
La propiedad es un robo – Capítulo 1 (Final)
LA PROPIEDAD ES UN ROBO ¿Qué es la Propiedad?, Capítulo 1 (Primera Parte)
Tabla de contenidos
El olvidado Banco del Pueblo de Pierre-Joseph Proudhon
En conversaciones sobre el mutualismo, hemos recordado el banco cooperativo que por un tiempo defendió y promocionó Pierre Joseph Proudhon. ¿Alguna vez se concretó dicho proyecto? ¿Qué alcance tuvo? Consultando el escrito de Carlos Gide y Carlos Rist (Proudhon y el socialismo de 1848), encontramos algunos antecedentes de tal empresa que compartiremos a continuación.
Sin embargo y antes de proseguir, consideramos oportuno comentar que tal iniciativa fue enarbolada con honestas motivaciones, muy a pesar de que tal sistema bancario como motor de la transformación social, fue enterrado con sólidas argumentaciones por varias generaciones de socialistas de diferentes tendencias. Justo es recordar entonces que Proudhon instaló en el ambiente político y económico de la época debates y propuestas que criticadas, mejoradas y superadas, ayudaron a cimentar el movimiento de los trabajadores desde una subjetividad libertaria.
Por iniciativa del socialista francés —así como los convenientes apuntes de Mijail Bakunin en el libro «Federalismo, Socialismo y Antiteologismo» —, la internacional de los trabajadores tomó el sello federalista no jerárquico y la interpretación de la palabra «anarquía» en un sentido constructivo para designar una sociedad sin gobierno ni explotación organizada por los trabajadores en autogestión. (N&A)
«El día 31 de enero de 1849, Proudhon constituía, ante notario, una sociedad, el Banco del Pueblo, destinada a demostrar la posibilidad práctica del crédito gratuito.
Ya en su organización se podían comprobar notables diferencias con el plan teórico del Banco de cambio. Este había de constituirse sin capital: el Banco del Pueblo se creaba con un capital de cinco millones en acciones de cinco francos. El Banco de cambio había de suprimir la moneda metálica; el Banco del Pueblo no debía emitir bonos más que a cambio de numerario o buenos efectos de comercio. El Banco de cambio debía, prácticamente, suprimir el interés; el Banco del Pueblo lo fijaba en un dos por ciento, esperando reducirlo a un mínimum de un cuarto por ciento.
A pesar de estas importantes transformaciones, el Banco no llegó a funcionar; al cabo de tres meses, el capital suscrito no era todavía más que de 18.000 francos, aunque el número de los asociados fuese muy próximo a 12.000. Pero en aquel momento -28 de marzo de 1849- Proudhon fue llevado ante el Tribunal del Jurado del Sena para responder ante él de dos artículos publicados los días 16 y 27 de enero de aquel mismo año, contra Luis Bonaparte, siendo condenado a tres años de prisión y a 3.000 francos de multa. El 11 de abril anunciaba en su periódico que paralizaba su empresa, añadiendo que había sido ya rebasada por los acontecimientos, con lo cual parecía confesar que había dejado de creer en el éxito de ella.
A partir de este momento, el crédito gratuito desciende al último lugar en las preocupaciones de Proudhon, y sus conceptos políticos y sociales pasan a ocupar el primero en sus obras, hasta su muerte, acaecida en 1865.

Proudhon expresó: «La propiedad es un robo». Fue también uno de los primeros al proponer la sustitución del mecanismo capitalista de producción, distribución, consumo y crédito, por las cooperativas, y pensó asimismo en utilizar bonos de trabajo en lugar de dinero para impedir el enriquecimiento injustificado y el atesoramiento”.
Montenegro, W.
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La contabilidad es método infalible
Contestación de Frédéric Bastiat a Pierre Joseph Proudhon (final)
En el sistema de mi adversario su Banco tiene por objeto reducir los pagos a cambios de asientos, y esto es precisamente lo que hacen las monedas, de un modo bastante dispendioso, por cierto. Los billetes de Banco son un aparato que alcanza el mismo resultado a menos costa, y el clearing house de los ingleses aun es menos costoso. Pero, procédase corno se quiera para compensar los pagos, ¿qué tienen de común estos diversos métodos, mas o menos perfeccionados, con el principio del interés? ¿Hay uno siquiera capaz de evitar que el trabajo anterior tenga que ser remunerado y que el tiempo tenga precio? Saturar de billetes de Banco la circulación, no es, por consiguiente, el medio de aumentar la riqueza ni de destruir la renta; a mas de que, dar billetes al primero que llega, es hacer quebrar el Banco en menos de seis meses.
Por esto el Sr. Proudhon huye del primer término de mi dilema y se refugia en el segundo.
«Que el Banco de Francia cumpla con su deber; que obre con prudencia y severidad como ha hecho hasta ahora; yo no tengo nada que ver con eso».
¡Con que nada tenéis que ver! ¡Pues cómo! ¡Ideáis un Banco nuevo, que debe realizar el crédito, gratuito para todo el mundo, y cuando os pregunto si en efecto prestará á todo el mundo, me contestáis «yo nada tengo que ver con eso», para eludir la conclusión con que os amenazo!
Pero al propio tiempo que, según decís, nada tenéis que ver con eso, añadís que el nuevo Banco cumplirá su deber con prudencia y severidad! y, o estas palabras no significan nada, o quieren decir que el Banco solo prestará a los que puedan responder del reembolso
Y entonces, ¿a dónde va á parar la igualdad, que es vuestro ídolo? ¿No veis que en lugar de hacer a los hombres iguales ante el crédito, constituís una desigualdad, mas chocante que la que os proponéis destruir?
Porque en vuestro sistema los ricos tomarán prestado gratis, y los pobres no podrán tornar prestado a ningún precio. Cuando se presente un rico al Banco se le dirá: sois solvente: ahí tenéis capitales, os los prestamos de balde. Pero si se presenta un trabajador, se le dirá: ¿a dónde están vuestras garantías, vuestras tierras, casas ó géneros? –No tengo mas que los brazos y la probidad-. Esto no es bastante para nosotros; debemos obrar con prudencia y severidad; no podemos prestar gratis. – ¡Pues bien!, prestadnos a mis compañeros y a mí, al tipo de 4, 5 y 6 por 100, que será una prima de seguro, cuyo producto cubrirá el riesgo que corráis.—¿Lo decís de veras? Nuestra ley es prestar gratis o no prestar. Somos demasiado filántropos para prestar a interés a los pobres ni a los ricos, por esto damos al rico crédito gratuito; y a vos, ni gratis ni pagando.
