacidos dentro del tipo inadecuado de raza o del tipo inadecuado de clase o alistados por el tipo inadecuado de Gobierno, como en el caso del Ejército republicano español (3).

Cuanto más aumentaba el número de los fuera de la ley, mayor se tornaba la tentación de conceder menos atención a los hechos de los Gobiernos perseguidores que al status de los perseguidos. Y el primer hecho deslumbrante fue que estas personas, aunque perseguidas bajo algún pretexto político, ya no eran, como habían sido los perseguidos a lo largo de la Historia, un compromiso y una imagen vergonzosa para los perseguidores; el hecho de que no fueran considerados y de que difícilmente pretendieran ser enemigos activos (los pocos millares de ciudadanos soviéticos que voluntariamente abandonaron la Rusia soviética tras la segunda guerra mundial y hallaron asilo en los países democráticos, dañaron más al prestigio de la Unión Soviética que los millones de refugiados de la década de los 20, que pertenecían a la clase inadecuada), sino que eran y parecían ser nada más que seres humanos cuya misma inocencia —desde cualquier punto de vista y especialmente desde el del Gobierno perseguidor— era su mayor desgracia. La inocencia, en el sentido de completa falta de responsabilidad, era la marca de su estado de fuera de la ley, tanto como la sanción de la pérdida de su status político.

Sólo en apariencia por eso afectaba al destino del auténtico refugiado político la necesidad de un reforzamiento de los derechos humanos. Los refugiados políticos, necesariamente pocos en número, todavía disfrutan del derecho de asilo en muchos países, y este derecho actúa, de una forma irregular, como sustitutivo genuino de la ley nacional.

Uno de los sorprendentes aspectos de nuestra experiencia con los apátridas que se benefician legalmente de la realización de un delito ha sido el hecho de que parezca más fácil privar de la legalidad a una persona completamente inocente que a alguien que haya cometido un delito. La famosa frase de Anatole France: “Si me acusan de robar las torres de Notre Dame, sólo me resta huir del país”, ha asumido una horrible realidad. Los juristas están tan acostumbrados a pensar en la ley en términos de castigo, que nos priva desde luego siempre de ciertos derechos, que les puede resultar aún más difícil que al profano el reconocer que la privación de la legalidad, es decir, de todos los derechos, ya no tiene relación alguna con delitos específicos.

Esta situación ilustra las numerosas perplejidades inherentes al concepto de los derechos humanos. Sea como fuere su definición (vida, libertad y prosecución de la felicidad, según la fórmula americana, o, como igualdad ante la ley, libertad, protección para la propiedad y soberanía nacional, según la francesa); sea como fuere como se pueda intentar mejorar una ambigua formulación como la prosecución de la felicidad o una anticuada como el no calificado derecho a la propiedad, la situación real de aquellos a quienes el siglo XX ha empujado fuera del redil de la ley, muestra que estos son derechos del ciudadano cuya pérdida no acarrea un estado de absoluta existencia fuera de la ley. El soldado, durante la guerra, se ve privado del derecho a la vida; el delincuente, de su derecho a la libertad; todos los ciudadanos, durante una emergencia, de su derecho a la prosecución de la felicidad; pero nadie afirmaría que en cualquiera de estos casos ha tenido lugar una perdida de los derechos humanos. Estos derechos, por otra parte, pueden ser garantizados (aunque difícilmente disfrutados) incluso bajo las condiciones de una ilegalidad fundamental.

La calamidad de los fuera de la ley no estriba en que se hallen privados de la vida, de la libertad y de la prosecución de la felicidad, o de la igualdad ante la ley y de la libertad de opinión —fórmulas que fueron concebidas para resolver problemas dentro de comunidades dadas—, sino que ya no pertenecen a comunidad alguna. Su condición no es la de no ser iguales ante la ley, sino la de que no existe ley alguna para ellos. No es que sean oprimidos, sino que nadie desea incluso oprimirles. Sólo en la última fase de un proceso más bien largo queda amenazado su derecho a la vida; sólo si permanecen siendo perfectamente “superfluos”, si no hay nadie que los “reclame”, pueden hallarse sus vidas en peligro. Incluso los nazis comenzaron su exterminio de los judíos privándoles de todo status legal (el status de ciudadanía de segunda clase) y aislándoles del mundo de los vivos mediante su hacinamiento en ghettos y en campos de concentración; y antes de enviarles a las cámaras de gas habían tanteado cuidadosamente el terreno y descubierto a su satisfacción que ningún país reclamaría a estas personas. El hecho es que antes de que se amenazara el derecho a la vida se había creado una condición de completa ilegalidad.

