«DEL ESPÍRITU DE LAS LEYES». Naturaleza y Leyes de la Democracia, por Montesquieu: «Las relaciones necesarias y la naturaleza de las cosas»

DEL ESPÍRITU DE LAS LEYES

Por Montesquieu

Hay tres clases de Gobierno: el republicano, el monárquico y el despótico. Para descubrir su naturaleza nos basta con la idea que tienen de estos tres Gobiernos los hombres menos instruidos.

Doy por supuestas tres definiciones o, mejor, hechos: uno, que el Gobierno republicano es aquél en que el pueblo entero, o parte del pueblo, tiene el poder soberano; el monárquico es aquél en que gobierna uno solo, con arreglo a leyes fijas y establecidas; por el contrario, en el Gobierno despótico una sola persona, sin ley y sin norma, lleva todo según su voluntad y su capricho.

Esto es lo que llamo naturaleza de cada gobierno

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LAS RELACIONES NECESARIAS Y LA NATURALEZA DE LAS COSAS

DEL ESPÍRITU DE LAS LEYES

 

Las leyes, en su más amplia significación, son las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas. En este sentido, todos los seres tienen sus leyes: las tiene la divinidad  (“La ley es reina de todos, mortales e inmortales”, dice Plutarco), el mundo material, las inteligencias superiores al hombre, los animales y el hombre mismo.

Los que afirmaron que todos los efectos que vemos en el mundo son producto de una fatalidad ciega, han sostenido un gran absurdo, ya que ¿cabría mayor absurdo que pensar que los seres inteligentes fuesen producto de una ciega fatalidad? Hay, pues, una razón primigenia. Y las leyes son las relaciones que existen entre esa razón originaria y los distintos seres, así como las relaciones de los diversos seres entre sí.

Dios se relaciona con el Universo en cuanto que es su creador y su conservador. Las leyes según las cuales lo creó son las mismas por las que lo conserva. Obra conforme a estas reglas porque las conoce; las conoce porque las ha hecho y las ha hecho porque tienen relación con su sabiduría y su poder.

De este modo la creación, que se nos presenta como un acto arbitrario, supone reglas tan inmutables como la fatalidad de los ateos. Sería absurdo decir que el Creador podría gobernar el mundo sin estas reglas, pues sin ellas no subsistiría. Dichas reglas constituyen una relación constantemente establecida. Toda diversidad es uniformidad y todo cambio es constancia.

Antes de que hubiese seres inteligentes, éstos eran ya posibles; así, pues, tenían relaciones posibles, y, por consiguiente, leyes posibles. Antes de que se hubieran dado leyes había relaciones de justicia posibles. Decir que sólo lo que ordenan o prohíben las leyes positivas es justo o injusto, es tanto como decir que antes de que se trazara círculo alguno no eran iguales todos sus radios.

Hay que reconocer, por tanto, la existencia de relaciones de equidad anteriores a la ley positiva que las establece; así, por ejemplo: imaginando posibles sociedades de hombres, sería justo adaptarse a sus leyes; si hubiera seres inteligentes que hubiesen recibido algún beneficio de otro ser, deberían estarle agradecidos; si un ser inteligente hubiera creado a otro, éste debería permanecer en la dependencia que tuvo desde su origen; un ser inteligente que hubiera hecho algún mal a otro ser inteligente merecería recibir el mismo mal, y así sucesivamente.

Pero no se puede decir que el mundo inteligente esté tan bien gobernado como el mundo físico, pues aunque aquél tiene igualmente leyes que por naturaleza son invariables, no las observa siempre, como el mundo físico observa las suyas. La razón de ello estriba en que los seres particulares inteligentes son, naturalmente, limitados, y, por consiguiente, están sujetos a error. Y, por otra parte, corresponde a su naturaleza el poder obrar por sí mismos, de suerte que, no sólo no siguen constantemente sus leyes originarias, sino que tampoco cumplen siempre las que se dan ellos mismos.

Los animales conservan tanto su ser particular como su especie por el atractivo del placer. Tienen leyes naturales porque están unidos por el sentimiento, pero no tienen leyes positivas porque no están unidos por el conocimiento. Sin embargo, no cumplen invariablemente sus leyes naturales. Las plantas, en las que no advertimos sentimiento ni conocimiento, las cumplen mejor.

