ENSAYOS DE MICHAEL DE MONTAIGNE

La amistad filosófica que anticipó la tiranía digital en el siglo XVI

Por JUAN ARNAU NAVARRO

El País

Dos novedades editoriales recuerdan la relación entre Montaigne y La Boétie, el pensador que se adelantó a conceptos como la desobediencia civil, la no violencia y la biopolítica.

 

Michael de Montaigne

 

De las amistades filosóficas, ninguna tan apasionada como la de Michel de Montaigne (1533-1592) y Étienne de La Boétie (1530-1563). Hoy los dos viejos amigos se reencuentran en las mesas de novedades de las librerías. El conocido ¿Qué sé yo?, perteneciente a los Ensayos del primero, se mira de reojo y no sin complicidad al Discurso de la servidumbre voluntaria del segundo. Se reconocen e, ironías del destino, siguen marchando juntos, pese a los cambios, pese a las transformaciones del yo, del mundo y de la historia. Educarse, ya sea mediante la amistad o mediante la lectura, supone una continua metamorfosis. Y el otro (la persona que frecuentas o el libro que te lee) es espejo y camino hacia uno mismo. La pedagogía interior no es tan interior. El personaje o la máscara con la que transitamos no es sino un momento de esa metamorfosis. Detrás de todas las máscaras, detrás de todos los personajes, se agita un deseo de transformación.

Temprano levantó la muerte el vuelo. La Boétie muere joven, víctima de la peste. Montaigne lo acompaña hasta el último aliento, le dedica su ensayo sobre la amistad y se convierte en celoso promotor de su memoria. La Boétie ha meditado sobre la facilidad con que se olvida el don de la libertad, sobre cómo el esclavo erige al tirano, sobre ese miedo que nos encadena y nos hace serviles. Su originalidad es mostrar que, al contrario de lo que se cree, la servidumbre, aparentemente forzada, es un acto voluntario. De hecho, cualquier poder, incluso cuando se impone por la fuerza de las armas o los votos (o por la manipulación masiva de cuentas falsas de Facebook), no puede dominar y explotar de manera sostenible sin la colaboración activa o resignada de una parte significativa de la población. “Los hombres son como árboles frutales que conservan su naturaleza particular mientras les dejan crecer libres, pero se adulteran y dan frutas extrañas en el momento que se injertan”. Capitalismo y esquizofrenia. Y pone de ejemplo a los venecianos, tan educados en la libertad, “que el más ínfimo de ellos rehusaría ser rey”. El ensayo se lee en copias clandestinas en una época de matanzas entre católicos y protestantes. Escrito hace casi quinientos años, sigue teniendo una extraordinaria vigencia. ¿Qué mueve a tantos a vivir al ritmo que marca una aplicación o un trending topic? La Boétie anticipó la desobediencia civil y la no violencia de Gandhi y casi se podría decir que la biopolítica de Foucault. Los tiranos se parecen todos, no importa que hayan sido elegidos por el pueblo, las armas o la sangre. Hoy día somos testigos de cómo ganan elecciones Trump, Putin, Salvini, Bolsonaro. Y la paradoja, la obra de un católico circulará, pese a Montaigne, como panfleto antimonárquico y dará aliento a los hugonotes. El trasfondo de nuestra cultura es tan mítico como el del salvaje. 

La vida de Montaigne es bien conocida. Noble de cuarta generación, su bisabuelo hizo fortuna con el comercio de vinos y salazones, su padre es un caballero gascón y su madre una judía aragonesa. Es el tercero de nueve hermanos, pero adquiere la progenitura al morir los dos mayores. Pasa sus primeros años entre campesinos, para criarse sano y fuerte, y un tutor alemán que no habla francés lo educa en latín. En París conoce la vida cortesana pero al cumplir los cuarenta se retira al castillo familiar en la comarca de Périgord, tierra de vinos. En su torre erige una biblioteca circular. Glosa y copia a los clásicos, en los que encuentra no solo los mejores argumentos, sino también las mejores teorías científicas. Se hace su colección particular de tuits, que graba en las vigas del techo. Le gusta dar la impresión de que no estudia, que hojea los libros sin método, que no corrige sus manuscritos y que arroja sobre ellos lo que se le ocurre en el momento, pero es probable que fuera la muerte de su amigo la que le imprime la imperiosa necesidad de escribir. No le interesa el cultivo de la tierra ni la administración de sus bienes, tampoco es hombre de caza. Se siente “en plena senda hacia la vejez” y busca refugio de las hostilidades que asolan Francia, poco antes de la masacre de San Bartolomé. Guarda un afecto especial por Séneca y su ideal de constancia. El hombre constante viaja ligero por la vida, pone límites a sus deseos y permanece impasible ante los reveses. Sus Ensayos tienen algo de la diatriba, la carta y el soliloquio, así como un gusto muy personal por la paradoja y la digresión. Se presenta como un aficionado, cuyo único fin es “privado y doméstico”. Por eso llama a sus escritos ensayos, porque los considera pruebas y tentativas, y en este sentido es lícito atribuirle la invención del género.

 

«La Boétie muere joven, víctima de la peste. Montaigne lo acompaña hasta el último aliento, le dedica su ensayo sobre la amistad y se convierte en celoso promotor de su memoria»

Se deja leer por los clásicos y, como apunta Adolfo Castañón, en su caso “no se sabe dónde empieza el espejo y dónde termina la biblioteca”. Le gusta burlarse de los héroes de la razón. Antepone su búsqueda de la felicidad a la presuntuosa grandeza de las abstracciones. Se ríe de la filosofía, que no es más que poesía sofisticada. “Nadie sabe lo que en realidad sucede en la naturaleza. Sin embargo, se aceptan algunas opiniones tradicionales como principio de autoridad. Si alguien pregunta acerca de los principios mismos, se le dice que no se puede discutir con la gente que niega los primeros principios”. Su escepticismo jocoso le permite eliminar la presunción y neutralizar las ebriedades de la guerra o el amor. Sabe que incluso la guerra contra la estupidez es estúpida y que la educación es preferible a las buenas intenciones.

