CUENTOS DE MARK TWAIN (1): «La Célebre Rana Saltadora del Condado de Calaveras» y «El cuento del niño malo».

CUENTOS DE MARK TWAIN

 

EL CUENTO DEL NIÑO MALO

Mark Twain

 

Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim; aunque, si se fijan, habrán observado que en los libros de la escuela dominical los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño, y no obstante cierto, que este se llamaba Jim.

Tampoco este niño tenía a la madre enferma: una madre piadosa y enferma con tisis, que con gusto yacería en su tumba y descansaría por fin, si no fuera por el mucho amor que prodigaba a su hijo y por la angustia de que el mundo fuera duro y cruel con él cuando ella faltase. La mayoría de los niños malos de los libros de las escuelas dominicales se llaman James y tienen madres enfermas que les enseñan a decir: «Ahora voy a acostarme…», etcétera, y les arrullan con voz dulce y plañidera, y les dan un beso de buenas noches, arrodilladas junto a la cama y llorando en silencio. Con este ocurría todo lo contrario. Se llamaba Jim y a su madre no le pasaba nada malo: ni tenía tisis ni nada por el estilo. Era más bien robusta, y no era piadosa; y lo que es más, no se preocupaba en absoluto por su hijo. Solía decir que si se rompía la cabeza no iba a perderse gran cosa. Le mandaba a la cama con un sopapo, y jamás le daba un beso de buenas noches; al contrario, antes de dejarlo acostado, le daba unos pescozones detrás de las orejas.

En cierta ocasión, este niño malo robó la llave de la despensa, se coló en ella y se comió un poco de mermelada, y luego rellenó el tarro con alquitrán para que su madre no notara la diferencia; pero no le asaltó de pronto un cruel remordimiento, ni tampoco escuchó ninguna voz que le susurrara: «¿Está bien que desobedezca así a mi madre? ¿No es pecaminoso hacer algo así? ¿Adónde van los niños malos que engullen glotonamente la mermelada de su buena madre?». Y luego no se arrodilló a solas, ni prometió nunca más volver a hacer una maldad así, ni se levantó con el corazón aliviado y feliz, ni se lo contó todo a su madre pidiéndole su perdón, ni fue bendecido por esta con lágrimas de orgullo y agradecimiento en sus ojos. No; así es como se comportan los otros niños malos de los libros; pero, por extraño que parezca, con este Jim sucedía todo lo contrario. Se comió aquella mermelada y, con su forma de hablar vulgar y pecaminosa, dijo que estaba estupenda; y luego rellenó el tarro con alquitrán, y dijo que aquello también era estupendo, y se echó a reír pensando que «cuando la vieja lo descubra va a poner el grito en el cielo»; y cuando la madre lo descubrió, él negó saber absolutamente nada del asunto, y ella le dio una fuerte paliza y él puso los lloros. Todo lo que ocurría con aquel chico era muy curioso: todo resultaba distinto a lo que les sucedía a los James malos de los libros.

 

 

En otra ocasión se subió a los manzanos del granjero Acorn para robar manzanas, y no se quebró ninguna rama, haciéndole caer y rompiéndose un brazo, ni tampoco fue atacado por el enorme perro del granjero y tuvo que permanecer en cama durante semanas, teniendo tiempo de arrepentirse y prometer enmendarse en lo sucesivo. Ah, no; robó tantas manzanas como le vino en gana y bajó de los árboles sin ningún percance; y también estuvo preparado para enfrentarse al perro, y en cuanto lo vio venir para echársele encima le arrojó un ladrillo que lo dejó malparado. Era muy extraño: jamás ocurría nada parecido en aquellos libritos de cubiertas veteadas como mármol, con dibujos de hombres con chaquetas de faldones, sombreros acampanados y pantalones hasta la rodilla, y mujeres con vestidos de talle justo por debajo de los brazos y sin miriñaques. No había nada parecido en ninguno de los libros de la escuela dominical.

