TITO LUCRECIO CARO
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Tito Lucrecio Caro
(Roma?, h. 94 a.C. – ?, 53 a.C.) Poeta latino. Aunque se tienen pocos datos de su vida, se sabe que Lucrecio pertenecía a una familia aristocrática y que murió en torno a los cuarenta años, al parecer por suicidio.
Lucrecio fue autor de uno de los poemas didácticos más valorados de la tradición latina, titulado Sobre la naturaleza de las cosas (De rerum natura). La obra recoge y vulgariza en gran medida la doctrina materialista de Epicuro, según la cual el mundo está constituido por átomos, elementos indivisibles que, por ser extremadamente tenues, escapan a nuestros sentidos y cuyo número es infinito. El hombre es mortal, y su felicidad depende de aceptar este hecho y de perder el miedo a los dioses.
Aunque el estoicismo tuvo mayor repercusión en Roma que el epicureísmo, los contemporáneos de Lucrecio conocían bien el poema, lo que indica la amplia divulgación de esta obra, que sería rescatada durante el Renacimiento.
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena
«Biografia de Tito Lucrecio Caro»
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Tito Lucrecio Caro
De la naturaleza de las cosas o Sobre la naturaleza de las cosas (en latín, Dē rērum natūra) es un poema filosófico-didáctico, incluible en el género literario de los periphyseos o poemas sobre el estudio de la naturaleza elaborados por filósofos griegos, principalmente atomistas, escrito en el siglo I a. C. en hexámetros latinos por el romano Tito Lucrecio Caro.
Dividido en seis libros, proclama la realidad del universo e intenta liberar al hombre de su temor a la muerte y a los dioses. Dedicado al noble Cayo Memio, Lucrecio expone las doctrinas filosóficas del epicureísmo, la física atomista de Demócrito y la filosofía ética hedonista de Epicuro a través del lenguaje poético y las metáforas. El universo descrito en el poema opera de acuerdo con estos principios físicos, guiado por fortuna («azar»), y no por la intervención divina de las deidades romanas tradicionales. Constituye posiblemente la mayor obra de la poesía de Roma y, sin duda, uno de los mayores intentos destinados a la comprensión de la realidad del mundo y de lo humano.
Los tres primeros libros tratan del ser y la nada, en cuanto conceptos, de la materia y el espacio y los átomos con sus movimientos. Se abordan temas tales como la infinitud del universo, la regularidad de sus procesos y la naturaleza del espíritu y de la mente, explicados como sustancias materiales sujetas a la mortalidad o, más bien, la disolución.
Los tres últimos libros explican desde el materialismo y la teoría atómica, la naturaleza de los astros, las fuerzas de la naturaleza, los sentidos, la reproducción, la atracción sexual y las enfermedades.
El estado del poema sugiere que está inacabado, y los datos de la historia afirman que fue ordenado y editado tras el fallecimiento o suicidio de su autor por Marco Tulio Cicerón.
– I –
Cuanto se sabe de la vida de Lucrecio puede decirse en breves líneas. Fidelísimo sectario de la filosofía de Epicuro, puso sin duda en práctica uno de los preceptos de ésta, el de ocultar la propia existencia a la vista de los contemporáneos y al estudio de la posteridad.
No cabe duda de que nació en Roma el año 95 antes de nuestra era; que pertenecía a la antigua familia patricia de Lucrecia, cuya violación por Sexto Tarquino ocasionó la caída de la monarquía, y que murió a los cuarenta y cuatro años.
Se dice, pero sin pruebas, que, siguiendo la costumbre de, los jóvenes a las familias ricas de Roma, fue a Atenas y estudió allí la doctrina de Epicuro con Zenón, jefe entonces de esta escuela filosófica. Asegura también San Jerónimo que padeció Lucrecio ataques de demencia producidos por un filtro que le dio una mujer celosa, y en sus intervalos lúcidos escribió algunos libros, terminando su vida por el suicidio. Puede ponerse en duda este aserto, no sólo porque San Jerónimo escribía tres siglos después de muerto Lucrecio, sino porque el poema La Naturaleza, como didáctico y comprensivo de los más arduos problemas que puede investigar el entendimiento humano, es la obra menos propia de una inteligencia enferma.
Si los escritores contemporáneos o inmediatamente posteriores, a excepción de Ovidio, no citan a Lucrecio ni su poema, debe atribuirse al ardimiento con que en éste se combaten las ideas y prácticas religiosas del paganismo. Ni Horacio ni Virgilio, desconocieron el poema de Lucrecio, muy al contrario, sus repetidas imitaciones de éste, a veces copiando no sólo ideas, sino frases, demuestran cuánto lo habían estudiado; pero una obra francamente antipagana, que con tanta energía censuraba las ideas, preocupaciones y supersticiones de la sociedad romana en aquella época, no podía ser elogiada, ni siquiera citada sin ofender los sentimientos, si no de las personas ilustradas, que sabían a qué atenerse respecto a las prácticas y misterios del paganismo, de la inmensa multitud que creía en ellos.
Guardar silencio y dejar en olvido al airado censor de una idolatría predominante era hasta medida de buen gobierno, quién sabe si recomendada al comensal de Mecenas y al autor de las Geórgicas por los hábiles políticos del reinado de Augusto. Explicaría esta sospecha que Virgilio considere dichoso a quien conoce las causas de las cosas, y no nombre a Lucrecio, que las explica más o menos erróneamente, pero de un modo nuevo entonces para los romanos.
Vive Lucrecio en los años de la terrible agonía de la república; desde el principio de las luchas entre Mario y Sila hasta la muerte del sedicioso Clodio, período de grandes calamidades para Roma, en que las guerras civiles desatan todas las ambiciones, todas las codicias, saciadas con la sangre o el destierro de millares de ciudadanos de los más ilustres; período de corrupción política y moral, de desdichas públicas y privadas, del que fue testigo y acaso víctima el autor del poema La Naturaleza.
Si en éste, consagrado a explicar grandes problemas de física, no tiene ocasiones frecuentes Lucrecio para expresar sus personales sentimientos, tampoco faltan frases y conceptos que permiten formar idea de ellos.