La alegría natural de Montaigne le hace apto para las chanzas y bromas que tienen lugar entre los amigos. Un ejercicio que no es menos agudo e ingenioso, ni menos útil, que las conversaciones serias. “El humor pellizca las cuerdas secretas de nuestras imperfecciones que, serios, no podríamos tocar sin ofensa”. Confiesa que su amistad perfecta con La Boétie le hastió un poco de las otras y exagera su recuerdo: “Se precisan tantas coincidencias para formar una amistad así, que es mucho si la fortuna la alcanza una vez en tres siglos”.

“Si me preguntan por qué le quería [a La Boétie] siento que solo puedo responder: porque era él, porque era yo. Hay, más allá de todo lo que pueda decir, no sé qué fuerza inexplicable y fatal mediadora de esta unión”. Poco a poco fue “captando su entera voluntad” hasta “hundirse y perderse en la mía”. Y dice “perderse” sinceramente, pues no se reservan nada que les sea propio. Son más amigos que amigos de su país, más amigos que familiares. Si compara el resto de su vida con los cuatro años que gozó de la amistad de La Boétie, le parece que no es más que humo, una noche oscura y enojosa. Desde que lo perdió le parece “no ser sino a medias”.

Hay algo oriental en la concepción de la amistad de Montaigne. No somos sino una suma de necesidades y apegos, de inclinaciones y apetitos. Esas ataduras dictan nuestras formas de asociación, la simpatía y la amistad, el misterio de la hipnosis y el del carisma. Pero seguir nuestras inclinaciones hasta el final acaba por convertirnos en monstruos (o nos aboca al abismo de la enfermedad). La amistad permite reconocer esos pozos. De ahí que nadie haya superado la definición de Simone Weil: la amistad es ese milagro gracias al cual un ser acepta mirar a distancia y sin acercarse a otro ser, que le es tan necesario como el alimento.

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Juan Arnau es escritor. Su último libro es Historia de la imaginación (Espasa)

 

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Hija adoptiva y espiritual, pero como hija del filósofo Michel de Montaigne fue considerada una de las primeras feministas de la historia, la escritora Marie de Gournay.

 

CUATRO ENSAYOS  DE MICHEL DE MONTAIGNE

(EXTRAÍDOS DE ENSAYOS*

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Capítulo XXVIII

Veintinueve sonetos de Esteban de La Boëtie

A la señora de Grammont, condesa de Guissen260

Nada mío os ofrezco, señora, ya porque todo lo que me pertenece es vuestro de antemano, bien porque nada encuentro en mí que sea digno de vos; pero he querido que estos versos, en cualquier lugar que se vieran, llevasen vuestro nombre al frente por el honor que recibirán al tener por guía a la gran Corisanda de Andouins. Me ha parecido que este presente os pertenecía, tanto más, cuanto que hay pocas damas en Francia que sean mejores jueces que vos en materia de poesía, y además porque nada hay que pudiera servir de mejor galardón a estas estrofas que las ricas y hermosas con que en medio de otras bellezas la naturaleza os ha dotado. Estos versos merecen, señora, cariño grande de vuestra parte; pues, yo creo que mi parecer será también el vuestro, yo creo que nunca salieron de Gascuña otros que en invención ni en gentileza los aventajen, ni que den testimonio de haber sido escritos por una mano más espléndida. Y no os dé cuidado de que no os dedique más que el resto de lo que tiempo ha hice imprimir bajo el nombre del conde de Foix, vuestro buen pariente; pues estos de ahora tienen no sé qué de más vivo e hirviente, como compuestas que fueron en su primera juventud, cuando estaba inspirado por el hermoso y noble ardor de que algún día, señora, os hablaré al oído. Los otros fueron compuestos después, cuando se encontraba en vías de casarse, en loor de su mujer, y en ellos se advierte a cierta frialdad marital. Yo soy de los que entienden que la poesía nunca es más fresca ni agradable que cuando trata un asunto libre y juguetón261.

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Michel de Montaigne en una ilustración de Foch para The New Yorker

Capítulo XLVII

De la incertidumbre de nuestro juicio 
 
 
Este verso encierra una verdad:
 
 
«Existe libertad cabal para hablar de todo en pro o en contra».
 
Por ejemplo:
 

Vince Hannibal e non seppe usar poi

ben la vittorisa sua ventua. 382

 

Quien opinara con nuestros contemporáneos que fue un yerro el no haber perseguido a nuestros enemigos en Moncontour; o quien acusara al rey de España383 por no haber sabido sacar partido de la victoria que alcanzó contra nosotros en San Quintín, podría alegar como prueba de su aserto que esta falta proviene de un alma cegada o la buena estrella, y de un ánimo que, encontrándose plenamente colmado por semejante comienzo de bienandanza, pierde el deseo de acrecentarla, por encontrarse demasiado imposibilitado de digerir la que ya posee. Sus brazos abarcaron por completo la fortuna, ya no puede extenderlos más; porque, ¿qué provecho experimenta el vencedor, si consiente a su enemigo adquirir vigor nuevo? ¿Qué esperanza puede tenerse de que comience un nuevo ataque cuando el enemigo se encuentre ya unido y repuesto, y de nuevo armado de despecho y de venganza, quien no osó o no supo perseguirlo cuando estaba quebrantado y atemorizado?

