PRÓLOGO A LA CONDICIÓN HUMANA
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PRÓLOGO A LA CONDICIÓN HUMANA
No hay razón para dudar de nuestra capacidad para lograr «el hombre futuro que los científicos fabricarán antes de un siglo», «de la misma manera que tampoco existe para poner en duda nuestra actual capacidad de destruir toda la vida orgánica de la Tierra.
La única cuestión que se plantea es si queremos o no emplear nuestros conocimientos científicos y técnicos en este sentido, y tal cuestión no puede decidirse por medios científicos; se trata de un problema político de primer orden y, por lo tanto, no cabe dejarlo a la decisión de los científicos o políticos profesionales».
«Pudiera ser que nosotros, criaturas atadas a la Tierra que hemos comenzado a actuar como si fuéramos habitantes del universo, seamos incapaces de entender, esto es, de pensar y hablar sobre las cosas que, no obstante, podemos hacer. En este caso, sería como si nuestro cerebro, que constituye la condición física, material, de nuestros pensamientos, no pudiera seguir lo que realizamos, y en adelante necesitáramos máquinas artificiales para elaborar nuestro pensamiento y habla.
Si sucediera que conocimiento (en el moderno sentido de know-how) y pensamiento se separasen definitivamente, nos convertiríamos en impotentes esclavos no tanto de nuestras máquinas como de nuestros know-how, irreflexivas criaturas a merced de cualquier artefacto técnicamente posible, por muy mortífero que fuera.
Sin embargo, incluso dejando de lado estas últimas y aún inciertas consecuencias, la situación creada por las ciencias es de gran significación política. Dondequiera que esté en peligro lo propio del discurso, la cuestión se politiza, ya que es precisamente el discurso lo que hace del hombre un ser único».
«La razón por la que puede ser prudente desconfiar del juicio político de los científicos «qua» científicos no es fundamentalmente su falta de «carácter» -que no se negaran a desarrollar armas atómicas- o su ingenuidad -que no entendieran que una vez desarrolladas dichas armas serían los últimos en ser consultados sobre su empleo—, sino concretamente el hecho de que se mueven en un mundo donde el discurso ha perdido su poder. Y cualquier cosa que el hombre haga, sepa o experimente sólo tiene sentido en el grado en que pueda expresarlo»
«Nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo, es decir, sin la única actividad que les queda. Está claro que nada podría ser peor.
Este libro no ofrece respuesta a estas preocupaciones y perplejidades. Dichas respuestas se dan a diario, y son materia de política práctica, sujeta al acuerdo de muchos; nunca consisten en consideraciones teóricas o en la opinión de una persona, como si se tratara de problemas que sólo admiten una posible y única solución.
«Por lo tanto, lo que propongo es muy sencillo: nada más que pensar en lo que hacemos».
«Por otro lado, el propósito del análisis histórico es rastrear en el tiempo la alienación del Mundo Moderno, su doble huida de la Tierra al universo y del mundo al yo, hasta sus orígenes, con el fin de llegar a una comprensión de la naturaleza de la sociedad tal como se desarrolló y presentó en el preciso momento en que fue vencida por el advenimiento de una nueva y aún desconocida edad».
Hanna Arendt, 1958
En 1957 se lanzó al espacio un objeto fabricado por el hombre y durante varias semanas circundó la Tierra según las mismas leyes de gravitación que hacen girar y mantienen en movimiento a los cuerpos celestes: Sol, Luna y estrellas. Claro está que el satélite construido por el hombre no era ninguna luna, estrella o cuerpo celeste que pudiera proseguir su camino orbital durante un período de tiempo que para nosotros, mortales sujetos al tiempo terreno, dura de eternidad a eternidad. Sin embargo, logró permanecer en los cielos; habitó y se movió en la proximidad de los cuerpos celestes como si, a modo de prueba, lo hubieran admitido en su sublime compañía.
Este acontecimiento, que no le va a la zaga a ningún otro, ni siquiera a la descomposición del átomo, se hubiera recibido con absoluto júbilo de no haber sido por las incómodas circunstancias políticas y militares que concurrían en él. No obstante, cosa bastante curiosa, dicho júbilo no era triunfal; no era orgullo o pavor ante el tremendo poder y dominio humano lo que abrigaba el corazón del hombre, que ahora, cuando levantaba la vista hacia el firmamento, contemplaba un objeto salido de sus manos. La inmediata reacción, expresada bajo el impulso del momento, era de alivio ante el primer «paso de la victoria del hombre sobre la prisión terrena». Y esta extraña afirmación, lejos de ser un error de algún periodista norteamericano, inconscientemente era el eco de una extraordinaria frase que, hace más de veinte años, se esculpió en el obelisco fúnebre de uno de los grandes científicos rusos: «La humanidad no permanecerá atada para siempre a la Tierra».
Durante tiempo esta creencia ha sido lugar común. Nos nuestra que, en todas partes, los hombres no han sido en modo alguno lentos en captar y ajustarse a los descubrimientos científicos y al desarrollo técnico, sino que, por el contrario, los han sobrepasado en décadas. En éste, como en otros aspectos, la ciencia ha afirmado y hecho realidad lo que los hombres anticiparon en sueños que no eran descabellados ni vanos. La única novedad es que uno de los más respetables periódicos de este país publicó en primera página lo que hasta entonces había pertenecido a la escasamente respetada literatura de ciencia ficción (a la que, por desgracia, nadie ha prestado la atención que merece como vehículo de sentimientos y deseos de la masa). La trivialidad de la afirmación no debe hacernos pasar por alto su carácter extraordinario; ya que, aunque los cristianos se han referido a la Tierra como un valle de lágrimas y los filósofos han considerado su propio cuerpo como una prisión de la mente o del alma, nadie en la historia de la humanidad ha concebido la Tierra como cárcel del cuerpo humano ni ha mostrado tal ansia para ir literalmente de aquí a la Luna. La emancipación y secularización de la Edad Moderna, que comenzó con un desvío, no necesariamente de Dios, sino de un dios que era el Padre de los hombres en el cielo, ¿ha de terminar con un repudio todavía más ominoso de una Tierra que fue la Madre de todas las criaturas vivientes bajo el firmamento?
La Tierra es la misma quintaesencia de la condición humana, y la naturaleza terrena según lo que sabemos, quizá sea única en el universo con respecto a proporcionar a los seres humanos un hábitat en el que moverse y respirar sin esfuerzo ni artificio. El artificio humano del mundo separa la existencia humana de toda circunstancia meramente animal, pero la propia vida queda al margen de este mundo artificial y, a través de ella, el hombre se emparenta con los restantes organismos vivos. Desde hace algún tiempo, los esfuerzos de numerosos científicos se están encaminando a producir vida también «artificial», a cortar el último lazo que sitúa al hombre entre los hijos de la naturaleza. El mismo deseo de escapar de la prisión de la Tierra se manifiesta en el intento de crear vida en el tubo de ensayo, de mezclar «plasma de germen congelado perteneciente a personas de demostrada habilidad con el microscopio a fin de producir seres humanos superiores», y de «alterar [su] tamaño, aspecto y función»; y sospecho que dicho deseo de escapar de la condición humana subraya también la esperanza de prolongar la vida humana más allá del límite de los cien años.
Este hombre futuro -que los científicos fabricarán antes de un siglo, según afirman- parece estar poseído por una rebelión contra la existencia humana tal como se nos ha dado, gratuito don que no procede de ninguna parte (materialmente hablando), que desea cambiar, por decirlo así, por algo hecho por él mismo. No hay razón para dudar de nuestra capacidad para lograr tal cambio, de la misma manera que tampoco existe para poner en duda nuestra actual capacidad de destruir toda la vida orgánica de la Tierra. La única cuestión que se plantea es si queremos o no emplear nuestros conocimientos científicos y técnicos en este sentido, y tal cuestión no puede decidirse por medios científicos; se trata de un problema político de primer orden y, por lo tanto, no cabe dejarlo a la decisión de los científicos o políticos profesionales.
