LA ACCIÓN COMISARIAL: «LA CUESTIÓN POLICIAL», por Rafael Sánchez Ferlosio (1.987)

ACCIÓN COMISARIAL

 

EL DESPOTISMO REPRESENTATIVO Y LA QUIMERA DEL EQUILIBRIO DE PODERES

Por M. Robespierre

¿Qué nos importan las combinaciones que equilibran la autoridad de los tiranos? Lo que hay que hacer es extirpar la tiranía.

No es precisamente en las querellas entre sus amos donde los pueblos deben buscar el beneficio de respirar unos instantes. Es en su propia fuerza donde deben cifrar la garantía de sus derechos. 

Sólo hay un tribuno del que yo pueda ser devoto: es el propio pueblo. A cada sección del pueblo de la República precisamente encomiendo yo el poder tribunicio, y es fácil organizarlo de una manera igualmente alejada tanto de las tempestades de la democracia absoluta como de la perfecta tranquilidad del despotismo representativo.

Huid de la manía antigua de los gobiernos de querer gobernar demasiado. Dejad a los individuos, dejad a las familias el derecho de hacer lo que no perjudica a su prójimo. Dejad a los municipios el poder de regular ellos mismas sus propios asuntos, en todo aquello que no se refiere a la administración general de la república.

En una palabra, devolved a la libertad individual todo aquello que no pertenece naturalmente a la autoridad pública, y habréis dejado mucha menos presa a la ambición y a lo arbitrario.

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La corrupción de los gobiernos tiene su origen en el exceso de su poder y en su independencia en relación al soberano. Remediad este doble abuso. Empezad por moderar el poder de los magistrados.

 

¿QUÉ NOS IMPORTAN LOS EQUILIBRIOS DEL PODER DE LOS TIRANOS? LO QUE HAY QUE HACER ES EXTIRPAR LA TIRANÍA

 

Hasta aquí, los políticos que han parecido querer hacer algún esfuerzo, menos por defender la libertad que por modificar la tiranía, no han podido imaginar hasta ahora más que dos medios para alcanzar este fin: uno es el equilibrio de poderes y el otro es el tribunado.

En cuanto al equilibrio de poderes, hemos podido ser engañados por esta ilusión mágica, en un tiempo en que la moda parecía exigir de nosotros el homenaje a nuestros vecinos, en un tiempo en que el exceso de nuestra propia degradación nos permitía admirar todas las instituciones extranjeras que nos ofrecían alguna imagen de la libertad por débil que fuera.

Pero a poco que uno reflexione, se percibe claramente que este equilibrio no puede ser más que una quimera o una calamidad, que supondría la nulidad absoluta del gobierno, si no llevase necesariamente a una coalición de poderes rivales en contra del pueblo, puesto que es fácil ver que éstos prefieren ponerse de acuerdo entre ellos que llamar al soberano a juzgar su propia causa. 

 

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LA CUESTIÓN POLICIAL

ACCIÓN COMISARIAL

Una definición de Lawfare podría ser: «Cualquier toma de decisión que no está estrictamente regida por reglas legales, sino que contiene más bien un elemento significativo de juicio personal«.

La injerencia de este factor de apreciación personal en la discrecionalidad policiaca nos remite a la fórmula descriptiva usada por Carl Schmitt para la que denomina «acción comisarial«, esto es, «actuar según la situación de las cosas«.

El análisis de Carl Schmitt se centra en mostrar el elemento de dictadura que hay en toda acción comisarial, y define, a su vez, la dictadura con estas palabras: «Desde el punto de vista filosófico-jurídico, la esencia de la dictadura está (… ) en la posibilidad general de una separación entre las normas de derecho y las normas de la realización del derecho«.

Los rasgos de Estado de derecho que se atribuyen las democracias terminan en el punto preciso en que entra en juego la discrecionalidad policiaca, y la contraposición usual entre dictadura y democracia se interrumpe y se anula por la mera subsistencia de la policía en las democracias.

Por Rafael Sánchez Ferlosio

El País, 31 MAYO 1987

LA ACCIÓN COMISARIAL EN LA UNIVERSIDAD ESPAÑOLA

 

1. Discrecionalidad y Estado de derecho

En el libro Policía y sociedad democrática, José María Rico recoge, para caracterizar el poder discrecional de la policía, la siguiente definición de Lawfare: «Cualquier toma de decisión que no está estrictamente regida por reglas legales, sino que contiene más bien un elemento significativo de juicio personal«.