Y para haceros comprender las maravillas de su invento, su autor lo somete a una prueba decisiva: la contabilidad mercantil.
Compara dos sistemas: en el primero, el trabajador toma préstamos gratis (ya hemos visto cómo), y luego en virtud del axioma: todo trabajo deja un sobrante, realiza un 40 por 100 de beneficio. En el segundo, el trabajador toma prestado a 40 por 100. El axioma económico no vuelve á presentarse, y resulta una pérdida. Aplicando la contabilidad a estas hipótesis, el Sr. Proudhon demuestra por medio de números, que el trabajador es mucho mas feliz en un caso que en otro; y por cierto que no había yo menester de la partida doble para creerlo.
Pero debo advertir a mi adversario que sus cuentas resuelven el problema con el problema mismo. Yo nunca he creído que no fuese muy agradable tener de balde el uso de casas bien amuebladas, tierras bien cultivadas y útiles y máquinas muy eficaces. Y aun más agradable seria que las alondras se nos vinieran asaditas a la boca; cosa que demostraría yo por medio del Debe y Haber el día que mi adversario quisiera. El punto consiste en averiguar si son posibles tales milagros.
A este propósito me he limitado a hacer observar al señor Proudhon que yo no negaba la exactitud de su contabilidad, sino la realidad de los datos que le sirven de base. Su contestación es curiosa:
«Tal es la esencia de la contabilidad, que no depende de la exactitud de los datos; que no consiente datos falsos; que es por si misma, y a pesar de la voluntad del que la emplea, la demostración de la verdad o falsedad de sus propios datos. Gracias a esta propiedad, los libros del comerciante atestiguan, no solo en favor suyo, sino también en contra, el error, el fraude, la mentira; los datos falsos, son incompatibles con la teneduría de libros».
Perdone mi adversario: mas tengo que decirle que la Justicia no se limita, como el Tribunal de Cuentas, a examinar si se ha llevado con orden la contabilidad y corresponde el cargo con la data; sino que además averigua si los datos son verdaderos.
Pero mi adversario tiene una imaginación verdaderamente sin igual para inventar medios cómodos de enriquecerse, y si yo estuviese en su lugar, abandonarla cuanto antes el crédito gratuito corno invención ya pasada de moda, complicada y dudosa: le supera en mucho la contabilidad, que es por sí misma la demostración de la verdad de sus propios datos.
Poneos dos sueldos en el bolsillo, y no necesitáis mas. Comprad un pliego de papel y fingid en él la cuenta mas californiana que podáis imaginar en vuestra mente. Suponed, por ejemplo, que compráis barato y al fiado un buque, que lo cargáis de arena y guijarros de la playa y lo dirigís á Inglaterra, en donde os dan en cambio valor igual en oro, plata, blondas, piedras preciosas, cochinilla, vainilla, perfumes, etc.; y que de regreso a Francia los compradores se disputan la opulenta carga. Adornad todo esto con números. Escribid vuestra contabilidad por partida doble; procurad que haya exactitud en las cifras y podréis decir de Creso lo que Mr. Rothschild decía de Aguado: «Ha dejado treinta millones; yo creía que lo pasaba muy bien»; pues vuestra contabilidad, si está conforme con las leyes de Mr. Juvigny, implicará la verdad de vuestros datos.
A mi noticia no ha llegado todavía ningún medio mas cómodo que este para enriquecerse, como no sea el del hijo de Eolo.
Se lo recomiendo a mi adversario.
«Iba de una encrucijada á otra gritando con voz ronca: Pueblos de Bética ¿queréis ser ricos? Pues figuraos que yo lo soy mucho y también vosotros. Empeñaos en creer todas las mañanas que durante la noche se ha duplicado vuestro haber. Levantaos en seguida de la cama y si tenéis acreedores, pagadles con lo que habéis imaginado y aconsejadles que se figuren que han cobrado». (Carta persa CXLII)
Pero aquí dejo a mi adversario, y para terminar esta polémica me dirijo a los socialistas, y les conjuro a que examinen imparcialmente, no desde el punto de vista de los que poseen capitales, sino desde el del interés de los trabajadores, los temas siguientes: La remuneración legítima de un hombre, ¿debe ser idéntica cuando dedica a la producción el día de hoy y cuando además emplea en ella instrumentos que son producto de un trabajo anterior?
Nadie se atreverá a decir que sí. Hay en este caso dos elementos de remuneración, ¿y quién puede quejarse de ello? ¿el comprador del producto? Pero, ¿quién no prefiere pagar 3 francos al día a un ebanista que tiene una sierra, a pagar 2 francos y medio al mismo ebanista si tiene que dividir las tablas con los dedos?
Aquí los dos elementos de trabajo y remuneración están en unas mismas manos. Pero si están separados y se asocian, ¿no es justo, útil, inevitable que el producto se comparta entre ellos, en ciertas proporciones?
Cuando el capitalista toma la empresa por su cuenta la remuneración del trabajo se fija con frecuencia y se llama salario. Cuando el trabajador la toma y se expone a riesgos la remuneración que se fija es la del capital y se llama interés.
Puede creerse en la posibilidad de combinaciones mas perfeccionadas; de una asociación de riesgos y recompensas mas íntimas.
Tal fue la senda que exploró un tiempo el socialismo. La fijación de uno de los dos términos le parecía retrógrada; yo podría demostrar que es un progreso; pero non est his locus.
Hay una escuela -y dice que constituye todo el socialismo- que va mas allá. Afirma que a uno de los elementos de producción, al capital, debe negársele toda recompensa. Esta escuela ha escrito en su bandera: Crédito gratuito, en lugar de su antigua divisa: ¡La propiedad es el robo!
Socialistas, apelo a vuestra buena fe, ¿no significan lo mismo una y otra con diferentes palabras?
En principio no se puede negar la justicia, ni la utilidad de una repartición entre el capital y el trabajo.
Falta saber qué ley debe presidir a esta repartición, y poco tardareis en descubrirla en esta fórmula: cuanto mas abunda uno de los elementos con respecto al otro, mas se reduce su parte proporcional.
Y sí es así, la propaganda del crédito gratuito es una calamidad para la clase trabajadora. Porque así como los capitalistas se perjudicarían a sí mismos si, después de proclamar la legitimidad del salario, colocasen a los trabajadores en el caso de morir o expatriarse, así también los trabajadores se suicidan cuando, después de proclamar la legitimidad del interés, ponen al capital en el caso de desaparecer.