Objeto principal de sus enérgicos ataques son la ambición, el amor mundano y las creencias religiosas. Los desastres de la época en que vivió le aleccionaban bien para condenar la ambición, cuyos terribles estragos a la vista tenía. La pintura que hace de los peligros y daños del amor acaso la inspiren sus propios desengaños; quién sabe si la noticia del filtro dado por la mujer celosa, de que antes hablamos, fue errónea explicación de alguna otra calamidad que el amor ocasionó a Lucrecio. Sus invectivas contra esta pasión no son propias de un discípulo del apacible Epicuro, que aconseja dulcemente huir del amor para evitar peligros a la tranquilidad del espíritu, sino de quien ha sufrido acerbas penas y está dolorosamente arrepentido.
Otro sentimiento que palpita en todo el poema es el odio a las supersticiones religiosas, como si después de vencidas en su ánimo, se acordara, rencoroso, del tiempo que le habían estado mortificando. No es en este punto la serena razón del filósofo quien habla; la airada elocuencia de sus afirmaciones prueban un espíritu convencido, pero no un ánimo tranquilo.
Sin ambición y sin amor, que detestaba, sin creencias religiosas, que aborrecía, no podía encontrar Lucrecio, dentro de aquella sociedad descreída otro aliciente a la vida que el ofrecido por la filosofía del deleite, llamada así la de Epicuro, y no con verdadera propiedad, porque si se encaminaba a encontrar el reposo, la quietud del alma y del cuerpo por una especie de muerte prematura, por el alejamiento de cuanto pudiera causar malestar en el cuerpo y el alma, no faltó quien la interpretase en el sentido de sistema, que permitía y aun ordenaba la satisfacción de los placeres mundanos.
Este equívoco en la interpretación de la filosofía de Epicuro fue sin duda causa ocasional del descrédito que adquirió entre los que no la conocían bien. Lucrecio la sabía, y expuso en su poema con todo el vigor y toda la osadía de un romano, en época en que las perturbaciones sociales y políticas permitían hablar con completa franqueza, la doctrina de Epicuro.
El paganismo no era refugio ni ofrecía consuelo a las almas deseosas de perfección moral, por ser religión a cuyos dioses podía acudirse lo mismo en demanda de vicios que de virtudes, que de unos y otras ofrecía ejemplos el Olimpo. Los que por desengaño o cansancio de la lucha de las pasiones buscaban mejor vida, acogíanse a los sistemas filosóficos, eligiendo el que más se acomodaba a su temperamento o educación científica. Se iba de la religión a la filosofía, porque aquélla ningún consuelo ofrecía al alma, víctima de propias o ajenas ambiciones, como ahora se va de la filosofía a la fe cristiana, porque el cristianismo es una religión y una moral donde encuentran consuelo y consejo las almas perturbadas por la duda, o heridas por las pasiones.
De las escuelas filosóficas de la antigüedad, ninguna se acomodaba mejor al espíritu de Lucrecio, o débil para la lucha, o desesperanzado del triunfo, o vencido por grandes desventuras que el epicurismo, doctrina triste y severa que preceptuaba la indiferencia para todas las agitaciones mundanas, asilo para las almas tímidas, prudentes o desalentadas, a las que ofrecía como remedio a sus pasiones y temores el quietismo y la vida contemplativa de la naturaleza.
Esta tranquilidad, no exenta de egoísmo, la enaltece Lucrecio en los siguientes versos:
Pero nada hay más grato que ser dueño
De los templos excelsos, guarnecidos
Por el saber tranquilo de los sabios,
Desde do puedas distinguir a otros
Y ver cómo confusos se extravían
Y buscan el camino de la vida.
Vagabundos, debaten por nobleza,
Se disputan la palma del ingenio,
Y de noche y de día no sosiegan
Por oro amontonar y ser tiranos.
¡Oh míseros humanos pensamientos!
¡Oh pechos ciegos! ¡Entre qué tinieblas
Y a qué peligros exponéis la vida
Tan rápida, tan tenue! ¿Por ventura
No oís el grito de naturaleza,
Que alejando del cuerpo los dolores,
De grata sensación el alma cerca,
Librándola de miedo y de cuidado?
Lucrecio ha encontrado para sí, en el seno del epicurismo, la paz que pide para su patria y la que desea para su íntimo amigo Memmio, a quien dedica el poema. Su ánimo sólo se apasiona para cantar esta paz firme y constante y enaltecer al fundador de la doctrina filosófica que se la ha dado.
– II –
Epicuro fue sin duda quien tuvo mayor número y más fieles discípulos, pero ninguno tan entusiasta como Lucrecio, para quien el filósofo era un dios que ha hecho suceder la calma y la luz a la tempestad y las tinieblas.
Este entusiasmo le induce a escribir un poema sobre asunto de índole más apropiada al raciocinio y a las demostraciones científicas, que a desplegar los vuelos de la imaginación del poeta.
La doctrina de Epicuro, expuesta compendiosamente al final del tomo en las tres cartas de este filósofo que forman el Apéndice, es una exposición de la física de Demócrito, para deducir de ella que la materia es eterna, aunque no lo sean los cuerpos con ella formados, y que la muerte o término en todos los seres, incluso el humano, no es más que una transformación, una disgregación de los átomos que los forman, átomos imperecederos, cuyas repulsiones y afinidades son origen de todos los seres animados o inanimados.
Aunque Epicuro no admite una providencia directora, y menos aún dioses que de continuo se estén ocupando de lo que los seres humanos hacen, no es, sin embargo, ateo. Los dioses en el epicurismo gozan en su mansión de la perfecta tranquilidad a que el sistema filosófico aspira. Son como la representación ideal de la suma quietud. Las cosas de este mundo en nada les afectan, y en ningún caso se ocupan de ellas.
Aceptada esta explicación de la divinidad, natural era que el epicúreo Lucrecio clamara contra los dioses del paganismo, cuya intervención en los actos humanos, hasta en los más insignificantes, era continua; y sobre todo contra las supersticiones que tanto acibaraban la vida en la sociedad pagana.
