LA MEDITACIÓN Y LA RELACIÓN, por Jiddu Krishnamurti

meditacion y relacion

 

La Meditación y la Relación

La meditación no es un escape; no es una actividad que uno practica para aislarse del mundo y encerrarse en sí mismo, sino el acto de comprender el mundo y su comportamiento. El mundo tiene poco que ofrecer aparte de alimento, ropa y techo, y de placer, con su consiguiente desazón y desdicha.

Meditar es vagar, alejándose de este mundo hasta ser un extraño por completo. Entonces el mundo adquiere un sentido, y es constante la belleza de los cielos y de la tierra; entonces el amor no es placer, y de ello emana esa acción que no es resultado de las tensiones y las contradicciones, de la búsqueda de satisfacción personal o de la arrogancia que el poder engendra.

Pero si uno no postula dogma alguno, entonces se encuentra cara a cara con lo que realmente es; y lo que es es pensamiento, placer, dolor y miedo a la muerte. Cuando comprenda usted la estructura de su vivir cotidiano —con su competitividad, su egoísmo, su ambición y su ansia de poder— no sólo verá el absurdo de las teorías, de los salvadores y los gurús, sino que quizá también descubra la terminación del dolor, la terminación de toda la estructura creada por el pensamiento.

Penetrar en esta estructura y comprenderla es meditación. Entonces se dará cuenta de que el mundo no es una ilusión, sino una realidad terrible que el hombre ha construido por su forma de relacionarse con sus semejantes. Es esto lo que se ha de comprender, y no esas teorías suyas del Vedanta, con sus rituales y toda la parafernalia de la religión organizada.

Cuando el hombre es libre, cuando no hay en él ningún motivo de miedo, de envidia o de dolor, sólo entonces se halla la mente en un estado espontáneo de paz y silencio. Entonces puede no sólo percibir la verdad a cada instante en la vida diaria, sino ir más allá de toda percepción; ése es el final de la división entre el observador y lo observado, y por consiguiente el final de toda dualidad.

Al oír estas palabras, señor, obviamente va a convertirlas en una teoría, y si esta nueva teoría es de su agrado, la propagará. Pero lo que propague no será la verdad. Encontrará la verdad sólo cuando esté libre del dolor, de la ansiedad y la agresividad que ahora ocupan su corazón y su mente. Cuando comprenda todo esto y descubra esa bendición llamada amor, se dará cuenta de la verdad de lo que se ha dicho.

Por Jiddu Krishnamurti

La meditación y la Relación

 

La meditación no es un escape; no es una actividad que uno practica para aislarse del mundo y encerrarse en sí mismo, sino el acto de comprender el mundo y su comportamiento. El mundo tiene poco que ofrecer aparte de alimento, ropa y techo, y de placer, con su consiguiente desazón y desdicha.

Meditar es vagar, alejándose de este mundo hasta ser un extraño por completo. Entonces el mundo adquiere un sentido, y es constante la belleza de los cielos y de la tierra; entonces el amor no es placer, y de ello emana esa acción que no es resultado de las tensiones y las contradicciones, de la búsqueda de satisfacción personal o de la arrogancia que el poder engendra.

La habitación tenía vistas a un jardín, y diez o doce metros más abajo fluía expansivo el ancho río, sagrado para algunos, y, para otros, una bella extensión de agua abierta a los cielos y a la gloria de la mañana. Siempre era posible distinguir la otra orilla, con su aldea rodeada de árboles frondosos, y, en esta época, el trigo de invierno recién sembrado. Desde la habitación podía verse el lucero del alba, y al sol elevarse lentamente por encima de los árboles; el río se convertía entonces en un sendero dorado hacia el sol.

Por la noche, cuando la habitación quedaba totalmente a oscuras, la amplia ventana mostraba inmenso el cielo del sur. Una noche, con sonoro batir de alas, un pájaro entró en habitación. Encendí la luz, me levanté, y lo vi bajo la cama. Era un búho. Tenía casi medio metro de alto, los grandes ojos extremadamente abiertos, y un pico espeluznante. Nos observamos fijamente, muy cerca el uno del otro. El búho estaba asustado por la luz y por la proximidad de un ser humano. Nos quedamos mirándonos sin pestañear largo rato, y en ningún momento menguó su porte ni su fiera dignidad. Estaba allí quieto, con las crueles garras, las leves plumas y las alas apretadas fuertemente contra el cuerpo. Hubiera querido alargar la mano y acariciarlo, pero él no lo hubiera permitido. Finalmente apagué la luz. Durante unos instantes la habitación quedó en calma, pero pronto hubo un batir de alas —uno sintió de repente aquel aire en el rostro— y el búho salió volando por la ventana. Nunca volvió.

