LA IGUALDAD DE DERECHOS Y LA COMÚN LIBERTAD
LA NECEDAD TAMBIÉN HABITA EN LAS ALTURAS
Creo firmemente que mucho antes de que se acabe la vida en la tierra, la especie humana habrá dejado de existir… por irracional.
Por Jesús Nava
Yo ni soy pesimista ni optimista. El ser humano está dotado de raciocinio, pero en cantidad muy limitada. No es verdad que sea más irracional que los animales. Menos mecánicos, más imprevisibles, sí, pero no más brutos.
Lo que pasa es que los celos, las luchas por el dominio, la violencia, etc. entre los animales los vemos naturales. Y en los seres humanos, como tenemos un “ideal” racionalista o moralista de lo que “debería ser” (es decir: como a nosotros nos parece bien, claro), esas pasiones nos decepcionan o nos enfurecen, como si no fueran igual de naturales. Todo porque quisiéramos que el mundo obedeciera a los dictados de nuestra lógica particular, pretensión tan arrogante como odiosa.
Los intelectuales y teóricos, por ejemplo, aunque padecen las mismas deficiencias morales que los demás mortales, maldicen al hombre común y lo desprecian. Pero ellos que critican la indecencia en otros, la practican sin decoro ni vergüenza mientras pretenden “organizar la decencia”. No salgo de mi asombro.
¿Acaso la soberbia, el dogmatismo, la intolerancia, el sectarismo, la codicia de poder o gloria, la vanidad, etc. sólo es indecente en los ignorantes? ¿O será -como ya observó Spinoza– que no juzgamos las acciones por su calidad, sino por quien las realiza; y que de dos que hacen lo mismo, al que es culto -o lo pretende- lo disculpamos y al que es ignorante lo execramos? La necedad, no el sentido común, es la cosa mejor repartida del mundo. Porque, como decía Salomón, la estupidez también habita en las alturas.
No sé lo que pasará con el mundo ni con la especie humana a medio plazo. Sí sé, más allá de cualquier duda razonable, que ni el mundo ni la sociedad ni la política los van a cambiar aquellos que deberían empezar por cambiarse a sí mismos. “Médico, cúrate a ti mismo”, reza un antiguo dicho. Hazte decente y sabremos que estás en el secreto de cómo curar la indecencia. O: “¡Hipócrita! Saca primero la viga que tienes en tu ojo y entonces verás bien para sacar la pajita que quieres extraer del ojo de tu hermano”, palabras sabias salidas del hijo de un humilde carpintero.
Pero no caerá esa breva. Porque la cabra tira al monte y el intelectual a la soberbia. Por eso ambos son incorregibles, aquélla por irracional y éste por racionalista.
«La verdadera seguridad viene de un ampliado sentido de uno mismo en el que la codicia es reemplazada por el deseo de compartir, la arrogancia por la humildad, la agresión por la generosidad, las exigencias por la conciliación.
Esto puede ocurrir sólo si nuestros dirigentes ponen el énfasis en el servicio y no en el logro de beneficios, en la cooperación y no en la competencia, en los corazones abiertos en lugar de los mercados abiertos, así como cuando la violencia y el miedo sean reemplazados por la compasión, la humildad, la paz y la justicia social.
Y cuando podamos todos identificarnos con la familia humana en lugar de hacerlo con la nación o con la tribu. Si unimos fuerzas entonces quizás no sea tan ingenuo esperar que podamos cambiar las cosas».