La injerencia de este factor de apreciación personal en la discrecionalidad policiaca nos remite a la fórmula descriptiva usada por Carl Schmitt para la que denomina «acción comisarial«, esto es, «actuar según la situación de las cosas«.

El análisis de Carl Schmitt se centra en mostrar el elemento de dictadura que hay en toda acción comisarial, y define, a su vez, la dictadura con estas palabras: «Desde el punto de vista filosófico-jurídico, la esencia de la dictadura está (… ) en la posibilidad general de una separación entre las normas de derecho y las normas de la realización del derecho«.

Los rasgos de Estado de derecho que se atribuyen las democracias terminan en el punto preciso en que entra en juego la discrecionalidad policiaca, y la contraposición usual entre dictadura y democracia se interrumpe y se anula por la mera subsistencia de la policía en las democracias.

 

La discrecionalidad policiaca es una incrustación dictatorial en el Estado de derecho de las democracias

 

La discrecionalidad policiaca es una incrustación dictatorial en el Estado de derecho de las democracias. Es muy cierto que caben muy diversos grados de discrecionalidad, y existe una amplia zona en que el derecho puede imponerle normas restrictivas formalmente precisas e inequívocas.

Así, por ejemplo, y por citar un caso recientemente suscitado, la diferencia entre detención y retención se presta a ser jurídicamente definida y, por tanto, el derecho puede interponer una norma jurídica inequívoca que excluya a la retención de entre las facultades discrecionales de la policía. Pero el punto en que la discrecionalidad policiacay, en consecuencia, la separación entre las normas de derecho y las normas (o más bien, prácticas) de la realización del derecho, que según Schmitt constituye el rasgo definitorio de lo dictatorial– se muestra irreductible a cualquier control interno de la norma jurídica es precisamente el más irreparable: la aplicación de la violencia.

 

El punto en que la discrecionalidad policiaca se muestra irreductible a cualquier control interno de la norma jurídica es precisamente el más irreparable: la aplicación de la violencia

 

Y es que la norma jurídica está sujeta a la discontinuidad inevitable de toda definición lingüística -esto es, a distinciones de si o no-, en tanto que la aplicación discrecional de la violencia, por estar inmersa en el continuo espacio temporal, no admite otro criterio estimativo que el del más o menos. En la aplicación de la violencia, la discrecionalidad policiaca se hurta a cualquier normativa jurídica interna, y sólo puede ser limitada o contenida, por así decirlo, exteriormente.

Así vemos como en el Código de conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, establecido en 1979 por la Asamblea General de las Naciones Unidas y citado en el mismo texto de José María Rico, precisamente el artículo tercero, que se refiere a la aplicación de la violencia, deja intacta la discrecionalidad policiaca, pues dice así: «Los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley podrán usar la fuerza sólo cuando sea estrictamente necesario y en la medida que lo requiera el desempeño de sus tareas«.

Este artículo, como puede apreciarse, no es una norma formalmente jurídica; es, a lo sumo, un mandato prudencial, una recomendación exterior, pues la formulación, «sólo cuando sea estrictamente necesario» no delimita nada definible o mensurable, sino que encubre inevitablemente un «sólo cuando lo estimen estrictamente necesario«.

Resulta, pues, que la última y más conflictiva atribución de la discrecionalidad, o sea, la aplicación de la violencia, queda confiada al mejor o peor criterio de los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, que harán sus propias estimaciones «con arreglo a la situación de las cosas» -por volver a usar la expresión de Schmitt-, lo cual, incluso en los casos que se consideren más correctos y mesurados, comporta una decisión de carácter dictatorial

 

Ni siquiera en este extremo decisivo de la aplicación de la violencia, la discrecionalidad significa necesariamente por lo menos una separación -cuando no una contradicción- entre las prácticas dirigidas al cumplimiento de los fines jurídicos y los fines, jurídicos mismos, que es lo que según el autor citado define la esencia de lo dictatorial.

 

Así pues, ni siquiera en este extremo decisivo de la aplicación de la violencia, la discrecionalidad significa necesariamente por lo menos una separación -cuando no una contradicción- entre las prácticas dirigidas al cumplimiento de los fines jurídicos y los fines, jurídicos mismos, que es lo que según el autor citado define la esencia de lo dictatorial. La expresión «Estado de pleno derecho» no es, pues, más que ingenua palabrería mientras no considere y reconozca la naturaleza irreductiblemente anómala de la discrecionalidad.