Si llega a propagarse tan funesta doctrina, si el sufragio universal puede hacer creer que está dispuesta a invocar dentro de poco el auxilio de la ley esto es, de la fuerza organizada; ¿no es evidente que atemorizado el capital, expuesto a perder el derecho á toda recompensa, no podrá menos de huir, ocultarse y desvanecerse? Entonces disminuirá el número de empresas y no el de trabajadores. El resultado de esto puede esperarse buenamente: alza del interés, baja de los salarios.
Afirman ciertos pesimistas que esto es lo que el socialismo quiere; que el trabajador padezca; que el orden no pueda renacer; que el país esté siempre al borde del abismo. Si hay seres bastante perversos para abrigar tales deseos, condéneles la sociedad, y júzguelos Dios…
Yo por mi parte no puedo condenar intenciones, mucho menos no creyendo que existan.
Pero digo: el crédito gratuito es el absurdo científico, el antagonismo de los intereses, el odio de las clases, la barbarie.
La libertad del crédito es la armonía social, el derecho, el respeto a la independencia y dignidad del hombre, y la fe en el progreso y en los destinos de la sociedad.

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¿QUÉ ES LA PROPIEDAD?
PIERRE JOSEPH PROUDHON
Investigaciones sobre el principio del derecho y del gobierno
Pierre Proudhon: ¿Qué es la Propiedad? (Parte 2): CAPÍTULO I (Final)
MÉTODO SEGUIDO EN ESTA OBRA – ESBOZO DE UNA REVOLUCIÓN
¿Qué es la justicia? Los teólogos contestan: «Toda justicia viene de Dios«. Esto es cierto, pero nada enseña
¿Qué es la justicia? Los teólogos contestan: «Toda justicia viene de Dios«. Esto es cierto, pero nada enseña.
Los filósofos deberían estar mejor enterados después de disputar tanto sobre lo justo y lo injusto. Desgraciadamente, la observación prueba que su saber se reduce a la nada; les sucede lo mismo que a los salvajes, que, por toda plegaria, saludan al sol gritando: ¡oh!, ¡oh! Es ésta una exclamación de admiración, de amor, de entusiasmo; pero quien pretenda saber qué es el sol, obtendrá poca luz de la interjección «¡oh!«.
La justicia, dicen los filósofos, es hija del cielo, luz que ilumina a todo hombre al venir al mundo, la más hermosa prerrogativa de nuestra naturaleza, lo que nos distingue de las bestias y nos hace semejantes a Dios, y otras mil cosas parecidas. ¿Y a qué se reduce, pregunto, esta piadosa letanía? A la plegaria de los salvajes: «¡oh!«.
Lo más razonable de lo que la sabiduría humana ha dicho respecto de la justicia, se contiene en este famoso principio: Haz a los demás lo que deseas para ti; no hagas a los demás lo que para ti no quieras. Pero esta regla de moral práctica nada vale para la ciencia; ¿cuál es mi derecho a los actos u omisiones ajenos? Decir que mi deber es igual a mi derecho, no es decir nada; hay que explicar al propio tiempo cuál es este derecho.
Lo más razonable de lo que la sabiduría humana ha dicho respecto de la justicia, se contiene en este famoso principio:
«Haz a los demás lo que deseas para ti; no hagas a los demás lo que para ti no quieras».
Pero esta regla de moral práctica nada vale para la ciencia

Intentemos averiguar algo más preciso y positivo. La justicia es el fundamento de las sociedades, el eje a cuyo alrededor gira el mundo político, el principio y la regla de todas las transacciones. Nada se realiza entre los hombres sino en virtud del derecho, sin la invocación de la justicia. La justicia no es obra de la ley; por el contrario, la ley no es más que una declaración y una aplicación de lo justo en todas las circunstancias en que los hombres pueden hallarse con relación a sus intereses.
Por tanto, si la idea que concebimos de lo justo y del derecho está mal determinada, es evidente que todas nuestras aplicaciones legislativas serán desastrosas, nuestras instituciones viciosas, nuestra política equivocada, y por tanto, que habrá por esa causa desorden y malestar social.
Esta hipótesis de la perversión de la idea de justicia en nuestro entendimiento y por consecuencia necesaria en nuestros actos, será un hecho evidente si las opiniones de los hombres, relativamente al concepto de justicia y a sus aplicaciones, no han sido constantes, si en diversas épocas han sufrido modificaciones: en una palabra, si ha habido progresos en las ideas. Y a este propósito, he aquí lo que la historia enseña con irrecusables testimonios.
Hace dieciocho siglos, el mundo, bajo el imperio de los Césares, se consumía en la esclavitud, en la superstición y en la voluptuosidad. El pueblo, embriagado por continuas bacanales, había perdido hasta la noción del derecho y del deber; la guerra y la orgía lo diezmaban sin interrupción; la usura y el trabajo de las máquinas, es decir, de los esclavos, arrebatándole los medios de subsistencia, le impedían reproducirse.
La barbarie renacía de esta inmensa corrupción, extendiéndose como lepra devoradora por las provincias despobladas. Los sabios predecían el fin del imperio, pero ignoraban los medios de evitarlo. ¿Qué podían pensar para esto? En aquella sociedad envejecida era necesario suprimir lo que era objeto de la estimación y de la veneración públicas, abolir los derechos consagrados por una justicia diez veces secular. Se decía:
«Roma ha vencido por su política y por sus dioses; toda reforma, pues, en el culto y en la opinión pública, sería una locura y un sacrilegio.
Roma, clemente para las naciones vencidas, al regalarles las cadenas, les hace gracia de la vida; los esclavos son la fuente más fecunda de sus riquezas; la manumisión de los pueblos sería la negación de sus derechos y la ruina de sus haciendas.
Roma, en fin, entregada a los placeres y satisfecha hasta la hartura con los despojos del Universo, usa de la victoria y de la autoridad, su lujo y sus concupiscencias son el precio de sus conquistas: no puede abdicar ni desposeerse de ellas«.
Así comprendía Roma en su beneficio el hecho y el derecho. Sus pretensiones estaban justificadas por la costumbre y por el derecho de gentes. La idolatría en la religión, la esclavitud en el Estado, el materialismo en la vida privada, eran el fundamento de sus instituciones. Alterar esas bases equivalía a conmover la sociedad en sus propios cimientos, y según expresión moderna, a abrir el abismo de las revoluciones. Nadie concebía tal idea, y entretanto la humanidad se consumía en la guerra y en la lujuria.
