«LA PEDAGOGÍA DEL PODER», por Chris Hedges. «¿QUÉ ES UNA DICTADURA?», por Jerónimo Molina

LA PEDAGOGÍA DEL PODER

 

Nietzsche y nosotros

Por Hughes
La Gaceta, 13 DE OCTUBRE DE 2023

 

Entre las infinitas consecuencias y derivadas del conflicto entre Palestina e Israel está la nueva demostración de la tiranía que de manera silenciosa se forma en el mundo, particularmente en Europa. El Reino Unido, ayer ideal (si bien algo ingenuo) de libertades, avisa hoy de que ondear la bandera palestina puede ser considerado delito de orden público, y en lo continental y bruselense leemos ante el asombro de pocos la advertencia epistolar del comisario Thierry Breton a Elon Musk, a propósito de la libertad de expresión en X, antaño Twitter. Agita el comisario la Digital Services Act, una normativa europea destinada a controlar la información, a verificarla moderarla. Así, un comisario presume públicamente de un sistema legalizado de censura oficial para todo el continente a través de las nuevas tecnologías, que someterían sus inmensas capacidades al poder político, juntándose así dos potencialidades desconocidas: las nuevas tecnologías de la información y el subimperio benevolente europeo que, como representante no electo del último o quizás ya ultimísimo hombre de Nietzsche, solo puede repetir por boca comisarial aquello de “Nosotros hemos inventado la felicidad”.

 

presume públicamente de un sistema legalizado de censura oficial para todo el continente a través de las nuevas tecnologías, que someterían sus inmensas capacidades al poder político, juntándose así dos potencialidades desconocidas

 

A finales del siglo XIX, el dueño del gran mostacho profético escribió esto en Más allá del bien y del mal, avanzando el terrible siglo posterior y quizás aun más el siglo XXI de “lo europeo”:

«Bien se denomine «civilización» o «humanización» o «progreso» a aquello en lo que ahora se busca el rasgo que distingue a los europeos; o bien se lo denomine sencillamente, sin alabar ni censurar, con una fórmula política, el movimiento democrático de Europa: detrás de todas las fachadas morales y políticas a que con tales fórmulas se hace referencia está realizándose un ingente proceso fisiológico, que fluye cada vez más, -el proceso de un asemejamiento de los europeos, su creciente desvinculación de las condiciones en que se generan razas ligadas a un clima y a un estamento, su progresiva independencia de todo milieu [medio] determinado, que a lo largo de siglos se inscribiría seguramente en el alma y en el cuerpo con exigencias idénticas, es decir, la lenta aparición en el horizonte de una especie esencialmente supranacional y nómada de ser humano, la cual, hablando fisiológicamente, posee como típico rasgo distintivo suyo un máximo de arte y de fuerza de adaptación. Este proceso del europeo que está deviniendo, proceso que puede ser retardado en su tempo [ritmo] por grandes recaídas, pero que tal vez justo por ello gane y crezca en vehemencia y profundidad (…) ese proceso está abocado probablemente a resultados con los cuales acaso sea con los que menos cuenten sus ingenuos promotores y panegiristas, los apóstoles de las «ideas modernas». Las mismas condiciones nuevas bajo las cuales surgirán, hablando en términos generales, una nivelación y una mediocrización del hombre —un hombre animal de rebaño útil, laborioso, utilizable y diestro en muchas cosas—, son idóneas en grado sumo para dar origen a hombres-excepción de una cualidad peligrosísima y muy atrayente (…) la impresión global producida por tales europeos futuros será probablemente la de trabajadores aptos para muchas tareas, charlatanes, pobres de voluntad y extraordinariamente adaptables, que necesitan del señor, del que manda, como del pan de cada día; mientras que la democratización de Europa está abocada, por lo tanto, a engendrar un tipo preparado para la esclavitud en el sentido más sutil: en el caso singular y excepcional el hombre fuerte tendrá que resultar más fuerte y más rico que acaso nunca hasta ahora, gracias a la falta de prejuicios de su educación, gracias a la ingente multiplicidad de su ejercitación, su arte y su máscara. He querido decir: la democratización de Europa es a la vez un organismo involuntario para criar tiranos, entendida esta palabra en todos los sentidos, también en el más espiritual.

 

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CHRIS HEDGES: LA PEDAGOGÍA DEL PODER

Las clases dominantes siempre trabajan para impedir que los que no tienen poder comprendan cómo funciona el poder. Este ataque ha sido ayudado por una izquierda cultural decidida a desterrar a los filósofos «hombres blancos muertos»
 

ScheerPost, 10 SEPT 2023

 

Estoy parado en un salón de clases en una prisión de máxima seguridad. Es la primera clase del semestre. Me enfrento a 20 estudiantes. Han pasado años, a veces décadas, encarcelados. Provienen de algunas de las ciudades y comunidades más pobres del país. La mayoría de ellos son personas de color.  Durante los próximos cuatro meses estudiarán filósofos políticos como Platón, Aristóteles, Thomas Hobbes, Nicolás Maquiavelo, Friedrich Nietzsche, Karl Marx y John Locke, aquellos a menudo descartados como anacrónicos por la izquierda cultural.