Deepak Chopra
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LA IGUALDAD DE DERECHOS Y LA COMÚN LIBERTAD, por Baruch de Spinoza
“Muchos han intentado dar leyes controlando el gasto, pero en vano. Siempre nos empeñamos en lo prohibido y deseamos lo que se nos niega. Y nunca falta a los hombres ociosos talento para eludir las leyes que se dictan sobre cosas que de ningún modo se pueden prohibir. Hay que poner tales fundamentos al Estado, que de ahí se siga no que la mayoría procuren vivir sabiamente (pues esto es imposible), sino que se guíen por aquellos sentimientos que llevan consigo la mayor utilidad del Estado. Si algún Estado puede ser eterno, necesariamente será aquel cuyos derechos, una vez correctamente establecidos, se mantienen incólumes. Porque el alma del Estado son los derechos. Y, por tanto, si éstos se conservan, se conserva necesariamente el Estado. Pero los derechos no pueden mantenerse incólumes, a menos que sean defendidos por la razón y por el común afecto de los hombres; de lo contrario, es decir, si sólo se apoyan en la ayuda de la razón, resultan ineficaces y fácilmente son vencidos. Finalmente, es cierto que la igualdad, cuya pérdida lleva automática y necesariamente consigo la pérdida de la común libertad, no puede, en modo alguno, ser conservada desde el momento que el derecho público otorga a un hombre, eminente por su virtud, honores especiales”
Quien desea evitar los inconvenientes del Estado, debe emplear medios que estén acordes con su naturaleza y que puedan derivarse de sus fundamentos. De lo contrario, caerá en Escila, queriendo evitar Caribdis. Ahora bien, es cosa cierta que todos, tanto quienes gobiernan como quienes son gobernados, deben ser contenidos por el miedo al suplicio o al perjuicio para que no puedan pecar impunemente o con ganancia. Pero, a la inversa, también es cierto que, si este miedo fuera igual para los hombres buenos y los malos, el Estado correría inevitablemente un gravísimo peligro.
EN UN ESTADO BIEN ORGANIZADO, TODOS SUS PROBLEMAS, POR GRAVES QUE SEAN, SE PUEDEN SOLUCIONAR SIN RECURRIR A UN DICTADOR, CUYO SIMPLE RUMOR RESULTA DESAGRADABLE A LAS PERSONAS DE BIEN
Dado, pues, que la potestad dictatorial es absoluta, no puede menos de resultar temible a todos, sobre todo si el dictador fuera nombrado en una fecha fija, como se exige. Porque, en ese caso, cualquier hombre ambicioso de gloria buscaría con todo afán ese honor; y porque es cierto, además, que en tiempo de paz no se mira tanto la virtud como la opulencia, y que, por tanto, cuanto más soberbio es uno, más fácilmente alcanza los honores. Quizá por esto acostumbraban los romanos a nombrar dictador, no en fecha fija, sino cuando una circunstancia fortuita les obligaba a hacerlo. Y, no obstante, el rumor del dictador, por citar las palabras de Cicerón, resultaba desagradable a las personas de bien. Y con razón, pues, como esta potestad dictatorial es exactamente la misma que la de un rey, puede transformarse, no sin gran peligro para el Estado, en monárquica, aunque sólo sea por breve tiempo. […]
No cabe, sin embargo, la menor duda de que, si la espada del dictador se pudiera mantener siempre en alto, conservando la misma forma de Estado, y amenazara tan solo a los malos, nunca los vicios cobrarían tal fuerza que no pudieran ser destruidos o corregidos.
Para cumplir, pues, todas estas condiciones hemos dicho que hay que subordinar al Consejo Supremo el Consejo de Síndicos. Ya que así dicha espada dictatorial estará siempre en poder, no de una persona natural, sino social, cuyos miembros serán tantos que no puedan repartirse entre sí el Estado ni confabularse para un crimen. A ellos se añade que los síndicos tienen prohibido ocupar otros cargos del Estado, no pagan impuestos para el ejército y, finalmente, son de tal edad que prefieren lo presente y seguro a lo nuevo y arriesgado. De ahí que no constituyen peligro alguno para el Estado, sino que sólo pueden infundir miedo a los malos. Y así será de hecho, ya que cuanto más débiles son para realizar crímenes, más fuertes son para reprimir la maldad. Pues, aparte de que pueden oponerse al mal en sus comienzos (porque el Consejo es eterno), son bastante numerosos como para atreverse, sin temor a la envidia, a acusar ya condenar a tal o cual poderoso; sobre todo, porque dan su voto por medio de bolas y la sentencia es dictada en nombre de todo el Consejo.