En otra ocasión robó el cortaplumas del maestro, y cuando tuvo miedo de que lo descubrieran y le azotaran, lo deslizó dentro de la gorra de George Wilson: el hijo de la pobre viuda de Wilson, el chico intachable, el niño bueno del pueblo, que siempre obedecía a su madre, que nunca decía una mentira, que era muy estudioso y al que le encantaba asistir a la escuela dominical. Y cuando el cortaplumas cayó de la gorra y el pobre George agachó la cabeza y se ruborizó, como tomando conciencia de su culpa, y cuando el agraviado profesor le atribuyó el hurto y estaba a punto de dejar caer el puntero sobre sus hombros temblorosos, no apareció de repente ningún improbable juez de paz con el pelo blanco que se interpusiera y, con actitud ecuánime, dijera: «No castiguéis a este noble muchacho… ¡ahí tenéis al infame culpable! Pasaba por casualidad por la puerta de la escuela y, sin ser visto, observé cómo cometía el hurto». Ni tampoco Jim fue expuesto a la vergüenza general, ni el venerable juez dirigió ningún sermón a toda la escuela bañada en lágrimas, ni tomó a George de la mano diciendo que aquel muchacho era digno de encomio, y luego le pidió que se fuera a vivir con él para barrer su despacho, encender el fuego, hacer recados, cortar leña, estudiar leyes y ayudar a su mujer en las labores domésticas, y tener todo el tiempo restante para jugar, ganando cuarenta centavos al mes y siendo feliz. No; así es como habría ocurrido en los libros, pero no pasó de ese modo con Jim. No hubo ningún juez vejete y entrometido que pasara por allí y montara ningún revuelo, y así George, el niño modélico, recibió una paliza, y Jim se alegró de ello porque, como saben, detestaba a los niños ejemplares. Jim solía decir de ellos: «¡Abajo con esas nenazas!». Tal era el lenguaje grosero de este niño malo y maleducado.

Pero lo más extraño que jamás le ocurrió a Jim fue aquella vez que salió en barca en domingo y no se ahogó, y aquella otra vez que se vio sorprendido por la tormenta mientras pescaba en domingo y no fue alcanzado por el rayo. Ya pueden ustedes consultar una y otra vez los libros de la escuela dominical de arriba abajo, desde este momento hasta las próximas Navidades, que jamás verán en ellos una cosa parecida. Ah, no; encontrarán que todos los niños malos que salen en barca en domingo invariablemente se ahogan, y que todos los niños malos que son sorprendidos por la tormenta mientras pescan en domingo acaban infaliblemente alcanzados por un rayo. Los botes en que los niños malos salen en domingo acaban siempre naufragando, y siempre hay tormenta cuando los niños malos van a pescar ese día. Cómo logró escapar Jim a todo eso es para mí un misterio.

La vida de Jim debía de estar protegida por algún encantamiento: esa tenía que ser la explicación. Nada podía dañarle. Incluso llegó a darle al elefante del zoológico una tableta de tabaco sin que le golpeara la cabeza con la trompa. Rebuscó en la alacena para echar un trago de peppermint, y no se equivocó y bebió aguarrás. Robó la escopeta de su padre para salir a cazar en día feriado, y no se arrancó tres o cuatro dedos de un disparo. Un día que estaba furioso golpeó a su hermanita con el puño en las sienes, y esta no pasó largos días de verano postrada en cama, sufriendo, ni murió con dulces palabras de perdón en sus labios que redoblaran la angustia del corazón destrozado de Jim. No, la niña lo soportó bien. Al final se escapó y se hizo a la mar, y al regresar no se encontró triste y solo en el mundo, con los seres queridos reposando en el silencioso cementerio y el emparrado hogar de su infancia desolado y en ruinas. Ah, no; regresó a casa borracho como una cuba, y lo primero que vio fue el puesto de policía al que lo llevaron.

Y creció y se casó, y fundó una familia numerosa, y una noche les partió a todos la cabeza con un hacha, y se enriqueció con toda clase de canalladas y fraudes; y ahora es el rufián más perverso y diabólico de su pueblo natal, es universalmente respetado y forma parte de la legislatura.

Así es que, como ven, nunca hubo uno de esos James malos de los libros de escuela dominical que tuviera una suerte tan prodigiosa como la de este pecador Jim con su encantadora vida.