No es que las críticas dirigidas contra estos filósofos sean incorrectas. Estaban cegados por sus prejuicios, como nosotros estamos cegados por nuestros prejuicios. Tenían la costumbre de elevar sus propias culturas por encima de las demás. A menudo defendían el patriarcado, podían ser racistas y, en el caso de Platón y Aristóteles, respaldaban una sociedad esclavista.  

¿Qué pueden decir estos filósofos sobre los problemas que enfrentamos: la dominación corporativa global, la crisis climática, la guerra nuclear y un universo digital donde la información, a menudo manipulada y a veces falsa, viaja alrededor del mundo instantáneamente? ¿Son estos pensadores reliquias anticuadas? Nadie en la facultad de medicina lee  textos médicos del siglo XIX . El psicoanálisis ha ido más allá de Sigmund Freud. Los físicos han avanzado desde la ley del movimiento de Isaac Newton hasta la relatividad general y la mecánica cuántica. Los economistas ya no tienen sus raíces en  John Stuart Mill.

Pero el estudio de la filosofía política, así como el de la ética, es diferente. No por las respuestas, sino por las preguntas. Las preguntas no han cambiado desde que Platón escribió “La República”. ¿Qué es la justicia? ¿Todas las sociedades decaen inevitablemente? ¿Somos los autores de nuestras vidas? ¿O nuestro destino está determinado por fuerzas que escapan a nuestro control, una serie de accidentes fortuitos o desafortunados? ¿Cómo se debe distribuir el poder? ¿Es el buen estadista, como argumentó Platón, un rey filósofo (una versión apenas disfrazada de Platón) que antepone la verdad y el conocimiento a la codicia y la lujuria y que comprende la realidad? O, como creía Aristóteles, ¿el buen estadista es hábil en el ejercicio del poder y está dotado de una deliberación reflexiva? ¿Qué cualidades se necesitan para ejercer el poder? Maquiavelo dice que estos incluyen la inmoralidad, el engaño y la violencia. Hobbes escribe que en la guerra, la violencia y el fraude se convierten en virtudes. ¿Qué fuerzas se pueden organizar para enfrentar el poder del  demos?, el pueblo, contra los gobernantes, para garantizar la justicia? ¿Cuáles son nuestros roles y deberes como ciudadanos? ¿Cómo debemos educar a los jóvenes? ¿Cuándo está permitido infringir la ley? ¿Cómo se previene o derroca la tiranía? ¿Se puede transformar la naturaleza humana, como creían los jacobinos y los comunistas? ¿Cómo protegemos nuestra dignidad y libertad? ¿Qué es la amistad? ¿Qué constituye la virtud? ¿Qué es el mal? ¿Que es el amor? ¿Cómo definimos una buena vida? ¿Existe un Dios? Si Dios no existe, ¿deberíamos acatar un código moral? 

 

 

Estas preguntas retumban a través de los tiempos, formuladas en diferentes momentos y bajo diferentes circunstancias. Los filósofos contemporáneos más radicales, incluido  Frantz Fanon,  autor de  Los condenados de la tierra, construyeron sus edificios sobre los cimientos de los filósofos políticos que los precedieron. En el caso de Fanon fue  Friedrich Hegel. Como dijo correctamente Vladimir Lenin sobre Marx, la mayoría de sus ideas se remontan a filósofos anteriores. Paulo Freire, autor de “Pedagogía del oprimido”, estudió filosofía. Hannah Arendt, que escribió “Los orígenes del totalitarismo”, estaba empapada de los  antiguos griegos  y  de Agustín.

Es ciertamente difícil e incluso engañoso hablar de política y de sus principios más íntimos sin recurrir en cierta medida a las experiencias de la antigüedad griega y romana, y esto sólo por el hecho de que los hombres nunca, ni antes ni después, han tenido un pensamiento tan alto. de actividad política y ha otorgado tanta dignidad a su ámbito”, escribe Arendt en “Entre el pasado y el futuro«.