 

Incluso los nazis comenzaron su exterminio de los judíos privándoles de todo status legal (el status de ciudadanía de segunda clase) y aislándoles del mundo de los vivos mediante su hacinamiento en ghettos y en campos de concentración; y antes de enviarles a las cámaras de gas habían tanteado cuidadosamente el terreno y descubierto a su satisfacción que ningún país reclamaría a estas personas

 

Lo mismo es cierto hasta un grado irónico respecto del derecho a la libertad que a veces es considerado como la verdadera esencia de los derechos humanos. No se trata aquí de que los que se encuentren fuera de la ley puedan tener más libertad de movimientos que un delincuente legalmente encarcelado o de que disfruten de mayor libertad de opinión en los campos de internamiento que la que tendrían en cualquier despotismo corriente, por no mencionar a un país totalitario (4). Pero ni la seguridad física —estando alimentados por algún organismo benéfico estatal o privado— ni la libertad de opinión alteran en lo más mínimo su situación fundamental de fuera de la ley. La prolongación de sus vidas es debida a la caridad y no al derecho, porque no existe ley alguna que pueda obligar a las naciones a alimentarles; su libertad de movimientos, si la tienen, no les da el derecho de residencia, del que disfruta corrientemente incluso el delincuente encarcelado; y su libertad de opinión es la libertad del loco, porque nada de lo que piense puede importar a nadie.

Estos últimos puntos son cruciales. La privación fundamental de los derechos humanos se manifiesta primero y sobre todo en la privación de un lugar en el mundo que haga significativas a las opiniones y efectivas a las acciones. Algo mucho más fundamental que la libertad y la justicia, que son derechos de los ciudadanos, se halla en juego cuando la pertenencia a la comunidad en la que uno ha nacido ya no es algo corriente y la no pertenencia deja de ser una cuestión voluntaria, o cuando uno es colocado en una situación en la que, a menos de que cometa un delito, el trato que reciba de los otros no depende de lo que haga o de lo que no haga. Este estado extremo, y nada más, es la situación de las personas privadas de derechos humanos. Se hallan privados, no del derecho a la libertad, sino del derecho a la acción; no del derecho a pensar lo que les plazca, sino del derecho a la opinión. Los privilegios en algunos casos, las injusticias en la mayoría de estos, los acontecimientos favorables y desfavorables, les sobrevienen como accidentes y sin ninguna relación con lo que hagan, hicieron o puedan hacer.

Llegamos a ser conscientes de la existencia de un derecho a tener derechos (y esto significa vivir dentro de un marco donde uno es juzgado por las acciones y las opiniones propias) y de un derecho a pertenecer a algún tipo de comunidad organizada, sólo cuando emergieron millones de personas que habían perdido y que no podían recobrar estos derechos por obra de la nueva situación política global. Lo malo es que esta calamidad surgió no de ninguna falta de civilización, del atraso o de la simple tiranía, sino, al contrario, que no pudo ser reparada porque ya no existía ningún lugar “civilizado” en la Tierra, porque, tanto si nos gustaba como si no nos gustaba, empezamos a vivir realmente en Un Mundo. Sólo en una Humanidad completamente organizada podía llegar a identificarse la pérdida del hogar y del status político con la expulsión de la Humanidad.