Mientras tales posibilidades quizá sean aún de un futuro lejano, los primeros efectos de los triunfos singulares de la ciencia se han dejado sentir en una crisis dentro de las propias ciencias naturales. La dificultad reside en el hecho de que las «verdades» del moderno mundo científico, si bien pueden demostrarse en fórmulas matemáticas y comprobarse tecnológicamente, ya no se prestan a la normal expresión del discurso y del pensamiento. En cuanto estas «verdades» se expresen conceptual y coherentemente, las exposiciones resultantes serán «quizá no tan sin sentido como «círculo triangular», pero mucho más que un «león alado»» (Erwin Schrodinger). Todavía no sabemos si ésta es una situación final. Pero pudiera ser que nosotros, criaturas atadas a la Tierra que hemos comenzado a actuar como si fueramos habitantes del universo, seamos incapaces de entender, esto es, de pensar y hablar sobre las cosas que, no obstante, podemos hacer. En este caso, sería como si nuestro cerebro, que constituye la condición física, material, de nuestros pensamientos, no pudiera seguir lo que realizamos, y en adelante necesitáramos máquinas artificiales para elaborar nuestro pensamiento y habla. Si sucediera que conocimiento (en el moderno sentido de know-how) y pensamiento se separasen definitivamente, nos convertiríamos en impotentes esclavos no tanto de nuestras máquinas como de nuestros know-how, irreflexivas criaturas a merced de cualquier artefacto técnicamente posible, por muy mortífero que fuera.
Sin embargo, incluso dejando de lado estas últimas y aún inciertas consecuencias, la situación creada por las ciencias es de gran significación política. Dondequiera que esté en peligro lo propio del discurso, la cuestión se politiza, ya que es precisamente el discurso lo que hace del hombre un ser único. Si siguiéramos el consejo, con el que nos apremian tan a menudo, de ajustar nuestras actitudes culturales al presente estado del desarrollo científico, adoptaríamos con toda seriedad una forma de vida en la que el discurso dejaría de tener significado, ya que las ciencias de hoy día han obligado a adoptar un «lenguaje» de símbolos matemáticos que, si bien en un principio eran sólo abreviaturas de las expresiones habladas, ahora contiene otras expresiones que resulta imposible traducir a discurso. La razón por la que puede ser prudente desconfiar del juicio político de los científicos qua científicos no es fundamentalmente su falta de «carácter» -que no se negaran a desarrollar armas atómicas- o su ingenuidad -que no entendieran que una vez desarrolladas dichas armas serían los últimos en ser consultados sobre su empleo—, sino concretamente el hecho de que se mueven en un mundo donde el discurso ha perdido su poder. Y cualquier cosa que el hombre haga, sepa o experimente sólo tiene sentido en el grado en que pueda expresarlo. Tal vez haya verdades más allá del discurso, y tal vez sean de gran importancia para el hombre en singular, es decir, para el hombre en cuanto no sea un ser político, pero los hombres en plural, o sea, los que viven, se mueven y actúan en este mundo, sólo experimentan el significado debido a que se hablan y se sienten unos a otros a sí mismos.
Más próximo y quizás igualmente decisivo es otro hecho no menos amenazador: el advenimiento de la automatización, que probablemente en pocas décadas vaciará las fábricas y liberará a la humanidad de su más antigua y natural carga, la del trabajo y la servidumbre a la necesidad. También aquí está en peligro un aspecto fundamental de la condición humana, pero la rebelión contra ella, el deseo de liberarse de la «fatiga y molestia», no es moderna sino antigua como la historia registrada. La liberación del trabajo en sí no es nueva; en otro tiempo se contó entre los privilegios más firmemente asentados de unos pocos. En este caso, parece como si el progreso científico y el desarrollo técnico sólo hubieran sacado partido para lograr algo que fue un sueño de otros tiempos, incapaces de hacerlo realidad.
Sin embargo, esto es únicamente en apariencia. La Edad Moderna trajo consigo la glorificación teórica del trabajo, cuya consecuencia ha sido la transformación de toda la sociedad en una sociedad de trabajo. Por lo tanto, la realización del deseo, al igual que sucede en los cuentos de hadas, llega en un momento en que sólo puede ser contraproducente. Puesto que se trata de una sociedad de trabajadores que está a punto de ser liberada de las trabas del trabajo, y dicha sociedad desconoce esas otras actividades más elevadas y significativas por cuyas causas merecería ganarse esa libertad. Dentro de esta sociedad, que es igualitaria porque ésa es la manera de hacer que los hombres vivan juntos, no quedan clases, ninguna aristocracia de naturaleza política o espiritual a partir de la que pudiera iniciarse de nuevo una restauración de las otras capacidades del hombre. Incluso los presidentes, reyes y primeros ministros consideran sus cargos como tarea necesaria para la vida de la sociedad y, entre los intelectuales, únicamente quedan individuos solitarios que mantienen que su actividad es trabajo y no un medio de ganarse la vida. Nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo, es decir, sin la única actividad que les queda. Está claro que nada podría ser peor.
Este libro no ofrece respuesta a estas preocupaciones y perplejidades. Dichas respuestas se dan a diario, y son materia de política práctica, sujeta al acuerdo de muchos; nunca consisten en consideraciones teóricas o en la opinión de una persona, como si se tratara de problemas que sólo admiten una posible y única solución. Lo que propongo en los capítulos siguientes es una reconsideración de la condición humana desde el ventajoso punto de vista de nuestros más recientes temores y experiencias. Evidentemente, es una materia digna de meditación, y la falta de meditación -la imprudencia o desesperada confusión o complaciente repetición de «verdades» que se han convertido en triviales y vacías- me parece una de las sobresalientes características de nuestro tiempo. Por lo tanto, lo que propongo es muy sencillo: nada más que pensar en lo que hacemos.
En efecto, «lo que hacemos» es el tema central del presente libro. Se refiere sólo a las más elementales articulaciones de la condición humana, con esas actividades que tradicionalmente, así como según la opinión corriente, se encuentran al alcance de todo ser humano. Por ésta y otras razones, la más elevada y quizá más pura actividad de la que es capaz el hombre, la de pensar, se omite en las presentes consideraciones. Así, pues, y de manera sistemática, el libro se limita a una discusión sobre labor, trabajo y acción, que constituye sus tres capítulos centrales. Históricamente, trato en el último capítulo de la Época Moderna y, a lo largo del libro, de las varias constelaciones dentro de la jerarquía de actividades tal como las conocemos desde la historia occidental.
No obstante, la Edad Moderna no es lo mismo que el Mundo Moderno. Científicamente, la Edad Moderna que comenzó en el siglo XVII terminó al comienzo del XX; políticamente, el Mundo Moderno, en el que hoy día vivimos, nació con las primeras explosiones atómicas. No discuto este Mundo Moderno, contra cuya condición contemporánea he escrito el presente libro. Me limito, por un lado, al análisis de esas generales capacidades humanas que surgen de la condición del hombre y que son permanentes, es decir, que irremediablemente no pueden perderse mientras no sea cambiada la condición humana. Por otro lado, el propósito del análisis histórico es rastrear en el tiempo la alienación del Mundo Moderno, su doble huida de la Tierra al universo y del mundo al yo, hasta sus orígenes, con el fin de llegar a una comprensión de la naturaleza de la sociedad tal como se desarrolló y presentó en el preciso momento en que fue vencida por el advenimiento de una nueva y aún desconocida edad.