 

La «Legislación Motorizada», de la que alertaba -hace décadas- García de Enterría, en su gigantesca realidad actual

 

2. Controles limitadores de la discrecionalidad

El hecho de que la discrecionalidad se sustraiga inevitablemente al imperio de normas jurídicas formalmente precisas, esto es, a normas capaces de delimitar en sí mismo algo inequívocamente definible o mensurable, no hace, sin embargo, en modo alguno, ociosas y vacías las recomendaciones prudenciales que delimiten, por así decirlo, desde el exterior, los alcances posibles de la discrecionalidad. El carácter jurídicamente anómalo de la discrecionalidad hace que el intento se incluya, en cierto modo, entre los que comúnmente se describen con la expresión de «querer poner puertas al campo«, y la dificultad es, en efecto, grande.

Pero no es, ciertamente, de la ignorancia o de la negación de ese carácter anómalo de la discrecionalidad, o de su ocultamiento bajo la confiada expresión de «Estado de derecho«, sino, por el contrario, de su reconocimiento y profundización, de donde pueden desarrollarse prevenciones prudenciales cada vez más escrupulosas y afinadas.

El ya citado texto de José María Rico distingue dos caminos generales de control de la discrecionalidad policiaca: uno, el control interno, o sea, el que los propios cuerpos de la policía puedan ejercer sobre los eventuales excesos de sus propias actuaciones, y dos, el control externo, o sea, el ejercido por otras instancias, como el poder judicial o las asociaciones ciudadanas.

Refiriéndose al control interno, el mismo autor cita una frase de las conclusiones de una encuesta canadiense, que dice como sigue: «El policía comparece ante colegas que comparten fácilmente su punto de vista, son formados en la misma escuela y han tenido todos la misma tentación, consistente en terminar con éxito una investigación gracias a alguna anomalía«. De aquí saca el autor la conclusión de la insuficiencia práctica del control interno.

Pero la frase canadiense no es más que una fórmula débil y eufemística para aludir a una dificultad mucho más positiva y contundente: por medio del control interno, es casi imposible impedir la violencia ilegítima de unos cuerpos investidos de autoridad estatal y, sobre todo, facultados para el ejercicio de la violencia -la cual supone siempre un antagonista virtual-, enormemente superior al de cualquier otro tipo de corporación

El permanente antagonismo virtual que subyace a la unión de unos hombres agrupados por la facultad para ejercer la violencia contra otros hombres tiene la inevitable consecuencia psicológica de que cualquier cuerpo policiaco se constituya en un nosotros sumamente cerrado y solidarioCreo que esta formulación, mucho más drástica que el circunspecto eufemismo canadiense, expresa el verdadero alcance de la insuficiencia de cualquier control interno de la discrecionalidad policiaca.

Pero si pasamos a las posibilidades del control externo vemos que las perspectivas no son mucho mejores.

Está, en primer lugar, la desventaja de cualquier instancia de control, incluida la judicial, en cuanto a facultades de hecho para la investigación

Los jueces dependen normalmente de la propia policía en lo que se refiere a recabar la información primaria para la instrucción de cualquier causa, y tendrían que multiplicarse por mil si pretendiesen investigar personalmente. No digamos cuánto mayor es esta dificultad para agrupaciones ciudadanas, no investidas de autoridad alguna para emprender por sí mismas una investigación.

Está, en segundo lugar, el carácter extraordinariamente privilegiado, frente a cualquier testimonio ciudadano, que se concede al testimonio de la policía, incluso cuando se trata de entredichos referentes a la corrección de sus propias actuaciones.

No hay que ir muy lejos para apreciar el ínfimo y hasta nulo grado de autoridad que se concede al testimonio espontáneo de los ciudadanos civiles: hace muy pocos días lo hemos podido ver en la desautorización a priori, por parte de la mayoría parlamentaria, del vídeo de Reinosa, que recogía testimonios de este origen.

Y está, en tercer lugar, el hecho, mencionado por José María Rico, en relación con encuestas hechas en América, de que cualquier iniciativa de control externo es sentida por los cuerpos policiacos como una injerencia y una hostilización in justa y malevolente, que no hace sino estrechar más todavía la cerrazón, la cohesión y la solidaridad autodefensivas inherentes al espíritu de cuerpo.

 

 

3. El principio de eficacia

El principio de eficacia llevado a ultranza es palmariamente contrario a cualquier delimitación de los alcances de la discrecionalidad. No obstante, hay quienes en defensa de tal delimitación alegan como argumento justamente la mayor eficacia de los usos blandos y comedidos en las actuaciones policiacas. 
 