Entonces apareció un hombre llamándose Palabra de Dios. Ignorábase todavía quién era, de dónde venía y quién le había inspirado sus ideas. Predicaba por todas partes que la sociedad estaba expirante; que el mundo iba a transformarse; que los maestros eran falaces, los jurisconsultos ignorantes, los filósofos hipócritas embusteros; que el señor y el esclavo eran iguales; que la usura y cuanto se le asemejaba era un robo; que los propietarios y concupiscentes serían atormentados algún día con fuego eterno, mientras los pobres de espíritu y los virtuosos habitarían en un lugar de descanso. Afirmaba además otras muchas cosas no menos extraordinarias.
Este hombre, Palabra de Dios, fue denunciado y preso como enemigo del orden social por los sacerdotes y los doctores de la ley, quienes tuvieron la habilidad de hacer que el pueblo pidiese su muerte. Pero este asesinato jurídico no acabó con la doctrina que Jesucristo había predicado. A su muerte, sus primeros discípulos se repartieron por todo el mundo, predicando la buena nueva, formando a su vez millones de propagandistas, que morían degollados por la espada de la justicia romana, cuando ya estaba cumplida su misión.
Esta propaganda obstinada, verdadera lucha entre verdugos y mártires, duró casi trescientos años, al cabo de los cuales se convirtió el mundo. La idolatría fue aniquilada, la esclavitud abolida, la disolución reemplazada por costumbres austeras; el desprecio de la riqueza llegó alguna vez hasta su absoluta renuncia. La sociedad se salvó por la negación de sus principios, por el cambio de la religión y la violación de los derechos más sagrados. La idea de lo justo adquirió en esta revolución una extensión hasta entonces no sospechada siquiera, que después ha sido olvidada. La justicia sólo había existido para los señores (2); desde entonces comenzó a existir para los siervos.
La idea de lo justo adquirió en esta revolución una extensión hasta entonces no sospechada siquiera, que después ha sido olvidada.
La justicia sólo había existido para los señores; desde entonces comenzó a existir para los siervos.
Pero la nueva religión no dio todos sus frutos. Hubo alguna mejora en las costumbres públicas, alguna templanza en la tiranía; pero en lo demás, la semilla del Hijo del hombre cayó en corazones idólatras, y sólo produjo una mitología semipoética e innumerables discordias. En vez de atenerse a las consecuencias prácticas de los principios de moral y de autoridad que Jesucristo había proclamado, se distrajo el ánimo en especulaciones sobre su nacimiento, su origen, su persona y sus actos. Se comentaron sus parábolas, y de la oposición de las opiniones más extravagantes sobre cuestiones irresolubles, sobre textos incomprensibles, nació la Teología, que se puede definir como la ciencia de lo infinitamente absurdo.
La verdad cristiana no traspasa la edad de los apóstoles. El Evangelio, comentado y simbolizado por los griegos y latinos, adicionado con fábulas paganas, llegó a ser, tomado a la letra, un conjunto de contradicciones, y hasta la fecha el reino de la Iglesia infalible ha sido el de las tinieblas. Dícese que las puertas del infierno no prevalecerán; que la Palabra de Dios se oirá nuevamente, y que, por fin, los hombres conocerán la verdad y la justicia; pero en el momento en que esto sucediera, acabaría el catolicismo griego y romano, de igual modo que a la luz de la ciencia desaparecen las sombras del error.
Los monstruos que los sucesores de los apóstoles estaban encargados de exterminar, repuestos de su derrota, reaparecieron poco a poco, merced al fanatismo imbécil y a la conveniencia de los clérigos y de los teólogos. La historia de la emancipación de los municipios en Francia presenta constantemente la justicia y la libertad infiltrándose en el pueblo, a pesar de los esfuerzos combinados de los reyes, de la nobleza y del clero.
La historia de la emancipación de los municipios en Francia presenta constantemente la justicia y la libertad infiltrándose en el pueblo, a pesar de los esfuerzos combinados de los reyes, de la nobleza y del clero
En 1789 después de Jesucristo, la nación francesa, dividida en castas, pobre y oprimida, vivía sujeta por la triple red del absolutismo real, de la tiranía de los señores y de los parlamentos y de la intolerancia sacerdotal. Existían el derecho del rey y el derecho del clérigo, el derecho del noble y el derecho del siervo; había privilegios de sangre, de provincia, de municipios, de corporaciones y de oficios.
En 1789, en Francia existían el derecho del rey y el derecho del clérigo, el derecho del noble y el derecho del siervo; había privilegios de sangre, de provincia, de municipios, de corporaciones y de oficios
En el fondo de todo esto imperaban la violencia, la inmoralidad, la miseria. Ya hacía algún tiempo que se hablaba de reforma; los que la deseaban sólo en apariencia, no la invocaban sino en provecho personal, y el pueblo, que debía ganarlo todo, desconfiaba de tales proyectos y callaba. Por largo tiempo, el pobre pueblo, ya por recelo, ya por incredulidad, ya por desesperación, dudó de sus derechos. El hábito de servidumbre parecía haber acabado con el valor de las antiguas municipalidades, tan soberbias en la Edad Media.
Un libro apareció al fin, cuya síntesis se contiene en estas dos proposiciones: ¿qué es el tercer estado? Nada. ¿Qué debe ser? Todo. Alguien añadió por vía de comentario: ¿qué es el rey? Es el mandatario del pueblo. Esto fue como una revelación súbita; rasgose un tupido velo, y la venda cayó de todos los ojos. El pueblo se puso a razonar:
«Si el rey es nuestro mandatario, debe rendir cuentas. Si debe rendir cuentas, está sujeto a intervención. Si puede ser intervenido, es responsable. Si es responsable, es justificable. Si es justificable, lo es según sus actos. Si debe ser castigado según sus actos, puede ser condenado a muerte«.
Cinco años después de la publicación del folleto de Sieyès, el tercer estado lo era todo; el rey, la nobleza, el clero, no eran nada. En 1793, el pueblo, sin detenerse ante la ficción constitucional de la inviolabilidad del monarca, llevó al cadalso a Luis XVI, y en 1830 acompañó a Cherburgo a Carlos X. En uno y otro caso pudo equivocarse en la apreciación del delito, lo cual constituiría un error de hecho; pero en derecho, la lógica que lo impulsó fue irreprochable. Es ésta una aplicación del derecho común, una determinación solemne de la justicia penal (3).