 

Dum fortune dum conficit omnia terror?384

 

Y, en suma, ¿qué puede esperar de más ventajoso que lo que acaba de perder? Porque, en una batalla, no acontece lo mismo que en la esgrima, en la cual el número de acometidas hace ganar al adversario; mientras éste se mantiene en pie deben comenzarse de nuevo los ataques; no hay victoria posible cuando ésta no pone término a la guerra. En la escaramuza en que César corrió grave riesgo cerca de la ciudad de Oricum385, dijo a los soldados de Pompeyo, que de haber sabido éste aprovecharse de la victoria, él hubiera sido perdido. César, cuando le llegó su turno de ganar, que fue pocos días después, mostró a Pompeyo que sacaba mejor provecho de las derrotas de sus enemigos.

Mas, ¿por qué no alegar la razón contraria, y asegurar en este caso que es propio de un espíritu precipitado e insaciable el no saber poner fin a su codicia; que es abusar de los favores de Dios quererlos hacer perder la medida que el Señor les ha prescrito, y que arrojarse al peligro después de la victoria es empujar a de nuevo hacia el acaso; que la mayor prudencia en el arte militar consiste en no lanzar a la desesperación al enemigo?… Mario y Sila, en la guerra social, derrotaron a los marsos, y viendo luego que todavía quedaba una tropa de reserva que, movida por la desesperación, se les acercaba cual si fueran bestias furiosas, no quisieron hacerla frente. Si el ardor del señor de Foix no le habría impelido a perseguir con rudeza extrema a los últimos supervivientes de la victoria de Ravena, no hubiera entristecido con su muerte la batalla; sin embargo, la reciente memoria de su ejemplo sirvió a preservar al señor de Enghién de semejante desdicha en el combate de Cerisole. Es peligroso acorralar a un hombre a quien se ha despojado de todo otro medio de escapar que haciendo uso de las armas, pues la necesidad es una violenta escuela: gravissimi sunt morsus irritate necessitatis.

 

Vincitur haud gratis, jugulo qui provocat hostem.386


He ahí por qué Farax no permitió al rey de Lacedemonia, que acababa de ganar la batalla contra los mantineos, afrontar a mil argianos que habían logrado escapar de la derrota; los dejó huir con entera libertad por no probar el empuje del vigor, picado y despechado por la desdicha. Clodomiro, rey de Aquitania, después de la victoria persiguió a Gondomar, rey de Borgoña, el cual, vencido y huido como se encontraba, obligó a aquél a volver la espalda. El tesón de Clodomiro le arrancó el fruto del combate, pues fue causa de que perdiera la vida.

De un modo análogo, quien hubiera de escoger entre los dos medios siguientes, o presentar sus soldados rica y suntuosamente armados, o armados sólo de lo más indispensable, se inclinará al primer partido, del cual fueron Sertorio, Filopómeno, Bruto, César y otros, alegando que es un aguijón del honor y de la gloria para el soldado el verso bien ataviado, y una razón de más para dirigirse con obstinación al combate el tener que defender sus armas como sus bienes y heredades. Por esta razón, dice Jenofonte, los asiáticos llevaban consigo a la guerra sus mujeres y concubinas, sus joyas y riquezas más estimadas. Mas por otra parte, puede muy bien alegarse que debe más bien quitarse al soldado toda idea de conservar riquezas y que es mejor acrecentárselas, pues de aquel modo temerá doblemente el perder la vida; además, se aumenta en el enemigo el ansia de la victoria, con el fin de apoderarse de los ricos despojos de los combatientes; y se ha notado que en ocasiones, ese deseo duplicó la fuerza de los romanos en la guerra contra los saninitas. Mostrando Antioco a Aníbal el ejército que tenía armado contra los romanos, que era pomposo y magnífico en toda suerte de aprestos, preguntole: «¿Se conformarán mis enemigos con estas fuerzas? -¿Si se conformarán? ya lo creo, por muy avaros que sean.»

Licurgo prohibía a sus soldados, no sólo la suntuosidad en el apresto, sino también que despojaran al enemigo cuando le habían vencido, queriendo, decía, que la pobreza y la frugalidad brillasen en sus tropas.

 

 

En los combates, o en otro lugar cualquiera en que la ocasión nos pone cerca del enemigo, concedemos de buen grado licencia de desafiarle a nuestros soldados, de menospreciarle e injuriarle con toda suerte de improperios, y no sin visos de razón; pues no es cosa de poca monta arrancarle toda esperanza de transacción y gracia, haciéndole ver que no hay lugar a esperar tregua ninguna de quien hemos recibido tan duros ultrajes, y que no hay otro remedio más que la victoria, tal costumbre, sin embargo,  engañó a Vitelio, pues en su lucha con Otón, cuyos soldados, hallándose desacostumbrados a la guerra de larga fecha y dominados por la molicie de la ciudad, aquél los molestó tanto con palabras picantes, echándoles en cara su pusilanimidad y el sentimiento de las danzas y fiestas que acababan de dejar en Roma, que por tal camino hicieron de tripas corazón, poniendo en práctica lo que ninguna exhortación había logrado de ellos, y cayeron sobre Vitelio impetuosamente. En verdad, cuando las injurias tocan a lo vivo, pueden dar fácilmente ocasión a que el que se dirigía con flojedad a la lucha por la querella de su rey, vaya en otra disposición distinta por su propia honra.