Cornel West, uno de nuestros  filósofos morales contemporáneos más importantes, que una vez me reprendió por no haber leído al filósofo alemán  Arthur Schopenhauer, conoce tan bien a  Søren Kierkegaard, a quien enseñó en Harvard, y a  Immanuel Kant  como a  WEB DuBois, FanonMalcolm X  y  Bell Hooks 

Los filósofos antiguos no eran oráculos. No muchos de nosotros querríamos habitar la república autoritaria de Platón, especialmente las mujeres, ni el “Leviatán” de Hobbes, un precursor de los estados totalitarios que surgieron en el siglo XX. Marx anticipó proféticamente el poder monolítico del capitalismo global, pero no vio que, contrariamente a su visión utópica, aplastaría al socialismo. Pero ignorar a estos filósofos políticos, descartarlos por sus fallas en lugar de estudiarlos por sus ideas es aislarnos de nuestras raíces intelectuales. Si no sabemos de dónde venimos, no podemos saber hacia dónde vamos.  

 

 

Si no podemos plantearnos estas preguntas fundamentales, si no hemos reflexionado sobre estos conceptos, si no entendemos la naturaleza humana, nos desempoderamos. Nos convertimos en analfabetos políticos cegados por la amnesia histórica. Por eso es importante el estudio de las humanidades. Y es por eso que el cierre de los departamentos universitarios de filosofía y clásicos es una señal ominosa de nuestra inminente muerte cultural e intelectual.

La teoría política no trata sobre la práctica política. Se trata de su significado. Se trata de la esencia del poder, de cómo funciona y de cómo se mantiene. La actividad más importante en la vida, como nos recuerdan Sócrates y Platón, no es la acción, sino la contemplación, haciéndose eco de la sabiduría consagrada en la filosofía oriental. No podemos cambiar el mundo si no podemos entenderlo. Al digerir y criticar a los filósofos del pasado, nos convertimos en pensadores independientes en el presente. Somos capaces de articular nuestros propios valores y creencias, a menudo en oposición a lo que defendían estos antiguos filósofos.  

En mi primera clase hablé sobre la distinción que hace Aristóteles entre el buen ciudadano y la buena persona. La lealtad de la buena persona no es hacia el Estado. La buena persona “actúa y vive virtuosamente y obtiene felicidad de esa virtud”. El buen ciudadano, por otra parte, se define por el patriotismo y la obediencia al Estado. La buena persona, como Sócrates o  Martin Luther King, Jr.,  inevitablemente entra en conflicto con el Estado cuando ve que éste se aleja del bien. La buena persona es a menudo condenada como subversiva. La buena persona rara vez es recompensada o festejada por el Estado. Estos elogios están reservados para el buen ciudadano, cuya brújula moral está circunscrita por los poderosos. 

El concepto de buen ciudadano y de buena persona fascinaba a la clase social, ya que el Estado había sido, desde su infancia, una fuerza hostil. El mundo exterior no ve a los encarcelados, y a menudo a los pobres, como buenos ciudadanos. Han sido excluidos de ese club. Como marginados, conocen la inmoralidad y la hipocresía inherentes al sistema. Esto hace que sea vital la articulación de las preguntas que plantean estos filósofos políticos.

 

 

Sheldon Wolin, nuestro filósofo político contemporáneo y radical más importante, que fue mentor de un joven Cornel West cuando era el primer candidato negro de la Universidad de Princeton a un doctorado en filosofía, nos dio el vocabulario y los conceptos para comprender la tiranía del poder corporativo global, un sistema que él  llamado  “totalitarismo invertido”. Como profesor en Berkeley, Wolin respaldó el  Movimiento por la Libertad de ExpresiónWolin, mientras enseñaba en Princeton, fue uno de los pocos profesores que apoyó a los estudiantes que ocupaban edificios para protestar contra el  apartheid sudafricano. En un momento dado, me dijo Wolin, los otros profesores del departamento de ciencias políticas de Princeton se negaron a hablar con él.

La crítica radical de Wolin se basó en estos filósofos políticos, como escribe en su obra magistral, “Política y visión”, que están leyendo mis alumnos. 

«La historia del pensamiento político«, escribe Wolin, «es esencialmente una serie de comentarios, a veces favorables, a menudo hostiles, sobre sus inicios«.

Puedes ver una entrevista de tres horas que le hice a Wolin poco antes de su muerte  aquí.

Wolin sostiene que “una perspectiva histórica es más eficaz que cualquier otra para exponer la naturaleza de nuestras dificultades actuales; si no es la fuente de la sabiduría política, al menos es la condición previa”.

El neoliberalismo como teoría económica, escribe, es un absurdo. Ninguna de sus tan cacareadas promesas es ni remotamente posible. Concentrar la riqueza en manos de una élite oligárquica global (el 1,2 por ciento de la población mundial  posee el 47,8 por ciento de la riqueza de los hogares globales) y al mismo tiempo demoler los controles y regulaciones gubernamentales, crea una enorme desigualdad de ingresos y poder monopólico. Alimenta el extremismo político y destruye la democracia. Pero la racionalidad económica no es el punto. El objetivo del neoliberalismo es proporcionar cobertura ideológica para aumentar la riqueza y el control político de los oligarcas gobernantes. 