El hombre, en cuanto ser físico, está gobernado por leyes invariables como los demás cuerpos. En cuanto ser inteligente, quebranta sin cesar las leyes fijadas por Dios y cambia las que él mismo establece. A pesar de sus limitaciones, tiene que dirigir su conducta; como todas las inteligencias finitas, está sujeto a la ignorancia y al error, pudiendo llegar incluso a perder sus débiles conocimientos; como criatura sensible, está sujeto a mil pasiones.

Un ser semejante podría olvidarse a cada instante de su Creador, pero Dios le llama a Sí por medio de las leyes de la religión; de igual forma podría a cada instante olvidarse de sí mismo, pero los filósofos se lo impiden por medio de las leyes de la moral; nacido para vivir en sociedad, podría olvidarse de los demás, pero los legisladores le hacen volver a la senda de sus deberes por medio de las leyes políticas y civiles. 

DE LAS LEYES DE LA NATURALEZA

Antes que todas estas leyes están las de la naturaleza, así llamadas porque derivan únicamente de la constitución de nuestro ser. Para conocerlas bien hay que considerar al hombre antes de que se establecieran las sociedades, ya que las leyes de la naturaleza son las que recibió en tal estado.

La ley que imprimiendo en nosotros la idea de un creador nos lleva hacia él, es la primera de las leyes naturales por su importancia, pero no por el orden de dichas leyes. El hombre, en estado natural, tendría la facultad de conocer, pero no conocimientos. Es claro que sus primeras ideas no serían ideas especulativas. Pensaría en la conservación de su ser antes de buscar su origen. Un hombre así sólo sería consciente, al principio, de su debilidad; su timidez sería extremada. Y si fuera preciso probarlo por la experiencia, bastaría el ejemplo de los salvajes encontrados en las selvas, que tiemblan por nada y huyen de todo.

En estas condiciones cada uno se sentiría inferior a los demás o, todo lo más, igual, de modo que nadie intentaría atacar a otro. La paz sería, pues, la primera ley natural. Hobbes atribuye a los hombres, en primer término, el deseo de dominarse los unos a los otros, lo cual no tiene fundamento, ya que la idea de imperio y de dominación es tan compleja y depende de tantas otras ideas, que difícilmente podría ser la que tuvieran los hombres en primer lugar. Hobbes se pregunta: “¿Por qué los hombres van siempre armados si no son guerreros por naturaleza, y por qué tienen llaves para cerrar sus casas?” Con ello no se da cuenta de que atribuye a los hombres, antes de establecerse las sociedades, posibilidades que no pueden darse hasta después de haberse establecido, por no existir motivos para atacarse o para defenderse.

Al sentimiento de su debilidad el hombre uniría el sentimiento de sus necesidades, y, así, otra ley natural sería la que le inspirase la búsqueda de alimentos.

He dicho que el temor impulsaría a los hombres a huir unos de otros, pero los signos de un temor recíproco y, por otra parte, el placer que el animal siente ante la proximidad de otro animal de su especie, les llevaría al acercamiento. Además, dicho placer se vería aumentado por la atracción que inspira la diferencia de sexos. Así, la solicitud natural que se hacen siempre uno a otro constituiría la tercera ley.

Aparte del sentimiento que en principio poseen los hombres pueden, además, adquirir conocimientos. De este modo tienen un vínculo más del que carecen los demás animales. El conocimiento constituye, pues, un nuevo motivo para unirse. Y el deseo de vivir en sociedad es la cuarta ley natural. 

DE LAS LEYES POSITIVAS

Desde el momento que los hombres se reúnen en sociedad, pierden el sentimiento de su debilidad; la igualdad en que se encontraban antes deja de existir y comienza el estado de guerra.

Cada sociedad particular se hace consciente de su fuerza, lo que produce un estado de guerra de nación a nación. Los particulares, dentro de cada sociedad, empiezan a su vez a darse cuenta de su fuerza y tratan de volver en su favor las principales ventajas de la sociedad, lo que crea entre ellos el estado de guerra.

Estos dos tipos de estado de guerra son el motivo de que se establezcan las leyes entre los hombres. Considerados como habitantes de un planeta tan grande que tiene que abarcar pueblos diferentes, los hombres tienen leyes que rigen las relaciones de estos pueblos entre sí: es el derecho de gentes. Si se les considera como seres que viven en una sociedad que debe mantenerse, tienen leyes que rigen las relaciones entre los gobernantes y los gobernados: es el derecho político. Igualmente tiene leyes que regulan las relaciones existentes entre todos los ciudadanos: es el derecho civil.