Antes de esto, lo que llamamos hoy un “derecho humano” hubiera sido considerado como una característica general de la condición humana que ningún tirano podía arrebatar. Su pérdida significa la pérdida de la relevancia de la palabra (y el hombre, desde Aristóteles, ha sido definido como un ser que domina el poder de la palabra y del pensamiento) y la pérdida de toda relación humana (y el hombre, también desde la época de Aristóteles, ha sido considerado como el “animal político”, el que por definición vive en una comunidad), la pérdida, en otras palabras, de algunas de las más esenciales características de la vida humana. Ésta era, hasta cierto punto, la condición de los esclavos, a quienes por eso Aristóteles no incluyó entre los seres humanos. La ofensa fundamental de la esclavitud contra los derechos humanos no estribaba en que significara una privación de la libertad (que puede suceder en muchas otras ocasiones), sino en que excluyera a una cierta categoría de personas incluso de la posibilidad de luchar por la libertad —una lucha posible bajo la tiranía e incluso bajo las desesperadas condiciones del terror moderno (pero no bajo las condiciones de la vida del campo de concentración)—. El crimen de la esclavitud contra la Humanidad no comenzó cuando un pueblo derrotó y esclavizó a sus enemigos (aunque, desde luego, esto era suficientemente malo), sino cuando la esclavitud se convirtió en una institución en la que algunos hombres “nacían” libres y otros “nacían” esclavos, cuando se olvidaba que era el hombre quien había privado a sus semejantes de la libertad y cuando la sanción por este crimen era atribuida a la Naturaleza. Sin embargo, a la luz de los recientes acontecimientos, es posible decir que incluso los esclavos todavía pertenecían a algún tipo de comunidad humana; su trabajo era necesitado, utilizado y explotado, y esto les mantenía dentro de la Humanidad. Ser un esclavo significaba, después de todo, poseer un carácter distintivo, un lugar en la sociedad —más que la abstracta desnudez de ser humano y nada más que humano. La calamidad que ha sobrevenido a un creciente número de personas no ha consistido entonces en la pérdida de derechos específicos, sino en la pérdida de una comunidad que quiera y pueda garantizar cualesquiera derechos. El Hombre, así, puede perder todos los llamados Derechos del Hombre sin perder su cualidad esencial como hombre, su dignidad humana. Sólo la pérdida de la comunidad misma le arroja de la Humanidad.

 

La calamidad que ha sobrevenido a un creciente número de personas no ha consistido entonces en la pérdida de derechos específicos, sino en la pérdida de una comunidad que quiera y pueda garantizar cualesquiera derechos

 

El derecho que corresponde a esta pérdida y que no fue siquiera mencionado nunca entre los derechos humanos no pudo ser expresado entre las categorías del siglo XVIII porque éstas suponen que los derechos proceden directamente de la “naturaleza” del hombre —y por ello apenas importa relativamente si la naturaleza es concebida en términos de ley natural o en términos de un ser criado a la imagen de Dios, si concierne a los derechosnaturales” o a los mandamientos divinos—. El factor decisivo es que estos derechos y la dignidad humana que confieren tendrían que seguir siendo válidos aunque sólo existiera un ser humano en la Tierra; son independientes de la pluralidad humana y han de seguir siendo válidos aunque el correspondiente ser humano sea expulsado de la comunidad humana.

 

El factor decisivo es que estos derechos y la dignidad humana que confieren tendrían que seguir siendo válidos aunque sólo existiera un ser humano en la Tierra; son independientes de la pluralidad humana y han de seguir siendo válidos aunque el correspondiente ser humano sea expulsado de la comunidad humana

 

Cuando fueron proclamados por vez primera los Derechos del Hombre eran considerados como independientes de la Historia y de los privilegios que la Historia había conferido a ciertos estratos de la sociedad. La nueva independencia constituyó la recientemente descubierta dignidad del hombre. Desde el comienzo, esta nueva dignidad fue de una naturaleza más bien ambigua. Los derechos históricos fueron reemplazados por los derechos naturales, la “Naturaleza” ocupó el lugar de la Historia y se supuso tácitamente que la Naturaleza resultaba menos extraña que la Historia a la esencia del hombre. El mismo lenguaje de la Declaración de Independencia, al igual que el de la Déclaration des Droits de l’Homme —“inalienables”, “otorgados por su nacimiento”, “verdades evidentes por sí mismas”—, implica la creencia en un tipo de “naturaleza” humana que estaría sujeta a las mismas leyes de crecimiento que las del individuo y de la que podrían deducirse derechos y leyes. Hoy estamos quizá mejor calificados para juzgar exactamente lo que vale esta naturaleza “humana”; en cualquier caso, nos ha mostrado potencialidades que no eran conocidas ni siquiera sospechadas por la filosofía y la religión occidentales, que durante más de tres mil años definieron y redefinieron esta “naturaleza”. Pero no es solamente el aspecto humano de esa naturaleza el que nos ha resultado discutible. Desde que el hombre aprendió a dominarla hasta tal punto de que la destrucción de toda la vida orgánica de la Tierra con instrumentos fabricados por el hombre se ha tornado concebible y técnicamente posible, se ha alienado de la Naturaleza. Desde que un más profundo conocimiento de los procesos naturales introdujo serias dudas acerca de la existencia de leyes naturales, la misma Naturaleza asumió un aspecto siniestro. ¿Cómo cabría deducir leyes y derechos de un Universo que aparentemente no conoce ni una ni otra categoría?