Este es un punto famoso que Marx señala cuando escribe en sus  Tesis sobre Feuerbach

Las ideas de la clase dominante son en cada época las ideas dominantes, es decir, la clase que es la fuerza material dominante de la sociedad es al mismo tiempo su fuerza intelectual dominante. La clase que tiene a su disposición los medios de producción material tiene al mismo tiempo control sobre los medios de producción mental, de modo que, en términos generales, las ideas de quienes carecen de los medios de producción mental están sujetas a ella. Las ideas dominantes no son más que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las relaciones materiales dominantes captadas como ideas.

 

Como ideología dominante, el neoliberalismo fue un éxito brillante. A partir de la década de 1970, sus principales críticos keynesianos  fueron expulsados ​​de la academia, las instituciones estatales y las organizaciones financieras como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, y excluidos de los medios de comunicación. Wolin, que alguna vez fue colaborador habitual de publicaciones como The New York Review of Books, descubrió que debido a su animadversión hacia el neoliberalismo, tenía dificultades para publicar. A intelectuales farsantes como Milton Friedman  se les ofrecieron plataformas destacadas y una generosa financiación corporativa. Difundieron el mantra oficial de las teorías económicas marginales y desacreditadas popularizadas por  Friedrich Hayek  y la escritora de tercera categoría  Ayn Rand. Una vez que nos arrodilláramos ante los dictados del mercado y levantáramos las regulaciones gubernamentales, recortáramos los impuestos para los ricos, permitiéramos el flujo de dinero a través de las fronteras, destruyéramos los sindicatos y firmáramos acuerdos comerciales que enviaron empleos a fábricas clandestinas en México y China, el mundo sería un mundo más feliz y un lugar más libre y más rico. Fue una estafa. Pero funcionó.

 

 

Las ideas, por muy esotéricas que puedan parecer al público, importan. Estas ideas dan forma a una sociedad, incluso si la mayoría de sus miembros no están familiarizados con los matices y detalles de estas teorías.

Las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto cuando tienen razón como cuando no, son más poderosas de lo que comúnmente se cree”,  escribe el economista John Maynard Keynes. “De hecho, el mundo está gobernado por poco más. Los hombres prácticos, que se creen completamente exentos de cualquier influencia intelectual, suelen ser esclavos de algún economista difunto. Los locos con autoridad, que escuchan voces en el aire, están destilando su frenesí de algún escritor académico de hace unos años”.

La mayoría de las grandes obras de filosofía política se escribieron durante un período de crisis. El colapso de la sociedad, la guerra, la revolución y el colapso institucional y económico destruyen los sistemas de creencias establecidos y vacían los clichés y consignas utilizados para justificarlos. Estas inestabilidades y vicisitudes generan nuevas ideas, nuevos conceptos, nuevas respuestas a las viejas preguntas. El pensamiento político, como escribe Wolin, “no es tanto una tradición de descubrimiento como una de significado extendido en el tiempo”.

Las respuestas a las preguntas centrales formuladas por los filósofos políticos difieren según las circunstancias. Las respuestas en mi aula de prisión no serán las mismas que en el aula de una universidad de élite donde los estudiantes provienen de la clase dominante y buscan formar parte de ella. Mis alumnos están respondiendo a fenómenos muy diferentes. Sus respuestas surgen de las injusticias y el sufrimiento que ellos y sus familias soportan. Son muy conscientes de la perfidia de la clase dominante. La supremacía blanca, la desindustrialización, el colapso del sistema de justicia, los ejércitos internos de ocupación que aterrorizan a sus comunidades y la pobreza no son abstracciones. Las soluciones que adopten serán inevitablemente subversivas. 

La clase dominante, como las clases dominantes a lo largo de la historia, busca mantener a los pobres y oprimidos sin educación por una razón. No quieren que los marginados por la sociedad reciban el lenguaje, los conceptos y las herramientas intelectuales para defenderse. 

 

la pedagogía del poder

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¿QUÉ ES UNA DICTADURA?

El constitucionalista políticamente neutralizado no tiene respuesta para este desafío político exportado a casi todas las repúblicas hispanoamericanas
 
Por Jerónimo Molina

La Gaceta, 21 de mayo de 2023

 

En política, se sepa o no, se lucha siempre contra un enemigo, apostado en nuestras fronteras o camuflado ya dentro de la ciudad. Pero hay también otra forma de enemistad mucho más sutil que esa que bulle a ras del suelo, encarnada de unos hombres que tienen una ideología o una cultura, tal vez una religión o una antropología bárbaras, incompatibles con la propia. Se trata de la enemistad derivada de los conceptos políticos, manejados polémicamente y explotados contra el «elemento moral», criterio por el que se mide la verdadera capacidad de resistencia frente a la hostilidad y las ofensas del enemigo.