Según Epicuro, el alma era material como el cuerpo, y mortal como él, aunque formada por átomos más tenues y sutiles. Para la humanidad no había otra vida que la de este mundo, y la muerte como término de la lucha de las pasiones y de las dolencias corporales y espirituales, era un bien que, si no se había de procurar quebrantando las leyes de la naturaleza, tampoco se debía temer.
No desconoce Lucrecio que de esta física se deducen gravísimos problemas morales, y que si el hombre acaba con la muerte, el premio o castigo de sus acciones ha de estar en este mundo, y así lo proclama, asegurando que para el malvado están los suplicios y, cuando de ellos logra escapar, el roedor de su propia conciencia.
El entusiasmo del poeta por Epicuro es tan grande, que casi le proclama dios, y al lado de los demás filósofos le considera sol cuya luz obscurece la de los demás astros. Los principios de su doctrina los estima como infalibles, y las objeciones contra ellos las rechaza, sin dignarse discutirlas.
La idea de hacer un poema con materia tan árida, de explicar poéticamente lo que sólo se presta a demostraciones científicas, prueba el firme convencimiento del poeta y su deseo de infundirlo también en el ánimo de sus compatriotas y sobre todo de Memmio. Claramente lo manifiesta en el principio del libro IV, cuando dice:
Los sitios retirados del Pierio
Recorro, por ninguna planta hollados;
Me es gustoso llegar a íntegras fuentes,
Y agotarlas del todo; y me da gusto,
Cortando nuevas flores, rodearme
Las sienes con guirnaldas brilladoras,
Con que no hayan ceñido la cabeza
De vate alguno las divinas musas:
Primero porque enseño cosas grandes
Y trato de romper los fuertes nudos
De la superstición agobiadora;
Después, porque tratando las materias
De suyo obscuras con piería gracia,
Hago versos tan claros: ni me aparto
De la razón en esto, a la manera
Que cuando intenta el médico a los niños
Dar el ajenjo ingrato, se prepara
Untándoles los bordes de la copa
Con dulce y pura miel, para que pasen
Sus inocentes labios engañados
El amargo brebaje del ajenjo,
Y la salud les torne aqueste engaño
Y dé vigor y fuerza al débil cuerpo;
Así yo ahora, pareciendo austera
Y nueva y repugnante esta doctrina
Al común de los hombres, exponerte
Quise nuestro sistema con canciones
Suaves de las Musas, y endulzarle
Con el rico sabor de poesía:
¡Si por fortuna sujetar pudiera
Tu alma de este modo con enlabios
Armónicos, en tanto que penetras
El misterio profundo de las cosas
Y en tal estudio el ánimo engrandeces!
Poca confianza debía tener Lucrecio en que el epicurismo en toda su pureza, como lo explicó su autor y como él lo comprendía, tuviese grande aceptación en Roma, y en que los romanos, más preocupados de la vida pública que de la privada, se avinieran de buen grado a cambiar de costumbres y a dedicarse a la filosófica contemplación de la naturaleza, cuando les compara con el niño enfermo a quien se engaña para darle la amarga medicina que ha de curar su dolencia.
La miel de la poesía era sin duda necesaria para convertir en partidarios de la filosofía del deleite, en el buen sentido de esta palabra, a los ciudadanos de los últimos turbulentos años de la república romana, y Lucrecio casi duda conseguir la conversión de su último amigo Memmio.
No era, en efecto, Memmio de los más inclinados por su vida y costumbres a despreciar los placeres y desdeñar los goces de la ambición satisfecha. Descendiente de una de las familias más ilustres, hijo y sobrino de insignes oradores y orador él mismo, desde muy joven intervino en los negocios públicos. Nombrado para gobernar la Bitynia, llevó con él al gramático Nicias y al poeta Catulo, siguiendo la costumbre de los personajes políticos de entonces, para quienes era a la vez útil y honroso contar entre sus allegados literatos de fama. A su vuelta a Roma le acusó César. Defendiose enérgicamente, prodigando las alusiones a las poco edificantes costumbres de su adversario. Acusador a su vez en no pocas ocasiones, quiso impedir el honor del triunfo a Lúculo, el vencedor de Mitrídates. fue cuestor y pretor, y llegó hasta pretender la dignidad de cónsul en lucha con otros tres candidatos. Acusados él y sus contrincantes por emplear el soborno, todos fueron condenados a destierro, y desterrado murió.
Esto por lo que hace a la vida pública de Memmio; la privada no fue más tranquila ni más conforme con las predicaciones de Epicuro y de Lucrecio. Sus costumbres licenciosas tuvieron bastante resonancia para que se aluda a ellas en libros que han llegado a nosotros. Se sabe que pretendió a la esposa de Pompeyo, hija de César, y que ésta entregó a su marido la carta amorosa de Memmio; se tiene noticia de otro escándalo aún más ruidoso, el de no haberse podido celebrar una fiesta pública, que sin duda debía presidir Memmio, porque, según dice Cicerón en una de sus cartas a Ático, estaba ocupado en mostrar otros misterios a la mujer de M. Lúculo, y añade: «El nuevo Menelao, lo ha tomado a mal, y ha repudiado a su Helena».
Cicerón le tacha también de perezoso, diciendo de él: «este orador ingenioso y de frase seductora, esquiva la molestia de hablar y hasta la de pensar». Amante de la literatura y del arte griego, como lo eran entonces todos los romanos que presumían de cultos, en Atenas, donde se refugió cuando el destierro, cultivó también la poesía, y sus versos, si no brillaban por la inspiración, abundaban en licencias, no siempre poéticas.
Tal era el personaje a quien quiso convertir Lucrecio al epicurismo, y que, si adoptó esta doctrina, fue en el sentido de los que entendían la filosofía del deleite, no como Lucrecio y Epicuro, sino como sistema que autorizaba la satisfacción de vicios y pasiones.
– III –
Tan grande es el entusiasmo de Lucrecio por la doctrina de Epicuro y tan profundo el deseo de convencer a los demás de su certeza, que constantemente acude a su razón y a su ingenio para exponer poéticamente un asunto refractario a la poesía.
Si con tanta pasión expone un sencillo tratado de física, no es tanto por amor a la ciencia como por las deducciones que de ella hace.