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CAPÍTULO III: LABOR
En este capítulo se critica a Karl Marx. Tengo la desgracia de hacerlo en un momento en que tantos escritores, que anteriormente vivieron de apropiarse explícita o tácitamente ideas e intuiciones del rico mundo de Marx, han decidido convertirse en antimarxistas, e incluso uno de ellos ha descubierto que el propio Marx fue incapaz de ganarse la vida, olvidando las generaciones de autores que ha «mantenido». Ante esta dificultad me alivia recordar un párrafo escrito por Benjamín Constant cuando se vio obligado a atacar a Rousseau: «Cierto es que evitaré unirme a los detractores de un gran hombre. Si la casualidad hace que en apariencia esté de acuerdo con ellos en un solo punto, desconfío de mí mismo; y para consolarme de parecer por un instante de su opinión … necesito contradecir e infamar todo lo que puedo a estos pretendidos colaboradores» (1)
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«La labor de nuestro cuerpo y el trabajo de nuestras manos» (2)
La palabra «labor», entendida como nombre, nunca designa el producto acabado, el resultado de la labor, sino que se queda en nombre verbal para clasificarlo con el gerundio, mientras que el propio producto deriva invariablemente de la palabra que indica trabajo, incluso cuando el uso corriente ha seguido el desarrollo moderno tan estrechamente que la forma verbal de la palabra «trabajo» se ha quedado más bien anticuada.
La distinción que propongo entre labor y trabajo no es usual. La evidencia a su favor es demasiado grande para no tenerla en cuenta, y, sin embargo, es un hecho histórico que salvo unas cuantas observaciones aisladas, que además ni siquiera desarrollaron los autores en sus teorías, apenas hay nada en la tradición premoderna del pensamiento político o en el amplio cuerpo de las modernas teorías sobre la labor que la sustente. No obstante, contra esta escasez histórica se levanta un testimonio muy articulado y obstinado, es decir, el simple hecho de que todo idioma europeo, antiguo y moderno, contiene dos palabras etimológicamente no relacionadas para definir lo que creemos es la misma actividad, conservadas pese a su persistente uso sinónimo (3).
Así, la distinción de Locke entre manos que trabajan y cuerpo que labora es algo reminiscente de la diferencia griega entre cheirotechnés, artesano, a la que corresponde la palabra alemana Handwerker, y aquellos que, como los «esclavos y animales domésticos, atienden con sus cuerpos a las necesidades de la vida» (4), en griego tó sómati ergazesthai, trabajan con sus cuerpos (incluso aquí, labor y trabajo ya se tratan como idénticos, puesto que la palabra usada no es ponein, «labor«, sino ergazesthai, «trabajo«). Sólo en un aspecto que, sin embargo, es el más importante desde el punto de vista lingüístico, el uso antiguo y moderno de las dos palabras deja de ser sinónimo, es decir, en la formación del nombre correspondiente. De nuevo encontramos aquí completa unanimidad; la palabra «labor», entendida como nombre, nunca designa el producto acabado, el resultado de la labor, sino que se queda en nombre verbal para clasificarlo con el gerundio, mientras que el propio producto deriva invariablemente de la palabra que indica trabajo, incluso cuando el uso corriente ha seguido el desarrollo moderno tan estrechamente que la forma verbal de la palabra «trabajo» se ha quedado más bien anticuada (5).
El motivo de que esta distinción haya pasado por alto en la antigüedad y no se haya explorado su significación es bastante claro. El desprecio hacia la labor, que originalmente surge de la apasionada lucha por la libertad mediante la superación de las necesidades, y del no menos apasionado rechazo de todo esfuerzo que no dejara huella, monumento, ni gran obra digna de ser recordada, se propagó con las recientes exigencias de la vida de la polis sobre el tiempo de los ciudadanos, así como debido a su insistencia en la abstención (skholé) de lo que no fueran actividades políticas, hasta que englobó todo lo que suponía un esfuerzo. La primera costumbre política, anterior al pleno desarrollo de la ciudad-estado, distinguía simplemente entre esclavos, enemigos vencidos (dmóes o douloi) que eran llevados a la casa del vencedor con el resto del botín, donde en calidad de residentes (oiketai o familiares) se esclavizaban para atender a su propia vida y a la de su amo, y los démiourgoi, trabajadores del pueblo, que se movían libremente fuera de la esfera privada y dentro de la pública (6). Tiempo después cambió incluso el nombre de estos artesanos, a quienes Solón aún describía como hijos de Atenea y Hefesto, y los llamaba banausoi, o sea, hombres cuyo principal interés es el oficio y no el lugar del mercado. Soló a partir de finales del siglo V comenzó la polis a clasificar las ocupaciones según el esfuerzo requerido, y así Aristóteles calificaba esas ocupaciones «en las que el cuerpo más se deteriora» como las más bajas. Aunque se negó a admitir a los banausoi como ciudadanos, hubiera aceptado a los pastores y pintores, y no a los campesinos y escultores (7).
Más adelante veremos que los griegos, aparte de su desprecio por la labor, tenían sus propias razones para desconfiar del artesano o más bien de la mentalidad del homo faber. No obstante, esta desconfianza sólo se da en ciertos períodos, mientras que la estima por las actividades humanas, incluso la de aquellos qué, como Hesíodo, supuestamente elogian la labor (8), se basa en la convicción de que la labor de nuestro cuerpo, requerida por sus necesidades, resulta abyecta. De ahí que las ocupaciones que no consistían en laborar, aunque se emprendieran no por su propio fin, sino para hacer frente a las necesidades de la vida, se asimilaban al status de labor, lo que explica las variaciones y cambios en su estima y clasificación en diferentes períodos y en distintos lugares. La opinión de que labor y trabajo eran despreciados en la antigüedad debido a que sólo incumbían a los esclavos, es un principio de los historiadores modernos. Los antiguos razonaban de manera totalmente distinta; creían que era necesario poseer esclavos debido a la servil naturaleza de todas las ocupaciones útiles para el mantenimiento de la vida (9). Precisamente sobre esta basé se defendía y justificaba la intuición de la esclavitud. Laborar significaba estar esclavizado por la necesidad, y esta servidumbre era inherente a las condiciones de la vida humana. Debido a que los hombres estaban dominados por las necesidades de la vida, sólo podían ganar su libertad mediante la dominación de esos a quienes sujetaban a la necesidad por la fuerza. La degradación del esclavo era un golpe del destino y un destino peor que la muerte, ya que llevaba consigo la metamorfosis del hombre en algo semejante al animal domesticado (10). Por lo tanto, un cambio en el estado legal de un esclavo, como la manumisión por su dueño o un cambio en la circunstancia política general que elevara ciertas ocupaciones a la pertinencia pública, aseguraba de modo automático un cambio en la «naturaleza» del esclavo (11).
La institución de la esclavitud en la antigüedad, aunque no en los últimos tiempos, no era un recurso para obtener trabajo barato o un instrumento de explotación en beneficio de los dueños, sino más bien el intento de excluir la labor de las condiciones de la vida del hombre. Lo que los hombres compartían con las otras formas de vida animal no se consideraba humano. (Diremos de paso que ésta era también la razón del malentendido que ha suscitado la teoría griega sobre la no humana naturaleza del esclavo. Aristóteles, que argumentó dicha teoría de manera tan explícita, y luego, en su lecho de muerte, liberó a sus esclavos, no fue tan inconsistente como se inclinan a creer los modernos. No negó la capacidad del esclavo para ser humano, sino únicamente el uso de la palabra «hombres» para designar a los miembros de la especie mientras estuvieran totalmente sujetos a la necesidad) (12). Y la verdad es que está plenamente justificado el empleo de la palabra «animal» en concepto de animal laborans, para diferenciarlo del muy discutible uso de la misma palabra en la expresión animal rationale. En efecto, el animal laborans es sólo uno, a lo sumo el más elevado, de la especie animal que puebla la tierra.