El derecho de gentes se funda en el principio de que la distintas naciones deben hacerse, en tiempo de paz, el mayor bien, y en tiempo de guerra, el menor mal posible, sin perjuicio de sus verdaderos intereses.

El objeto de la guerra es la victoria; el de la victoria, la conquista; el de la conquista, la conservación. De este principio y del que precede deben derivar todas las leyes que constituyan el derecho de gentes.

Todas las naciones tienen un derecho de gentes; lo tienen incluso los iroqueses que, aunque se comen a sus prisioneros, envían y reciben embajadas y conocen derechos de la guerra y de la paz. El mal radica en que su derecho de gentes no está fundamentado en los verdaderos principios.

Además del derecho de gentes que concierne a todas las sociedades, hay un derecho político para cada una de ellas. Una sociedad no podría subsistir sin Gobierno. “La reunión de todas las fuerzas particulares -dice acertadamente Gravina– forma lo que se llama estado político”.

La fuerza general puede ponerse en manos de uno solo o en manos de muchos. Algunos han pensado que el gobierno de uno solo era el más conforme a la naturaleza, ya que ella estableció la patria potestad. Pero este ejemplo no prueba nada, pues si la potestad paterna tienen relación con el poder de uno solo, también ocurre que la potestad de los hermanos, una vez muerto el padre, y la de los primos-hermanos, muertos los hermanos, tiene relación con el gobierno de muchos. El poder político comprende necesariamente la unión de varias familias. Mejor sería decir, por ello, que el Gobierno más conforme a la naturaleza es aquel cuya disposición particular se adapta mejor a la disposición del pueblo al cual va destinado.

Las fuerzas particulares no pueden reunirse sin que se reúnan todas las voluntades. “La reunión de estas voluntades -dice también Gravina– es lo que se llama estado civil”.

LA LEY ES LA RAZÓN HUMANA QUE GOBIERNA A TODOS LOS PUEBLOS

La ley, en general, es la razón humana en cuanto gobierna a todos los pueblos de la tierra; las leyes políticas y civiles de cada nación no deben ser más que los casos particulares a los que se aplica la razón humana. Por ello, dichas leyes deben ser adecuadas al pueblo para el que fueron dictadas, de tal manera que sólo por una gran casualidad las de una nación pueden convenir a otra.

Es preciso que las mencionadas leyes se adapten a la naturaleza y al principio del Gobierno establecido, o que se quiera establecer, bien para formarlo, como hacen las leyes políticas, o bien para mantenerlo, como hacen las leyes civiles.

Deben adaptarse a los caracteres físicos del país, al clima helado, caluroso o templado, a la calidad del terreno, a su situación, a su tamaño, al género de vida de los pueblos según sean labradores, cazadores o pastores. Deben adaptarse al grado de libertad que permita la constitución, a la región de los habitantes, a sus inclinaciones, a su riqueza, a su número, a su comercio, a sus costumbres y a sus maneras.

Finalmente, las leyes tienen relaciones entre sí; con sus orígenes, con el objeto del legislador y con el orden de las cosas sobre las que se legisla. Las consideraremos bajo todos estos puntos de vista.

Lo que me propongo hacer en esta obra es examinar todas estas relaciones que, juntas, forman lo que se llama el espíritu de las leyes.

No he separado las leyes políticas de las civiles porque como no trato de las leyes sino de su espíritu, y como este espíritu consiste en las diversas relaciones que las leyes pueden tener con las distintas cosas, he tenido que seguir el orden de las relaciones y de las cosas, y no el orden natural de las leyes.

Examinaré primero las relaciones que tienen las leyes con la naturaleza y con el principio de cada Gobierno, y puesto que este principio tiene sobre las leyes una influencia suprema, pondré todo mi cuidado en conocerlo bien; si lo consigo, se verán surgir las leyes de él, como de su propio manantial. Hecho esto, pasaré a examinar las demás relaciones que parecen más particulares.

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MONTESQUIEUDel espíritu de las leyes, Primera parte, Libro I. Sarpe, 1984. Traducción de Mercedes Blázquez y Pedro de Vega. . Filosofía Digital, 2006.

 

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NATURALEZA Y LEYES DE LA DEMOCRACIA

Montesquieu

DE LA NATURALEZA DE LOS TRES GOBIERNOS DISTINTOS

Hay tres clases de Gobierno: el republicano, el monárquico y el despótico. Para descubrir su naturaleza nos basta con la idea que tienen de estos tres Gobiernos los hombres menos instruidos.