La base de la física de Epicuro consiste, como ya hemos dicho, en que el universo es eterno y la materia de que está formado se deshace y rehace por virtud de combinaciones de átomos y conforme a leyes naturales preexistentes. Los fenómenos de la naturaleza tienen por este sistema, a juicio de los epicúreos, una explicación racional, y la intervención en ellos de los dioses del paganismo, origen de toda clase de supersticiones y terror de las almas, cae por tierra. Esto es lo que extingue el miedo a los poderes celestiales, lo que devuelve la paz a los espíritus perturbados, lo que entusiasma a Lucrecio, lo que le infunde tan poderoso aliento para propagar su doctrina, lo que trasciende en todo el poema de La Naturaleza.
Ciertamente el materialismo de Lucrecio es contrario a todos los cultos; pero sus ataques son contra el paganismo y no contra las doctrinas espiritualistas, que desconocía. Pone un error frente a otro error, un materialismo científico frente a un materialismo religioso, y si en sus afirmaciones no podían seguirle los doctores del cristianismo, de sus argumentos contra la religión pagana más de una vez se valieron.
Además, ni Epicuro ni Lucrecio niegan en absoluto la existencia de un poder divino; lo que hacen es negarle su intervención en los actos de la naturaleza y de la humanidad. Lucrecio lo explica claramente diciendo:
Pues la naturaleza de los dioses
Debe gozar por sí con paz profunda
De la inmortalidad; muy apartados
De los tumultos de la vida humana,
Sin dolor, sin peligro, enriquecidos
Por sí mismos, en nada dependientes
De nosotros; ni acciones virtuosas
Ni el enojo y la cólera les mueven.
Podrá asegurarse que este poder ocioso es perfectamente inútil, pero no peor que la falange de dioses del paganismo con intervención perpetua y caprichosa en los actos humanos.
Pero empieza Lucrecio su poema entonando un himno a Venus tan naturalmente inspirado, que no puede creerse sea servil imitación de las acostumbradas invocaciones a la divinidad puestas al frente de esta clase de monumentos literarios. Para algunos es una flagrante contradicción del poeta enemigo de los dioses; para otros una hábil concesión hecha a las supersticiones populares; para Mr. Martha, que ha escrito un excelente estudio de Lucrecio y su poema (Le poème de Lucrèce)
«no hay en esta invocación ni inconsecuencia, ni engaño, ni desfallecimiento de la propia incredulidad. Venus es para Lucrecio el símbolo de la generación, el poder fecundo de la naturaleza, que propaga y conserva la vida en el mundo, y bien podía Lucrecio cantar esta Venus universal sin contradecirse, puesto que en todo su poema había de ser objeto de su culto filosófico. El poeta proclama, al comenzar, uno de los principios más importantes de su sistema, y a poco que se levante el velo de la alegoría y se investigue el oculto sentido de esta personificación divina, advertirase que las bellas imágenes inspiradas en el culto nacional encubren una profesión de fe y un dogma fundamental de la filosofía epicúrea».
Fuerza da a esta opinión el hecho de seguir al himno a Venus y al elocuente ruego para que ponga término a las sangrientas guerras civiles de los romanos, la declaración de fe materialista que contienen los siguientes versos:
Serán materia de mi canto
La mansión celestial, sus moradores;
De qué principios la naturaleza
Forma todos los seres; cómo crecen,
Cómo los alimenta y los deshace
Después de haber perdido su existencia;
Los elementos que en mi obra llamo
La materia y los cuerpos genitales,
Y las semillas, los primeros cuerpos,
Porque todas las cosas nacen de ellas.
El elogio de Epicuro que sigue a esta profesión de fe materialista fúndase principalmente en haber osado este filósofo levantar la vista hacia las mansiones celestiales y declarar guerra sin tregua al fanatismo que de ellas venía a oprimir la vida humana. No es el entusiasmo por el descubrimiento de verdades científicas lo que inspira a Lucrecio; es el entusiasmo por haber vencido las supersticiones del paganismo. Oigamos lo que de Epicuro dice:
El valor extremado de su alma
Se irrita más y más con la codicia
De romper el primero los recintos
Y de Natura las ferradas puertas,
La fuerza vigorosa de su ingenio
Triunfa y se lanza más allá los muros
Inflamados del mundo, y con su mente
Corrió la inmensidad, pues victorioso
Nos dice cuáles cosas nacer pueden,
Cuáles no pueden, cómo cada cuerpo
Es limitado por su misma esencia:
Por lo que el fanatismo envilecido
A su voz es hallado con desprecio.
¡Nos iguala a los dioses la victoria!
Bien se ve que no es la física de Demócrito, tomada por Epicuro como arma de combate contra la perniciosa influencia de la religión pagana en las costumbres públicas y privadas, sino la victoria contra esta influencia, el triunfo de ideas y sentimientos irreligiosos lo que a juicio de Lucrecio iguala a los hombres con los dioses.
Supone Lucrecio en su maestro una ira contra el fanatismo pagano que ni de los escritos que de Epicuro quedan, ni de lo que se sabe de su tranquila existencia y morigeradas costumbres puede deducirse. El iracundo es Lucrecio, y se explica la calma del filósofo griego y el arrebato del poeta romano, por el distinto carácter del paganismo en Grecia y Roma. Entre los griegos era esta religión casi una leyenda poética, porque los poetas adornaban a los dioses con nuevos atributos siempre que acomodaba a su fantasía. No era sin duda el Olimpo mansión de buena vida y costumbres; pero tampoco aterrorizaba a los fieles con la amenaza de terribles e inmediatos dolores. El culto tributado a los dioses del paganismo griego, símbolos de las grandes fuerzas naturales y de las pasiones humanas, era un culto agradable y simpático, pues las ceremonias religiosas convertíanse en fiestas populares.
La incredulidad no tenía motivo para encolerizarse contra deidades que sufrían con paciencia o indiferencia las negaciones de los filósofos y las burlas de los satíricos.