 

 

FIN

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LA CÉLEBRE RANA SALTADORA DEL CONDADO DE CALAVERAS

Por Mark Twain

CUENTOS DE MARK TWAIN (1)

 

Para complacer la petición de un amigo que me escribía desde el este, fui a visitar al viejo Simon Wheeler, hombre amable y charlatán, a fin de pedirle noticias de un amigo de mi amigo, Leonidas W. Smiley. Tal había sido su petición, y he aquí el resultado. Tengo la vaga sospecha de que el tal Leonidas W. Smiley es un mito; de que mi amigo jamás conoció a tal personaje; y de que lo único que le movió a solicitarme aquel favor fue la conjetura de que, si yo preguntaba por él al viejo Wheeler, este se acordaría de cierto infame Jim Smiley y emprendería el relato mortalmente aburrido de los exasperantes recuerdos que de este tenía, un relato tan largo y tedioso como desprovisto de ningún interés para mí. Si esa fue su intención, lo logró plenamente.

Encontré a Simon Wheeler descabezando un confortable sueñecito al lado de la estufa del bar, en la desvencijada taberna del decadente campo minero de Angel, y pude apreciar que era gordo y calvo, con una expresión de agradable benevolencia y simplicidad pintada en su tranquila fisonomía. Se levantó y me dio los buenos días. Le expliqué que un amigo mío me había encargado que hiciera ciertas pesquisas acerca de un querido compañero de su niñez llamado Leonidas W. Smiley: el reverendo Leonidas W. Smiley, joven ministro evangelista que, según le habían dicho, había residido durante una temporada en el campamento de Angel. Añadí que, si podía contarme algo acerca de este reverendo Leonidas W. Smiley, le quedaría sumamente agradecido.

Simon Wheeler me condujo hasta un rincón y, tras sentarse, impidiéndome el paso con su silla, emprendió la monótona narración que sigue a este párrafo. No sonrió una sola vez, ni frunció el ceño, ni varió el tono suave y fluido de voz que empleó desde la frase inicial, ni en ningún momento delató la más leve pizca de entusiasmo; pero su interminable narración estuvo recorrida por una vena de seriedad y sinceridad tan impresionantes que me demostró con toda evidencia que, lejos de imaginar que hubiera en su historia algo ridículo o gracioso, la consideraba como algo muy importante y admiraba a sus dos héroes como hombres de trascendente ingenio y finesse. Así pues, le dejé que hablara sin interrumpirle ni una sola vez.

El reverendo Leonidas W. Hummm, reverendo Le… Bueno, aquí hubo una vez un sujeto llamado Jim Smiley, allá por el invierno del cuarenta y nueve, o en la primavera del cincuenta, no recuerdo muy exactamente. De todas formas, pienso que debió de ser en uno de esos años, ya que me acuerdo perfectamente de que cuando llegó aquí no estaba terminada la gran presa del río. En cualquier caso, era el hombre más peculiar que jamás se haya visto: siempre estaba apostando sobre cualquier cosa, con tal de encontrar a alguien que le aceptara la apuesta. Y si no lo encontraba, cambiaba las tornas. Todo lo que planteara el otro, a él ya le estaba bien: con tal de poder apostar, ya se sentía satisfecho. Y, con todo, tenía mucha suerte, una suerte extraordinaria, y por lo general siempre ganaba. Estaba constantemente dispuesto a correr cualquier riesgo; no se podía mencionar una sola cosa sobre la que no se prestara a apostar, sin importarle mucho qué bando tomar, tal como antes le he dicho. ¿Que había una carrera de caballos? Pues allí le tenía usted, todo colorado de alegría o sin un solo cuarto al terminar. ¿Que había una pelea de perros? Pues allí que apostaba. ¿Que había una pelea de gatos? También apostaba. ¿Que era de gallos? Lo mismo. Incluso si veía a dos pájaros posados en alguna rama, apostaba sobre cuál sería el primero en emprender el vuelo. Si se trataba de una asamblea en el campamento, allí acudía él sin falta para apostar por el pastor Walker, a quien tenía por el mejor de los predicadores de por aquí, lo cual era muy cierto, pues era un hombre excelente. Incluso si veía una sabandija arrastrándose hacia algún sitio, le apostaba a usted sobre lo que tardaría en llegar a su destino. Y si le aceptaba la apuesta, era capaz de seguir al bicho hasta México, solo por enterarse de adónde se dirigía y cuánto tiempo le llevaría. Muchos de los chicos de por aquí conocieron a este Smiley y pueden hablarle de él. En fin, que no hacía distingos, todo le parecía bien para apostar, al muy truhán. Una vez, la mujer del pastor Walker estuvo muy enferma durante bastante tiempo, y parecía que no había salvación para ella; pero una mañana el pastor vino por aquí y Smiley le preguntó qué tal seguía su esposa, y el pastor contestó que, gracias a la infinita misericordia de Dios, se encontraba mucho mejor, y que estaba reponiéndose tan bien que, con la bendición de la Providencia, acabaría por curarse del todo. Smiley, sin pararse a pensar, le dijo: «Le apuesto dos dólares y medio a que no sale de esta».