Pero si se quiere reducir al mínimo el carácter dictatorial de la discrecionalidad policiaca y aproximarla lo más posible a la idea y a las presunciones de un Estado de derecho, ese mayor comedimiento ha de ser defendido por sí mismo, por su propia justicia, al margen de cualesquiera consideraciones de eficacia, es decir, aunque de hecho redundase en una efectiva disminución de la eficacia de las actuaciones policiacas.
 
En este sentido, es tan funesta como irresponsable la habitual práctica de la Prensa, o de la oposición parlamentaria, de acusar mecánicamente a los Gobiernos en el poder de la ineficacia de la policía, pues los Gobiernos acusados no parecen, a su vez, conocer otra respuesta que la no menos electoralista y partidista de aumentar su transigencia con los usos más contundentes, expeditivos y hasta ilegales de la discrecionalidad policiaca, aplazando con ello y, por otra parte sine die, los buenos propósitos en torno a una mayor profesionalización de las fuerzas de orden público, en la que los expertos quieren ver el remedio contra las maneras duras y descomedidas de actuación.
 
La mayor o menor presión del principio de eficacia en las directrices estatales guarda una importante relación con las distintas orientaciones, materialista o formalista, del sentido del derecho en la mentalidad de la ciudadanía.
 
La orientación materialista, que parece ser la dominante, es la que, por ejemplo, con respecto al uso de las armas -por lo demás, totalmente ilegal- en los controles de carreteras, hace una neta distinción valorativa entre los casos en que el coche ametrallado resulta a posteriori ser robado y sus ocupantes resultan ser delincuentes comunes o terroristas, y los casos en que se trata, como suele decirse, de un error. 
 
La sensibilidad pública tiende a reaccionar tan sólo ante estos últimos casos, considerando que en los primeros todo está en regla y es como es debido.
 
Para la concepción formalista del derecho, que es o debe ser la única congruente y valedera en todo sedicente Estado de derecho, tal distinción es totalmente improcedente y ambos casos deben ser medidos por idéntico rasero.
 
Querría yo haber visto cuál habría sido la reacción Popular si en el famoso Caso Almería a no se hubiese tratado de un error y las víctimas hubiesen resultado ser efectivamente terroristas. Mucho me temo que en este supuesto la sensibilidad pública no habría ayudado a llevar la cuestión hasta un procesamiento y una condena, siendo así que ante la correcta concepción formalista del derecho, el crimen habría sido exactamente el mismo.
 
 
El predominio del principio de eficacia en la actitud estatal que se refiere al uso de la discrecionalidad policiaca tiene el efecto deletéreo de fomentar en la ciudadanía la orientación materialista del sentido del derecho, que bajo tal orientación, digámoslo sin más, ni es derecho ni es nada
 
 
El predominio del principio de eficacia en la actitud estatal que se refiere al uso de la discrecionalidad policiaca tiene el efecto deletéreo de fomentar en la ciudadanía la orientación materialista del sentido del derecho, que bajo tal orientación, digámoslo sin más, ni es derecho ni es nada.
 
 
Violencia policial -habitual ya- asociada al ejercicio del Derecho Fundamental de Manifestación
 
 

4. El significado de los uniformes

Para poner siempre a salvo de cualquier menoscabo el prestigio de los cuerpos y fuerzas de orden público se recurre sistemáticamente a una distinción totalmente fraudulenta, que consiste en aislar, cuando son acusadas de incorrectas, las acciones de los agentes singulares, separándolas de la actuación y de la responsabilidad corporativa.

En su reciente comparecencia ante el Congreso, el director general de la Guardia Civil, señor Roldán, se ha agarrado una vez más a esta triquiñuela, al defender como correcta la actuación de la Guardia Civil en Reinosa y negar cualquier extralimitación de las funciones que tiene encomendadas, pero sin perjuicio de comprometerse a corregir por la vía disciplinaria las posibles irregularidades de carácter individual que hayan podido producirse.

Para mostrar lo fraudulento de semejante distinción basta reflexionar sobre el significado de la vigencia pública inherente al uso de uniformes. El uniforme es una credencial corporativa que hace explícitamente abstracción de la individualidad del agente o número singular que lo vista en tal o cual caso concreto, como si dijese a los ciudadanos: «A la vista de este uniforme confíe usted en quien lo lleva y sujétese a sus requerimientos, pues el Estado sale por garante de la legalidad y la corrección de sus intervenciones«.

