PEQUEÑOS Y GRANDES PARTIDOS
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“Cuando el despotismo lleva siglos enteros establecido en un país, sienta sus reales en todas partes. Todo cargo y todo departamento tiene su despotismo, fundado en la costumbre y el uso. Todo lugar tiene su Bastilla, y toda Bastilla tiene su déspota.
Contra esa especie de despotismo, que actúa mediante un laberinto interminable de cargos, hasta que la fuente apenas si es perceptible, no hay forma de reparación. Se refuerza al revestirse de la apariencia del deber, y tiraniza so pretexto de obedecer»
Thomas Paine
LAS BASES DE LA LIBERTAD Y DE LA FELICIDAD DEL PUEBLO
“Sin duda no era necesaria una revolución para saber que la extrema desproporción de las fortunas es el origen de muchos males y muchos crímenes, pero no estamos menos convencidos de que la igualdad de bienes es una quimera. Por mi parte la creo menos necesaria para la felicidad privada que para la felicidad pública.
Se trata más de hacer honorable la pobreza que de proscribir la opulencia. De manera que vuestra declaración parece hecha, no para los hombres, sino para los ricos, para los acaparadores, para los agiotistas y para los tiranos.
La sociedad está obligada a proveer la subsistencia de todos sus miembros, sea procurándoles trabajo, sea asegurando los medios de existencia a aquellos que se encuentran incapacitados para trabajar.
El pueblo es soberano: el gobierno es su obra y su propiedad, los funcionarios públicos sólo son sus mandatarios.
El pueblo puede, cuando así lo considere, cambiar su gobierno y revocar a sus mandatarios.
Toda institución que no suponga que el pueblo es bueno y el funcionario corruptible, está viciada.
Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es, para el pueblo y para cada porción del pueblo, el más indispensable de los deberes. Cuando falta la garantía social a un ciudadano, él vuelve al derecho natural de defender por sí mismo todos sus derechos.
En uno o en otro caso, sujetar con formas legales la resistencia a la opresión es el último refinamiento de la tiranía”.
En primer lugar, os voy a proponer algunos artículos necesarios para completar vuestra teoría de la propiedad. Que esta palabra no asuste a nadie: almas mezquinas, que sólo estimáis el oro, no quiero tocar vuestros tesoros, por muy impuro que sea su origen. Tenéis que saber que esa ley agraria de la que habéis hablado tanto no es más que un fantasma creado por bribones para asustar a los imbéciles.
VUESTRA DECLARACIÓN DE DERECHOS PARECE HECHA NO PARA LOS HOMBRES, SINO PARA LOS RICOS, LOS ACAPARADORES Y LOS TIRANOS; YO OS PROPONGO REFORMAR ESTOS VICIOS CONSAGRANDO CIERTAS VERDADES
Sin duda no era necesaria una revolución para saber que la extrema desproporción de las fortunas es el origen de muchos males y muchos crímenes, pero no estamos menos convencidos de que la igualdad de bienes es una quimera. Por mi parte la creo menos necesaria para la felicidad privada que para la felicidad pública. Se trata más de hacer honorable la pobreza que de proscribir la opulencia. La cabaña de Fabricio no debe envidiar nada al palacio de Craso. A mí me gustaría más ser uno de los hijos de Arístides, criado en el Pritaneo a costa de la República, que el presuntuoso heredero de de Jerjes, nacido en el fango de las cortes para ocupar un trono adornado por el envilecimiento de los pueblos, y brillante a costa de la miseria pública.
Propongamos de buena fe los principios del derecho de propiedad. Es preciso hacerlo, y más aún cuando los prejuicios y los vicios de los hombres no se han abstenido de envolverlos con la niebla más espesa.
Preguntad a ese comerciante de carne humana qué piensa de la propiedad: os dirá, mostrándoos ese largo ataúd que llama barco, donde ha encajado y encadenado hombres que parecen vivos: “Estas son mis propiedades. Yo las he comprado a tanto por cabeza”. Interrogad a ese gentilhombre que tiene tierras y vasallos, o que cree que el universo se ha desmoronado desde que no los tiene, os responderá con ideas similares respecto a la propiedad. Interrogad a los augustos miembros de la dinastía capeta. Os dirán que la más sagrada de todas las propiedades es, sin duda, el derecho hereditario, del que han gozado desde antiguo, de oprimir, envilecer y asfixiar legal y monárquicamente, a su placer, a los veinticinco millones de personas que habitaban el territorio de Francia.