No es sorprendente que la distinción entre labor y trabajo fuera ignorada en la antigüedad clásica. La diferenciación entre la familia privada y la esfera política pública, entre el residente familiar que era el esclavo y el cabeza de familia que era el ciudadano, entre actividades que han de ocultarse en privado y las que son dignas de verse, oírse y recordarse, eclipsó y predeterminó todas las demás distinciones hasta que sólo quedó un criterio: ¿dónde se gasta la mayor cantidad de tiempo y esfuerzo, en público o en privado?, ¿está motivada la ocupación por cura privati negotii o cura rei publicae, por el cuidado de los asuntos privados o públicos? (13). Con el auge de la teoría política, los filósofos superaron incluso estas distinciones, que al menos habían diferenciado las actividades, oponiendo la contemplación a toda clase de actividades semejantes. Con ellos, incluso la actividad política quedó nivelada al rango de necesidad, que en adelante pasó a ser el denominador común de todas las articulaciones dentro de la vita activa. Razonablemente no cabe esperar ayuda alguna del pensamiento político cristiano, que aceptó la distinción de los filósofos, la refino, y, al ser la religión para la mayoría y la filosofía para los pocos, le dio general validez, obligando a todos los hombres.
No obstante, a primera vista resulta sorprendente que la Edad Moderna -con la inversión de todas las tradiciones, del tradicional rango de la acción y contemplación no menos que de la tradicional jerarquía dentro de la propia vita activa, con su glorificación del trabajo como fuente de todos los valores y su elevación desde animal laborans hasta la posición tradicionalmente mantenida por el animal rationale- no haya ideado una sola teoría en la que el animal laborans y el homo faber, «la labor de nuestro cuerpo y el trabajo de nuestras manos», estén claramente diferenciados. En vez de eso, primero encontramos la distinción entre labor productiva e improductiva, algo después la diferenciación entre trabajo experto e inexperto, y, finalmente, superando a las dos debido a que aparentemente es de significación más elemental, la división de todas las actividades en trabajo manual e intelectual. De las tres, sólo la distinción entre labor productiva e improductiva llega al núcleo del asunto, y no es casualidad que los dos teóricos más importantes en este campo, Adam Smith y Karl Marx, basaran en ella toda la estructura de su argumentación. El motivo de la elevación de la labor en la Época Moderna fue su «productividad», y la en apariencia blasfema noción de Marx al afirmar que la labor (y no Dios) creó al hombre o que la labor (y no la razón) distinguía al hombre de los otros animales, únicamente era la formulación más radical y consistente de algo sobre lo que estaba de acuerdo toda la Época Moderna (14).
Más aún, tanto Smith como Marx estaban de acuerdo con la opinión pública moderna al despreciar la labor improductiva como parásita, en realidad una especie de perversión de la labor, como si nada que no fuera digno de este nombre enriqueciera al mundo. Marx compartió el desprecia-de Smith por los «sirvientes domésticos», que como «huéspedes perezosos … nada dejan tras de sí a cambio de su consumo» (15). Sin embargo, eran precisamente estos sirvientes domésticos, estos residentes familiares, oiketai o familiares, que laboraban por pura subsistencia y que se necesitaban para el consumo sin esfuerzo más que para la producción, a quienes todas las épocas anteriores a la moderna tenían en mente cuando identificaban la condición laboral con la esclavitud. Lo que dejaban tras de sí a cambio de su consumo no era ni más ni menos que la libertad de sus dueños o, en lenguaje moderno, la potencial productividad de sus amos.
Dicho con otras palabras, la distinción entre labor productiva e improductiva contiene, aunque con prejuicio, la distinción más fundamental entre trabajo y labor (16). En efecto, signo de todo laborar es que no deja nada tras sí, que el resultado de su esfuerzo se consume casi tan rápidamente como se gasta el esfuerzo. Y no obstante, dicho esfuerzo, a pesar de su futilidad, nace de un gran apremio y está motivado por su impulso mucho más poderoso que cualquier otro, ya que de él depende la propia vida. La época moderna en general y Karl Marx en particular, anonadados, por decirlo así, por la productividad sin precedente de la humanidad occidental, tuvieron la casi irresistible tendencia a considerar toda labor como trabajo y a referirse al animal laborans en términos mucho más adecuados al homo faber, confiando en que sólo era necesario un poco más para eliminar por completo a la labor y a la necesidad (17).
Sin duda, el auténtico desarrollo histórico que sacó a la labor de lo oculto y la llevó a la esfera pública, donde pudo ser organizada y «dividida» (15), constituyó un poderoso argumento en el desarrollo de estas teorías. Sin embargo, un hecho más significativo a este respecto, ya observado por los economistas clásicos y claramente descubierto y analizado por Karl Marx, es que la propia actividad laboral, al margen de las circunstancias históricas e independientemente de su lugar en la esfera privada o pública, posee una «productividad» suya, por fútiles y no duraderos que puedan ser sus productos. Dicha productividad no se basa en los productos de la labor, sino en el «poder» humano, cuya fuerza no queda agotada cuando ha producido los medios para su propia subsistencia y supervivencia, que es capaz de producir un «superávit», es decir, más de lo necesario para su propia «reproducción». Debido a que lo que explica la productividad de la labor no es ésta en sí misma, sino el superávit del «poder de la labor» humana (Arbeitskraft), la introducción de este término por Marx constituyó, como Engels señaló acertadamente, el elemento más original y revolucionario de todo su sistema (19). A diferencia de la productividad del trabajo, que añade nuevos objetos al artificio humano, la productividad del poder de la labor sólo produce objetos de manera incidental y fundamentalmente se interesa por los medios de su propia reproducción; puesto que su poder no se agota una vez asegurada su propia reproducción, puede usarse para la reproducción de más de un proceso de vida, si bien no «produce» más que vida (20). Mediante la opresión violenta en una sociedad de esclavos o de explotación en la sociedad capitalista de la época de Marx, puede canalizarse de tal modo que la labor de unos baste para la vida de todos.
Desde este punto de vista puramente social, que es de la Época Moderna pero que cobró su mayor y más coherente expresión en la obra de Marx, todo el laborar es «productivo», y la anterior distinción entre las «tareas domésticas» que no dejan huella y la producción de cosas lo suficientemente duraderas para su acumulación pierde su validez. Como vimos antes, el punto de vista social es idéntico a la interpretación que sólo tiene en cuenta el proceso de vida de la humanidad y, dentro de su marco de referencia, todas las cosas se convierten en objetos de consumo. En una «humanidad socializada» por completo, cuyo único propósito fuera mantener el proceso de la vida -y tal es desgraciadamente el nada utópico ideal que guía a las teorías de Marx (21)-, la distinción entre labor y trabajo desaparecería por entero; todo trabajo se convertiría en labor debido a que las cosas se entenderían no en su mundana y objetiva cualidad, sino como resultado del poder de la labor y de las funciones del proceso de la vida (22).