Era un templo muy antiguo; se decía que tal vez tuviera más de tres mil años, pero ya se sabe que a la gente le gusta exagerar. De lo que no hay duda es de que era viejo. Había sido un templo budista; luego, hace alrededor de siete siglos, había pasado a ser un templo hindú, y un ídolo hindú ocupó entonces el lugar donde antes se hallaba la estatua de Buda. El interior estaba oscuro y se respiraba una atmósfera peculiar. Había salas con el techo sostenido por columnas, largos corredores bellamente esculpidos, y un olor a murciélagos y a incienso.

Los devotos, recién bañados, iban entrando poco a poco con las manos juntas, y recorrían los pasillos, postrándose cada vez que pasaban frente a la imagen, cubierta de sedas brillantes. En el altar más oculto un sacerdote cantaba, y era agradable oír aquel sánscrito tan bien pronunciado. Recitaba sin prisa, y las palabras llegaban con gracia y fluidez desde las profundidades del templo. Había niños, mujeres ancianas y hombres jóvenes. Los profesionales habían sustituido sus pantalones y chaquetas de estilo europeo por «dhotis» y, con las manos juntas y los hombros desnudos, estaban allí, sentados o de pie, en actitud de gran devoción.

Y había una poza llena de agua —una poza sagrada— con una larga fila de escalones que bajaban hasta el fondo, y pilares de roca cincelada a su alrededor. Uno dejaba a su espalda la carretera polvorienta, el ruido ensordecedor, el sol cegador y ardiente, y entraba a la sombra del templo, en el que reinaban la oscuridad y la quietud. No había ni velas ni gente arrodillada, salvo aquellos que hacían su peregrinaje alrededor del altar moviendo silenciosamente los labios en oración.

Un hombre vino a vernos aquella tarde. Dijo que creía fielmente en el Vedanta. Hablaba muy bien el inglés, pues se había educado en una de las universidades del país, y estaba dotado de un intelecto vivo y perspicaz. Era un abogado con una posición económica desahogada, y sus ojos penetrantes le miraban a uno examinándole, midiéndole, y con cierta ansiedad. Aparentemente había leído mucho, incluyendo algo de teología occidental. Era un hombre de mediana edad, alto y más bien delgado, con la dignidad del abogado que ha ganado muchos casos.

Dijo: «Le he oído hablar, y lo que usted expone es puro vedismo extraído de la antigua tradición y adaptado a esta época». Le preguntamos qué entendía él por vedismo, y contestó:

«Señor, nosotros sostenemos que sólo existe Brahma, creador del mundo y de la ilusión del mundo, y el Atman —que existe en todo ser humano— pertenece a ese Brahma. El hombre tiene que despertar de esta conciencia cotidiana de la pluralidad y del mundo manifiesto igual que si despertara de un sueño. Tal como este soñador crea la totalidad de su sueño, la conciencia individual crea la totalidad del mundo manifiesto y de las demás personas. Usted, señor, no explica todo esto, pero sin duda quiere decir lo mismo, pues ha nacido y se ha criado en este país y, aunque ha pasado la mayor parte de su vida en el extranjero, usted forma parte de esta antigua tradición. Esta tierra le ha creado a usted, tanto si le gusta como si no; usted es producto de la India y posee una mente hindú. Sus gestos, esa quietud de estatua que mantiene mientras habla, y su aspecto mismo forman parte de esta antigua herencia. Sus enseñanzas son sin duda continuación de lo que nuestros antecesores han enseñado desde tiempo inmemorial».

 

Dejemos a un lado la idea de si quien le habla es un hindú educado en esta tradición, condicionado por esta cultura, y de si es el compendio de estas antiguas enseñanzas. En primer lugar, él no es hindú, es decir, no pertenece a esta nación ni a la comunidad de los brahmanes, aunque naciera en ella. Él niega que tenga ninguna validez precisamente esa tradición con la que usted lo ha investido; niega que sus enseñanzas sean la continuación de las antiguas, y no ha leído ninguno de los libros sagrados de la India ni de Occidente, puesto que son innecesarios para aquel que se da cuenta de lo que está sucediendo en el mundo: del comportamiento de los seres humanos, con sus teorías interminables, con esa propaganda, que data de hace dos mil o cinco mil años, aceptada a ciegas, y que se ha convertido en la tradición, la verdad, la revelación.