Doy por supuestas tres definiciones o, mejor, hechos: uno, que el Gobierno republicano es aquél en que el pueblo entero, o parte del pueblo, tiene el poder soberano; el monárquico es aquél en que gobierna uno solo, con arreglo a leyes fijas y establecidas; por el contrario, en el Gobierno despótico una sola persona, sin ley y sin norma, lleva todo según su voluntad y su capricho.

Esto es lo que llamo naturaleza de cada gobierno. A continuación se trata de ver cuáles son las leyes que dimanan directamente de dicha naturaleza, y que son, por consiguiente, las primeras leyes fundamentales.

 

 

SÓLO HAY DEMOCRACIA ALLÍ DONDE EL PUEBLO ES DUEÑO DEL PODER SOBERANO

Si el pueblo entero es, en la República, dueño del poder soberano, estamos ante una democracia; si el poder soberano está en manos de una parte del pueblo, se trata de una aristocracia.

El pueblo es, en la democracia, monarca o súbdito, según los puntos de vista. A través del sufragio, que es expresión de su voluntad, será monarca puesto que la voluntad del soberano es el mismo soberano. Las leyes que establecen el derecho al voto son, pues, fundamentales en este Gobierno. La reglamentación de cómo, por quién y sobre qué deben ser emitidos los votos, es tan importante como saber en una Monarquía quién es el monarca y de qué manera debe gobernar.

Libanio dice que en Atenas se castigaba con la muerte a todo extranjero que se introdujese en la asamblea del pueblo, porque usurpaba el derecho de soberanía.

Es esencial determinar el número de ciudadanos que deben formar las asambleas. De otro modo no se sabría cuándo habla el pueblo o una parte de él. En Lacedemonia se precisaban diez mil ciudadanos. En Roma, nacida en la pequeñez para llegar a la máxima grandeza, destinada a experimentar todas las vicisitudes de la fortuna; en Roma, que unas veces tenía casi todos sus ciudadanos fuera de sus muros y otras a toda Italia y parte de la tierra dentro de ellos, este número no estaba fijado, lo cual fue una de las causas principales de su ruina.

 

De Atenas conservamos algo más que unas bellas ruinas como vestigio de su antiguo esplendor. Nos dejó la espléndida herencia de su balbuceante, pero pujante, democracia.

 

EL PUEBLO DEBE HACER POR SÍ MISMO TODO AQUELLO QUE PUEDA HACER BIEN

El pueblo que detenta el poder soberano debe hacer por sí mismo todo aquello que pueda hacer bien; lo que no pueda hacer bien lo hará por medio de sus ministros. Sus ministros no le pertenecen si no es él quien los nombra; es, pues, máxima fundamental de este Gobierno que el pueblo nombre a sus ministros, es decir, a sus magistrados.

Más aún que los monarcas, el pueblo necesita que le guíe un consejo o senado. Pero para poder confiar en él es preciso que sea el pueblo quien elija los miembros que lo compongan, ya sea escogiéndolos él mismo, como en Atenas, o por medio de magistrados nombrados para elegirlos, como se hacía en Roma en algunas ocasiones.

El pueblo es admirable cuando realiza la elección de aquellos a quienes debe confiar parte de su autoridad, porque no tiene que tomar decisiones más que a propósito de cosas que no puede ignorar y de hechos que caen bajo el dominio de los sentidos.

Sabe perfectamente cuándo un hombre ha estado a menudo en la guerra o ha tenido tales o cuales triunfos; por ello está capacitado para elegir un general. Sabe cuándo un juez es asiduo y la gente se retira contenta de su tribunal porque no ha sido posible sobornarle: cosas suficientes para que elija un pretor. Le impresionan las magnificencia o las riquezas de un ciudadano: basta para que sepa elegir un edil. Son estos hechos de los que el pueblo se entera mejor en la plaza pública que el monarca en su palacio. Pero, en cambio, no sabría llevar los negocios ni conocer los lugares, ocasiones o momentos para aprovecharse debidamente de ellos.

Si se dudara de la capacidad natural del pueblo para discernir el mérito, bastaría con echar una ojeada por la sucesión ininterrumpida de elecciones asombrosas que hicieron los atenienses y los romanos y que no se podrían atribuir a la casualidad.