Considerando de cuánta importancia sea la conservación del jefe en un ejército, y que el fin preponderante del enemigo mire principalmente esa cabeza que sostiene todas las demás, parece que debiera aceptarse el consejo que vemos fue practicado por muchos grandes capitanes de disfrazarse en el momento de la lucha; sin embargo, el inconveniente que acarrea este medio no es menor que el que se procura huir, pues siendo el capitán desconocido de los suyos, el valor que adquieren los soldados con su presencia y ejemplo, llega a faltarles, y perdiendo la vista de sus marcas e insignias acostumbradas, le juzgan o muerto o escapado de la lucha por desesperanza de ganarla. La experiencia nos muestra que unas veces fue favorable y otras adversa esta estratagema El accidente de Pirro en la batalla que libró contra el cónsul Cevino en Italia, puede servir para inclinarnos a uno o a otro parecer, pues por haber querido ocultarse bajo la armadura de Megacles, y haberle dado la suya, pudo muy bien salvar su vida, pero le faltó poco para perder la victoria. Alejandro, César y Luculo gustaron de señalarse en el combate, cubriéndose de suntuosos atavíos de brillantes colores. Agis, Agesilao y el gran Gilipo, al contrario, iban a la guerra vestidos modestamente, sin insignias ni adornos imperiales.

En la batalla de Farsalia, entre otras censuras que se dirigieron a Pompeyo, se cuenta la de haber hecho detener a su ejército a pie firme para esperar al enemigo. Con semejante conducta (citaré aquí las palabras de Plutarco, que valen más que las mías), «debilitó la violencia que la carrera procura al primer ataque, y al propio tiempo hace desaparecer el empuje de los combatientes unos contra otros, el cual los llena de impetuosidad y furor, mejor que otro cualquiera procedimiento táctico; el choque, los gritos y el arranque duplican el calor de la refriega. Tal es el parecer de Plutarco. Mas si César hubiese perdido la batalla, hubiérase podido decir, por el contrario, que el orden de combate más fuerte y seguro es aquel en que un ejército se mantiene a pie firme, sin menearse siquiera; y que el que se detiene en su marcha, economizando y concentrando sus fuerzas en sí mismo, lleva gran ventaja contra el que se agita, el cual ha malgastado ya en la carrera la mitad de su ímpetu; además, siendo el ejército un cuerpo de tan diversas unidades, es imposible que se mueva en medio de la furia con movimiento tan exacto que el orden no altere o rompa, y que el soldado mejor dispuesto a la lucha no se halle en peligro antes de que su compañero pueda socorrerle. En la vergonzosa batalla que sostuvieron los dos hermanos persas, Clearco, lacedemonio, que mandaba a los griegos del partido de Ciro, los condujo a la carga valientemente, pero sin apresurarse; mas cuando se hallaban a cincuenta pasos del enemigo dio orden de atacar a la carrera, esperando, merced a la escasa distancia, aprovechar mejor el ímpetu y conservar el orden, procurándoles ventaja en la acometida, así para las personas como en el empleo de las armas punzantes que disparaban. Otros resolvieron esta duda en sus ejércitos del siguiente modo: «Si el enemigo corre hacia vosotros, aguardadle a pie firme; si el enemigo os espera, corred hacia él.»

En la expedición que el emperador Carlos V hizo a Provenza, el rey Francisco tuvo ocasión de elegir entre salirle al encuentro a Italia o aguardarlo en sus tierras; y bien que nuestro monarca considerase cuánta ventaja sea conservar la casa pura y limpia de los trastornos de la guerra, a fin de que, guardando íntegras sus fuerzas, pueda proveer a los gastos con recursos y hombres en caso necesario; teniendo en cuenta que, la necesidad del combatir obliga a todos a hacer sacrificios que no pueden realizarse sin pérdidas en nuestros propios dominios; que si el habitante del país no soporta de buen grado los destrozos del soldado enemigo, peor todavía resiste los del francés, de suerte que esta circunstancia podía encender fácilmente entre nosotros trastornos y sediciones; que la licencia de robar y saquear, la cual no puede ser consentida en su propio país, constituye un gran alivio a los males de la guerra, y quien no tiene otra esperanza de lucro si no es su sueldo, es difícil que se mantenga en el cumplimiento estricto de su deber, encontrándose cerca de su mujer y de su casa; que el que pone el mantel paga siempre los gastos del festín; que hay satisfacción más grande en sitiar que en defender; y que la sacudida que ocasiona la pérdida de una batalla en nuestros dominios es tan violenta, que hace muy difícil el impedir el movimiento de todo el cuerpo, en atención a que ninguna pasión existe tan contagiosa como la del miedo, ni que se adquiera más sin motivos, ni que se extienda más bruscamente; que las ciudades que oyen el estallido de esta tempestad a sus puertas, que recogen sus capitanes y sus soldados temblorosos y sin aliento, hay grave riesgo de que en ese instante de pánico tomen alguna determinación extrema, y otras mil razones  análogas, de todas suertes, Francisco I se determinó a llamarlas fuerzas de que disponía del otro lado de los montes, y a ver acercarse al enemigo; pues bien pudo imaginar, en contra de todo lo expuesto, que encontrándose en su casa, entre sus amigos y vasallos, no podía menos de recabar ventajas grandes; los ríos y los caminos a su disposición, conduciríanle víveres y recursos con seguridad cabal y sin necesidad de escoltas; que tendría a sus súbditos tanto más a su albedrío, cuanto que ellos verían el peligro más de cerca; que disponiendo de tantas ciudades y murallas para su albergue y defensa, no estaba sino en su mano conducir el orden de combate según lo creyera más oportuno o ventajoso; y si le venía en ganas contemporizar, al abrigo y cómodamente podría ver enfriarse al enemigo y perder fuerzas por sí mismo, a causa de las dificultades que encontraría luchando en tierra extraña, en la que no tendría delante ni tras él, ni a su lado, nada que no lo fuese adverso, al par que no acariciaría la ventaja de refrescar o ensanchar su ejército si las enfermedades le atacaban, ni tampoco podría poner en salvo sus heridos; ni recursos ni otros víveres poseería que los que a punta de lanza se procurara, ni espacio para descansar y tomar aliento, ni conocimiento de los lugares ni del país, que pudiera defenderle de las sorpresas y emboscadas; y por último, si salía perdiendo en alguna batalla, tampoco dispondría de medios para salvar los despojos. Para adoptar uno u otro partido, presentábanse razones sobradas.