 

 

El hombre del siglo XX ha llegado a emanciparse de la Naturaleza hasta el mismo grado que el hombre del siglo XVIII se emancipó de la Historia. La Historia y la Naturaleza se han tornado igualmente extrañas a nosotros, principalmente en el sentido de que la esencia del hombre ya no puede ser comprendida en términos de una u otra categoría. Por otra parte, la Humanidad, que en el siglo XVIII, en la terminología kantiana, no era más que una idea ordenadora, se ha convertido hoy en un hecho ineludible. Esta nueva situación, en la que la “Humanidad” ha asumido efectivamente el papel atribuido antaño a la Naturaleza o a la Historia, significa en este contexto que el derecho a tener derechos o el derecho de cada individuo a pertenecer a la Humanidad tendría que ser garantizado por la misma Humanidad. No es en absoluto seguro que ello pueda ser posible. Porque, contra los intentos humanitarios mejor intencionados de obtener de las organizaciones internacionales nuevas declaraciones de los derechos humanos, tendría que comprenderse que esta idea trasciende la idea actual de la ley internacional que todavía opera en términos de acuerdos recíprocos y de Tratados entre Estados soberanos; y, por el momento, no existe una esfera que se halle por encima de las naciones.

 

Porque resulta completamente concebible, y se halla incluso dentro del terreno de las posibilidades políticas prácticas, que un buen día una Humanidad muy organizada y mecanizada llegue a la conclusión totalmente democrática —es decir, por una decisión mayoritaria— de que para la Humanidad en conjunto sería mejor proceder a la liquidación de algunas de sus partes

 

Además, este dilema no podría ser en manera alguna eliminado mediante el establecimiento de un “Gobierno mundial”. Semejante Gobierno se halla, desde luego, dentro del terreno de las posibilidades, pero cabe sospechar que, en realidad, podría diferir considerablemente de la versión promovida por las organizaciones idealistas. Los crímenes contra los derechos humanos, que se han convertido en una especialidad de los regímenes totalitarios, pueden ser siempre justificados por el pretexto que lo justo equivale a lo bueno o útil para el conjunto diferenciado de sus partes. (El lema de Hitler de que “justo es lo que es bueno para el pueblo alemán” es sólo la fórmula vulgarizada de una concepción de la ley que puede encontrarse en todas partes y que en la práctica sólo será ineficaz mientras que pervivan en las constituciones tradiciones más antiguas.) Una concepción de la ley que identifique lo que es justo con la noción de lo que es útil —para el individuo, para la familia, para el pueblo o para una mayoría— llega a ser inevitable una vez que pierden su autoridad las medidas absolutas y trascendentes de la religión o de la ley de la Naturaleza. Y este predicamento no queda en manera alguna resuelto aunque la unidad a la que se aplique “lo útil para” sea tan amplia como la misma Humanidad. Porque resulta completamente concebible, y se halla incluso dentro del terreno de las posibilidades políticas prácticas, que un buen día una Humanidad muy organizada y mecanizada llegue a la conclusión totalmente democrática —es decir, por una decisión mayoritaria— de que para la Humanidad en conjunto sería mejor proceder a la liquidación de algunas de sus partes. Aquí, en el problema de la realidad de hecho, nos enfrentamos con una de las más antiguas perplejidades de la filosofía política, que pudo permanecer inadvertida sólo mientras una teología cristiana estable proporcionó el marco de todos los problemas políticos y filosóficos, pero que hace largo tiempo obligó a decir a Platón: “No es el hombre, sino Dios, quien debe ser la medida de todas las cosas”.