Lo que quiero decir, ahora por la vía del ejemplo, es que ciertas definiciones asumidas, transformadas en tabúes, enervan la voluntad, trabajada previamente la inteligencia por el «lavado de cerebros», expresión que, sospechosamente, ha dejado de utilizarse en una época en la que la pedagogía política se dedica solo a eso. Pontifican unos sobre las bondades del pluralismo étnico, religioso, cultural —el pluralismo de valores, en suma—, y padecen otros sus consecuencias: pérdida de la identidad cultural, conflictividad social, babelización. Tampoco es raro que los mismos que encarecen el «mestizaje» –vagamente en el ordenamiento jurídico, pero con más determinación en las universidades públicas y en la Sección de Prensa y Propaganda de los medios de comunicación masivos–, sostengan a continuación que las razas (o las culturas) no existen. Se ha vuelto normal también que los exaltados del panmelanismo «defensivo» —el Black Lives Matter no es nuevo, ya se inventó en los años 20 del siglo pasado— promuevan como justo y necesario un racismo antiblanco y nos exijan financiar nuestra propia reeducación.

 

La guerra, incluso en sus variantes «pacifistas» actuales, se desarrolla en el espacio, es decir, sobre la tierra, pues controlarla y ordenar razonablemente la vida sobre ella es el objeto primordial de lo político. Las querellas por los conceptos, mucho más decisivas y brutales, se dirimen en el tiempo

 

La guerra, incluso en sus variantes «pacifistas» actuales, se desarrolla en el espacio, es decir, sobre la tierra, pues controlarla y ordenar razonablemente la vida sobre ella es el objeto primordial de lo político. Las querellas por los conceptos, mucho más decisivas y brutales, se dirimen en el tiempo. Prima la lucha por el sentido de las palabras, por el «relato» que obsesiona a todos los modernos consejeros de príncipes –hoy llamados «analistas políticos» o «asesores», gente joven y sin experiencia de la vida, generalmente salida, como solía decir Jules Monnerot, de un sistema educativo que se dedica a «la producción en serie de cretinos artificiales»: por oposición a quienes lo son por una disposición natural, estos que florecen hoy masivamente son «cretinos cultivados, como cierto tipo de perlas»–. Una vez colonizados el logos y el diccionario políticos, es decir el «imaginario político» nacional, queda radicalmente mermada toda capacidad de resistencia. Entonces, solo entonces, la derrota frente al enemigo exterior o interior se pueden presentar como una victoria o una «homologación» política y cultural con los verdugos. Precisamente, se hablaba hace unos días aquí, con sentido de la oportunidad, de los afrancesados, arquetipo español de un imaginario político colonizado.

Se impone, pues, en cierto modo, «descolonizar el imaginario» y devolver a los conceptos políticos su sentido preciso, que no se inventa ni se desarrolla en un Think tank, sino que forma parte, por modesta que sea su alícuota, de la verdad de lo político. Necesaria para saber a qué atenerse. No sé si el «realismo político» tiene una misión concreta: tal vez, dirán algunos, la elaboración de un «decálogo» o programa que pueda ejecutar un partido político, una facción o un movimiento, pero sí sé que su razón de ser se encuentra en la desmitificación del pensamiento político. Uno de los conceptos que necesita de esta higiene mental es la «dictadura», noción asustaniños sobre la que reina la mayor de las confusiones. Un confusionismo interesado que explotan los aspirantes al poder, presentando a sus rivales como vulgares partidarios de los regímenes autoritarios y a sí mismos como «demócratas» —como si ese término tuviera un sentido preciso más allá de los tropismos mentales que adornan a la derecha demoliberal—.

Todo conspira contra el honor de los desmitificadores políticos. Sin embargo, escribir sobre el fenómeno-guerra no presupone una personalidad belicosa: probablemente solo puede escribir una teoría o una sociología de la guerra un hombre manso. Una teoría de la decisión… un indeciso. Y una teoría de la dictadura tal vez solo esté al alcance de alguien incapaz de ejercerla.

 

El personal cree que una dictadura es lo que enseña la «vulgata antifranquista», pero no le quita el sueño un Gobierno que puede cerrar ilegalmente el Parlamento y privar a toda la nación de la libertad de movimientos

 

No es fácil mirar de frente a la «dictadura», concepto político sumamente inflamable que gravita sobre las situaciones políticas especialmente intensas y que se enreda con la legislación de excepción, los estados de necesidad y los golpes de Estado. El personal cree que una dictadura es lo que enseña la «vulgata antifranquista», pero no le quita el sueño un Gobierno que puede cerrar ilegalmente el Parlamento y privar a toda la nación de la libertad de movimientos. El antiparlamentarismo tiene muchas formas y las de hoy no se parecen en nada a las de hace un siglo. Sería muy interesante redactar una palingénesis de la dictadura, pues esta renace periódicamente y conviene reconocer su signo. Darle la espalda a su realidad es ignorar culpablemente la concentración momentánea del poder, una realidad que acontece ajena nuestros prejuicios morales o ideológicos, independientemente de nuestra voluntad. No saber en qué consiste compromete nuestra posición frente al enemigo que sí sepa lo que es y cómo utilizarla.