Escipión optó por ir a sitiar las tierras de su enemigo al África mejor que defender las suyas y combatirle en Italia, donde se encontraba, con lo cual salió ganancioso. Aníbal, por el contrario, se arruinó en esa misma guerra por haber abandonado la conquista de un país extranjero y preferido defender el suyo. Habiendo los atenienses dejado al enemigo en sus tierras para dirigirse a Sicilia, tuvieron la fortuna contraria; pero Agátocles, rey de Siracusa, la tuvo de su parte cuando pasó al África y dejó sus Estados ardiendo en guerra.

Así acostumbramos a decir con razón sobrada que los acontecimientos y el desenlace de los mismos dependen en las cosas de la guerra, principalmente de la fortuna, la cual se opone a plegarse a nuestra prudencia y a nuestras reflexiones, como rezan los versos siguientes:

 

Et mate consultis pretium est; prudentia fallax

nec fortune probat causas, sequiturque merentes,

sed vega por nullo discrimine fertur.

Scilicet est aliud, quod nos cogatque regatque

majus, et in proprias ducat mortalia leges.387


Y bien mirado, diríase que nuestras deliberaciones y consejos dependen igualmente de la fortuna, la cual con su fuerza e incertidumbre arrastra también nuestro juicio. «Razonamos temeraria y casualmente, dice Timeo en un diálogo de Platón, porque, como nosotros, nuestros juicios participan grandemente del acaso

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Demócrito y Heráclito, de Rubens

 

Capítulo L

De Demócrito y Heráclito
 

Es el juicio un instrumento necesario en el examen toda clase de asuntos, por eso yo lo ejercito en toda ocasión en estos Ensayos. Si se trata de una materia que no entiendo,  con mayor razón empleo en ella mi discernimiento, sondeando el vado de muy lejos; luego, si lo encuentro demasiado profundo para mi estatura, me detengo en la orilla. El convencimiento de no poder ir más allá es un signo del valor del juicio, y de los de mayor consideración. A veces imagino dar cuerpo a un asunto baladí o insignificante, buscando en qué apoyarlo y consolidarlo; otras, mis reflexiones pasan de un asunto noble y discutido en que nada nuevo puede hallarse, puesto que el camino está tan trillado, que no hay más recurso que seguir la pista que otros recorrieron. En los primeros el juicio se encuentra como a sus anchas, escoge el camino que mejor se le antoja, y entre mil senderos delibera que éste o aquél son los más convenientes. Elijo de preferencia el primer argumento; todos para mí son igualmente buenos, y nunca formo el designio de agotar los asuntos, pues ninguno se ofrece por entero a mi consideración: no declaran otro tanto los que nos prometen tratar todos los aspectos de las cosas. De cien carices que cada una ofrece, escojo uno, ya para acariciarlo solamente, ya para desflorarlo, a veces para penetrar hasta la médula; reflexiono sobre las cosas, no con amplitud, sino con toda la profundidad de que soy capaz, y las más de las veces tiendo a examinarlas por el lado más inusitado que ofrecen. Aventuraríame a tratar a fondo de alguna materia si me conociera menos y tuviera una idea errónea de mi valer. Desparramando aquí una frase, allá otra, como partes separadas del conjunto, desviadas, sin designio ni plan, no estoy obligado a ser perfecto ni a concentrarme en una sola materia; varío cuando bien me place, entregándome a la duda y a la incertidumbre, y a mi manera habitual, que es la ignorancia.

Todo movimiento de nuestra alma nos denuncia; la de César, que se deja ver cuando dirige y ordena la batalla de Farsalia, muéstrase también cuando a ocupan sus recreos y sus amores. Júzgase del valer de un caballo, no sólo al verle correr sobre la pista, sino también cuando marcha al paso y hasta cuando reposa en la caballeriza.

 

Detalle – Pirron en un mar embravecido

 

Entre las distintas funciones del alma, las hay bajas y mezquinas; quien en el ejercicio de ellas no la considera y examina, dejará de conocerla por entero. A veces mejor se la profundiza en sus acciones simples, porque el ímpetu de las pasiones la agita y lleva a sus más elevados movimientos; únase a esto que nuestra alma se emplea por entero en cada una de nuestras acciones y que nunca la ocupa más de una sola cosa a la vez y en ella pone todo el ser de cada individuo. Consideradas las cosas en sí mismas, acaso tengan su peso, medida y condición, pero desde el instante en que se relacionan con nosotros, el alma las acomoda a su manera de ser. La muerte, que a Cicerón estremece, Catón la desea, y es indiferente para Sócrates. La salud, la  conciencia, la autoridad, la ciencia, las riquezas, la belleza y sus contrarios, se despojan, recibiendo del alma, al entrar en ella, nueva vestidura, y adoptando el matiz que la place: moreno, claro, verde, obscuro, agrio, dulce, profundo, superficial, el que más en armonía está con las distintas almas, pues éstas no pusieron de acuerdo sus estilos, reglas y formas; cada una es en su estado soberana. ¿Por qué no nos fundamentamos más en nuestros juicios, en las cualidades externas de las cosas? En nosotros estriba darnos cuenta de ellas. Nuestro bien y nuestro mal no dependen sino de nosotros. Hagámonos donación a nosotros mismos de nuestras ofrendas y deseos, en manera alguna a la fortuna; ésta es impotente contra el poderío de nuestra vida moral, pues la arrastra consigo la moldea a su forma. ¿Por qué no he de juzgar yo de Alejandro cuando se encuentra en la mesa, conversando y bebiendo a saciedad, o cuando juega a las damas? ¿Qué cuerda de su espíritu deja de poner en actividad este juego necio y pueril? yo le odio y le huyo porque no es tal juego, porque nos preocupa de un modo demasiado serio, y porque me avergüenzo de fijar en él la atención, que, empleada de otro modo, bastaría a hacer algo para que valiera la pena. No se tomó mayor trabajo para organizar su expedición gloriosa a las Indias; ni ningún otro que se propone resolver una cuestión de la cual depende la salvación del género humano. Ved cómo nuestra alma abulta y engrandece aquella diversión ridícula; ved cómo absorbe todas sus facultades; con cuánta amplitud proporciona a cada uno los medios de conocerse y de juzgar rectamente de sí mismo. Yo no me veo ni me examino nunca de una manera más cabal que cuando juego a las damas: ¿qué pasión no saca a la superficie ese juego?, la cólera, el despecho, el odio, la impaciencia; una ambición vehemente de salir victorioso, allí donde sería más natural salir vencido, pues la primacía singular por cima del común de las gentes no dice bien en un hombre de honor tratándose de cosas frívolas. Y lo que digo en este ejemplo puede amplificarse a todos los demás; cada ocupación en que el hombre se emplea, acusa y descubre sus cualidades por entero.