Pero también en Roma eran perpetuos los tribunos de la plebe y, sin embargo, fueron incapaces de contener el poder de un Escipión. Y, además, tenían que trasladar al Senado lo que ellos consideraban beneficioso, y con frecuencia eran burlados por los senadores, quienes procuraban que la plebe favorecieran más a quienes ellos menos temían. Añádase a ello que la autoridad de los tribunos frente a los patricios estaba respaldada por el favor de la plebe y cuantas veces la congregaban, parecían provocar una sedición más bien que convocar un Consejo. Ahora bien, todos estos inconvenientes no tienen cabida en el Estado que nosotros hemos descrito en el capítulo precedente.
LOS HOMBRES DEBEN SER GUIADOS DE FORMA QUE LES PAREZCAN QUE VIVEN SEGÚN SU PROPIO INGENIO Y QUE SÓLO LES RETENGA EL AMOR A LA LIBERTAD, EL AFÁN DE ACRECENTAR SUS BIENES Y LA ESPERANZA DE ALCANZAR LOS HONORES DEL ESTADO
Lo cierto es que esta autoridad de los síndicos tan sólo puede conseguir que se mantenga la forma del Estado e impedir, por tanto, que se infrinjan las leyes y que alguien pueda sacar una ganancia de la infracción. No podrá, sin embargo, evitar que se infiltren los vicios que no pueden ser prohibidos por una ley, como son aquellos en que caen los hombres que gozan de tiempo libre y de los cuales no rara vez se sigue la ruina del Estado. Porque los hombres en la paz, tan pronto deponen el miedo, se transforman paulatinamente de feroces y bárbaros en civilizados o humanos, y de humanos en blandengues e inactivos. Lejos de emularse unos a otros en la virtud, se emulan en la fastuosidad y en el lujo. Pronto comienzan, pues, a asentir hastío de las costumbres patrias y a adoptar las ajenas, es decir, a ser esclavos.
Para evitar estos males, muchos han intentado dar leyes controlando el gasto, pero en vano. Porque todos los derechos que se pueden conculcar sin hacer injuria a otro, son objeto de burla; y están tan lejos de frenar los deseos y apetencias de los hombres, que más bien los intensifican. Siempre nos empeñamos en los prohibido y deseamos lo que se nos niega. Y nunca falta a los hombres ociosos talento para eludir las leyes que se dictan sobre cosas que de ningún modo se pueden prohibir, como son los banquetes, los juegos, los adornos y otras cosas similares, ya que sólo su exceso es malo y hay que medirlo por la fortuna de cada uno, sin que se lo pueda determinar por ninguna ley universal.
Concluyo, pues, que aquellos vicios ordinarios de la paz, a que aquí nos referimos, nunca deben ser directa, sino indirectamente prohibidos. Es decir, que hay que poner tales fundamentos al Estado, que de ahí se siga, no que la mayoría procuren vivir sabiamente (pues esto es imposible), sino que se guíen por aquellos sentimientos que llevan consigo la mayor utilidad del Estado. Hay que poner, pues, el máximo empeño en que los ricos, si no son parcos, sean, al menos, avaros. Porque no cabe duda que, si este sentimiento de avaricia, que es universal y constante, es fomentado con el deseo de gloria, la mayoría de los hombres pondrán el máximo interés en aumentar sus posesiones sin caer en la ignominia, a fin de alcanzar los honores y evitar el total desprestigio. […]
Aparte de éstas, en cualquier Estado se pueden idear otras medidas, acordes con la naturaleza del lugar y la idiosincrasia del pueblo. Pero se velará, en primer lugar, porque los súbditos cumplan su deber espontáneamente, más bien que forzados por la ley.
Efectivamente, el Estado que pone su máximo empeño en que los hombres sena conducidos por el miedo, carecerá más bien de vicio que poseerá virtud. Y, sin embargo, los hombres deben ser guiados de forma que les parezca que no son guiados, sino que viven según su propio ingenio y su libre decisión, hasta el punto que sólo les retenga el amor a la libertad, el afán de acrecentar sus bienes y la esperanza de alcanzar los honores del Estado.