 

Esta nueva situación, en la que la “Humanidad” ha asumido efectivamente el papel atribuido antaño a la Naturaleza o a la Historia, significa en este contexto que el derecho a tener derechos o el derecho de cada individuo a pertenecer a la Humanidad tendría que ser garantizado por la misma Humanidad

 

Estos hechos y reflexiones ofrecen lo que parece ser una irónica, amarga y tardía confirmación de los famosos argumentos con los que Edmund Burke se opuso a la Declaración de los Derechos del Hombre. Parecen remachar su afirmación de que los derechos humanos eran una “abstracción”, de que resultaba mucho más práctico apoyarse en la “herencia vinculante” de los derechos que uno transmite a sus propios hijos como la misma vida y reclamar los derechos propios como “derechos de un inglés” más que como derechos inalienables del hombre (5). Según Burke, los derechos de que disfrutamos proceden “de dentro de la nación”, de forma tal que no se necesitan como fuente de la ley ni la ley natural, ni los mandamientos divinos, ni ningún concepto de la Humanidad, tal como el de la “raza humana” de Robespierre (6).

 

Porque no sólo la pérdida de los derechos nacionales entrañó en todos los casos la pérdida de los derechos humanos; la restauración de los derechos humanos, como lo prueba el reciente caso del Estado de Israel, sólo ha sido lograda hasta ahora a través de la restauración o del establecimiento de los derechos nacionales

 

La solidez pragmática del concepto de Burke parece hallarse más allá de toda duda a la luz de nuestras múltiples experiencias. Porque no sólo la pérdida de los derechos nacionales entrañó en todos los casos la pérdida de los derechos humanos; la restauración de los derechos humanos, como lo prueba el reciente caso del Estado de Israel, sólo ha sido lograda hasta ahora a través de la restauración o del establecimiento de los derechos nacionales. La concepción de los derechos humanos, basada en la supuesta existencia de un ser humano como tal, se quebró en el momento en que quienes afirmaban creer en ella se enfrentaron por vez primera con personas que habían perdido todas las demás cualidades y relaciones específicas —excepto las que seguían siendo humanas. El mundo no halló nada sagrado en la abstracta desnudez del ser humano. Y a la vista de las condiciones políticas objetivas es difícil señalar cómo podrían haber contribuido a hallar una solución al problema los conceptos del hombre en que se habían basado los derechos humanos —que está creado a la imagen de Dios (en la fórmula americana), o que es el representante de la Humanidad, o que alberga dentro de sí mismo las sagradas exigencias de la ley natural (en la fórmula francesa).

 

Por obra de ello eran considerados como salvajes y, temerosos de acabar por ser considerados como bestias, insistieron en su nacionalidad, el último signo de su antigua ciudadanía, como el único vestigio de su relación con la Humanidad

 

Los supervivientes de los campos de exterminio, los encerrados en los campos de concentración y de internamiento, e incluso los apátridas relativamente afortunados podrían ver sin los argumentos de Burke que la abstracta desnudez de ser nada más que humanos era su mayor peligro. Por obra de ello eran considerados como salvajes y, temerosos de acabar por ser considerados como bestias, insistieron en su nacionalidad, el último signo de su antigua ciudadanía, como el único vestigio de su relación con la Humanidad. Su desconfianza hacia los derechos naturales, su preferencia por los derechos nacionales, proceden precisamente de su comprensión de que los derechos naturales son concedidos incluso a los salvajes. Burke había temido ya que los derechos naturales “inalienables” confirmarían sólo el derecho del “salvaje desnudo(7) y por eso reducirían a las naciones civilizadas al estado de salvajismo. Porque únicamente los salvajes no tienen algo a lo que recurrir que no sea el hecho mínimo de su origen humano, las personas se aferran aún más desesperadamente a su nacionalidad cuando han perdido los derechos y la protección que tal nacionalidad les daba. Sólo su pasado con su “herencia vinculante” parece confirmar el hecho de que todavía pertenecen al mundo civilizado.

 

Burke había temido ya que los derechos naturales “inalienables” confirmarían sólo el derecho del “salvaje desnudo” (7) y por eso reducirían a las naciones civilizadas al estado de salvajismo. Porque únicamente los salvajes no tienen algo a lo que recurrir que no sea el hecho mínimo de su origen humano, las personas se aferran aún más desesperadamente a su nacionalidad cuando han perdido los derechos y la protección que tal nacionalidad les daba

 

Si un ser humano pierde su status político, según las implicaciones de los derechos innatos e inalienables del hombre, llegaría exactamente a la situación para la que están concebidas las declaraciones de semejantes derechos generales. En la realidad, el caso es necesariamente opuesto. Parece como si un hombre que no es nada más que un hombre hubiera perdido las verdaderas cualidades que hacen posible a otras personas tratarle como a un semejante. Esta es una de las razones por las que resulta mucho más difícil destruir la personalidad legal de un delincuente, la de un hombre que ha asumido la responsabilidad de un acto cuyas consecuencias determinan ahora su destino, que la de aquel a quien se le han denegado todas las responsabilidades humanas comunes.