Demócrito y Heráclito eran dos filósofos, de los cuales el primero, encantando vana y ridícula la humana naturaleza, se presentaba ante el público con rostro burlón y risueño. Heráclito, sintiendo compasión y piedad por nuestra misma naturaleza, estaba constantemente triste y tenía sus ojos bañados de lágrimas:

Alter

ridebat, quoties a limine moverat unum

protuleratque; flebat contrarius alter. 417

Yo me inclino mejor a la actitud del primer filósofo, no porque sea más agradable reír que llorar, sino porque lo primero supone mayor menosprecio que lo segundo; y creo que dado lo poco de nuestro valer, jamás el desdén igualara lo desdeñado. La conmiseración y la queja implican alguna estimación de la cosa que se lamenta; al contrario acontece con aquello de que nos burlamos, a lo cual no concedemos valor ni importancia alguna. En el hombre hay menos maldad que vanidad; menos malicia que estupidez: no estamos tan afligidos por el mal como provistos de nulidad; no somos tan dignos de lástima como de desdén. Así Diógenes, que bromeaba consigo mismo dentro de su tonel, y que se burlaba hasta del gran Alejandro, como nos tenía en el concepto de moscas o de vejigas infladas, era juez más desabrido e implacable, y por consiguiente más diestro a mi manera de ver, que Timón, el que recibió por sobrenombre el aborrecedor del género humano, pues aquello que odiamos es porque nos interesa todavía. Timón nos deseaba el mal, se apasionaba con ansia por nuestra ruina, y oía nuestra conversación como cosa dañosa, por creernos depravados y perversos. Demócrito considerábanos tan poca cosa, que jamás podríamos ni ponerle de mal humor ni modificarle con nuestro contagio; abandonaba nuestra compañía, no por temor, sino por desdén hacia nuestro trato. Ni siquiera nos creía capaces de practicar el bien ni de perpetrar el mal.

De igual parecer fue Statilio contestando a Bruto, que le invitaba tomar arte en la conspiración contra César. Bien que creyera la empresa justa, entendía que no valía la pena molestarse por los hombres; que éstos no eran dignos de tanto, conforme a la doctrina de Hegesias, el cual decía: «El filósofo no debe hacer nada por los demás, sólo por sí mismo debe interesarse; solo él es digno de que hagan algo por él.» Aquella respuesta está también de acuerdo con la opinión de Teodoro, quien estimaba injusto que el hombre perfecto corriera ningún riesgo por bien de su país, puesto que de correrlo se expone a perder la filosofía en beneficio de la locura. Nuestra propia y peculiar condición es tan risible como ridícula.

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Matanza de San Bartolomé

 

Capítulo XIX

De la libertad de conciencia 
 

Es ordinario ver que las buenas intenciones cuando sin moderación se practican empujan a los hombres a realizar actos censurables. En este debate de guerras civiles por el cual la Francia se ve al presente trastornada, el partido mayor y más sano es sin duda el que defiende la religión y gobierno antiguos de nuestro país. Sin embargo, entre los hombres de bien que sostienen la buena causa (pues no hablo de los que con ella se sirven de pretexto para ejercer sus venganzas personales, o para saciar su avaricia, o para buscar la protección de los príncipes, sino de aquellos a quienes mueve sólo el celo por la religión y la santa afección por el mantenimiento del sosiego de su patria), entre los primeros, digo, se ven muchos a quienes la pasión arrastra fuera de los límites de la razón y los hace a veces tomar determinaciones injustas, violentas y hasta temerarias.

Verdad es que en los primeros tiempos en que nuestra religión comenzó a alcanzar autoridad para con las leyes, el celo armó a muchos contra toda suerte de libros paganos, con lo cual los escritores experimentan hoy perjuicios sin cuento. Creo que este desorden ha ocasionado mayores males a las letras que todas las hogueras de los bárbaros. Buena prueba de ello es Cornelio Tácito, pues a pesar de que el emperador del mismo nombre, su pariente, poblara por ordenanza expresa todas las bibliotecas del mundo con la obra de aquél, tan sólo un ejemplar completo, pudo escapar a la curiosa investigación de los que anhelaban aniquilarla, a causa de cinco o seis cláusulas insignificantes contrarias a nuestra creencia.