Pero el paganismo en Roma tenía otro carácter. Con los pueblos vencidos habían ido a la ciudad eterna sus dioses y sus cultos, y con dioses y cultos las supersticiones más extravagantes y hasta las más odiosas. Tales dioses, interviniendo en todos los actos de la vida civil y doméstica, dioses sin bondad ni justicia, ni seriedad, que vengativos o crueles entreteníanse en mortificar a los hombres, a veces por puro capricho, debían ser odiados por todas las almas elevadas, y de aquí que la impiedad de Lucrecio sea más violenta que la de Epicuro, y que su fanatismo científico parezca inspirado por una especie de venganza personal contra las supersticiones de sus compatriotas.
Añádase a esto lo poco que los romanos atendían a la religión durante el agitadísimo período de las guerras civiles, cuando Lucrecio escribía su poema, y en rigor, siendo los dioses tan indiferentes a los males de la patria, motivo tenía el pueblo de Roma para cuidarse de ellos lo menos posible, y razón había para que la incredulidad creciese. La protesta contra los dioses en los infortunios públicos y privados era tan frecuente en la antigüedad, que se lee hasta en las obras de los escritores menos impíos.
Y no se crea que el escepticismo religioso de la parte más culta de la sociedad romana, de aquélla que más fácilmente podía leer la obra de Lucrecio, excusaba a éste de la vehemencia con que anatematiza las supersticiones, porque frecuentemente, ante las contrariedades de la vida, volvían a incurrir en aquéllas los mismos que se burlaban antes del Olimpo y sus dioses. Lucrecio pretende, pues, con toda la energía de un espíritu convencido, librar a sus compatriotas de la pesada servidumbre religiosa, diciéndoles que las supersticiones han sido causa de crímenes, como lo eran los sacrificios humanos para conseguir de los dioses, lo que éstos no podían hacer; porque ni el mundo es creación de ellos ni de ellos depende lo que en la naturaleza sucede conforme a leyes fijas y preexistentes, leyes físicas de cuya exposición se vale para destruir la terrible fantasmagoría de la religión pagana, sin cuidarse de que aniquila un error por medio de otro, de que arroja de los altares los ídolos, no a nombre de las ideas espiritualistas de Anaxágoras y Platón sino al de un tristísimo y desconsolador materialismo.
Para Lucrecio, el origen de las religiones es el terror que al hombre inspiran los fenómenos naturales. La humanidad no sabía explicarlos sino atribuyéndolos a un poder sobrenatural, a un poder divino; explicados estos fenómenos, como él cree que lo están, por medio del sistema físico de Epicuro, las religiones no tienen base ni razón de ser. Pero mientras el terror religioso dura, el alma humana no podrá vivir en paz ni gozar las dulzuras de una existencia tranquila. Así se comprende que, al atacar a los dioses, lo hiciera Lucrecio en defensa de su propio reposo y con todo el vigor de quien defiende lo que le es más caro, tanto que el miedo a que atribuye la religión, es el que produce su incredulidad.
Lucrecio, sin embargo, no es ateo. Admite y proclama, como su maestro Epicuro, divinidades; pero colocándolas tan apartadas de este mundo y tan ajenas a lo que en él pasa, que no exigen ni adoración ni templos. En verdad, nada hay que pedir a quien nada ha de dar. Lucrecio, como Epicuro, niegan la existencia de las divinidades con pasiones humanas del paganismo; pero no la providencia de Sócrates, ni la de los estoicos, ni que haya una potestad divina única y universal, sino que ésta se encuentre fraccionada entre distintos dioses que, ejerciendo un poder mezquino, injusto y caprichoso, atormentan a la humanidad.
La teología de Epicuro y Lucrecio es sin duda inaceptable; pero más inaceptable es la del paganismo, y siempre tendrá aquélla el mérito de haber servido para combatir errores ya manifiestos y reducir el problema de la vida del universo a los términos precisos de hacerla depender de un poder divino creador y director, o de un ciego e inconsciente mecanismo.
El sentimiento universal y la ciencia rechazan que todo dependa de casual atracción o repulsión de los átomos, pero no debe olvidarse que, conforme con los móviles de la doctrina epicúrea, el sentimiento universal rechaza también los poderes ocultos, dañinos y ridículos que dictaban su voluntad a los hombres por medio de los oráculos y los augures; que la religión verdadera combate, como Epicuro y Lucrecio, las supersticiones paganas cuando en cualquier forma renacen, y que la ciencia moderna ha progresado cuando, conforme a la doctrina epicúrea, creyó en las leyes invariables del universo.
– IV –
Asunto capital del libro tercero del poema La Naturaleza es el gran problema de la vida futura. Lucrecio expone en él todos los argumentos de los antiguos materialistas para demostrar que no hay más vida que la de este mundo; que en ella encuentran los actos humanos premio o castigo, y por tanto suprime y niega en absoluto el infierno, combatiendo el instintivo temor a la muerte, que es, según dice, un bien, porque conduce al eterno reposo, a la perfecta tranquilidad, y nos libra de las penalidades de este mundo. La fe y el entusiasmo con que predican los espiritualistas la esperanza en una vida futura, vida que para el justo es de perpetua dicha, la emplea Lucrecio, en sostener que siendo el alma material como el cuerpo, con él perece, y que el destino del hombre se cumple en la tierra.
Téngase en cuenta, para juzgar este famoso libro tercero, arsenal de donde sacaron sus argumentos los materialistas del siglo XVIII, cuáles eran las ideas predominantes en la antigüedad acerca del alma y de la vida futura. Excepción hecha de las doctrinas de Pitágoras y de Platón, las escuelas filosóficas y las religiones de la antigüedad proclamaban el principio de la materialidad del alma, y a lo más concedían que fuese de materia incorruptible. Lucrecio, pues, acepta una doctrina generalmente admitida, y deduce de ella la consecuencia lógica de que el alma perece con el cuerpo, y el ser humano se extingue en este mundo como todos los demás seres, obedeciendo a la ley universal de la transformación de la materia.
La idea de la vida futura en la antigüedad era vaga y confusa, y para los filósofos romanos resultaba una especie de privilegio en favor de las clases ilustradas. En éstas ningún crédito tenía el infierno del paganismo pintado por los poetas de acuerdo con una religión interesada en mantener las supersticiones populares, y Cicerón y Séneca censuran a los epicúreos por perder el tiempo en combatir lo que nadie defendía.