La dictadura es una institución fundamental del derecho público romano. Consiste en un levantamiento o suspensión de las barreras jurídicas con el fin de que el dictador, generalmente pro tempore, se enfrente a la situación política excepcional (sedición, guerra civil, invasión extranjera) y devuelva la tranquilidad pública a la ciudad. Una vez restaurado el orden o expirado el término previsto se cancelan los poderes extraordinarios del dictador, cuyo prototipo es Cincinato. Pero hay también en la historia romana ejemplos de desempeño indefinido (Sila) y vitalicio (César), incluso omnímodo o, como diríamos hoy, constituyente (Lex de imperio vespasiani).

El pragmatismo romano ha captado la esencia política de la dictadura: se trata de una concentración o intensificación del poder que se opone al pernicioso efecto de la impotencia del poder establecido, asediado por el enemigo, generalmente interno. Desde un punto de vista conceptual no se trata propiamente de un «régimen político», sino de una «situación política», transitoria por definición. Cualquier manifestación de poder genera siempre la crítica de los partidos o facciones rivales, pero de una manera especialmente intensa la suscita la dictadura, asociada secularmente con el usufructo personal del mando. 

 

Cualquier manifestación de poder genera siempre la crítica de los partidos o facciones rivales, pero de una manera especialmente intensa la suscita la dictadura, asociada secularmente con el usufructo personal del mando

 

Toda dictadura constituye un hecho político imperfectamente sometido a un estatuto jurídico. La noción de soberanía de Jean Bodin es, en este sentido, el intento de normativizar un momento especialmente intenso del mando. Esa es la gloria de Bodin y de los legistas franceses del siglo XVI.

Durante el siglo XIX la dictadura va perdiendo poco a poco toda su respetabilidad antigua, como consecuencia de la generalización de una nueva ideología jurídica: el constitucionalismo. La historiografía liberal, en su lucha contra el «enemigo», las monarquías absolutas, reelabora la tradición política clásica y generaliza la denigración de la institución dictatorial, asociada arbitrariamente con la tiranía y el despotismo.

No obstante, el movimiento constitucional ha reconocido siempre, implícitamente, que la necesidad política no conoce ley cuando modula los estados de excepción, sitio y guerra, denominaciones que desplazan a la dictadura a un segundo plano. La dictadura se convierte en un tabú político a partir del golpe de Luis Napoléon (2 de diciembre de 1851), el más importante de los del siglo XIX. Pero el sentido técnico de la dictadura subsiste y se desarrolla en los estados de excepción constitucionales. Por vez primera se va a enunciar jurídicamente la razón de ser la dictadura clásica, pero sin mencionarla por su nombre: la suspensión del derecho para permitir su subsistencia. De otro modo, el liberalismo, que en esa época nunca fue, hasta cierto punto, un doctrinarismo «neutral y agnóstico» ―leyenda divulgada por el antiliberalismo conservador―, nunca habría edificado los prepotentes Estados nacionales europeos.

 

el movimiento constitucional ha reconocido siempre, implícitamente, que la necesidad política no conoce ley cuando modula los estados de excepción, sitio y guerra, denominaciones que desplazan a la dictadura a un segundo plano. La dictadura se convierte en un tabú político a partir del golpe de Luis Napoléon

 

La dictadura niega formalmente la norma que quiere asegurar materialmente, doctrina fijada por Carl Schmitt en su investigación sobre la evolución de la institución: La dictadura (1921), libro de historia conceptual, diáfano y sin equívocos, cuyos no-lectores (fauna intelectual interesantísima) se figuran, contra todo pronóstico, que es una apología del nazismo. Según el jurista alemán, «la esencia de la dictadura desde el punto de vista de la filosofía del derecho consiste en la posibilidad general de separar las normas del derecho y las normas de realización del derecho». Al mismo tiempo, la dictadura supone también una efectiva supresión de la división o separación de poderes.

Schmitt, acuciado como jurista por el necesario deslinde conceptual, contrapone la dictadura comisaria a la dictadura constituyente, categorías recibidas actualmente en la parte más sana de la teoría del Estado y la teoría constitucional. En el tránsito de una a otra desempeña un papel crucial la doctrina de la voluntad general de Jean-Jacques Rousseau.