Por ello los argumentos de Burke cobran un significado suplementario si examinamos únicamente la condición general humana de aquellos que han sido expulsados de todas las comunidades políticas. Al margen del trato que han recibido, con independencia de las libertades o de la opresión, de la justicia o de la injusticia, han perdido todas aquellas partes del mundo y todos aquellos aspectos de la existencia humana que son resultado de nuestro trabajo común, producto del artificio humano. Si la tragedia de las tribus salvajes es que viven en una naturaleza inalterada que no pueden dominar, de cuya abundancia o frugalidad dependen para ganarse la vida, que viven y mueren sin dejar ningún rastro, sin haber contribuido en nada a un mundo común, entonces esas personas fuera de la ley resultan arrojadas a un estado de naturaleza peculiar. Desde luego, no son bárbaros; algunos, además, pertenecen a los estratos más cultos de sus países respectivos; pero, en un mundo que ha liquidado casi por completo el salvajismo, aparecen como las primeras señales de una posible regresión de la civilización.

 

El ser humano que ha perdido su lugar en una comunidad, su status político en la lucha de su época y la personalidad legal que hace de sus acciones y de parte de su destino un conjunto consistente, queda abandonado con aquellas cualidades que normalmente sólo pueden destacar en la esfera de la vida privada y que deben permanecer indiferenciadas, simplemente existentes, en todas las cuestiones de carácter público

 

Cuanto más desarrollada está una civilización, más evolucionado el mundo que ha producido y más a gusto se sienten los hombres dentro del artificio humano, más hostiles se sentirán respecto de todo lo que no han producido, de todo lo que es simplemente y que misteriosamente se les ha otorgado. El ser humano que ha perdido su lugar en una comunidad, su status político en la lucha de su época y la personalidad legal que hace de sus acciones y de parte de su destino un conjunto consistente, queda abandonado con aquellas cualidades que normalmente sólo pueden destacar en la esfera de la vida privada y que deben permanecer indiferenciadas, simplemente existentes, en todas las cuestiones de carácter público. Esta simple existencia, es decir, todo lo que nos es misteriosamente otorgado por el nacimiento y que incluye la forma de nuestros cuerpos y el talento de nuestras mentes, sólo puede referirse adecuadamente a los imprevisibles azares de la amistad y de la simpatía, o a la enorme e incalculable gracia del amor, como dijo Agustín: Volo ut sis (“Quiero que seas”), sin ser capaz de dar una razón particular para semejante afirmación suprema e insuperable.

Desde los griegos sabemos que una vida política muy evolucionada alberga una enraizada suspicacia hacia esta esfera privada, una profunda hostilidad contra el inquietante milagro contenido en el hecho de que cada uno de nosotros esté hecho como es —singular, único, incambiable. Toda esta esfera de lo simplemente otorgado, relegada a la vida privada en la sociedad civilizada, constituye una amenaza permanente a la esfera pública porque la esfera pública está tan consecuentemente basada en la ley de la igualdad como la esfera privada está basada en la ley de la diferencia y de la diferenciación universales. La igualdad, en contraste con todo lo que está implicado en la simple existencia, no nos es otorgada, sino que es el resultado de la organización humana, en tanto que resulta guiada por el principio de la justicia. No nacemos iguales; llegamos a ser iguales como miembros de un grupo por la fuerza de nuestra decisión de concedernos mutuamente derechos iguales.

 

Toda esta esfera de lo simplemente otorgado, relegada a la vida privada en la sociedad civilizada, constituye una amenaza permanente a la esfera pública porque la esfera pública está tan consecuentemente basada en la ley de la igualdad como la esfera privada está basada en la ley de la diferencia y de la diferenciación universales

 