Para este hombre, que se niega total y rotundamente a aceptar la palabra, el símbolo y su condicionamiento, para él la verdad no es un asunto de segunda mano. Si le hubiera escuchado, señor, sabría que él ha dicho desde el principio que aceptar cualquier autoridad es la negación misma de la verdad, y que ha insistido en que uno tiene que dejar atrás toda cultura, tradición o moralidad social. Si le hubiera escuchado, no diría entonces que es hindú o que sus palabras son una continuación modernizada de la antigua tradición, pues él reniega absolutamente del pasado, de sus maestros e intérpretes y de sus teorías y fórmulas.

 

 

La verdad no puede estar en el pasado. La verdad del pasado no es sino las cenizas de la memoria. La memoria pertenece al tiempo, y ¿qué verdad puede haber en las cenizas muertas del ayer? La verdad está viva; no puede estar confinada en los límites del tiempo.

Bien, una vez puesto a un lado todo eso, podemos considerar ahora el asunto básico sobre Brahma, que es lo que usted postula. Su misma aseveración, señor, es con toda seguridad una teoría inventada por una mente imaginativa —ya sea la de Shankara o la de un teólogo erudito de hoy—. Puede que uno tenga una experiencia y la considere prueba irrefutable de la verdad de una teoría; pero es el mismo caso del hombre que, educado y condicionado en el mundo católico, tiene visiones de Cristo. Evidentemente, dichas visiones son la proyección de su propio condicionamiento, y aquellos que se han criado en la tradición de Krishna tienen experiencias y visiones originadas en su cultura. De modo que la experiencia no prueba nada. El reconocer la visión como Krishna o como Cristo es producto del conocimiento condicionado, y, por lo tanto, no es real en absoluto; es una mera fantasía, un mito fortalecido por la experiencia y carente de toda validez.

¿Por qué necesita usted teoría alguna, y por qué postula una creencia? Esa reiterada aseveración de creer en algo es indicio de temor: temor al vivir cotidiano, temor al sufrimiento, temor a la muerte y al sinsentido absoluto de la vida. Al ser consciente de todo ello, uno inventa una teoría, cuyo peso será tanto mayor cuanto más astuta y erudita sea; y al cabo de dos mil o de diez mil años de propaganda, esa teoría, invariable y estúpidamente, se convierte en «la verdad».

Pero si uno no postula dogma alguno, entonces se encuentra cara a cara con lo que realmente es; y lo que es es pensamiento, placer, dolor y miedo a la muerte. Cuando comprenda usted la estructura de su vivir cotidiano —con su competitividad, su egoísmo, su ambición y su ansia de poder— no sólo verá el absurdo de las teorías, de los salvadores y los gurús, sino que quizá también descubra la terminación del dolor, la terminación de toda la estructura creada por el pensamiento.

Penetrar en esta estructura y comprenderla es meditación. Entonces se dará cuenta de que el mundo no es una ilusión, sino una realidad terrible que el hombre ha construido por su forma de relacionarse con sus semejantes. Es esto lo que se ha de comprender, y no esas teorías suyas del Vedanta, con sus rituales y toda la parafernalia de la religión organizada.

Cuando el hombre es libre, cuando no hay en él ningún motivo de miedo, de envidia o de dolor, sólo entonces se halla la mente en un estado espontáneo de paz y silencio. Entonces puede no sólo percibir la verdad a cada instante en la vida diaria, sino ir más allá de toda percepción; ése es el final de la división entre el observador y lo observado, y por consiguiente el final de toda dualidad.

Y ahora le diré que, más allá de todo esto, y sin relación alguna con esta lucha, con esta vanidad y desesperación —y no se trata de una teoría—, hay una corriente que no tiene principio ni fin; un movimiento inconmensurable que la mente nunca podrá apresar.

Al oír estas palabras, señor, obviamente va a convertirlas en una teoría, y si esta nueva teoría es de su agrado, la propagará. Pero lo que propague no será la verdad. Encontrará la verdad sólo cuando esté libre del dolor, de la ansiedad y la agresividad que ahora ocupan su corazón y su mente. Cuando comprenda todo esto y descubra esa bendición llamada amor, se dará cuenta de la verdad de lo que se ha dicho.

Jiddu Krishnamurti
Texto inédito cedido gentilmente por Daniel Herschthal