Además, los cuadros de desolación y de miseria que para condenados y justos ofrecía el paganismo en la vida futura, más bien eran causa de terror que de esperanza en la divina justicia, y difícilmente podían aceptarse como base de moral pública y privada. Los tipos fabulosos que expían sus maldades en el Averno, no resultan víctimas de la justicia, sino de la venganza de los dioses, vencidos en su intento de lucha contra las divinidades. La especie de inmortalidad admitida por algunos filósofos para los hombres célebres no llegaba al vulgo, privado de premio o castigo en la vida futura, que para él era eterna y obscura noche de miserias y sufrimientos. Así se comprende que Lucrecio estime esta vida futura causa de espanto, y diga
Con toda violencia extirparemos
De raíz aquel miedo de Aqueronte
Que en su origen la humana vida turba.
Pero si esta vida futura era poco halagüeña para el vulgo, respondía en cierto modo a las aspiraciones del alma humana, no satisfecha de su peregrinación en este mundo ni convencida de que debe volver a la nada. Lucrecio encuentra una supervivencia que es continuación de las aflicciones terrenales, encuentra también el miedo al aniquilamiento absoluto del hombre con la muerte, y combate la vida futura: y combate este miedo proclamando que con la muerte acaba todo y que la muerte es un bien supremo, por ser el término de las desdichas humanas.
Ni Lucrecio ataca las ideas espiritualistas de Platón, de las cuales prescinde, ni las creencias del vulgo, de largo tiempo atrás desacreditadas. Sus argumentos van dirigidos a la masa social que ni alcanza las sublimidades de la filosofía, ni cree en las supersticiones vulgares; pero que no ha substituido, con otras creencias las perdidas, y dudosa e insegura, acude como refugio, en las tribulaciones de la vida, a una religión que no satisface su sentimiento ni su conciencia. Para tranquilizar estos espíritus vacilantes y, en bien suyo, según asegura, expone Lucrecio los razonamientos contra el temor a la muerte y contra la vida futura.
No debe perderse de vista que si, conforme a nuestra moral religiosa, el temor a la vida futura es saludable, porque en ella ha de encontrarse el premio o el castigo, y de tal suerte dicha vida alienta la virtud y contiene el pecado, la idea de una supervivencia ajena a toda regla de justicia, supervivencia temerosa para justos y malvados, necesariamente corrompía las costumbres; porque no encontrando los hombres fuera de este mundo premio a su abnegación y a sus sacrificios, procuraban satisfacer aquí sus pasiones, y codiciaban la riqueza y los honores, sin cuidarse de los medios para lograrlos, y apelando hasta a los más reprobados procedimientos. Cuanto más temían a la muerte, después de la cual nada grato esperaban, mayor era su anhelo por los placeres de la vida. Sin hacer esta distinción esencial; sin advertir la inmensa diferencia que existe entre la vida futura, según la moral cristiana y la del paganismo, no se comprenderán bien los argumentos de Lucrecio contra una supervivencia sin justicia, que tan funestas pasiones engendraba en esta vida.
Las ideas materialistas de Lucrecio, fundadas en ser el alma corpórea y sufrir las mismas vicisitudes que el cuerpo, nada valen frente al espiritualismo moderno; pero contra las preocupaciones y supersticiones antiguas, tienen fuerza incontrastable. Una de éstas, nacida sin duda de la creencia instintiva en la inmortalidad del alma, era la de la prolongación de la vida dentro del sepulcro, y el temor a los sufrimientos en esta silenciosa existencia, si no se habían cumplido los ritos fúnebres, temor disipado por la doctrina epicúrea de Lucrecio, según la cual la muerte era la insensibilidad absoluta del cuerpo y del alma, no debiendo preocuparse nadie de lo que ha de sucederle después de la muerte, que para el epicurismo es un sueño eterno. No admitiendo este sistema una causa ordenadora del universo, naciendo por acaso, y muriendo lo mismo, ni cabe en él conformarse con la voluntad divina, ni resignarse, como los estoicos, que también negaban la inmortalidad del alma, a una ley suprema, a un orden establecido por los dioses.
Verdad es que entre los epicúreos desempeña a veces la naturaleza el papel de divinidad creadora y ordenadora; porque la idea de una causa primera tiene tan profundas raíces en el entendimiento humano, que se abre paso aun a través del poema materialista de Lucrecio.
La Naturaleza, pues, censura a los hombres el temor a la muerte en los siguientes versos, que contienen toda la moral del libro tercero:
Si de repente, en fin, la voz alzara
Naturaleza, y estas reprensiones
A cualquier de nosotros dirigiera;
«¿Por qué ¡oh mortal! te desesperas tanto?
¿Por qué te das a llanto desmedido?
¿Por qué gimes y lloras tú la muerte?
Si la pasada vida te fue grata,
Si como en vaso agujereado y roto
No fueron derramados tus placeres,
E ingrata pereció tu vida entera,
¿Por qué no te retiras de la vida
Cual de la mesa el convidado, ahíto;
¡Oh necio! y tomas el seguro puerto
Con ánimo tranquilo? Si, al contrario,
Has dejado escapar todos los bienes
Que se te han ofrecido, y si la vida
Te sirve de disgusto, ¿por qué anhelas
Multiplicar los infelices días
Que en igual desplacer serán pasados?
¿Por qué no pones término a tus penas
Y a tu vida más bien? Pues yo no puedo
Inventar nuevos modos de deleite
Por más esfuerzos que haga: siempre ofrezco
Unos mismos placeres: si tu cuerpo
No se halla aún marchito con los años
Ni tus ajados miembros se consumen,
Verás, no obstante, los objetos mismos,
Aun cuando en tu vivir salgas triunfante
De los futuros siglos, y aunque nunca
A tu vida la muerte sujetare.»
¿Qué responder a la naturaleza,
Si no que es justo el pleito que nos pone
Y es clara la verdad de sus palabras?
Mas si sumido alguno en la miseria
Al pie de su sepulcro se lamenta,
¿No será su clamor mucho más justo
Y nos reprenderá con voz robusta?