Hermann Heller, un jurista genial, como Carl Schmitt, politizado por su militancia izquierdista y comprometido también con el socialismo nacional —pero signo contrario al del otro socialismo nacional—, le preocupan igualmente las taxonomías jurídicas. Menos perspicaz que su colega, rival y amigo cuando entran en conflicto el realismo político o jurídico (los conceptos) con la ideología (las posiciones), para Heller, la dictadura, condenada en bloque, no es más que un gobierno personalista y corrupto («individualidad sin ley») contrapuesto al Estado de derecho («ley sin individualidad»), en suma «un régimen político manifestación de laanarquía». Simplificando mucho, esa es la idea de dictadura generalizada entre los constitucionalistas desde 1945, apogeo de las «democracias de Potsdam». Carlos Ollero Gómez se explicó muy eficazmente sobre el «arcaísmo» constitucional que lastra estos regímenes.

El tipo comisarial de dictadura, fórmula actualizada, a principios del siglo XX, de la dictadura romana, presupone un encargo o comisión previa, espontáneos (llamamiento regio o invitación de un parlamento o asamblea nacional a asumir poderes extraordinarios) o forzados (pronunciamiento, golpe de Estado). El dictador comisario tiene como misión la restauración del orden constitucional violentado sin salirse de la constitución ni cuestionar sus decisiones esenciales (forma de gobierno). Un buen ejemplo de ello es la dictadura española de Miguel Primo de Rivera, el «cirujano de hierro» esperado por todos.

¿Se han parado a pensar los historiadores políticos y del derecho por qué la dictadura tiene tan buena prensa después de la Primera Guerra Mundial? Deberían leer más, a Boris Mirkine-Guetzévitch, por ejemplo, constitucionalista liberal de izquierdas, y pensar menos en la ANECA, cáncer de la universidad española.

La dictadura soberana, en cambio, persigue la instauración de un nuevo orden político, valiéndose para ello de un poder sin limitaciones jurídicas y operando como poder constituyente. Charles de Gaulle en 1958 (dictator ad tempus). Este tipo de dictadura se asocia en el siglo XX con los regímenes totalitarios (Estados totales y democracias populares), mientras que la dictadura comisaria entra más bien en el campo de los regímenes autoritarios (boulangismo, Estados autoritarios y, aunque el término resulte estrambótico, «dictaduras católicas»). Limitados los posibles efectos de la revolución a partir de la experiencia de la Comuna de París, cuyas lecciones imprimen un giro en las técnicas insurreccionales, la alternativa a la subversión violenta es desde entonces el golpe de Estado quirúrgico o la revolución legal.

 

Limitados los posibles efectos de la revolución a partir de la experiencia de la Comuna de París, cuyas lecciones imprimen un giro en las técnicas insurreccionales, la alternativa a la subversión violenta es desde entonces el golpe de Estado quirúrgico o la revolución legal

 

En su acepción moderna (barroca), los golpes de Estado son «acciones audaces y extraordinarias que los príncipes se ven obligados a acometer, en contra del derecho común, en negocios difíciles y desesperados, relativizando el orden establecido y las fórmulas jurídicas  y supeditando el interés de los particulares al bien público». Así habla, en un libro secreto, Gabriel Naudé, tan maltratado por la ignorancia política. Naudé, bibliotecario de profesión y espíritu inofensivo, los considera legítimos y defensivos. Su utilidad dependerá de la prudencia del príncipe y, mayormente, de su capacidad de anticipación, pues «la ejecución precede siempre a la sentencia»: es así que «recibe el golpe quien pesaba darlo». La fama de un golpe de Estado depende de quienes lo exploten: será benéfico si lo dan los amigos o aliados (salud publica suprema lex esto) y perturbador si lo urden los enemigos (violación de la constitución, contrafuero). Depende, pues, el juicio de la posición relativa del observador y sus compromisos y objetivos. 

 

La fama de un golpe de Estado depende de quienes lo exploten: será benéfico si lo dan los amigos o aliados (salud publica suprema lex esto) y perturbador si lo urden los enemigos (violación de la constitución, contrafuero). Depende, pues, el juicio de la posición relativa del observador y sus compromisos y objetivos

 

El pendant contemporáneo de las Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado (1639) de Naudé es la Técnica del golpe de Estado (1931), de Curzio Malaparte. Malaparte, sobre quien recae indistintamente el oprobio de la derecha y la izquierda, discurre sobre la naturaleza de los golpes para enseñar cómo derrotarlos con un «contragolpe» paralizador (coup d’arrêt) y defender el Estado.

Triunfos como el de Mussolini en la Marcha sobre Roma (1922), envuelta en un aura de romanticismo político, tal vez nunca se vuelvan a producir… del mismo modo. Después de la Segunda Guerra Mundial la impresión general es que el golpe de Estado es una técnica infecunda. Con más razón, por su romanticismo congénito, no puede ya tener efecto el pronunciamiento. De todo ello solo cabe esperar, como decía el teórico del Estado Jesús F. Fueyo, una «aceleración del desorden». 