Sabemos que en Roma, a pesar de que el pueblo tuviera el derecho de elevar a los plebeyos a los cargos públicos, no se decidía, sin embargo, a elegirlos; y aunque en Atenas se podían nombrar magistrados de todas las clases sociales por la ley de Arístides, no ocurrió nunca, según Jenofonte, que el pueblo pidiera los cargos que podían interesar a su salvación o a su gloria.

 

¡Qué tiempos!, ¡qué costumbres! cuando un solo hombre, aunque fuera Cicerón, tenía el coraje de denunciar las intrigas del senador Catilina, en su misma presencia. ¡Qué bien sabía elegir el pueblo entonces a sus representantes!

 

EL PUEBLO NO SABE GESTIONAR LOS ASUNTOS PÚBLICOS, PERO SÍ ELEGIR A LOS MEJORES GESTORES

Del mismo modo que la mayoría de los ciudadanos que tienen suficiencia para elegir no la tienen para ser elegidos, el pueblo, que tiene capacidad suficiente para darse cuenta de la gestión de los demás, no está capacitado para llevar la gestión por sí mismo.

Es necesario que los negocios progresen según un movimiento que no sea ni demasiado rápido ni demasiado lento. El pueblo tiene siempre o muy poca acción o demasiada: a veces con cien mil brazos todo lo trastorna, otras con cien mil pies marcha a la velocidad de los insectos.

Igual que la separación de los que tienen derecho al sufragio constituye en la República una ley fundamental, la manera de votar también lo es.

La elección por sorteo es propia de la democracia; la designación por elección corresponde a la aristocracia. El sorteo es una forma de elección que no ofende a nadie y deja a cada ciudadano una esperanza razonable de servir a su patria. Pero como es en sí misma defectuosa, los grandes legisladores se han preocupado de regularla y corregirla.

Solón dispuso en Atenas que se nombrasen por elección todos los cargos militares, mientras que los senadores y jueces serían elegidos por suerte. Igualmente quiso que se asignaran por elección las magistraturas civiles que exigían un gran gasto, mientras que las restantes se asignarían por sorteo.

Pero para corregir la suerte estableció que sólo se pudiera elegir entre los que se presentasen, que el electo fuese examinado por los jueces y que cualquiera pudiese acusarle de indignidad para el cargo. Este sistema participaba a la vez de la suerte y de la elección. Cuando acababa el período de la magistratura, debía sufrir otro examen sobre su manera de proceder. De este modo los incapacitados para tales funciones sentirían una gran repugnancia a dar sus nombres para entrar en el sorteo.

 

 

LAS ELECCIONES DEBEN SER PÚBLICAS Y SÓLO EL PUEBLO DEBE HACER LEYES

La ley que determina la forma de emitir el voto es otra ley fundamental en la democracia. La cuestión es si la votación debe ser pública o secreta. Cicerón opina que las leyes que la convirtieron en secreta, en los últimos tiempos de la República romana, fueron una de las causas principales de su caída. La práctica es distinta en cada República; he aquí lo que creo se debe pensar:

Sin duda, cuando el pueblo da sus votos, éstos deben ser públicos, cosa que debe considerarse como una ley fundamental de la democracia. Es preciso que el pueblo esté informado por los notables y contenido por la gravedad de ciertos personajes. Por eso en la República romana todo se perdió cuando las votaciones se hicieron secretas, pues ya no fue posible orientar al populacho descaminado.

Pero cuando el cuerpo de los nobles emite los sufragios en una aristocracia, o el senado en una democracia, todo secreto sería poco en el momento de la votación, ya que se trata en este caso de prevenir intrigas.

La intriga es tan peligrosa en un senado como en un cuerpo de nobles; no lo es, sin embargo, en el pueblo, cuya característica es obrar con pasión. En los Estados en los que no participa en el Gobierno, el pueblo se apasionará por un actor como lo hubiera hecho por los asuntos públicos. La desgracia de una República no es que en ella no haya intrigas, cosa que ocurre cuando se corrompe al pueblo con dinero: entonces se interesa por el dinero, pero no por los negocios públicos, y espera tranquilamente su salario sin preocuparse del Gobierno ni de lo que en él se trata.

Otra ley fundamental de la democracia es que sólo el pueblo debe hacer leyes. Hay, sin embargo, mil ocasiones en que es necesario que el Senado pueda estatuir. A veces, incluso, es conveniente probar una ley antes de establecerla. Las constituciones de Roma y Atenas eran muy sabias a este respecto: las decisiones del Senado tenían fuerza de ley durante un año, y sólo se hacían perpetuas por la voluntad del pueblo.