Para toda esa gente, la propiedad no se apoya en ningún principio de la moral. Excluye toda noción sobre lo justo o lo injusto. ¿Por qué vuestra Declaración de derechos parece presentar el mismo error? Al definir la libertad como el primero de los bienes del hombre, el más sagrado derecho que obtiene de la naturaleza, habéis dicho con razón que ella tiene por límites los derechos del otro. ¿Por qué no habéis aplicado el mismo principio a la propiedad que es una institución social? Como si las leyes eternas de la naturaleza fueran menos inviolables que las convenciones de los hombres. Habéis multiplicado los artículos para asegurarle la mayor libertad al ejercicio de la propiedad, pero no habéis pronunciado una sola palabra para establecer su carácter legítimo. De manera que vuestra declaración parece hecha, no para los hombres, sino para los ricos, para los acaparadores, para los agiotistas y para los tiranos. Yo os propongo reformar estos vicios consagrando las verdades siguientes:
“La propiedad es el derecho que tiene cada ciudadano de gozar y disponer de la porción de bienes que se le garantiza por ley.”
“El derecho de propiedad está limitado, como todos los demás, por la obligación de respetar los derechos del prójimo.”
“No se puede perjudicar ni la seguridad, ni la libertad, ni la existencia, ni la propiedad de nuestros semejantes.”
“Toda posesión, todo tráfico que viole este principio es ilícito e inmoral.”
Habláis también del impuesto para establecer el principio incontestable de que ése no puede emanar más que de la voluntad del pueblo o de sus representantes. Pero olvidáis una disposición que el interés de la humanidad reclama. Olvidáis consagrar el impuesto progresivo. Puesto que en materia de contribuciones públicas, ¿acaso existe un principio que derive más claramente de la propia naturaleza de las cosas y de la justicia eterna, que el que impone a los ciudadanos la obligación de contribuir a los gastos públicos, progresivamente según la extensión de su fortuna, es decir, según las ventajas que perciben de la sociedad?
Yo os propongo consignarlo mediante un artículo concebido en estos términos:
“Los ciudadanos cuyas rentas no excedan de lo que es necesario para su subsistencia deben ser dispensados de contribuir a los gastos públicos. Los demás deben soportarlos progresivamente según la extensión de su fortuna.”
El comité también ha olvidado recordar los deberes de fraternidad que unen a todos los hombres y a todas las naciones y sus derechos a una mutua asistencia. Parece haber ignorado las bases de la eterna alianza de los pueblos contra los tiranos. Se diría que vuestra declaración ha sido hecha para un rebaño de criaturas humanas, hacinadas en un rincón del globo, y no para la inmensa familia a la cual la naturaleza le ha dado la tierra para su dominio y como residencia. Os propongo rellenar esta gran laguna con los artículos siguientes. Sólo pueden granjearos la estima de los pueblos. Es cierto que ellos pueden tener el inconveniente de concitar el odio sin fin de los reyes. Confieso que este inconveniente no me asusta. No asustará a aquellos que no quieren reconciliarse con ellos.
“Los hombres de todos los países son hermanos, y los diferentes pueblos deben ayudarse entre ellos según su poder, al igual que los ciudadanos de un mismo Estado.”
“Aquel que oprime a una nación se declara enemigo de todas.”
“Aquellos que hacen la guerra a un pueblo para detener los progresos de la libertad y aniquilar los derechos del hombre, deben ser perseguidos por todos, no como enemigos ordinarios sino como asesinos y bandidos rebeldes.”
“Los reyes, los aristócratas, los tiranos, sean cuales sean, son esclavos alzados en rebeldía contra el soberano de la tierra, que es el género humano, y contra el legislador del universo, que es la naturaleza”.
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PEQUEÑOS Y GRANDES PARTIDOS
“En América, el pueblo nombra al que hace la ley y al que la ejecuta; y él mismo forma el jurado que castiga las infracciones a la ley.
No sólo las instituciones son democráticas en su principio, sino también en su desarrollo; así, el pueblo nombra directamente a sus representantes y los elige, por lo general, cada año con el fin de mantenerlos completamente bajo su dependencia.
En los Estados Unidos, como en todos aquellos países donde reina el pueblo, es la mayoría la que gobierna en nombre de éste.
Esta mayoría se compone principalmente de pacíficos ciudadanos que, ya por gusto, ya por interés, desean sinceramente el bien del país. En torno a ellos se agitan incesantemente los partidos, que tratan de atraérselos para lograr su apoyo.
Lo que yo llamo grandes partidos políticos son aquellos que se sujetan a los principios, más que a sus consecuencias; a las generalidades, y no a los casos particulares; a las ideas, y no a los hombres.
Los pequeños partidos, por el contrario, carecen en general de fe política. Se irritan por la menor cosa y su lenguaje es violento. Los medios que emplean son miserables, como el fin mismo que se proponen.
Los grandes partidos cambian a la sociedad; los pequeños la agitan: unos la desgarran y otros la corrompen; los primeros a veces la salvan al conmoverla, los segundos la trastornan siempre sin provecho”.