Nuestra vida política descansa en la presunción de que podemos producir la igualdad a través de la organización, porque el hombre puede actuar en un mundo común, cambiarlo y construirlo, junto con sus iguales y sólo con sus iguales. El fondo oscuro de lo simplemente otorgado, el fondo constituido por nuestra naturaleza incambiable y única, penetra en la escena política como un extraño que en sus diferencias totalmente obvias nos recuerda las limitaciones de la actividad humana, que son idénticas a las limitaciones de la igualdad humana. La razón por la que las comunidades políticas muy desarrolladas, tales como las antiguas Ciudades-Estados o las modernas Naciones-Estados, insistieron tan a menudo en la homogeneidad étnica era la de que esperaban eliminar en cuanto fuera posible aquellas diferencias y diferenciaciones naturales y omnipresentes que por sí mismas provocan un odio, una desconfianza y una discriminación latentes porque denotan demasiado claramente la existencia de aquellas esferas en las que los hombres no pueden actuar y que no pueden cambiar a voluntad, es decir, las limitaciones del artificio humano. El “extranjero” es un símbolo pavoroso del hecho de la individualidad como tal, y denota aquellos terrenos a los que el hombre no puede cambiar y en los que no puede actuar y a los que, por eso, tiende claramente a destruir. Si un negro en una comunidad blanca es considerado nada más que un negro, pierde, junto con su derecho a la igualdad, esa libertad de acción que es específicamente humana; todas sus acciones son ahora explicadas como consecuencias “necesarias” de algunas cualidades “negras”; se ha convertido en un espécimen de una especie animal llamada hombre. En gran parte sucede lo mismo con aquellos que han perdido todas las cualidades políticas distintivas y se han convertido en seres humanos y en nada más que seres humanos. Es indudable que allí donde la vida pública y su ley de igualdad se imponen por completo, allí donde una civilización logra eliminar o reducir al mínimo el oscuro fondo de la diferencia, esa misma vida pública concluirá en una completa petrificación, será castigada, por así decirlo, por haber olvidado que el hombre es sólo el dueño y no el creador del mundo.

 

El “extranjero” es un símbolo pavoroso del hecho de la individualidad como tal, y denota aquellos terrenos a los que el hombre no puede cambiar y en los que no puede actuar y a los que, por eso, tiende claramente a destruir

 

El mayor peligro derivado de la existencia de personas obligadas a vivir al margen del mundo corriente es el de que, en medio de la civilización, son devueltas a lo que se les otorgó naturalmente, a su simple diferenciación. Carecen de esa tremenda igualación de diferencias que surge del hecho de ser ciudadanos de alguna comunidad y, como ya no se les permite tomar parte en el artificio humano, comienzan a pertenecer a la raza humana de la misma manera que los animales pertenecen a una determinada especie animal. La paradoja implicada en la pérdida de los derechos humanos es que semejante pérdida coincide con el instante en el que una persona se convierte en un ser humano en general —sin una profesión, sin una nacionalidad, sin una opinión, sin un hecho por el que identificarse y especificarse— y diferente en general, representando exclusivamente su propia individualidad absolutamente única, que, privada de expresión dentro de un mundo común y de acción sobre éste, pierde todo su significado.

 

Carecen de esa tremenda igualación de diferencias que surge del hecho de ser ciudadanos de alguna comunidad y, como ya no se les permite tomar parte en el artificio humano, comienzan a pertenecer a la raza humana de la misma manera que los animales pertenecen a una determinada especie animal

 

El peligro de la existencia de tales personas es doble: en primer lugar, y más obviamente, su número siempre creciente amenaza nuestra vida política, nuestro artificio humano, el mundo que es resultado de nuestro esfuerzo común y coordinado, de la misma manera, o quizá aún más aterradoramente, que los elementos salvajes de la Naturaleza amenazaron una vez la existencia de las ciudades y de los campos constituidos por el hombre. Ya no es probable que surja para cualquier civilización ese peligro mortal desde el exterior. La Naturaleza ha sido dominada y ya no hay bárbaros que amenacen con destruir lo que no pueden comprender, como los mongoles amenazaron a Europa durante siglos. Incluso la aparición de Gobiernos totalitarios es un fenómeno interior, no exterior, a nuestra civilización. El peligro estriba en que una civilización global e interrelacionada universalmente pueda producir bárbaros en su propio medio, obligando a millones de personas a llegar a condiciones que, a pesar de todas las apariencias, son las condiciones de los salvajes (8).

 

El peligro estriba en que una civilización global e interrelacionada universalmente pueda producir bárbaros en su propio medio, obligando a millones de personas a llegar a condiciones que, a pesar de todas las apariencias, son las condiciones de los salvajes

 

 

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NOTAS

* Hannah Arendt, Los Orígenes del Totalitarismo, traducción de Guillermo Solana (Madrid: Taurus, 1998; original inglés, 1951), Parte 2, cap. 9, II, pp. 368-382.