El uniforme significa, pues, una desindividualización deliberada y explícita de sus portadores singulares, y convierte y ratifica cada actuación individual como una actuación corporativa.

Es cierto que las leyes prescriben que cada agente singular está obligado a dar, a quien se lo requiera, su número de inscripción en el cuerpo correspondiente -dicho sea al margen de las veces en que, de hecho, esté dispuesto a darlo-, pero la clave de la traducción de ese número en un nombre propio y unos apellidos, que permitirían la interposición de una denuncia personal, permanece en manos, de la propia administración del cuerpo, e ignoro si existe tan si quiera una disposición legal complementaria que obligue al cuerpo a proporcionar tal traducción a quien se la demande.

Por lo demás, no existe tan si quiera la posibilidad de recurrir al número del agente, para denunciar, al menos ante el cuerpo, la infracción legal consistente en negarse a darlo.

Para ilustrar más claramente de qué modo la abstracción de la individualidad que comporta el uso de uniformes es una vigencia pública que funciona legalmente, supongamos que un particular le da una bofetada a un agente de orden público uniformado y personalmente desconocido para él con el que se topa por la calle. Si, conducido a la comisaría y ante el juzgado, sostuviese que su acción no iba dirigida contra el guardia en cuanto tal, sino contra la persona singular que estaba en el interior del uniforme y porque lo había rozado en las estrecheces de la acera o porque simplemente le caía gorda su cara, sería extremamente improbable que prosperase la alegación de tal motivo y que su acción fuese calificada como agresión personal y no como atentado a las fuerzas de orden público. En este ejemplo se ve cómo la abstracción de la individualidad que comporta el uniforme funciona plenamente.

Ciertamente es injusto que la incorrecta actuación de un agente, singular salpique a los restantes individuos portadores del mismo uniforme, pero no lo es, en cambio, que el desprestigio recaiga sobre la abstracta totalidad del cuerpo en cuanto tal, por haber fallado en las garantías implícitamente prometidas en el uso de un uniforme. En este sentido, las expresiones consagradas de «manchar, desprestigiar o deshonrar el uniforme» son estereotipos totalmente apropiados y congruentes.

 

El prestigio y la confianza pública de un cuerpo, que son datos de hecho, serán y merecerán ser tanto mayores, cuanto menor sea el número de excepciones singulares a los comportamientos tenidos por correctos

 

Por lo demás, el prestigio y la confianza pública de un cuerpo, son datos de hecho, y serán y merecerán ser tanto mayores, cuanto menor sea el número de excepciones singulares a los comportamientos tenidos por correctos, o sea, cuanto más veraz resulte ser la credencial de garantía corporativa que significa el uniforme.

Considerando, así pues, el peculiar significado del uso de uniformes, no es admisible que se siga apelando a la argucia de decir que los buenos servicios los hace la Guardia Civil como instituto, y las eufemísticamente llamadas «irregularidades» las cometen algunos de los miembros singulares que visten su uniforme, siendo así que lo que ese uniforme está diciendo, por su propio carácter abstractivo, es que quien las comete es la Guardia Civil.

 

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 31 de mayo de 1987

 

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El «Caso Koldo», un ejemplo extremo de la íntima relación existente entre la Corrupción y la «Acción Comisarial»

KOLDO COMO CHIVO EXPIATORIO

¿Hay que recordar que en España la Fiscalía ordenó archivar todas las querellas contra el Gobierno por la gestión de la COVID-19? 

Por José Javier Esparza
Gaceta, 27 DE FEBRERO DE 2024

 

Koldo es la punta del iceberg, sin duda. Lo es incluso físicamente, con esa cabecica como perdida, flotante, sobre un cuerpo demasiado grande. Pero la base del iceberg es más grande todavía, más de lo que parece, y aquí es donde deberíamos mirar. Koldo sólo es la punta del iceberg de la corrupción económica del COVID, que a su vez es la punta del iceberg de la gigantesca, inmensa, descomunal corrupción política y moral que manifestó el poder durante la pandemia. Corrupción del poder y también de la sociedad, porque nada de todo eso habría podido pasar sin el concurso activo de unas sociedades tan estabuladas que parecen haber perdido el más elemental instinto de la libertad personal.