La violencia del golpe resulta inaceptable, lógicamente, para la opinión pública de los regímenes constitucionales pluralistas. Sin embargo, esa misma «opinión pública», por inadvertencia o por seducción, podría llegar a aceptar de buen grado lo que Malaparte llama «golpe parlamentario», al estilo del ejecutado por Napoléon Bonaparte el 18 brumario (1799). Carl Schmitt lo denomina «revolución legal» en un famoso artículo de 1977, escrito contra la estrategia no violenta y electoral de los partidos comunistas occidentales (el eurocomunismo de Santiago Carrillo, enfermedad senil del marxismo-leninismo, religión política que entonces empieza a declinar, aunque ellos, los comunistas occidentales, todavía no lo saben).

En realidad, se puede llegar al mismo resultado sin pasar por la «revolución legal». Para ello es necesario contar con la artera estrategia política de ocupar los tribunales constitucionales –mucho más que un «legislador negativo»–, para convertirlos en los artífices de una mutación constitucional innominada, el mayor de los peligros para las constituciones que deberían defender.

 

Pero no han sido estos comunistas, ni los soviéticos ni los de Occidente, sino Adolf Hitler, quien ha puesto a punto, casi medio siglo antes de la publicación de Eurocomunismo y Estado, la palanca para edificar una dictadura constituyente de raíz totalitaria. A diferencia de las dictaduras de la otra especie, la autoritaria, la dictadura totalitaria pretende tener una misión no solo política, sino también moral, incluso religiosa: alumbrar el hombre nuevo –bolchevique, ario o jemer rojo–despenando al viejo.

 

Pero no han sido estos comunistas, ni los soviéticos ni los de Occidente, sino Adolf Hitler, quien ha puesto a punto, casi medio siglo antes de la publicación de Eurocomunismo y Estado, la palanca para edificar una dictadura constituyente de raíz totalitaria. A diferencia de las dictaduras de la otra especie, la autoritaria, la dictadura totalitaria pretende tener una misión no solo política, sino también moral, incluso religiosa: alumbrar el hombre nuevo –bolchevique, ario o jemer rojo–despenando al viejo.

La inutilidad del golpe muniqués de 1923 instruye a Hitler sobre la conveniencia táctica de la lucha electoral y la posibilidad de alcanzar legalmente el poder para activar desde el gobierno la derogación de facto de la constitución. Se trata de explotar la «prima de la legalidad» para revocar la legitimidad. Contra ese proceso de subversión constitucional advierte precisamente Carl Schmitt, otra vez Casandra en el verano de 1932.

La historia del sistema de Weimar es conocida y sus últimas boqueadas tienen nombre: la Ley de Autorizaciones o Ermächtigungsgesetz (1933), una constitución puente que suspende y vacía de contenido la constitución de Weimar, abriendo la puerta a una dictadura constituyente (totalitaria) que termina convirtiéndose en un oxímoron político: un régimen de excepción permanente.

Una de esas constituciones-puente, la Ley para la Reforma Política de 1977, sirvió también de espoleta para la «voladura controlada» —así se hablaba en la Transición— del régimen de las Leyes Fundamentales. Lo cierto es que en España no se engañaba entonces a nadie o, para ser más exactos, solo eran engañados quienes se dejaban engañar: «De la ley a la ley pasando por la ley».

Retrata a una generación de constitucionalistas que nadie se haya ocupado de esa constitución puente. En realidad, estos juristas tienen poderosas razones para soslayarla, pues en muy pocos procesos constitucionales europeos se pone tan de manifiesto su carácter de decisión política suprema, más allá de las supercherías y ficciones kelsenianas sobre la Grundnorm o normal fundamental de la que todo depende hipotéticamente. Otra excepción fantástica al normativismo constitucional se encuentra en De Gaulle, haciendo, por amor a Francia, de Solón de la V República.

La misma escuela que la ley nacionalsocialista alemana de 1933 ha tenido el populismo hispanoamericano desde finales de los noventa del siglo XX. El caso de Hugo Chávez es un paradigma que trasciende la política de Venezuela: del fracaso de su «golpe de Estado» de 1992 al éxito de la «revolución legal» que principia con su victoria en las elecciones presidenciales de 1998 y su famoso juramento de investidura sobre «la constitución moribunda» en virtud de la cual había sido elegido.

El constitucionalista políticamente neutralizado no tiene respuesta para este desafío político exportado a casi todas las repúblicas hispanoamericanas. Le paraliza la paradoja. Es la anquilosis de Karlsruhe.

 

 

Doctor en Derecho (Complutense) y Filosofía (Coímbra) y profesor de Política Social (Murcia). Autor de varios libros en torno al realismo político y autores como Carl Schmitt, Julien Freund, Gaston Bouthoul y Raymond Aron.