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MONTESQUIEU, «Del espíritu de las leyes«, Libro primero, capítulo II. Sarpe, 1984. 

 

La amenaza del Populismo

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Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu

 

Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu, nació el 18 de enero de 1689 en el château de La Brède que su familia materna poseía, rodeado de viñedos, cerca de Burdeos. Según la tradición, sus padres –Jacques de Secondat y Marie-François de Pesnel– realizaron un acto de humildad, como lo ha descrito alguno de sus biógrafos, eligiendo a un mendigo para que fuese su padrino de bautizo, con intención de que el niño no olvidase nunca que, a pesar de su privilegiada posición –pertenecía a una de las familias más aristocráticas de la antigua comarca de Guyena, al suroeste de Francia– los pobres también eran sus hermanos.

Criado por las nodrizas que cuidaban de los demás niños del pueblo, Charles recibió una esmerada educación por parte de su padre –militar retirado, heredero de las gentes de toga y espada, como le habría descrito Alexandre Dumas– hasta que se trasladó, no muy lejos de París, al Colegio de la Abadía de Juilly donde estuvo interno aprendiendo música, esgrima y equitación y –lo que resultó más trascendental para desarrollar su personalidad– recibió las enseñanzas de los padres de la congregación del Oratorio, uno de los centros más avanzados de aquella época, que le inculcaron los valores del espíritu más allá del status social al que se perteneciera.

Continuando la tradición jurídica familiar, estudió Derecho en la Universidad bordelesa y ejerció de magistrado hasta que, en 1713, falleció su padre y tuvo que regresar a La Brède. Ya con el título de Barón, el joven Montesquieu se casó con Jeanne Lartigue; desempeñó el cargo de consejero en el Parlamento regional de Guyena, en sustitución de su propio tío, e ingresó como miembro de la Academia de las Ciencias de Burdeos.

A pesar de que había escrito otras obras, su reputación como escritor dio el salto definitivo en 1721 cuando publicó sus famosas Cartas Persas (Lettres persanes) de forma anónima, aunque su autoría fuese vox populi. Continuando la tradición de las novelas epistolares del siglo XVII, puso en boca de sus protagonistas –los persas Usbek y Rica, de viaje de estudios por Francia– cuestiones relacionadas con la política, la moral, la religión, la economía o la sociología, desde un punto de vista satírico y muy agudo, para demostrar el anacronismo de muchas de las instituciones y costumbres de su país.

El éxito de aquellas cartas y de su posterior obra El Templo de Gnido (Le Temple de Gnide) propiciaron su ingreso en la Academia Francesa y su traslado a París en 1728, donde tuvo ocasión de relacionarse con los salones ilustrados del momento y participar en las reuniones de los círculos políticos más influyentes. Su formación concluyó con un largo viaje de tres años por diversas naciones europeas –especialmente, Inglaterra, donde descubrió las nociones de su sistema parlamentario, la tolerancia religiosa (su mujer era protestante) y la libertad– antes de regresar a su castillo de La Brède.

Allí se dedicó casi veinte años a escribir su libro Del espíritu de las leyes (De l´Esprit des lois) que empezó y dejó en numerosas ocasiones, entregando mil veces á los vientos las hojas que había escrito y que, finalmente, concluyó, siendo publicado en Ginebra (Suiza) en 1748 y convirtiéndose en una de las obras maestras que forman parte del acervo cultural de la Humanidad aunque, en su momento, fuese objeto tanto de grandes alabanzas como de enconadas críticas, por lo que el propio Montesquieu tuvo que defenderse –dos años más tarde– escribiendo la Defensa del espíritu de las leyes (Défense de l´Esprit des lois) que cimentó aún más el éxito de aquélla a pesar de que Roma la incluyó en su lista de libros prohibidos.

Su libro estableció -entre otras claves del pensamiento político, jurídico, sociológico e histórico de todos los tiempos- la teoría de la separación de poderes, afirmando la independencia del poder judicial con respecto al ejecutivo y el legislativo, para asegurar la libertad del pueblo.

Los últimos años de su vida, el autor continuó viajando a París, donde coincidió en reuniones con los enciclopedistas Diderot, D’Alembert y Duclos. Enfermo y con problemas en la vista, el barón de Montesquieu falleció el 10 de febrero de 1755.

http://archivodeinalbis.blogspot.com.es/2011/02/montesquieu.html

 

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