Es interesante observar que la distinción entre trabajo diestro y no diestro e intelectual y manual, no desempeña papel alguno en la economía política clásica ni en la obra de Marx. Comparados con la productividad de la labor, son de importancia secundaria. Toda actividad requiere una cierta destreza, tanto si se trata de limpiar y cocinar como de escribir un libro o construir una casa. La distinción no se aplica a diferentes actividades, sino que sólo señala ciertos grados y cualidades en cada una de ellas. Podría adquirir cierta importancia la moderna división del trabajo, donde las tareas asignadas anteriormente a los jóvenes e inexpertos quedaron congeladas en ocupaciones para toda la vida. Pero la consecuencia de la división del trabajo, en que una actividad se divide en tantas minúsculas partes que cada especialista sólo necesita un mínimo de habilidad, tiende a abolir por completo el trabajo diestro, como atinadamente predijo Marx. El resultado es que lo comprado y vendido en el mercado del trabajo no es habilidad individual, sino «poder de la labor», del que todo ser humano posee aproximadamente el mismo. Más aún, puesto que el trabajo no hábil es una contradicción expresiva, la propia distinción sólo es válida para la actividad laboral, y el intento de usarla como importante marco de referencia ya indica que la distinción entre labor y trabajo ha quedado abandonada en favor de la labor.
El resultado es que lo comprado y vendido en el mercado del trabajo no es habilidad individual, sino «poder de la labor», del que todo ser humano posee aproximadamente el mismo
Muy distinto es el caso de la más popular categoría de trabajo manual e intelectual. Aquí, el lazo subyacente entre quien trabaja con la mano y el que lo hace con la cabeza es de nuevo el proceso laboral, en un caso desempeñado por la cabeza y en el otro por otra parte del cuerpo. Sin embargo, pensar, que presumiblemente es la actividad de la cabeza, aunque en cierta manera es como el laborar -también un proceso que probablemente sólo finaliza con la propia vida-, es incluso menos «productivo» que la labor; si ésta no deja huella permanente, el pensar no deja nada tangible. Por sí mismo, nunca se materializa en objeto.
Siempre que el trabajador intelectual desea manifestar sus pensamientos, ha de usar sus manos y adquirir habilidad manual como cualquier otro trabajador
Siempre que el trabajador intelectual desea manifestar sus pensamientos, ha de usar sus manos y adquirir habilidad manual como cualquier otro trabajador. Dicho con otras palabras, pensar y trabajar son dos actividades diferentes que nunca coinciden por completo; el pensador que quiere que el mundo conozca el «contenido» de sus pensamientos, lo primero de todo ha de hacer una pausa y recordar sus pensamientos. Tanto aquí como en los demás casos, el recuerdo prepara lo intangible y lo fútil para su final materialización; es el comienzo del proceso de trabajo y, al igual que la consideración del artesano sobre el modelo que guiará su obra, su etapa más inmaterial. El propio trabajo siempre requiere entonces algún material sobre el que actuar y que mediante la fabricación, la actividad del homo faber, se transformará en un objeto mundano. La específica cualidad del trabajo intelectual no se debe menos al «trabajo de nuestras manos» que el de cualquier otra clase de trabajo.
Pensar y trabajar son dos actividades diferentes que nunca coinciden por completo; el pensador que quiere que el mundo conozca el «contenido» de sus pensamientos, lo primero de todo ha de hacer una pausa y recordar sus pensamientos
Parece razonable y es muy corriente relacionar y justificar la moderna distinción entre labor intelectual y manual con la antigua que diferenciaba las «artes serviles» de las «liberales». Sin embargo, el signo característico entre estas últimas no es en absoluto «un mayor grado de inteligencia» o que el «artista liberal» trabaje con el cerebro y el «sórdido artesano» lo haga con las manos. El antiguo criterio es fundamentalmente político. Son liberales las ocupaciones que requieren prudentia, capacidad para el juicio prudente, que es la virtud de los estadistas, y las profesiones de utilidad pública (ad hominum utilitatem) (23), tales como la arquitectura, la medicina y la agricultura (24). Todos los oficios, tanto el del amanuense como el del carpintero, son «sórdidos», inapropiados para un ciudadano completo, y los peores son los considerados como más útiles, por ejemplo el de «pescadero, carnicero, cocinero, pollero y pescador» (25). No obstante, ni siquiera éstos son necesariamente puro trabajo. Aún hay una tercera categoría en la que se remuneran el esfuerzo y la fatiga (las operae diferenciadas del opus, la mera actividad diferenciada del trabajo), y en estos casos «el propio salario es señal de esclavitud» (26).
El antiguo criterio es fundamentalmente político. Son liberales las ocupaciones que requieren prudentia, capacidad para el juicio prudente, que es la virtud de los estadistas, y las profesiones de utilidad pública (ad hominum utilitatem), tales como la arquitectura, la medicina y la agricultura.
Todos los oficios, tanto el del amanuense como el del carpintero, son «sórdidos», inapropiados para un ciudadano completo, y los peores son los considerados como más útiles, por ejemplo el de «pescadero, carnicero, cocinero, pollero y pescador».
La distinción entre trabajo manual e intelectual, aunque cabe encontrar su origen en la Edad Media (27), es moderna y tiene dos causas por completo diferentes que, no obstante, son igualmente características del clima general de la Época Moderna. Puesto que bajo las condiciones modernas toda ocupación tenía que mostrar su «utilidad» para la sociedad en general, y puesto que la utilidad de las ocupaciones intelectuales se hizo más que dudosa debido a la glorificación de la labor, era natural que también los intelectuales quisieran contarse entre la población trabajadora. Al mismo tiempo, y sólo en aparente contradicción con este desarrollo, la necesidad y estima de esta sociedad por ciertas relaciones «intelectuales» ascendió a un grado sin precedente en nuestra historia, excepto en los siglos de la decadencia del Imperio Romano. Cabe recordar que, a través de la historia de la antigüedad, los servicios «intelectuales» de los amanuenses, ya sirvieran las necesidades de la esfera pública o de la privada, eran realizados por esclavos y clasificados en consonancia con el estado legal de éstos.
Sólo la burocratización del Imperio Romano y el concomitante auge social y político de los emperadores llevó consigo una revaluación de los servicios «intelectuales» (28). Hasta donde el intelectual no es un «trabajador» -que, al igual que los demás trabajadores, desde el más humilde artesano al más grande artista, está comprometido en añadir una cosa más, a ser posible duradera, al mundo del hombre- se parece más que ningún otro al «sirviente doméstico» de Adam Smith, aunque su función radica menos en conservar intacto el proceso de la vida y mantener su regeneración que en ocuparse de la conservación del gigantesco aparato burocrático cuyo proceso consume sus servicios y devora sus productos tan rápida y despiadadamente como el propio proceso biológico de la vida (29).
Hasta donde el intelectual no es un «trabajador», se parece más que ningún otro al «sirviente doméstico» (al) ocuparse de la conservación del gigantesco aparato burocrático cuyo proceso consume sus servicios y devora sus productos tan rápida y despiadadamente como el propio proceso biológico de la vida
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El carácter de cosa del mundo
El desprecio por el trabajo en la teoría antigua y su glorificación en la moderna proceden de la actitud subjetiva o actividad del trabajador, desconfiando de su penoso esfuerzo o elogiando su productividad. Este carácter subjetivo del enfoque se ve de modo más claro en la distinción entre trabajo fácil y difícil, pero ya vimos, al menos en el caso de Marx -quien, como los más importantes teóricos del trabajo, suministra una especie de piedra de toque para estas cuestiones—, que la productividad del trabajo se mide y calibra según las exigencias del proceso de la vida para su propia reproducción; radica en la potencial plusvalía inherente a la fuerza de trabajo humano, no en la cualidad o carácter de las cosas que produce. De manera similar, la opinión griega, que clasificaba a los pintores en grado superior a los escultores, no se basaba en una mayor consideración por la pintura (30). Parece que la diferencia entre labor y trabajo, que nuestros teóricos tanto se han obstinado en olvidar y nuestros idiomas tan tercamente en conservar, se convierte simplemente en una diferencia de grado si el carácter mundano de la cosa producida -su lugar, función y tiempo de permanencia en el mundo- no se tiene en cuenta. La diferencia entre un pan, cuya «expectativa de vida» en el mundo es apenas más de un día, y una mesa, que fácilmente puede sobrevivir a generaciones de hombres, es mucho más clara y decisiva que la distinción entre un panadero y un carpintero.