También aquéllos gratifican fácilmente con falsas alabanzas a todos los emperadores que defendieron el catolicismo, al par que condenan en absoluto todas las acciones de los que nos fueron adversos, como puede verse por el emperador Juliano, sobrenombrado el Apóstata. Era éste a la verdad hombre preeminente, de peregrino valer, como quien tuvo su alma vivamente impregnada, en los discursos de la filosofía, a los cuales procuraba, con todas sus fuerzas, sujetar sus obras. Y en efecto, apenas se encuentra virtud ninguna de que no haya dejado ejemplos nobilísimos. En punto a castidad (prenda de que el curso de su vida da claro testimonio), se lee de él un rasgo semejante a los de Alejandro y Escipión: en medio de muchas y bellísimas cautivas ni siquiera quiso nunca ver ninguna, encontrándose en la flor de su edad, pues fue muerto por los partos cuando contaba treinta y un años solamente. En lo tocante a justicia tomábase por sí mismo el trabajo de oír a las partes, y aunque por simple curiosidad se informara con los que comparecían ante él de la que profesaban, la enemistad que le movía contra la nuestra no ponía ningún contrapeso en la balanza. Él mismo hizo algunas leyes excelentes y alivió una gran parte de los impuestos y subsidios que establecieron sus predecesores.

Hay dos buenos historiadores que fueron testigos oculares de sus actos. De ellos, Marcelino censura con acritud en diversos lugares de su obra uno de sus decretos por virtud del cual prohibía la enseñanza a todos los retóricos y gramáticos cristianos, declarando de paso el cronista que esta acción de su mando hubiera deseado verla sumergida en el silencio. Es muy probable que si algo más duro hiciera contra nosotros, Marcelino no lo hubiera callado siendo tan afecto a nuestra fe. Rudo era para nosotros, es verdad, mas no cruel enemigo, porque los mismos cristianos cuentan que paseándose una vez por las cercanías de la ciudad de Calcedonia, Maris, obispo de la misma, se atrevió a llamarle perverso y traidor a Cristo, y que él no tomó venganza alguna contra el insulto, limitándose a contestar «Aparta, miserable; mejor harías en llorar la pérdida de tus ojos»; a lo cual el obispo repuso: «Yo doy gracias a Jesucristo por haberme quitado la vista para no contemplar tu cínico rostro»; palabras que Juliano oyó, según dicen los cristianos, con resignación filosófica. No se aviene este sucedido con las crueldades que contra nosotros se le atribuyen. «Era, dice Eutropio, el otro testigo a que aludí, enemigo de la cristiandad, pero sin llegar al derramamiento de sangre.»

Volviendo a su justicia, nada puede acusarse en ella si no es el rigor que desplegó en los comienzos de su imperio contra los que habían seguido el partido de Constancio, su predecesor. Cuanto a sobriedad, vivía siempre una vida de campeonato, y se alimentaba en plena paz como quien se preparaba y acostumbraba a la austeridad de la guerra. En él era tan grande la vigilancia, que dividía la noche en tres o cuatro partes, de las cuales la menor consagraba al sueño; el resto empleábalo en visitar personalmente el estado de su ejército sus guardias, y en estudiar, pues entre los demás singulares méritos que le adornaban era hombre peritísimo en toda suerte de literatura. Refiérese de Alejandro el Grande que cuando estaba acostado, temiendo que el sueño obscureciese sus reflexiones y estudios, hacía colocar un platillo junto al lecho, manteniendo uno de sus brazos fuera del mismo, y en la mano una bola de cobre, a fin de que al quedarse dormido la caída de la bola en el platillo le despertara. Juliano tenía el alma tan rígida hacia sus designios, tan limpia de vanidades por su abstinencia singular, que podía prescindir de ese artificio. Por lo que mira a capacidad militar, Juliano fue cabal en todas las prendas que deben adornar a un gran capitán. Casi toda su vida la empleó en el ejercicio de la guerra, contra nosotros, en Francia, contra los alemanes y los francones. Apenas se guarda memoria de hombre que haya corrido más azares, ni que con mayor frecuencia haya puesto a prueba su persona.

 

 

Su muerte tiene algún parecido con la de Epaminondas, pues fue herido por una flecha; intentó arrancársela, y lo hubiera conseguido, mas, como era tajante, se hizo una cortadura en la mano que contribuyó a debilitársela. Mal herido como se encontraba, no cesaba de pedir que lo llevaran  a la pelea para enardecer a sus soldados, quienes valientemente hicieron frente al enemigo sin su jefe hasta que la noche separó a los combatientes. A la filosofía era deudor del singular menosprecio que le inspiraba su vida todas las cosas humanas, y creía además firmemente en eternidad de las almas.

En materia de religión, sus defectos eran grandes. Se le llamó el Apóstata por haber abandonado la nuestra; sin embargo, me parece más verosímil creer que nunca creyó en ella con fe cabal, sino que la simuló por prestar obediencia a las leyes hasta el momento en que tuvo el imperio en su mano. Fue tan supersticioso en la suya, que hasta los mismos que en su época lo fueron burlándose de él en este punto; y se decía que de haber ganado la batalla contra los partos habría agotado la raza bovina para dar abasto a sus sacrificios. Estaba tan embaucado en la ciencia de la adivinación que concedía autoridad suma a toda suerte de pronósticos. Al morir, dijo entre otras cosas que se sentía reconocido a los dioses y les daba gracias porque no le mataran por sorpresa, habiéndole de largo tiempo advertido del lugar y hora de su fin, y por no abandonar la vida ni con blandura y flojedad, que sentaban mejor en personas ociosas y delicadas, ni tampoco de una manera languidecedora, prolongada y dolorosa; glorificaba a los dioses por haber consentido morir noblemente, durante el curso de sus victorias, en medio de lo mejor de su gloria. Había tenido una visión semejante a la de Marco Bruto, primeramente en la Galia que luego se le volvió a aparecer en Persia, en el momento de su muerte. Estas palabras que se lo atribuyen cuando se sintió herido «Venciste, Nazareno», o como otros afirmaban, «Alégrate, Nazareno», apenas se habrían olvidado de haber sido creídas por los testigos de que hablé antes, quienes estando presentes en el ejército tuvieron ocasión de advertir hasta los más insignificantes movimientos y palabras de su fin, como tampoco hubieran dejado de consignar ciertos milagros que se le achacan.