EL ALMA DEL ESTADO SON LOS DERECHOS, Y LA IGUALDAD, CUYA PÉRDIDA LLEVA AUTOMÁTICA Y NECESARIAMENTE CONSIGO LA PÉRDIDA DE LA COMÚN LIBERTAD, NO PUEDE SER CONSERVADA DESDE EL MOMENTO QUE EL DERECHO PÚBLICO OTORGA A ALGUNOS CIUDADANOS DISTINCIONES ESPECIALES
Por lo demás, las estatuas, los emblemas y otros incentivos de la virtud más bien son signos de esclavitud que de libertad, pues a los esclavos y no a los libres a quienes se otorgan premios por su virtud. Reconozco, sin duda, que los hombres se estimulan con estos alicientes. Pero así como, en un comienzo, estas distinciones se conceden a relevantes personalidades, así, después, al crecer la envidia, las reciben gentes inútiles y engreídas por sus muchas riquezas, con la consiguiente indignación de todos los hombres de bien. Por otra parte, quienes ostentan las condecoraciones y estatuas de sus padres, se creen ofendidos, si no se los prefiere a los demás. Finalmente, dejando aparte otras cosas, es cierto que la igualdad, cuya pérdida lleva automática y necesariamente consigo la pérdida de la común libertad, no puede, en modo alguno, ser conservada desde el momento que el derecho público otorga a un hombre, eminente por su virtud, honores especiales.
Sentado esto, veamos ya si estos Estados pueden ser destruidos por alguna causa culpable. Sin duda que, si algún Estado puede ser eterno, necesariamente será aquel cuyos derechos, una vez correctamente establecidos, se mantienen incólumes. Porque el alma del Estado son los derechos. Y, por tanto, si éstos se conservan, se conserva necesariamente el Estado. Pero los derechos no pueden mantenerse incólumes, a menos que sean defendidos por la razón y por el común afecto de los hombres; de lo contrario, es decir, si sólo se apoyan en la ayuda de la razón, resultan ineficaces y fácilmente son vencidos. […]
Se nos puede, no obstante, replicar que, aunque los derechos del Estado, anteriormente expuestos, sean defendidos por la razón y por el común afecto de los hombres, eso no impide que sean alguna vez vencidos. Porque no hay ningún afecto que no sea vencido alguna vez por un afecto más fuerte y opuesto, ya que vemos que el temor a la muerte es vencido con frecuencia por el deseo de un objeto ajeno. Quienes, presa del terror, huyen del enemigo, no pueden ser detenidos por miedo a ninguna otra cosa, sino que se precipitan en los ríos y se arrojan al fuego, con tal de escapar del hierro enemigo.
De ahí que, aunque la sociedad esté bien organizada y los derechos perfectamente establecidos, en los momentos de extrema ansiedad para el Estado, cuando (como suele suceder) cuando todos son presa de un terror de pánico, todos aprueban lo que les aconseja el miedo presente, sin pensar para nada ni en el futuro ni en las leyes. Todos los rostros se vuelven entonces hacia el varón célebre por sus victorias y le eximen de las leyes; y, dando con ello el peor ejemplo, le prorrogan el mando y confían todos los asuntos públicos a su fidelidad. Esto, justamente, trajo la ruina del estado Romano.
Para responder a esta objeción, digo, en primer término, que en un Estado bien organizado no se produce tal terror sin que exista una causa proporcionada. Por tanto, ese terror y la consiguiente confusión no se pueden atribuir a ninguna causa que pudiera ser evitada por la prudencia humana. Hay que advertir, además, que en un Estado como el que hemos descrito en los capítulos precedentes, no puede acontecer que tal o cual individuo brille tanto por su fama, que atraiga hacia él todas las miradas. Antes al contrario, es inevitable que tenga otros rivales, a los que apoyen otros muchos. Así pues, aunque el terror provoque cierta confusión en el Estado, nadie, sin embargo, podrá traicionar las leyes y nombrar, contra derecho, a alguien para detentar el supremo mando militar, sin que, al momento, protesten quienes proponen a otros candidatos. De ahí que, para dirimir la contienda, será necesario recurrir finalmente a las leyes ya establecidas y por todos aceptadas y ordenar las cosas del Estado conforme a las leyes en vigor.
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BARUCH DE SPINOZA, Tratado político, capítulo X: De la aristocracia. Alianza Editorial, 1986. Traducción de Atilano Domínguez. FD, 19/03/2010.