La curiosa discrepancia entre lenguaje y teoría, que observamos anteriormente, resulta ser por lo tanto una discrepancia entre el lenguaje «objetivo» y orientado por el mundo que hablamos y las teorías subjetivas y orientadas por el hombre que usamos en nuestros intentos para entendernos. El lenguaje, y las fundamentales experiencias humanas que lo sustentan, es lo que nos enseña que las cosas del mundo, entre las que se consume la vita activa, son de naturaleza muy. diferente y producidas por muy distintas clases de actividad. Considerados como parte del mundo, los productos del trabajo – y no los de la laborgarantizan la permanencia y «durabilidad», sin las que no sería posible el mundo. Dentro de este mundo de cosas duraderas encontramos los bienes de consumo que aseguran a la vida los medios para su propia supervivencia. Necesarias para nuestro cuerpo y producidas por su laborar, pero sin propia estabilidad, estas cosas de incesante consumo aparecen y desaparecen en un medio ambiente de objetos que no se consumen sino que se usan, y a los que, debido a que los usamos, nos acostumbramos. Como tales, originan la familiaridad del mundo, sus costumbres y hábitos de intercambio entre hombres y cosas, así como enire hombres. Lo que los bienes de consumo son para la vida, los objetos de uso son para el mundo. De ellos derivan los primeros su carácter de cosa; y el lenguaje, que no permite a la actividad laborante formar algo tan sólido y no verbal como un nombre, sugiere con extrema probabilidad que no conoceríamos lo que es una cosa sin tener ante nosotros «el trabajo de nuestras manos».
Diferenciados de los bienes de consumo y de los objetos de uso, encontramos finalmente los «productos» de la acción y del discurso, que juntos constituyen el tejido de las relaciones y asuntos humanos. Dejados en sí mismos, no sólo carecen de la tangibilidad de las otras cosas, sino que incluso son menos duraderos y más fútiles que lo que producimos para consumo. Su realidad depende por entero de la pluralidad humana, de la constante presencia de otros que ven, y por lo tanto atestiguan de su existencia. Actuar y hablar siguen siendo manifestaciones exteriores de la vida humana, que sólo conoce una actividad que, si bien relacionada con el mundo exterior de muchas maneras, no se manifiesta necesariamente en él y no requiere ser vista, ni oída, ni usada, ni consumida para ser real: la actividad del pensamiento.
Sin embargo, considerados en su mundanidad, acción, discurso y pensamiento tienen mucho más en común que cualquiera de ellos con el trabajo o la labor. No «producen», no engendran nada, son tan fútiles como la propia vida. Para convertirse en cosas mundanas, es decir, en actos, hechos, acontecimientos y modelos de pensamientos o ideas, lo primero de todo han de ser vistos, oídos, recordados y luego transformados en cosas, en rima poética, en página escrita o libro impreso, en cuadro o escultura, en todas las clases de memorias, documentos y monumentos. Todo el mundo real de los asuntos humanos depende para su realidad y continuada existencia en primer lugar de la presencia de otros que han visto, oído y que recordarán y, luego, de la transformación de lo intangible en la tangibilidad de las cosas. Sin el recuerdo y la transformación que aquél necesita para su propia realización y que lo convierte, como sostenían los griegos, en la madre de todas las artes, el discurso, la acción y el pensamiento perderían su realidad al final de cada proceso y desaparecerían como si nunca hubieran existido. La materialización que han de sufrir para permanecer en el mundo la pagan en cuanto que la «letra muerta» siempre reemplaza a algo que surgió de un momento fugaz y que durante ese breve tiempo existió como «espíritu vivo». Han de pagar ese precio porque su naturaleza es por completo no mundana y, por consiguiente, necesita la ayuda de una actividad cuya naturaleza sea diferente; para su realidad y materialización dependen de la misma mano de obra que construye las demás cosas. La realidad y confiabilidad del mundo humano descansan principalmente en el hecho de que estamos rodeados de cosas más permanentes que la actividad que las produce, y potencialmente incluso más permanentes que las vidas de sus autores. La vida humana, en la medida en que construye el mundo, se encuentra en constante proceso de transformación, y el grado de mundanidad de las cosas producidas depende de su mayor o menor permanencia en el propio mundo.
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Notas
1. Véase «De la liberté des anciens comparée a celle des modernes» (1819), reimpreso en Cours de Poliiique Consatutionnelle, II (1872), 549.
2. Locke, Second Treatise of Civil Government, sec. 26.
3. Así, el idioma griego distingue entre punein y ergazesthai, el latino entre laborare y faceré o fabricari, que tienen la misma raíz etimológica, el francés entre travailler y ouvrer, el alemán entre arbeiten y werken. En todos estos casos, sólo los equivalentes de «labor» tienen un inequívoco sentido de dolor y molestia. La palabra alemana Arbeit originariamente sólo se aplicó a la labor campesina ejecutada por siervos y no al trabajo del artesano, que se llamó Werk. La francesa truvailler reemplazó a la antigua labourer y deriva de tripalium, una especie de tortura. Véase Grimm, Wórterbuch, págs. 1854 sigs., y Lucien Fébre, Travail: evolución d’un mot et d’une idee». Journal de Psychologie Nórmale et Vathalogique, XI.I, n. 1 (1948).
4. Aristóteles, Política, 1254b25.
5. Tal es el caso del francés ouvrer y del alemán werken. En ambos idiomas, a diferencia del uso corriente en inglés de «labor», las palabras travailler y arbeiten casi han perdido el significado original de dolor y molestia; Grimm (op. cit.) ya había observado a mediados del siglo pasado este desarrollo: «Wahrend in állerer Sprache die Bedeutung von molestia und schwerer Arbeit vorherrschte, die von opas, opera, zurücktrat, tritt umgekehrt in der heutigen diese vor und jene erscheint seltener». También es interesante que los nombres work, ouvre y Werk muestren una creciente tendencia a usarse en los tres idiomas para designar obras de arte.
6. Véase J.-P. Vemant, «Travail et nature dans la Gréce ancienne», Suma de Psychologie Normale et Pathologique, LII, n. 1 (enero-marzo 1955): «Le terme démiourgoi, chez Homére et Hésiode, ne qualifie pas a l’origine l’artisan en tant que tel, comme «ouvrier»: il définit toutes les activités qui s’exercent en dehors du cadre de l’oiícos, en faveur d’un pubüc, dimos: les artisans -charpentiers et forgerons— mais non moins qu’eux les devins, les héraults, les aédes».