Volviendo al asunto de mi tema, diré que, según afirma Marcelino, tuvo incubado largo tiempo en su corazón el paganismo, pero considerando que todos sus soldados eran cristianos no se atrevió a sacarlo a la superficie. Luego, cuando se vio suficientemente fuerte para osar hacer pública su voluntad, mandó que se abrieran los templos de los dioses y puso en juego todos los medios para implantar su idolatría. Para conseguirlo, como encontrara en Constantinopla al pueblo separado de los prelados de la Iglesia cristiana, que estaban divididos, hizo llamar a éstos a su palacio, y los amonestó para que al punto apaciguaran sus disensiones civiles, y que cada cual sin obstáculo ni temor se pusieran al servicio de su religión, idea a que le movió la esperanza de que esta libertad aumentaría los partidos y cábalas de la división, e impediría al pueblo congregarse y fortificarse contra él por acuerdo e inteligencia unánimes. Merced a la crueldad de algunos cristianos, tuvo Juliano ocasión de convencerse «de que en el mundo, no hay animal, tan temible para el hombre como el hombre mismo». Estas eran, sobre poco más o menos, sus propias palabras.

Es digno de notarse que este emperador se sirve para atizar los trastornos de la disensión civil del remedio mismo que nuestros reyes acaban de emplear para extinguirla. Por una parte puede decirse que el dar rienda suelta a los distintos partidos, permitiéndoles el mantenimiento de sus ideas, es desparramar y sembrar la división, casi echar una mano para aumentarla, no poniendo trabas ni coerciones con leyes que sujeten y pongan obstáculos a su carrera. Mas por otro lado puede también decirse que dejar en libertad completa a los partidos para que sustenten sus ideas es ablandarlas y aflojarlas por la libertad que se las concede, y por ende embotar el aguijón, que se aguza merced a la rareza, novedad y dificultad. En pro del honor y devoción de nuestros monarcas, creo yo que no habiendo logrado lo que querían, simularon querer sólo lo que pudieron.

 

 

RELACIONADO:

 

LA SERVIDUMBRE VOLUNTARIA, por Esteban de La Boétie

 


NOTAS: 

*El texto de los Ensayos de Montaigne, frecuentemente adulterado, tenía necesidad de ser hoy convertido de nuevo, mediante una crítica severa, a su primitiva pureza a mi entender no hay sino dos fuentes auténticas de este texto: la edición publicada en 1595, tres años después de la muerte del autor, por la señorita de Gournay, su hija adoptiva, en presencia de un ejemplar corregido que ésta había recibido de la confianza de la familia, y la de 1802, hecha con otro ejemplar corregido que pasó del castillo de Montaigne a los Bernardos, de Burdeos, y más tarde a la biblioteca pública de esta ciudad, edición, aunque reciente, original en parte, cuyo texto es el mismo que Montaigne había publicado en 1588 con adiciones manuscritas del ejemplar de Burdeos y numerosos pasajes de la edición de 1595, que no figuran ni en la de 1588 ni en los suplementos manuscritos que han llegado a nosotros.

http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/ensayos-de-montaigne–0/html/

……..

260. Diana, vizcondesa de Louvigni, llamada la hermosa Corisanda de Andouins. En 1567 casó con Filiberto, conde de Grammont y de Guiche, muerto en el cerco de La Fère en 1580. (N. del T.).

261. Los veintinueve sonetos de Esteban de la Boëtie seguían a esta dedicatoria. Fueron publicados en la primera edición de los Ensayos, que apareció en Burdeos en 1580; en la de Juan Richer, París, 1587, y en la de Abel l’Angelier, en 4.º, París, 1588.

Estos versos son a manera de elegías amorosas, en las que se ve que su autor ha querido imitar a Petrarca.

Habiéndoles hecho imprimir Montaigne en las obras de su amigo, él mismo juzgó que no debían aparecer ya en los Ensayos, y con su propia mano los suprimió en el ejemplar que había de servir para la nueva edición que preparaba, escribiendo al margen: estos versos se verán en otra parte. Coste y otros editores, sin embargo, creyeron deber conservarlos, sin que tuvieran mucha razón para ello. M. Najeon escribió de los sonetos del amigo de Montaigne: «que no merecían ser reimpresos, porque tampoco merecían ser leídos.» (A. D.)

……

381. HOMERO, Iliada, XX, 249. (N. del T.)

382. Aníbal venció a los romanos, mas no acertó a sacar partido de la victoria. PETRARCA, tercera parte de los sonetos, fol. 141, edic. de Gabriel Giolito. (N. del T.)

383. Felipe II. (N. del T.)

384. Cuando el hado lo arrastra todo, cuando todo cede ante el terror. LUCANO VII, 734. (N. del T.)

385. Ciudad del Epiro. (N. del T.)

386. El que desafía la muerte casi nunca la recibe sin causarla. LUCANO, IV, 275. (N. del T.)

387. A veces la imprudencia triunfa y la mesura nos engaña; con frecuencia la fortuna no brinda con sus favores a los más dignos; diosa inconstante revolotea aquí y allá a tenor de sus caprichos. La causa de ello es que existe un poder superior que nos domina, del cual dependen todas las criaturas. MANILIO, IV, 95. (N. del T.)

……..

417. En cuanto ponían los pies fuera de su casa, el uno reía y el otro lloraba. JUVENAL, Sát., X, 58. (N. del T.)

 

 

 

 


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