Por Alexis de Tocqueville
En América, el pueblo nombra al que hace la ley y al que la ejecuta; y él mismo forma el jurado que castiga las infracciones a la ley. No sólo las instituciones son democráticas en su principio, sino también en su desarrollo; así, el pueblo nombra directamente a sus representantes y los elige, por lo general, cada año con el fin de mantenerlos completamente bajo su dependencia. Es, pues, realmente el pueblo quien dirige, y aunque la forma de gobierno sea representativa, es evidente que las opiniones, los prejuicios, los intereses e incluso las pasiones del pueblo no pueden encontrar obstáculos duraderos que les impidan hacerse oír y obrar en la dirección cotidiana de la sociedad.
En los Estados Unidos, como en todos aquellos países donde reina el pueblo, es la mayoría la que gobierna en nombre de éste. Esta mayoría se compone principalmente de pacíficos ciudadanos que, ya por gusto, ya por interés, desean sinceramente el bien del país. En torno a ellos se agitan incesantemente los partidos, que tratan de atraérselos para lograr su apoyo.
LOS PARTIDOS SON UN MAL INHERENTE A LOS GOBIERNOS LIBRES
Primeramente tengo que establecer una gran división entre los partidos. Hay países tan vastos que las distintas poblaciones que los habitan, aunque agrupadas bajo la misma soberanía, tienen intereses contradictorios, lo que da origen a una oposición permanente entre ellas. Las diversas facciones de un mismo pueblo no forman entonces partidos en el verdadero sentido de la palabra, sino naciones distintas; y si sobreviene la guerra civil, lo que se produce es un conflicto entre pueblos rivales, más que una lucha entre facciones.
Pero cuando los ciudadanos difieren entre sí en puntos que interesan por igual a todo el país, como por ejemplo, los principios generales de gobierno, es cuando nacen verdaderamente lo que yo llamaría partidos.
Los partidos son un mal inherente a los gobiernos libres; pero no en todos los tiempos tienen el mismo carácter y las mismas tendencias.
Hay épocas en que las naciones se sienten atormentadas por tan grandes males, que les asalta la idea de un cambio total en su constitución política. Hay otras en que el malestar es más profundo todavía y en que el estado social mismo se ve en peligro. Esta es la época de las grandes revoluciones y de los grandes partidos.
Entre esos siglos de desórdenes y de miseria, hay otros en que las sociedades descansan y en los que parece que la raza humana recobra aliento. Pero aún entonces no es más que en apariencia; lo mismo que con los hombres, el tiempo no detiene su marcha con los pueblos; unos y otros avanzan cada día hacia un futuro que ignoran; y cuando los creemos estacionarios es que no percibimos sus movimientos. Son gentes que caminan pareciendo inmóviles a quienes corren.
Como quiera que sea, hay épocas en que los cambios que se operan en la constitución política y en el estado social de los pueblos son tan lentos e insensibles, que los hombres parecen llegados a un estado final; el espíritu humano se cree entonces firmemente asentado sobre bases determinadas y sus ojos no van más allá de un determinado horizonte. Es el tiempo de las intrigas y de los pequeños partidos.
LOS GRANDES PARTIDOS DEFIENDEN LOS PRINCIPIOS, EL INTERÉS GENERAL Y LAS IDEAS
Lo que yo llamo grandes partidos políticos son aquellos que se sujetan a los principios, más que a sus consecuencias; a las generalidades, y no a los casos particulares; a las ideas, y no a los hombres. En general, estos partidos tienen rasgos más nobles, pasiones más generosas, convicciones más reales, un ritmo más franco y audaz que los otros. El interés particular, que siempre juega el papel principal en las pasiones políticas, se oculta aquí más hábilmente tras el velo del interés público; incluso llega a veces a pasar inadvertido a las miradas mismas de aquellos a quienes anima y mueve.
Los pequeños partidos, por el contrario, carecen en general de fe política. Como no se sienten formados ni sostenidos por grandes fines, su carácter está impregnado de un egoísmo que aparece ostensiblemente en cada uno de sus actos. Se irritan por la menor cosa y su lenguaje es violento, pero su paso es tímido e incierto. Los medios que emplean son miserables, como el fin mismo que se proponen. Por eso, cuando un tiempo de calma sucede a una revolución violenta diríase que los grandes hombres desaparecen de repente y que las almas se encierran en sí mismas.
Los grandes partidos cambian a la sociedad; los pequeños la agitan: unos la desgarran y otros la corrompen; los primeros a veces la salvan al conmoverla, los segundos la trastornan siempre sin provecho.
América ha tenido grandes partidos; hoy ya no existen. Esto la ha hecho ganar en felicidad, pero no en moralidad.
Cuando la guerra de la Independencia tocó a su fin y hubo que establecer las bases de un nuevo gobierno, la nación se encontró dividida por dos opiniones. Estas opiniones eran tan antiguas como el mundo, y se las encuentra bajo formas y nombres distintos en todas las sociedades libres. Una quería restringir el poder popular; la otra pretendía extenderlo de manera ilimitada.