«Vete de aquí, insensato, con tus llantos;
No me importunes más con tus quejidos»:
A este otro, empero, que los años rinden,
Que en sus últimos días aún se queja:
«¡Insaciable, dirá, tú, que has gozado
De todos los placeres de la vida,
Aún te arrastras en ella! Consumido
En los deseos del placer ausente,
Despreciaste el actual, y así tu vida,
Se deslizó imperfecta y disgustada,
Y sin pensarlo se paró la muerte
En tu misma cabeza, antes que lleno
Y satisfecho de la vida puedas
Retirarte: la hora es ya llegada:
Deja tú mis presentes; no son propios
De la edad tuya: deja resignado
Que gocen otros, como es ley forzosa.»
Con razón, a mi ver, reprendería,
Y con razón se lo echaría en cara,
Porque a la juventud el puesto cede
La vejez ahuyentada, y es preciso
Que unos seres con otros es reparen:
Ninguna cosa cae en el abismo
Ni en el Tártaro negro: es necesario
Que esta generación propague otra;
Muy pronto pasarán amontonados,
Y en pos de ti caminarán: los seres
Desaparecerán ahora existentes,
Como aquéllos que hubiesen precedido.
Siempre nacen los seres unos de otros,
Y a nadie en propiedad se da la vida;
El uso de ella es concede a todos.
Después de proclamar con tanta energía la ley de la renovación universal en virtud de la cual la muerte es indispensable para crear nuevos seres, Lucrecio procura borrar de la mente de sus conciudadanos la idea de una segunda vida que, cual la presentaba el paganismo, más servía de terror que de consuelo. Para Lucrecio, los suplicios del infierno pagano son representaciones simbólicas de las pasiones humanas que en este mundo encuentran su castigo. Nuestras pasiones y nuestros vicios en ellas mismas llevan la pena, y el infierno lo tenemos en nuestra propia conciencia. Prescindiendo de las conclusiones del poeta contra la vida futura, la idea de que el castigo es inseparable de la falta tiene un profundo sentido moral, y de ella y del consejo para consolar a los temerosos de la muerte, de que recuerden que ningún hombre, por grande que haya sido, dejó de cumplir esta ley de la naturaleza, se han valido no pocos insignes moralistas, que no pueden ser tachados de materialistas ni de panteístas.
Para apartar de la imaginación el miedo a la muerte, y tan entusiasmado con la esperanza de llegar a la nada, como a otros entusiasma la idea de la inmortalidad, recomienda Lucrecio a los que temen el fin de su vida el estudio de la naturaleza, que nos enseña de donde venimos y a dónde vamos, produciendo en el ánimo el convencimiento del destino humano, con el cual pueden y deben afrontarse serenamente las adversidades de esta vida pasajera.
Ni el vulgo de los epicúreos, ni aun las personas distinguidas de la secta, amaban con tanta vehemencia pensar a toda hora en las tristes últimas consecuencias de la doctrina epicúrea; pero Lucrecio era un sectario convencido, incapaz de retroceder ante ningún resultado, por desolador que fuese.
– V –
Lejos de ser fatalista, afirma Lucrecio de un modo resuelto la libertad humana, y en esta afirmación se fundan los principios de moral que hallamos, no formando un cuerpo de doctrina, sino diseminados en el poema.
Condena, pues, el desbordamiento de las pasiones, tan contrario a la salud del cuerpo y tranquilidad del espíritu a que debe aspirar todo buen epicúreo, y entre las que merecen su agria censura descuellan en primer término la ambición y el amor.
Nada tan opuesto a la impasibilidad a que debe aspirar el sabio, según Epicuro, como los impulsos de la ambición, la vida agitada de la política, la lucha constante y desapoderada por arrebatar el poder público a quien lo ejerce; por defenderlo, una vez conquistado. Lucrecio tenía a la vista las sangrientas consecuencias de estas luchas, pues vivió en el período más turbulento de la república romana, y sus anatemas contra los ambiciosos tienen la viveza y la vehemencia que sólo puede inspirar a un alma apasionada el horror del mal presente, el tristísimo espectáculo de ver a la patria desgarrada por sus propios hijos. Como los estoicos más severos condena Lucrecio el inmoderado deseo de riquezas, de honores, de fama, que turba la paz de los hombres y de los pueblos.
La misma energía con que describe los estragos de la ambición la emplea Lucrecio en pintar los del amor, como si al convencimiento del filósofo uniera la triste experiencia del que ha sido víctima de ambas pasiones.
«Lucrecio -dice Mr. Martha en su libro antes citado-, nos presenta las miserias y vergüenzas del amor en corto número de versos que condensan cuanto sobre este asunto han podido decir, como tristemente cierto, los moralistas antiguos y modernos. Me atrevo a asegurar que en ninguna literatura se encontrará un cuadro que en su breve y enérgica sencillez sea más perfecto, de un sentimiento más intenso y de frases más profundas y trascendentales. Para comprenderlo bien es preciso figurarse cuáles eran los sentimientos antiguos y romanos; el desdén a la mujer, el desprecio a cuanto llamamos galantería, la indignación cívica contra el lujo y las modas extranjeras griegas u orientales, el respeto a la fortuna paterna, que no se debía malgastar en locuras, y a la dignidad del ciudadano, quien debía dedicarse a viriles ocupaciones; todos estos sentimientos los expresan en rápidas y enérgicas frases los siguientes versos»:
Agrega a los tormentos que padecen
Sus fuerzas agotadas y perdidas,
Una vida pasada en servidumbre,
La hacienda destruida, muchas deudas,
Abandonadas las obligaciones,
Y vacilante la opinión perdida:
Perfumes y calzado primoroso
De Scion que sus plantas hermosea;
Y en el oro se engastan esmeraldas
Mayores y de verde más subido,
Y se usan en continuos ejercicios
De la Venus las telas exquisitas,
Que en su sudor se quedan empapadas;
Y el caudal bien ganado por sus padres
En cintas y en adornos es gastado:
Lo emplean otras veces en vestidos
De Malta y de Scio: le disipan
En menaje, en convites, en excesos,
En juegos, en perfumes, en coronas,
En las guirnaldas, pero inútilmente;
Porque en el manantial de los placeres
Una cierta amargura sobresalta,
Que molesta y angustia entonces mismo;
Bien porque acaso arguye la conciencia
De una vida holgazana y desidiosa
Pasada en ramerías; o bien sea
Que una palabra equívoca tirada
Por el objeto amado, como flecha,
Traspasa el corazón apasionado
Y toma en él fomento como fuego;
O bien celoso observa en sus miradas
Distracción hacia él mirando a otro,
O ve en su cara risa mofadora.