7. Política, 1258b35 sigs. Para la argumentación de Aristóteles sobre la admisión de los banausoi en la ciudadanía, véase Política, III. 5. Su teoría se corresponde estrechamente con la realidad: se estimaba que el ochenta por ciento del comercio, la labor y el trabajo libres lo realizaban no ciudadanos, ya «extranjeros» (katoikountes y metoikoi) o esclavos emancipados que destacaban en estas clases (véase Fritz Heichelheim, Wirtschaftsgeschichte des Altertums, 1938, vol. I, págs. 398 sigs.). Jacob Burckhardt, que en su Griechische Kulturgeschichte (vol. II, secs. 6 y 8) refiere la opinión griega sobre quién pertenece y quién no a la clase de los banausoi, nos informa también que no conocemos tratado alguno sobre la escultura. Teniendo en cuenta los muchos ensayos relativos a la música y a la poesía, probablemente esta carencia se debe a un simple accidente sobre la actitud de superioridad e incluso de arrogancia de los pintores famosos y ninguna anécdota sobre los escultores. Dicha estimación sobre los pintores y escultores sobrevivió muchos siglos. Todavía se la encuentra en el Renacimiento, donde la escultura se cuenta entre las artes serviles y la pintura se sitúa entre éstas y las liberales (véase Otto Neurath, «Beitrage zur Geschichte der Opera Servilia», Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, XLI, n. 2, 1915).
Que la opinión- pública griega de las ciudades-estado juzgara las ocupaciones según el esfuerzo y el tiempo que requerían, nos lo confirma una observación de Aristóteles sobre la vida de los pastores: «Hay grandes diferencias en los modos de vida humana. Los más perezosos son los pastores, ya que sin labor (ponos) se alimentan de los animales domesticados y están en holganza (skholazousin)» (Política, 1256a30 sigs.). Resulta interesante que Aristóteles, posiblemente siguiendo la opinión general, mencione aquí la pereza (aergia) junto a, y de algún modo condición de, skholé, abstención de ciertas actividades, que es la condición para llevar una vida política. El lector actual ha de saber que aergia y skholé no es lo mismo. La pereza tenía el mismo sentido que para nosotros, y una vida de skholé no se consideraba una vida perezosa. Sin embargo, la igualdad de skholé y pereza es característica de un desarrollo dentro de la polis. Asi, Jenofonte relata que Sócrates fue acusado de haber citado el siguiente párrafo a Hesiodo: «El trabajo no es desgracia, pero la pereza (aergia) es desgracia». La acusación significaba que Sócrates había inculcado a sus alumnos un espíritu servil (Memorabilia, I. 2.56). Históricamente es importante tener en cuenta la distinción entre el desprecio de las ciudades-estado griegas hacia todas las ocupaciones no políticas, que derivan de la enorme exigencia de tiempo y energía de los ciudadanos, y el anterior, más original y extendido, desprecio por las actividades que sólo sirven para mantener la vida; ad vitae sustentationem se sigue definiendo en el siglo XVII como opera servilia. En el mundo homérico, Paris y Odiseo ayudan en la construcción de sus casas, y la propia Nausica lava la ropa de sus hermanos, etc. Todo esto pertenece a la autosuficiencia del héroe homérico, a su independencia y autónoma supremacía de su persona. Ningún trabajo es sórdido si confiere mayor independencia; la mismísima actividad pudiera ser un signo de esclavitud si no está en juego la independencia personal, sino la pura supervivencia, si no es expresión de soberanía, sino de sujeción a la necesidad. La diferente estimación de la artesanía en Homero es bien conocida. Su verdadero significado nos lo ofrece galanamente expuesto Richard Harder en un reciente ensayo titulado Eigenart der Griechen (1949).
8. Labor y trabajo (ponos y ergon) están diferenciados en Hesíodo; sólo el trabajo se debe a Eris, diosa de ¡a buena lucha (Los trabajos y ¡os días, págs. 20-26), pero la labor, como los demás males, salió de la caja de Pandora (90 sigs.) y es castigo de Zeus porque Prometeo, «el astuto, le engañó». Desde entonces, «los dioses han ocultado su vida de los hombres» (42 sigs.) y su maldición cae sobre los «hombres comedores de pan» (82). Más aún, Hesíodo da por sentado como cosa natural que la verdadera labor campesina la realizan los esclavos y los animales domesticados. Elogia la vida cotidiana -lo que ya es bastante extraordinario en un griego-, pero su ideal es el campesino-caballero, en vez del laborante, que permanece en su casa, se aleja de las aventuras marítimas y de los asuntos públicos en el agora (29 sigs.), y se ocupa de los suyos.
9. Aristóteles comienza su famosa discusión sobre la esclavitud (Política, 1253b25) afirmando que «sin las cosas necesarias, la vida, así como la buena vida, son imposibles». Tener esclavos es la forma humana de dominar la necesidad, y por lo tanto no va para pbysin, contra naturaleza; la propia vida lo exige. Así, pues, los campesinos, que proporcionan lo necesario para la vida, quedan clasificados por Platón y Aristóteles entre los esclavos (véase Robert Schlaifer, «Greek Theories of Slavery from Homer to Aristotle», Harvard Studies in Classical Philology, XLVII, 1936).
10. En este sentido Euripides llama «malos» a los esclavos: lo ven todo desde el punto de vista del estómago. (Supplementum Euripideum, ed. Arnim, frag. 49, n. 2.)
11. Así, Aristóteles recomendaba que a los esclavos a quienes se les confiaran «ocupaciones libres» (ta eleuthera ton ergôn), se les tratara con más dignidad y no como esclavos. Por otra parte, cuando en los primeros siglos del Imperio Romano ciertas funciones públicas, que siempre las habían ejercido esclavos públicos, adquirieron estimación e importancia, a estos servi publici -verdaderos funcionarios públicos- se les permitió llevar toga y casarse con mujeres libres.
12. Según Aristóteles, las dos cualidades que le faltan al esclavo -y que por ese motivo no es humano— son la facultad de deliberar y decidir (ío bouleutikon) y la de prever y elegir (proairesis). Naturalmente, esto es una forma más explícita de decir que el esclavo se encuentra sujeto a la necesidad.
13. Cicerón, De re publica, v. 2.
14. «La creación del hombre mediante la labor humana» fue una de las ideas más persistentes de Marx desde su juventud. Se halla en muchas variaciones en Jugendschriften, donde en la «Kricik der Hegelschen Dialektik» se la atribuye a Hegel. (Véase Marx-Engels Gesamtausgabe, Berlín 1932, parte I, vol. 5, págs. ISó y 167.) Del contexto resulta evidente que Marx quiso reemplazar la tradicional definición de hombre como animal rationale por la de animal laborans. Abona esta teoría una frase, posteriormente suprimida, de la Deutsche Idéologie: «Der erste geschichtliche Akt dieser individúen, wodurch sie sich von den Tieren unterscheiden, ist nicht, dass sie denken, sondem, dass sie anfangen ihre Lebensrnitíel zu produzieren» (ibíd., pág. 568). Similares formulaciones se hallan en el «Ôkonomisch-philosophische Manuskripte» (ibíd., pág. 125), y en «Die heilige Familíe» (ibid., pág. 189). También Engels usó similares formulaciones muchas veces, por ejemplo en el prólogo de 1884 a Ursprung der Familie o en un artículo periodístico de 1876, «Labour in the Transition from Ape to Man» (véase Marx y Engels, Selective Works, Londres 1950, vol. II).
Parece que fue Hume, y no Marx, el primero en insistir en que la labor distingue al hombre del animal (Adriano Tilgher, Homo faber, 1929; ed. inglesa: Work: What It Has Meant to Men through the Ages, 1930). Como la labor no desempeña un papel significativo en la filosofía de Hume, lo anterior tiene un exclusivo valor histórico; para él, esta característica no hacía más productiva la vida humana, sino más dura y dolorosa que la del animal. Sin embargo, resulta interesante observar con qué cuidado Hume insistía repetidamente en que ni el pensamiento ni el razonamiento diferencia al hombre del animal, y que el comportamiento de las bestias demuestra que son capaces de ambas actividades.