(1) Patéticos ejemplos de esta confianza exclusiva en los derechos nacionales fueron el consentimiento, antes de la segunda guerra mundial, de casi el 75 por 100 de la minoría alemana en el Tirol italiano para dejar sus hogares y reinstalarse en Alemania, la repatriación voluntaria de un enclave alemán en Eslovenia que allí existía desde el siglo XIV e, inmediatamente después del final de la guerra, la unánime negativa de los refugiados judíos de un campo de personas desplazadas en Italia a aceptar la oferta de nacionalización en masa formulada por el Gobierno italiano. Frente a la experiencia de los pueblos europeos entre las dos guerras mundiales, constituiría un grave error interpretar esta conducta simplemente como otro ejemplo del sentimiento nacionalista fanático; esas personas ya no se sentían seguras de sus derechos elementales si no estaban protegidas por un Gobierno al que pertenecían por su nacimiento. Véase Eugene M. Kulisher, The Displocement of Population in Europe, Montreal, International Labor Office, 1943.

(2) Las escasas posibilidades de reintegración abiertas a los nuevos emigrantes se hallaban principalmente basadas en su nacionalidad: los refugiados españoles, por ejemplo, fueron bien acogidos hasta cierto grado en Méjico. A comienzos de la década de los 20, los Estados Unidos adoptaron un sistema de cuotas según el cual cada nacionalidad ya representada en el país recibía, por así decirlo, el derecho a acoger a cierto número de antiguos compatriotas en proporción a su volumen numérico dentro de la población total.

(3) Durante la última guerra se vio muy bien cuán peligroso puede significar el ser inocente desde el punto de vista del Gobierno perseguidor cuando el Gobierno americano ofreció asilo a todos aquellos refugiados alemanes amenazados con la extradición por el armisticio germano-francés. La condición era, desde luego, que el solicitante pudiera demostrar haber hecho algo contra el régimen nazi. La proporción de refugiados de Alemania que pudieron cumplir esta condición fue muy pequeña, y resulta curioso que no fuesen quienes se hallaban en más grave peligro.

(4) Incluso bajo las condiciones del terror totalitario, los campos de concentración han sido a veces el único lugar en el que han seguido existiendo vestigios de libertad de pensamiento y de discusión. Véase Les Jours de notre mort, de David Rousset, París, 1947, passim. Por lo que se refiere a la libertad de discusión, en Buchenwald y The Russian Enigma, de Anton Ciliga, Londres, l940, p. 200, respecto de las “islas de libertad” y “la libertad de la mente” que existían en algunos de los lugares soviéticos de internamiento.

(5) Edmund Burke, Reflections on the Revolution in France, 1790, editado por E. J. Payne, Everyman’s Library.

(6) Robespierre, Speeches, 1927. Discurso del 24 de abril de 1793.

(7) Introducción de Payne a Burke, Reflections on the Revolution in France (1790).

(8) Esta moderna expulsión de la Humanidad tiene consecuencias mucho más radicales que la antigua costumbre medieval de la proscripción. La proscripción, desde luego “el más temido destino que podía infligir la ley primitiva”, colocando la vida de la persona proscrita a merced de cualquiera con quien se topara, desapareció con el establecimiento de un sistema efectivo de aplicación de la ley y fue finalmente sustituido por los tratados de extradición entre las naciones. Fue primariamente un sucedáneo de una fuerza de policía, concebido para obligar a someterse a los delincuentes.

La Alta Edad Media pareció ser plenamente consciente del peligro implicado en la “muerte civil”. En el Bajo Imperio Romano la excomunión significaba la muerte eclesiástica, pero dejaba a una persona que había perdido su condición de miembro de la Iglesia una completa libertad en todos los demás aspectos. La muerte eclesiástica y la civil se tornaron idénticas sólo en la época merovingia, y entonces la excomunión “en su práctica general (estuvo) reducida a una pérdida o suspensión temporales de los derechos de la afiliación, que podían ser recobrados”. Véanse los artículos “Outlawry” y “Excommunication” de la Encyclopedia of Social Sciences. Y también el artículo “Friedlosigkeit” en el Schweizer Lexikon.