Las potencias absolutistas de la Santa Alianza consiguieron reconducir el proceso revolucionario sin caer, hasta la siguiente Revolución de 1848. El Reino Unido no participa en el proceso revolucionario (es una monarquía parlamentaria), aunque paralelamente contempla el surgimiento del movimiento obrero y el movimiento político de reivindicación de la extensión del sufragio denominado cartismo.
Se considera como una de las llamadas Revoluciones burguesas o Revoluciones liberales, de la que supone un ciclo revolucionario, continuación de la Revolución de 1820 (originada en España), y que será a su vez seguida por la citada Revolución de 1848 (también iniciada en Francia).
El espíritu que animó el movimiento de 1789 fue un espíritu de contradicción. Esto basta para demostrar que el orden de cosas que sustituyó al antiguo no respondió a método alguno ni estuvo meditado. Nacido de la cólera y del odio, no podía ser efecto de una ciencia fundada en la observación y en el estudio, y las nuevas bases no fueron deducidas de un profundo conocimiento de las leyes de la Naturaleza y de la sociedad.
El espíritu que animó el movimiento de 1789 fue un espíritu de contradicción.
Nacido de la cólera y del odio, no podía ser efecto de una ciencia fundada en la observación y en el estudio, y las nuevas bases no fueron deducidas de un profundo conocimiento de las leyes de la Naturaleza y de la sociedad
Obsérvase también, en las llamadas instituciones nuevas, que la república conservó los mismos principios que había combatido y la influencia de todos los prejuicios que había intentado proscribir. Y aún se habla, con inconsciente entusiasmo, de la gloriosa Revolución Francesa, de la regeneración de 1789, de las grandes reformas que se acometieron, de las instituciones… ¡Mentira! ¡Mentira!
Cuando, acerca de cualquier hecho físico, intelectual o social, nuestras ideas cambian radicalmente a consecuencia de observaciones propias, llamo a este movimiento del espíritu, revolución; si solamente ha habido extensión o modificación de nuestras ideas, progreso. Así, el sistema de Ptolomeo fue un progreso en astronomía, el de Copérnico una revolución. De igual modo en 1789 hubo lucha y progreso; pero no ha habido revolución. El examen de las reformas que se ensayaron lo demuestra.
El pueblo, víctima por tanto tiempo del egoísmo monárquico, creyó librarse de él para siempre declarándose a sí mismo soberano. Pero ¿qué era la monarquía? La soberanía de un hombre. Y ¿qué es la democracia? La soberanía del pueblo, o mejor dicho, de la mayoría nacional.
Siempre la soberanía del hombre en lugar de la soberanía de la ley, la soberanía de la voluntad en vez de la soberanía de la razón; en una palabra, las pasiones en sustitución del derecho.
Pero ¿qué era la monarquía? La soberanía de un hombre.
La soberanía del hombre en lugar de la soberanía de la ley, la soberanía de la voluntad en vez de la soberanía de la razón; en una palabra, las pasiones en sustitución del derecho.
Cuando un pueblo pasa de la monarquía a la democracia es indudable que hay progreso, porque al multiplicarse el soberano, existen más probabilidades de que la razón prevalezca sobre la voluntad: pero el caso es que no se realiza revolución en el gobierno y que subsiste el mismo principio. Ahora bien, nosotros tenemos la prueba hoy de que con la democracia más perfecta se puede no ser libre (4).
Y no es esto todo: el pueblo rey no puede ejercer la soberanía por sí mismo: está obligado a delegarla en los encargados del poder. Esto es lo que le repiten asiduamente aquellos que buscan su beneplácito. Que estos funcionarios sean cinco, diez, ciento, mil, ¿qué importa el número ni el nombre? Siempre será el gobierno del hombre, el imperio de la voluntad y del favor. Se sabe, además, cómo fue ejercida esta soberanía, primero por la Convención, después por el Directorio, más tarde por el Cónsul.
El Emperador, el grande hombre tan querido y llorado por el pueblo, no quiso arrebatársela jamás; pero como si hubiera querido burlarse de tal soberanía, se atrevió a pedirle su sufragio, es decir, su abdicación, la abdicación de esa soberanía inalienable, y lo consiguió.
Pero ¿qué es la soberanía?
Dícese que es el poder de hacer las leyes. Otro absurdo, renovado por el despotismo.
El pueblo, que había visto a los reyes fundar sus disposiciones en la fórmula porque tal es mi voluntad, quiso a su vez conocer el placer de hacer las leyes.
Pero ¿qué es la soberanía? Dícese que es el poder de hacer las leyes. (5) Otro absurdo, renovado por el despotismo. El pueblo, que había visto a los reyes fundar sus disposiciones en la fórmula porque tal es mi voluntad, quiso a su vez conocer el placer de hacer las leyes.
En los cincuenta años que median desde la Revolución a la fecha ha promulgado millones de ellas, y siempre, no hay que olvidarlo, por obra de sus representantes. Y el juego no está aún cerca de su término.
Pero ¿qué es la soberanía?
Dícese que es el poder de hacer las leyes.
Otro absurdo, renovado por el despotismo
Por lo demás, la definición de la soberanía se deducía de la definición de la ley. La ley, se decía, es la expresión de la voluntad del soberano; luego, en una monarquía, la ley es la expresión de la voluntad del rey; en una república, la ley es la expresión de la voluntad del pueblo.
Los dos sistemas son perfectamente idénticos; en uno y otro el error es el mismo: afirmar que la ley es expresión de una voluntad, debiendo ser la expresión de un hecho
Aparte la diferencia del número de voluntades, los dos sistemas son perfectamente idénticos; en uno y otro el error es el mismo: afirmar que la ley es expresión de una voluntad, debiendo ser la expresión de un hecho. Sin embargo, al frente de la opinión iban guías expertos: se habían tomado al ciudadano de Ginebra, Rousseau, por profeta y el Contrato social por Corán.
La preocupación y el prejuicio se descubren a cada paso en la retórica de los nuevos legisladores. El pueblo había sido víctima de una multitud de exclusiones y de privilegios; sus representantes hicieron en su obsequio la declaración siguiente: Todos los hombres son iguales por la Naturaleza y ante la ley; declaración ambigua y redundante.
Los hombres son iguales por la Naturaleza: ¿quiere significarse que tienen todos una misma estatura, iguales facciones, idéntico genio y análogas virtudes? No; solamente se ha pretendido designar la igualdad política y civil. Pues en ese caso bastaba haber dicho: todos los hombres son iguales ante la ley.