»Este Smiley tenía una yegua a la que los muchachos llamaban “la jaca del cuarto de hora”, aunque solo en broma, ¿sabe usted?, porque ya supondrá que era más rápida que eso, y Smiley también ganaba dinero con aquella yegua, a pesar de que era muy lenta y de que siempre sufría de asma, moquillo, consunción o algo por el estilo. Solían concederle doscientas o trescientas yardas de ventaja y aun así acababan pasándola por el camino; pero hacia el final de la carrera se excitaba mucho, como desesperada, y empezaba a trotar y a galopar, agitando las patas en todas direcciones, unas veces en el aire y otras hacia los lados, golpeando las vallas, levantando tanto polvo y armando tal revuelo con sus resoplidos y bufidos, que siempre acababa llegando la primera a la meta, ganando justo por una cabeza.

»También tenía un perro de presa muy pequeño, que cuando lo veías no habrías dado un centavo por él, ya que parecía servir solo para rondar por ahí con cara aviesa y tumbarse cerca de uno esperando la ocasión de robarle algo. Pero en cuanto se apostaba dinero por él, se convertía en un perro diferente: la mandíbula inferior empezaba a adelantársele como el espolón de un barco y sacaba a relucir sus dientes, refulgentes como el fuego. Y el perro adversario ya podía atacarlo y provocarlo, morderlo y revolcarlo por el suelo dos o tres veces, que Andrew Jackson, que así se llamaba el animal, nunca se revolvía contra él, como si estuviera satisfecho de sí mismo, como si ya se hubiera esperado algo así. Y a todo esto las apuestas se iban doblando y doblando a favor del contrario, hasta que no había ya más dinero que apostar. Entonces, de repente, agarraba al otro perro por el lugar preciso de la articulación de la pata trasera, y ya no lo soltaba. No lo mordía, ¿comprende?, sino que se limitaba a aferrarse a él hasta que los otros tiraban la esponja, así tuviera que aguantar un año. Smiley siempre acababa ganando con aquel chucho, hasta el día en que se topó con un perro que no tenía patas traseras, porque se las había cercenado una sierra de esas circulares, y cuando la pelea había proseguido su curso habitual y las apuestas ya estaban en su apogeo, fue el animalillo a agarrarse a su sitio favorito y en ese preciso instante se dio cuenta de que le habían jugado una mala pasada y de que el otro perro lo tenía contra las cuerdas, por así decirlo, y el pequeño chucho pareció muy sorprendido, se le veía como desanimado, sin hacer ya ningún esfuerzo por ganar la pelea, así que acabó muy mal parado. Lanzó a Smiley una mirada que parecía decirle que tenía el corazón destrozado y que la culpa había sido de él, por haberle hecho enfrentarse con un perro que no tenía patas traseras donde agarrarse, siendo como era aquella su salvación en el combate. Después de dar unos cuantos pasos tambaleantes, se tumbó y murió. Era un buen animal, aquel Andrew Jackson, y de haber vivido habría llegado a hacerse un nombre, ya que tenía madera y genio para ello… Estoy seguro de ello, porque, pese a que nunca tuvo oportunidad de demostrarlo y las circunstancias no le acompañaron, no tendría sentido que un perro como aquel pudiera pelear así si no hubiera tenido talento. Siempre me pongo triste cuando pienso en su último combate y en la forma en que acabó.