Es una evidencia que el COVID ha servido en todas partes, pero especialmente en Occidente, para ensayar formas inéditas de políticas autoritarias. Control de los individuos y sus movimientos, control de las opiniones disidentes, control de las emociones colectivas, control del comercio y de toda actividad económica, control de las relaciones familiares, control de cualesquiera libertades públicas… El caso de la España covidiana de Sánchez, sin ser el único, es singularmente notorio. Si en España no se llegó a los extremos del Canadá de Trudeau, por ejemplo, donde se intervinieron las cuentas bancarias de los camioneros que protestaban, fue simplemente porque aquí no hubo camioneros. Por cierto que en esta política represiva en nombre de la Salud destacaron llamativamente los cachorros de esa cuadra que el mundo de Davos llama «jóvenes líderes»: Trudeau, Sánchez, Macron, la neozelandesa Jacinda Ardern… todos ellos cortados por el mismo patrón ideológico, esa nebulosa social-liberal envuelta en las etiquetas del progresismo y el globalismo. Si hoy cabe un totalitarismo en Occidente no será el de las masas movilizadas en uniforme del Partido, sino este otro de las masas inmovilizadas por el miedo en una operación de control psicológico colectivo como no se había visto jamás.

En semejante atmósfera de terror a lo invisible (el virus) y sumisión completa al bien supremo (la salud), el poder apenas necesita echar mano de la fuerza pública: ya se encarga el propio ciudadano de reprimirse a sí mismo, de delatar al vecino desafecto o dudoso, de acatar órdenes perfectamente absurdas sin hacer preguntas, de bajar la cabeza con una sonrisa agradecida musitando «sálvame, por favor». Caldo de cultivo idóneo para que los lémures del poder entren a saco en los recursos públicos y roben lo que no está en los escritos. La corrupción económica, que suele crecer en las zonas de sombra del poder, tiende a multiplicarse cuando ese poder es extremo. El poder llega a pensar sinceramente que tiene derecho al abuso. Y en cierto modo es verdad, pues ya no hay derecho: sólo una suerte de Estado de excepción permanente donde el poderoso es la única excepción a la excepción. Pero la corrupción económica es sólo una pequeña parte del iceberg. Lo más oscuro, lo que no se ve porque literalmente no se puede ver, está bajo la superficie: las instrucciones erróneas de la OMS que causaron decenas de miles de muertes, las medidas sanitarias inútiles que sólo servían para que el poder aparentara saber qué hacía, el infame experimento de unas vacunas que no eran lo que nos dijeron y sobre cuyos efectos adversos aún es imperativo guardar silencio… ¿Hay que recordar que en España la Fiscalía ordenó archivar todas las querellas contra el Gobierno por la gestión de la COVID-19? Esa es la parte que no se puede ver porque está prohibido mirarla. El poder la resolvió con un slogan cínico hasta la náusea para hipnotizar a las masas: «Salimos más fuertes». Si, más fuertes; sobre todo, los Koldos.

De manera, en fin, que si pudo haber un Koldo (y esos otros Koldos aún anónimos que por ahí andarán) es porque antes hubo un Illa y un Sánchez y un Simón: unas gentes que aprovecharon la pandemia para abusar de su posición y ejecutar un despliegue de poder descomunal. Un auténtico ejercicio de «gimnasia totalitaria», igual que García Oliver llamaba al terrorismo anarquista «gimnasia revolucionaria». Un ejercicio donde el poder se reservó la potestad de salvar a los ciudadanos con mascarillas a modo de mordaza, vacunas que no lo eran y demás instrumental taumatúrgico. Todo ello, por cierto, vergonzosamente encubierto por unos medios de comunicación que, recordémoslo, formaron parte del gran teatro. Medios que ahora señalan a la cabecica del iceberg —oh, si, tan visible— con la esperanza de que nos pase desapercibido todo lo demás. El Koldo expiatorio (o el Ábalos expiatorio). Pero no, compañeros: de un modo u otro, todos habéis sido Koldo. Cortar esa cabeza os servirá, quizá, para maquillar vuestra mala conciencia, para presentaros ahora como servidores de la verdad. Y bien, sí: caigan Koldo y todos los Koldos que lo merezcan. Pero, después, seguid escarbando. Encontraréis vuestra propia miseria: el día que por treinta monedas decidisteis ser cómplices de un infame experimento de destrucción de la libertad y de la dignidad. Demasiado pecado como para lavarlo sólo con un Koldo.

 

Libertad, de Walter Crane

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LOS PODERES DISCRECIONALES. «Discrecionalidad Técnica de la Administración: Un Caso Real (Sentencia TSJG, 150 /2016)»