No censura Lucrecio los excesos de la pasión amorosa a nombre de la virtud, sino por lo que perturban la tranquilidad del espíritu, y de aquí que recomiende como remedio una prudente inconstancia. Tampoco comprende en sus anatemas el amor puro y constante, el amor en el matrimonio, que para el poeta es el origen del primer contrato social.
– VI –
El mérito de Lucrecio en la parte científica de su poema didáctico consiste en haber sido uno de los primeros romanos que se ocuparon de la ciencia en forma especulativa; pero en el fondo, todo el sistema físico que expone es el de Epicuro, parafraseándolo para hacerlo más comprensible.
Este sistema, compuesto de hipótesis, acertadas y erróneas, tiene el defecto capital y común a los sistemas científicos en la antigüedad de no haberse formado, procediendo del estudio de los fenómenos, a la investigación de las causas, sino determinando éstas más o menos caprichosamente, y explicando aquéllos conforme a las causas imaginadas.
Epicuro adopta la teoría atómica de Demócrito; para él todo depende de las atracciones o repulsiones de los átomos que forman el universo, que, constituyen en el hombre su cuerpo y alma. Este sistema es, sin duda, un progreso científico, en cuanto explica más o menos felizmente los fenómenos de la naturaleza, no por la voluntad de los dioses, sino como resultado de leyes naturales; pero sus consecuencias morales son peligrosas, y explican que la física epicúrea haya tenido en tiempos relativamente modernos partidarios apasionados y desdeñosos contradictores, según se la estime por sus principios científicos o por sus conclusiones irreligiosas.
No es de admirar que Lucrecio, siguiendo a su maestro Epicuro, se equivoque en problemas tan arduos como el de las causas finales, el de la formación del hombre, el del origen de las ideas; problemas mucho más debatidos en tiempos recientes que lo fueron en la antigüedad, y que en todas las épocas ha procurado, inútilmente, resolver la ciencia. En cuestiones de menos dificultad, como por ejemplo, la explicación del sueño, se pone en evidencia el erróneo método de la física antigua, que hasta pretende explicar fenómenos imaginarios, como el de la causa del miedo que el gallo inspira al león, porque de aquél salen átomos que, ofendiendo las pupilas de la fiera, la acobardan. Hipótesis fantásticas como ésta, producidas por la falta de observación, abundan en la antigüedad. Menos perdonables son en Epicuro los errores astronómicos, porque la astronomía estaba en su tiempo mucho más adelantada de como él la expone. Pero Epicuro, se valía de las ciencias exactas, no como fin, sino como medio para demostrar su sistema filosófico del indiferentismo, que había de producir la paz del espíritu, y si adoptó la física de Demócrito, fue porque, dando origen material al universo, suprimía la intervención divina y con ella el fanatismo religioso, librando al hombre de supersticiones que perturbaban su alma. Lo mismo hizo Lucrecio, importándole poco cualquier explicación de los fenómenos de la naturaleza, con tal de que en éstos sea innecesaria la intervención de los dioses.
Del desdén de los epicúreos por el cultivo de las ciencias participa Lucrecio, y da pruebas de ello en no pocos pasajes de su poema, como por ejemplo, cuando rechaza la opinión favorable a la existencia de los antípodas; pero en cambio, no pocas veces expone grandes descubrimientos. La teoría atómica, tan parecida a la moderna teoría molecular, fue, como ya hemos dicho, un enorme adelanto para la física. Según ella, el espacio era infinito y está poblado de mundos. Admite la existencia del vacío, porque sin él la constante movilidad de los átomos sería imposible, y llama la atención la exactitud con que Lucrecio explica algunas leyes naturales, como la de que en el vacío no influye la pesantez de los cuerpos, y pesados y ligeros caen con igual celeridad, o al hablar de las tempestades, la diferente rapidez con que llega a nosotros la luz y el sonido.
No son menos notables los conocimientos fisiológicos que Lucrecio demuestra en su poema, y también muy dignos de atención sus presentimientos acerca de la formación del mundo, de los animales antidiluvianos y de las especies que han desaparecido, enunciando la lucha por la existencia, fundamento de la teoría de la selección natural de Darwin.
La historia del universo y del hombre está expuesta en el quinto libro del poema, entremezclada con los grandes problemas de la física, de la religión y de la moral, que trata el autor con un atrevimiento y una confianza en su acierto verdaderamente admirables. En la parte física sigue con docilidad los preceptos de su maestro. Respecto a la primitiva vida del hombre en el mundo y al principio de la civilización y de las sociedades, sus ideas son más originales, si bien en cuanto a la organización social, civil y política, a la aparición del poder público y al origen de la propiedad, se limita a generalizar la primitiva historia de Roma, aplicándola a la humanidad entera.
Domina en todo el poema La Naturaleza un sentimiento de tristeza que nace de la índole de la filosofía epicúrea. La apatía, la indiferencia, consideradas como base de una vida tranquila y feliz, apaga todas las actividades del espíritu; y si a esto se añade la creencia de Lucrecio en el próximo fin del mundo, compréndese, que estas ideas de desolación y muerte, sin esperanza alguna en mejor vida futura, den un tinte sombrío a la inspiración del gran poeta para quien el mundo, formado por casuales contactos de átomos, y la humanidad víctima constante de sus pasiones, están cercanos a desaparecer, confundidos en la ciega, continua y tumultuosa agitación de los átomos.
Estas ideas de desolación y muerte, sin esperanza alguna en mejor vida futura, den un tinte sombrío a la inspiración del gran poeta para quien el mundo, formado por casuales contactos de átomos, y la humanidad víctima constante de sus pasiones, están cercanos a desaparecer, confundidos en la ciega, continua y tumultuosa agitación de los átomos
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