»Pues sí, este Smiley tenía terriers, gallos de pelea, gatos y toda clase de bestias por el estilo, hasta el punto de no darte tregua, y ya podías presentarte con cualquier animal que él siempre aceptaba la apuesta con el suyo. Una vez cogió una rana, se la llevó a su casa y dijo que iba a dedicarse a educarla, y durante tres meses no hizo otra cosa que enseñar a aquel bicho a saltar en el patio de atrás de su casa. ¡Y vaya si aprendió! Le daba un golpecito en el trasero, y al momento veías la rana surcando los aires como un buñuelo de viento; luego daba una voltereta, o incluso dos si había tomado bastante impulso, y caía con las patas bien planas y en buena postura, como un gato. También la adiestró en el ejercicio de coger moscas, y la sometió a una práctica tan constante que podía atrapar cualquiera que se pusiera al alcance de su vista.

Smiley decía que todo lo que necesitaban las ranas era educación, y que podían hacer casi cualquier cosa… y yo le creía. Mire usted, le he visto poner ahí mismo, en el suelo, a Daniela Webster, que así se llamaba la rana, y decirle canturreando: “Moscas, Daniela, moscas”, y antes de poder parpadear la rana daba un salto y atrapaba a una mosca ahí, en la barra, y volvía a caer al suelo tan firme como una bola de barro, y se ponía a rascarse la cabeza con su pata trasera con la mayor indiferencia, como si no tuviera ni idea de estar haciendo nada más de lo que cualquier otra rana podría hacer. Jamás se ha visto una rana tan modesta y campechana como aquella, a pesar de estar tan bien dotada. Y cuando se trataba de saltar sobre terreno plano, salvaba más espacio de un solo bote que cualquier otro bicho de su especie. Saltar en terreno llano era su punto fuerte, ¿comprende?, y en esos casos Smiley apostaba hasta el último centavo que le quedara. Smiley estaba terriblemente orgulloso de su rana, y tenía motivos para ello, ya que gentes que habían viajado por todo el mundo coincidían en afirmar que superaba a cualquier rana que hubieran visto nunca.

 

 

»Pues bien, el caso es que Smiley guardaba la bestezuela en una cajita enrejada y solía traerla aquí al campamento para apostar. Un día, un individuo, que no era de por aquí, se lo encontró con su cajita y le preguntó:

»—¿Qué es lo que lleva usted en esa caja?

»Y Smiley repuso, con tono indiferente:

»—Podría ser una cotorra, o podría ser un canario, pero no lo es: no es más que una rana.

»Y el tipo cogió la cajita, la examinó cuidadosamente, volviéndola de un lado y de otro, y dijo:

»—Hummm… ya lo veo. Bueno, ¿y para qué sirve?

»—Bueno —dijo Smiley cautelosamente y con aire despreocupado—, sabe hacer muy bien una cosa. A mi entender, puede vencer saltando a cualquier rana del condado de Calaveras.

»El individuo volvió a coger la cajita, la contempló larga y detenidamente y se la devolvió a Smiley, diciendo con mucho retintín:

»—Pues no veo nada en esta rana que indique que sea mejor que otra cualquiera.

»—Tal vez usted no lo vea —le contestó Smiley—. Tal vez entienda usted de ranas, tal vez no. Podría ser un experto, o podría no ser más que un aficionado. En todo caso, yo ya tengo formada mi opinión, y le apuesto a usted cuarenta dólares a que mi rana derrota saltando a cualquier otra del condado de Calaveras.

»Su interlocutor se quedó un minuto pensativo, diciendo luego con triste resignación:

»—Verá, yo no soy más que un forastero y no tengo ninguna rana, pero si la tuviera aceptaría su apuesta.

»Entonces Smiley repuso:

»—Está bien, no se preocupe. Si me sostiene la caja durante un minuto, iré a buscarle una.