Los hombres son iguales por la Naturaleza: ¿quiere significarse que tienen todos una misma estatura, iguales facciones, idéntico genio y análogas virtudes?
No; solamente se ha pretendido designar la igualdad política y civil
Pero ¿qué es la igualdad ante la ley? Ni la Constitución de 1790, ni la del 93, ni las posteriores, han sabido definirla. Todas suponen una desigualdad de fortunas y de posición, a cuyo lado no puede haber posibilidad de una igualdad de derechos. En cuanto a este punto, puede afirmarse que todas nuestras constituciones han sido la expresión fiel de la voluntad popular; y voy a probarlo.
Puede afirmarse que todas nuestras constituciones han sido la expresión fiel de la voluntad popular; y voy a probarlo
En otro tiempo el pueblo estaba excluido de los empleos civiles y militares. Se creyó hacer una gran cosa insertando en la Declaración de los derechos del hombre este artículo altisonante:
«Todos los ciudadanos son igualmente admisibles a los cargos públicos: los pueblos libres no reconocen más motivos de preferencia en sus individuos que la virtud y el talento«.
Mucho se ha celebrado una frase tan hermosa, pero afirmo que no lo merece.
Porque, o yo no la entiendo, o quiere decir que el pueblo soberano, legislador y reformista, sólo ve en los empleos públicos la remuneración consiguiente y las ventajas personales, y que sólo estimándolos como fuentes de ingresos, establece la libre admisión de los ciudadanos.
Si así no fuese, si éstos nada fueran ganando, ¿a qué esa sabia precaución?
El pueblo siguió imitando en esto a los reyes. Como ellos, quiso distribuir empleos lucrativos entre sus amigos y aduladores.
El pueblo no disfruta tales beneficios; son éstos para sus mandatarios y representantes, los cuales, además, no temen contrariar la voluntad de su inocente soberano
Mucho se ha celebrado una frase tan hermosa, pero afirmo que no lo merece. Porque, o yo no la entiendo, o quiere decir que el pueblo soberano, legislador y reformista, sólo ve en los empleos públicos la remuneración consiguiente y las ventajas personales, y que sólo estimándolos como fuentes de ingresos, establece la libre admisión de los ciudadanos. Si así no fuese, si éstos nada fueran ganando, ¿a qué esa sabia precaución?
En cambio, nadie se acuerda de establecer que para ser piloto sea preciso saber astronomía y geografía, ni de prohibir a los tartamudos que representen óperas. El pueblo siguió imitando en esto a los reyes. Como ellos, quiso distribuir empleos lucrativos entre sus amigos y aduladores.
Desgraciadamente, y este último rasgo completa el parecido, el pueblo no disfruta tales beneficios; son éstos para sus mandatarios y representantes, los cuales, además, no temen contrariar la voluntad de su inocente soberano.
Este edificante artículo de la Declaración de derechos del hombre, conservado en las Cartas de 1814 y de 1830, supone variedad de desigualdades civiles, o lo que es lo mismo, de desigualdades ante la ley.
Supone también desigualdad de jerarquías, puesto que las funciones públicas no son solicitadas sino por la consideración y los emolumentos que confieren; desigualdad de fortunas, puesto que si se hubiera querido nivelarlas, los empleos públicos habrían sido deberes y no derechos; desigualdad en el favor, porque la ley no determina qué se entiende por talentos y virtudes.
Supone también desigualdad de jerarquías, puesto que las funciones públicas no son solicitadas sino por la consideración y los emolumentos que confieren.
Desigualdad de fortunas, puesto que si se hubiera querido nivelarlas, los empleos públicos habrían sido deberes y no derechos.
Desigualdad en el favor, porque la ley no determina qué se entiende por talentos y virtudes
En tiempos del Imperio, la virtud y el talento consistían únicamente en el valor militar y en la adhesión al Emperador; cuando Napoleón creó su nobleza parecía que intentaba imitar a la antigua. Hoy día el hombre que satisface 200 francos de impuestos es virtuoso; el hombre hábil es un honrado acaparador de bolsillos ajenos; de hoy en adelante, estas afirmaciones serán verdades sin importancia alguna. El pueblo, finalmente, consagró la propiedad… ¡Dios lo perdone, porque no supo lo que hacía!
Hace cincuenta años que expía ese desdichado error. Pero ¿cómo ha podido engañarse el pueblo, cuya voz, según se dice, es la de Dios y cuya conciencia no yerra? ¿Cómo, buscando la libertad y la igualdad, ha caído de nuevo en el privilegio y en la servidumbre? Por su constante afán de imitar al antiguo régimen.
¿Cómo ha podido engañarse el pueblo, cuya voz, según se dice, es la de Dios y cuya conciencia no yerra?
¿Cómo, buscando la libertad y la igualdad, ha caído de nuevo en el privilegio y en la servidumbre?
Por su constante afán de imitar al antiguo régimen
Antiguamente la nobleza y el clero sólo contribuían a las cargas del Estado a título de socorros voluntarios y de donaciones espontáneas. Sus bienes eran inalienables aun por deudas. Entretanto, el plebeyo, recargado de tributos y de trabajo, era maltratado de continuo, tanto por los recaudadores del rey como por los de la nobleza y el clero. El siervo, colocado al nivel de las cosas, no podía testar ni ser heredero. Considerado como los animales, sus servicios y su descendencia pertenecían al dueño por derecho de acción.
El pueblo quiso que la condición de propietario fuese igual para todos; que cada uno pudiera gozar y disponer libremente de sus bienes, de sus rentas, del producto de su trabajo y de su industria. El pueblo no inventó la propiedad; pero como no existía para él del mismo modo que para los nobles y los clérigos, decretó la uniformidad de este derecho.
Las odiosas formas de la propiedad, la servidumbre personal, la mano muerta, los vínculos, la exclusión de los empleos, han desaparecido; el modo de disfrutarla ha sido modificado, pero la esencia de la institución subsiste
Las odiosas formas de la propiedad, la servidumbre personal, la mano muerta, los vínculos, la exclusión de los empleos, han desaparecido; el modo de disfrutarla ha sido modificado, pero la esencia de la institución subsiste. Hubo progresos en la atribución, en el reconocimiento del derecho, pero no hubo revolución en el derecho mismo.