15. Everyman éd., Wealth of Nations, vol. II; pág. 302.
16. La distinción entre labor productiva e improductiva se debe a los fisiócratas, quienes distinguen entre clases productoras, poseedoras de propiedad y estériles. Puesto que sostenían que la fuente principal de toda productividad radicaba en las fuerzas naturales de la tierra, su modelo de productividad se relacionaba con là creación de nuevos objetos y no con las necesidades y exigencias de. los hombres. Así, el marqués de Mirabeau, padre del famoso orador, llama estéril a «la classe d’ouvriers dont les travaux, quoique nécessaires aux besoins des hommes et utiles à la société, ne sont pas néanmoins productifs», e ilustra su distinción entre trabajo estéril y productivo comparándola con la diferencia entre cortar una piedra y producirla (véase Jean Dautry, «La notion de travail chez Saint-Simon et Fourier», Journal de Psychologie Normale et Pathologique, LU, n. I, enero-marzo 1955).
17. Esta esperanza acompañó a Marx desde el principio hasta el final. La encontramos ya en la Deutsche Idéologie: «Es handelt sich nicht darum die Arbeit zu hefreíen, sondem sie aufzuheben» (Gesamtausgabe, parte I, vol. 3, pág. 185), y muchas décadas después en el tercer volumen de Das Kapital, cap. 48: «Das Reich der Freiheit beginnt in der Tat erst da, wo das Arbeiten … aufhort» (Marx-Engels Gesamtausgabe, Zurich 1933, parte II, pág. 873).
18. En su introducción al segundo libro de la Wealth of Nations (Everyman éd., vol. t, págs. 241 sigs.), Adam Smith pone de relieve que la productividad se debe a la división de la labor más que a ésta misma.
19. Véase la introducción de Engels al «Wage, Labour and Capital» de Marx (en Marx y Engels, Selected Works, Londres 1950, vol. I, pág. 384), donde Marx había introducido el nuevo término con cierto énfasis.
20. Marx siempre acentuó, y especialmente en su juventud, que la principal función de la labor era la «producción de vida» y, por lo tanto, veía la labor junto a la procreación (véase Deutsche Ideologie, pág. 19; también «Wage, Labour and Capital», pág. 77).
21. Las expresiones vergeseilschafteter Mensch o gesellschajtliche Menschheit las usó con frecuencia Marx para indicar el objetivo del socialismo (véase, por ejemplo, el tercer volumen de Das Kapital, pág. 873, y el décimo de las «Tesis sobre Feuerbach»: «El punto de vista del antiguo materialismo es la sociedad «civil»; el punto de vista del nuevo es la sociedad humana, o humanidad socializada» -Selected Works, vol. II, pág. 367).
Consistía en la eliminación de la fosa entre la existencia individual y social del hombre, para que éste «en su ser más individual fuera al mismo tiempo un ser social (un Gemeinwesen)» (Jugendschriften, pág. 113). Marx llama con frecuencia a esta naturaleza social del hombre su Gattungswesen, su ser miembro de la especie, y la famosa «autoalienación» marxista es lo primero de todo alienación del hombre de ser un Gattungswesen (ibid., pág. 89: «Eine unmittelbare Konsequenz davon, dass^der Mensch dem Produkt seiner Arbeit, seiner Lebenstátigkeit. seinem Gattungswesen entfremdet ist, ist die Entfremdung des Menschen von dem Menschen»). La sociedad ideal es un estado de asuntos donde todas las actividades humanas derivan como algo natural de la «naturaleza» humana, al igual que la cera de las abejas para formar el panal de miel; vivir y laborar por la vida tendrá que llegar a ser uno y lo mismo, y la vida ya no «comenzará para [el laborante] donde cese [la actividad de laborar]» («Wage, Labour and Capital», pág. 77).
22. La original acusación de Marx contra la sociedad capitalista no se basaba simplemente en que ésta transformaba todos los objetos en cosas útiles, sino también en que «el trabajador se comporta con respecto al producto de su labor como si fuera un objeto extraño» («dass der Arbeiter zum Produkt seiner Arbeit ais einem fremden Gegenstand sich berhalt» – Jugendschriften, pág. 83). En otras palabras, que las cosas del mundo, una vez producidas por los hombres, quedan independientes, «extrañas» a la vida humana.
23. Por comodidad sigo la exposición de Cicerón sobre ocupaciones liberales y serviles en De officiis, I. 50-54. Los criterios de prudentia y utilitas o utilitas hominum figuran en 151 y 155. (La traducción de prudentia como «un grado más elevado de inteligencia» –Walter Miller en la edición Loeb Classical Library— me parece desorientadora.)
24. . La clasificación de la agricultura entre las artes liberales es, claro está, específicamente romana. No se debe a ninguna «utilidad» especial de la agricultura como la concebimos ahora, sino que se relaciona con la idea de patria, según la cual el ager romanus, y no sólo la ciudad de Roma, es el lugar ocupado por la esfera pública.
25. Esta utilidad del puro vivir es lo que Cicerón llama mediocris utilitas (151) y la elimina de las artes liberales. A mi entender, la traducción tampoco da aquí el verdadero sentido; no se trata de «profesiones … de las que no se deriva ningún pequeño beneficio para la sociedad», sino de ocupaciones que, en clara oposición a las mencionadas anteriormente, trascienden la vulgar utilidad de los bienes de consumo.
26. Los romanos consideraban tan decisiva la diferencia entre opus y operae que tenían dos formas diferentes de contrato, la locatio operis y la locatio operarium, de las que ésta desempeñaba un papel insignificante, ya que la mayor parte del trabajo lo realizaban los esclavos (véase Edgar Loening, Handworterbuch der Staatswissenschaften, 1890, vol. I, págs. 742 sigs.).
27.‘ Las Opera liberalia fueron identificadas en la Edad Media con el trabajo intelectual o más bien espiritual (véase Otto Neurath, «Beitrage zur Geschichte der Opera Servilla», Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, XLI, n. 2, 1915).
28. H. Wallon describe este proceso bajo el reinado de Diocleciano: «… les fonctions jadis serviles se trouvérent anoblies, élevées au premier rang de l’État. Cette haute considération qui de l’empereur se répandait sur les premiers serviteúrs du palais, sur les plus hauts dignitaires de l’empire, descendait á tous les degrés des fonctions publiques … le service public devint un office public». «Les charges les plus serviles … les noms que nous avons cites aux fonctions de l’esclavage, sont revétus de l’éclat qui rejaillit de la personne du prince» (Histoire de l’esclavage dans l’antiquité, 1847, vol. III, págs. 126 y 131). Antes de esta elevación de los servicios, los amanuenses estaban clasificados entre los vigilantes de los edificios públicos o incluso con los hombres que conducían a los púgiles a la arena del circo (ibíd., pág. 171). Merece señalarse que la elevación de los «intelectuales» coincidió con el establecimiento de la burocracia.
29. «La labor de algunas de las más respetables clases de la sociedad, como la de los sirvientes domésticos, no produce valor alguno», dice Adam Smith, entre ellas coloca a «todo el ejército y la marina», «funcionarios públicos» y profesiones liberales como la de los «eclesiásticos, abogados, médicos y hombres de letras de toda clase». Su trabajo, «como la declamación de los actores, la arenga del orador o la melodía del músico … perece en el mismo instante en que se produce» (op. cit., vol. I, págs. 295-296). No cabe duda de que Smith no hubiera tenido dificultad alguna en clasificar a los empleados de oficina.
30. Por el contrario, es dudoso que haya habido alguna pintura más admirada que la estatua de Zeus en Olimpia, obra de Fidias, a cuyo mágico poder se le concedía la virtud de hacer olvidar toda molestia y pena; quien no la había contemplado, había vivido en vano, etc