»El tipo cogió la caja, puso sus cuarenta dólares al lado de los de Smiley y se sentó a esperar.

»Permaneció allí durante un buen rato, entregado a sus reflexiones, y luego sacó la rana, le abrió la boca y, con una cucharita, se la llenó de perdigones casi hasta la barbilla. Después, la depositó en el suelo. Entretanto, Smiley había ido a la charca, donde estuvo chapoteando en el barro durante un buen rato. Finalmente, cogió una rana y se la llevó a aquel individuo, diciéndole:

»—Ahora, si está usted dispuesto, póngala al lado de Daniela, con las patas delanteras alineadas a la misma altura, y yo daré la señal de partida. —Acto seguido, dijo—: Uno, dos, tres… ¡ya!

»Smiley y aquel tipo tocaron a sus ranas por detrás, y la nueva saltó con gran ímpetu; en cambio, Daniela pareció lanzar un suspiro y levantar los hombros… así, como un francés. Pero todo fue en vano: no podía moverse. Estaba plantada tan firmemente sobre el suelo como una iglesia, y no podía avanzar, como si estuviera anclada. Smiley se quedó muy sorprendido, y también muy disgustado, pero naturalmente no tenía ni idea de qué podía pasarle a la rana.

»El individuo cogió el dinero y se dispuso a marcharse. Cuando había llegado a la puerta, apuntó con el pulgar por encima de la espalda, así, hacia Daniela, y volvió a decir con mucho retintín:

»—Pues no veo nada en esta rana que indique que sea mejor que otra cualquiera.

»Smiley se quedó rascándose la cabeza y contemplando a Daniela durante un buen rato, hasta que al fin dijo:

»—¿Qué puede haberle pasado a esta rana para no saltar? Es como si le sucediera algo raro… parece como si estuviera hinchada. —Y, cogiendo a Daniela por la piel del cuello, la levantó del suelo—. ¡Que me lleve el diablo si no pesa al menos cinco libras!

»Y, poniéndola boca abajo, la hizo arrojar dos puñados de perdigones. Entonces comprendió la treta y se puso hecho una auténtica furia. Dejó la rana en el suelo y salió en persecución de aquel individuo, sin lograr darle alcance. Y…

Al llegar a este punto, Simon Wheeler oyó que le llamaban desde el patio de delante y fue a ver de qué se trataba. Antes de salir, se volvió hacia mí y me dijo:

—Quédese aquí, forastero, y espéreme. Enseguida vuelvo.

Pero, con el permiso de ustedes, no consideré que la continuación de la historia del emprendedor vagabundo Jim Smiley me proporcionara mucha información concerniente al reverendo Leonidas W. Smiley, así que me dispuse a marcharme.

Ya en la puerta, me encontré al sociable Wheeler, que regresaba, y volvió a engancharme y a reanudar su relato:

—Pues bien, este Smiley tenía una vaca de color amarillento y tuerta, que no tenía por rabo más que un corto muñón, como una banana, y…

Sin embargo, careciendo tanto de tiempo como de disposición para ello, no esperé a escuchar más acerca de aquella desdichada vaca, y me marché.

1865

 

FIN

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MARK TWAIN, seudónimo de Samuel Langhorne Clemens

 

MARK TWAIN, seudónimo de Samuel Langhorne Clemens, nació en Florida, Missouri, en 1835. Pasó su infancia y adolescencia en Hannibal, a orillas del río Mississippi. En 1861 viajó a Nevada como ayudante personal de su hermano, que acababa de ser nombrado secretario del gobernador. Más tarde, en San Francisco, trabajó en The Morning Call. En 1866 realizó un viaje de seis meses por las islas Hawái y al año siguiente embarcó hacia Europa. Resultado de este último viaje fue uno de sus primeros éxitos editoriales, Inocentes en el extranjero, publicado en 1869. En 1876 publicó su segunda obra de gran éxito, Las aventuras de Tom Sawyer, y en 1885 la que los críticos consideran su mejor obra, Las aventuras de Huckleberry Finn. Murió en 1910 en Redding, Connecticut.

 

 

 


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