Los tres principios fundamentales de la sociedad moderna, que el movimiento de 1789 y el de 1830 han consagrado reiteradamente, son éstos: 1º) Soberanía de la voluntad del hombre, o sea, concretando la expresión, despotismo. 2º) Desigualdad de fortunas y de posición social. 3º) Propiedad.
Y sobre todos estos principios el de JUSTICIA, en todo y por todos invocada, como el genio tutelar de los soberanos, de los nobles y de los propietarios; la JUSTICIA, la ley general, primitiva, categórica, de toda sociedad.
¿Es justa la autoridad del hombre sobre el hombre?
Todo el mundo contesta: no; la autoridad del hombre no es más que la autoridad de la ley, la cual debe ser expresión de justicia y de verdad.
La voluntad privada no influye para nada en la autoridad, debiendo limitarse aquélla, de una parte, a descubrir lo verdadero y lo justo, para acomodar la ley a estos principios, y de otra, a procurar el cumplimiento de esta ley.
¿Es justa la autoridad del hombre sobre el hombre?
Todo el mundo contesta: no; la autoridad del hombre no es más que la autoridad de la ley, la cual debe ser expresión de justicia y de verdad. La voluntad privada no influye para nada en la autoridad, debiendo limitarse aquélla, de una parte, a descubrir lo verdadero y lo justo, para acomodar la ley a estos principios, y de otra, a procurar el cumplimiento de esta ley.
No estudio en este momento si nuestra forma de gobierno constitucional reúne esas condiciones: si la voluntad de los ministros interviene o no en la declaración y en la interpretación de la ley; si nuestros diputados, en sus debates, se preocupan más de convencer por la razón que de vencer por el número.
Me basta que el expresado concepto de un buen gobierno sea como lo he definido. Sin embargo, de ser exacta esa idea, vemos que los pueblos orientales estiman justo, por excelencia, el despotismo de sus soberanos; que entre los antiguos, y según la opinión de sus mismos filósofos, la esclavitud era justa; que en la Edad Media los nobles, los curas y los obispos consideraban justo tener siervos; que Luis XIV creía estar en lo cierto cuando afirmaba El Estado soy yo; que Napoleón reputaba como crimen de Estado la desobediencia a su voluntad.
Los pueblos orientales estiman justo, por excelencia, el despotismo de sus soberanos; entre los antiguos, y según la opinión de sus mismos filósofos, la esclavitud era justa; en la Edad Media los nobles, los curas y los obispos consideraban justo tener siervos; Luis XIV creía estar en lo cierto cuando afirmaba El Estado soy yo; Napoleón reputaba como crimen de Estado la desobediencia a su voluntad
La idea de lo justo, aplicada al soberano y a su autoridad, no ha sido, pues, siempre la misma que hoy tenemos; incesantemente ha ido desenvolviéndose y determinándose más y más hasta llegar al estado en que hoy la concebimos. ¿Pero puede decirse que ha llegado a su última fase? No lo creo; y como el obstáculo final que se opone a su desarrollo procede únicamente de la institución de la propiedad que hemos conservado, es evidente que para realizar la forma del Poder público y consumar la revolución debemos atacar esa misma institución.
¿Es justa la desigualdad política y civil? Unos responden, sí; otros, no. A los primeros contestaría que, cuando el pueblo abolió todos los privilegios de nacimiento y de casta, les pareció bien la reforma, probablemente porque los beneficiaba. ¿Por qué razón, pues, no quieren hoy que los privilegios de la fortuna desaparezcan como los privilegios de la jerarquía y de la sangre?
A esto replican que la desigualdad política es inherente a la propiedad, y que sin la propiedad no hay sociedad posible. Por ello la cuestión planteada se resuelve en la de la propiedad.
A los segundos me limito a hacer esta observación: Si queréis implantar la igualdad política, abolid la propiedad; si no lo hacéis, ¿por qué os quejáis?
¿Es justa la propiedad? Todo el mundo responde sin vacilación: «Sí, la propiedad es justa«. Digo todo el mundo, porque hasta el presente creo que nadie ha respondido con pleno convencimiento: «No«. También es verdad que dar una respuesta bien fundada no era antes cosa fácil; sólo el tiempo y la experiencia podían traer una solución exacta. En la actualidad esta solución existe: falta que nosotros la comprendamos. Yo voy a intentar demostrarla.
¿Es justa la propiedad? Todo el mundo responde sin vacilación: «Sí, la propiedad es justa«.
Digo todo el mundo, porque hasta el presente creo que nadie ha respondido con pleno convencimiento: «No«
He aquí cómo he de proceder a esta demostración:
I. – No disputo, no refuto a nadie, no replico nada; acepto como buenas todas las razones alegadas en favor de la propiedad, y me limito a investigar el principio, a fin de comprobar seguidamente si ese principio está fielmente expresado por la propiedad. Defendiéndose como justa la propiedad, la idea, o por lo menos el propósito de justicia, debe hallarse en el fondo de todos los argumentos alegados en su favor; y como, por otra parte, la propiedad sólo se ejercita sobre cosas materialmente apreciables, la justicia debe aparecer bajo una fórmula algebraica.
Por este método de examen llegaremos bien pronto a reconocer que todos los razonamientos imaginados para defender la propiedad, cualesquiera que sean, concluyen siempre necesariamente en la igualdad, o lo que es lo mismo, en la negación de la propiedad.
Esta primera parte comprende dos capítulos: el primero referente a la ocupación, fundamento de nuestro derecho; el otro relativo al trabajo y a la capacidad como causas de propiedad y de desigualdad social. La conclusión de los dos capítulos será, de un lado, que el derecho de ocupación impide la propiedad, y de otro, que el derecho del trabajo la destruye.
II. – Concebida, pues, la propiedad necesariamente bajo la razón categórica de igualdad, he de investigar por qué, a pesar de la lógica, la igualdad no existe. Esta nueva labor comprende también dos capítulos: en el primero, considerando el hecho de la propiedad en sí mismo, investigaré si ese hecho es real, si existe, si es posible; porque implicaría contradicción que dos formas sociales contrarias, la igualdad y la desigualdad, fuesen posibles una y otra conjuntamente.
Entonces comprobaré el fenómeno singular de que la propiedad puede manifestarse como accidente, mientras como institución y principio es imposible matemáticamente. De suerte que el axioma ab actu ad posse valet consecutio, (del hecho a la posibilidad la consecuencia es buena), se encuentra desmentido en lo que a la propiedad se refiere.
Finalmente, en el último capítulo, llamando en nuestra ayuda a la psicología y penetrando a fondo en la naturaleza del hombre, expondré el principio de lo justo, su fórmula, su carácter: determinaré la ley orgánica de la sociedad; explicaré el origen de la propiedad, las causas de su establecimiento, de su larga duración y de su próxima desaparición; estableceré definitivamente su identidad con el robo; y después de haber demostrado que estos tres prejuicios, soberanía del hombre, desigualdad de condiciones, propiedad, no son más que uno solo, que se pueden tomar uno por otro y son recíprocamente convertibles, no habrá necesidad de esfuerzo alguno para deducir, por el principio de contradicción, la base de la autoridad y del derecho.
Terminará ahí mi trabajo, que proseguiré en sucesivas publicaciones.
La importancia del objeto que nos ocupa embarga todos los ánimos.
«La propiedad -dice Ennequín- es el principio creador y conservador de la sociedad civil… La propiedad es una de esas tesis fundamentales a las que no conviene aplicar sin maduro examen las nuevas tendencias.
Porque no conviene olvidar nunca, e importa mucho que el publicista y el hombre de Estado estén de ello bien convencidos, que de la solución del problema sobre si la propiedad es el principio o el resultado del orden social, si debe ser considerada como causa o como efecto, depende toda la moralidad, y por esa misma razón, toda la autoridad de las instituciones humanas.»
Estas palabras son una provocación a todos los hombres que tengan esperanza y fe en el progreso de la humanidad. Pero aunque la causa de la igualdad es hermosa, nadie ha recogido todavía el guante lanzado por los abogados de la propiedad, nadie se ha sentido con valor bastante para aceptar el combate. La falsa sabiduría de una jurisprudencia hipócrita y los aforismos absurdos de la economía política, tal como la propiedad la ha formulado, han obscurecido las inteligencias más potentes.
Es ya una frase convenida entre los titulados amigos de la libertad y de los intereses del pueblo que ¡la igualdad es una quimera! ¡A tanto llega el poder que las más falsas teorías y las más mentidas analogías ejercen sobre ciertos espíritus, excelentes bajo otros conceptos, pero subyugados involuntariamente por el prejuicio general! La igualdad nace todos los días, fit o equalitas. Soldados de la libertad, ¿desertaremos de nuestra bandera en la víspera del triunfo?
Defensor de la igualdad, hablaré sin odio y sin ira, con la independencia del filósofo, con la calma y la convicción del hombre libre. ¿Podré, en esta lucha solemne, llevar a todos los corazones la luz de que está penetrado el mío, y demostrar, por la virtud de mis argumentos, que si la igualdad no ha podido vencer con el concurso de la espada es porque debía triunfar con el de la razón?
¿Podré, en esta lucha solemne, llevar a todos los corazones la luz de que está penetrado el mío, y demostrar, por la virtud de mis argumentos, que si la igualdad no ha podido vencer con el concurso de la espada es porque debía triunfar con el de la razón?
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NOTAS
2 La religión, las leyes y el matrimonio eran privilegio de los hombres libres, y, en un principio, solamente de los nobles, Dei majorum gentium, dioses de las familias patricias: jus gentium, derecho de gentes, es decir, de las familias o de los nobles. El esclavo y el plebeyo no constituían familia. Sus hijos eran considerados como cría de los animales. Bestias nacían y como bestias habrían de vivir.
3 Si el jefe del Poder Ejecutivo es responsable, los diputados deben serlo también. Es asombroso que esta idea no se le ocurriese jamás a nadie; sería tema para una tesis interesante. Pero declaro que, por nada del mundo, yo quisiera sostenerla: el pueblo es todavía demasiado gran típico para que yo le dé materia para extraer algunas consecuencias.
4 Véase Tocqueville, De la Démocratie aux Etats-Unis, y Michel Chevallier, Lettres sur l’Amérique du Nord. Se ve en Plutarco, Vida de Pericles, que en Atenas las gentes honradas estaban obligadas a ocultarse para instruirse, por miedo a aparecer como aspirantes a la tiranía.
5 «La soberanía, según Toullier, es la omnipotencia humana«. Definición materialista: si la soberanía es algo, es un derecho, no una fuerza o facultad. ¿Y qué es la omnipotencia humana?
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¿Qué es la propiedad?, de Pierre Joseph Proudhon: INDICE
Capítulo I
Parte 1: Método seguido en esta obra.
Parte 2: Esbozo de una Revolución.
I. De la propiedad como derecho natural.
II. De la ocupación como fundamento de la propiedad.
III. De la ley civil como fundamento y sanción de la propiedad.
Capítulo III
Del trabajo como causa eficiente del derecho de propiedad.
I. La tierra no puede ser apropiada.
II. El consentimiento universal no justifica la propiedad.
III. La propiedad no puede adquirirse por prescripción.
V. El trabajo conduce a la igualdad en la propiedad.
VI. Que en la sociedad todos los salarios son iguales.
VII. La desigualdad de facultades es la condición necesaria de la igualdad de fortunas.
VIII. Que en el orden de la justicia, el trabajo destruye la propiedad.
Capítulo IV
La propiedad es imposible.
La propiedad es física y materialmente imposible.
Primera proposición
La propiedad es imposible porque de nada exige algo.
Segunda proposición
La propiedad es imposible porque donde es admitida, la producción cuesta más de lo que vale.
Tercera proposición
La propiedad es imposible, porque sobre un capital dado, la producción está en razón del trabajo, no en razón de la propiedad.
Cuarta proposición
La propiedad es imposible, porque es homicida.
Quinta proposición
La propiedad es imposible, porque la sociedad se devora con ella.
Apéndice a la quinta proposición.
Sexta proposición
La propiedad es imposible, porque es madre de la tiranía.
Séptima proposición
La propiedad es imposible, porque al consumir lo que recibe, lo pierde; al ahorrarlo, lo anula, y al capitalizarlo, lo emplea contra la producción.
Octava proposición
La propiedad es imposible, porque siendo infinito su poder de acumulación, sólo actúa sobre cantidades limitadas.
Novena proposición
La propiedad es imposible, porque es impotente contra la propiedad.
Décima proposición
La propiedad es imposible, porque es la negación de la igualdad.
Primera parte
I. Del sentido moral en los hombres y en los animales.
II. Del primero y del segundo grado de sociabilidad.
III. Del tercer grado de sociabilidad.
Segunda parte
I. De las causas de nuestros errores: origen de la propiedad.
II. Caracteres de la comunidad y de la propiedad.
III. Determinación de la tercera forma social. – Conclusiones.
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