CAUSAS DE LA INFELICIDAD: (LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD, de Bertrand Russell – 1930): «¿Qué hace desgraciada a la gente?», «Competencia», «Envidia» y «Miedo a la opinión pública»

CAUSAS DE LA INFELICIDAD

CAUSAS DE LA FELICIDAD: (LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD, de Bertrand Russell – 1930): «¿Es todavía posible la felicidad?», «Esfuerzo y resignación» y «El hombre feliz».

 

Creo que podría transformarme y vivir con los animales.
¡Son tan apacibles y dueños de sí mismos!
Me paro a contemplarlos durante tiempo y más tiempo.
No sudan ni se quejan de su suerte, no se pasan la noche en vela,
llorando por sus pecados, no me fastidian hablando de sus deberes
para con Dios.
Ninguno está insatisfecho, a ninguno le enloquece la manía
de poseer cosas.
Ninguno se arrodilla ante otro, ni ante los congéneres
que vivieron hace miles de años.
Ninguno es respetable ni desgraciado en todo el ancho mundo.

WALT WHITMAN

 

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LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD, por Bertrand Russell

PREFACIO

Bertrand Russell

 

Este libro no va dirigido a los eruditos ni a los que consideran que un problema práctico no es más que un tema de conversación. No encontrarán en las páginas que siguen ni filosofías profundas ni erudición profunda. Tan solo me he propuesto reunir algunos comentarios inspirados, confío yo, por el sentido común. Lo único que puedo decir a favor de las recetas que ofrezco al lector es que están confirmadas por mi propia experiencia y observación, y que han hecho aumentar mi propia felicidad siempre que he actuado de acuerdo con ellas. Sobre esta base, me atrevo a esperar que, entre las multitudes de hombres y mujeres que padecen infelicidad sin disfrutar de ello, algunos vean diagnosticada su situación y se les sugiera un método de escape. He escrito este libro partiendo de la convicción de que muchas personas que son desdichadas podrían llegar a ser felices si hacen un esfuerzo bien dirigido.

 

Causas de la infelicidad

1.- ¿Qué hace desgraciada a la gente?

2.- Infelicidad Byroniana

3.- Competencia

4.- Aburrimiento y excitación

5.- Fatiga

6.- Envidia

7.- El sentimiento de pecado

8.- Manía persecutoria

9.- Miedo a la opinión pública

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Causas de la felicidad

10.- ¿Es todavía posible la felicidad?

11.- Entusiasmo

12.- Cariño

13.- La familia

14.- Trabajo

15.- Intereses no personales

16.- Esfuerzo y resignación

17.- El hombre feliz

 

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LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD, por Bertrand Russell

CAUSAS DE LA INFELICIDAD

CAUSAS DE LA INFELICIDAD

-I-

¿Qué hace desgraciada a la gente?

 

Los animales son felices mientras tengan salud y suficiente comida. Los seres humanos, piensa uno, deberían serlo, pero en el mundo moderno no lo son, al menos en la gran mayoría de los casos. Si es usted desdichado, probablemente estará dispuesto a admitir que en esto su situación no es excepcional. Si es usted feliz, pregúntese cuántos de sus amigos lo son. Y cuando haya pasado revista a sus amigos, aprenda el arte de leer rostros; hágase receptivo a los estados de ánimo de las personas con que se encuentra a lo largo de un día normal.

Una marca encuentro en cada rostro; marcas de debilidad, marcas de aflicción… decía Blake. Aunque de tipos muy diferentes, encontrará usted infelicidad por todas partes. Supongamos que está usted en Nueva York, la más típicamente moderna de las grandes ciudades. Párese en una calle muy transitada en horas de trabajo, o en una carretera importante un fin de semana; vacíe la mente de su propio ego y deje que las personalidades de los desconocidos que le rodean tomen posesión de usted, una tras otra. Descubrirá que cada una de estas dos multitudes diferentes tiene sus propios problemas.

En la multitud de horas de trabajo verá usted ansiedad, exceso de concentración, dispepsia, falta de interés por todo lo que no sea la lucha cotidiana, incapacidad de divertirse, falta de consideración hacia el prójimo. En la carretera en fin de semana, verá hombres y mujeres, todos bien acomodados y algunos muy ricos, dedicados a la búsqueda de placer. Esta búsqueda la efectúan todos a velocidad uniforme, la del coche más lento de la procesión; los coches no dejan ver la carretera, y tampoco el paisaje, ya que mirar a los lados podría provocar un accidente; todos los ocupantes de todos los coches están absortos en el deseo de adelantar a otros coches, pero no pueden hacerlo debido a la aglomeración; si sus mentes se desvían de esta preocupación, como les sucede de vez en cuando a los que no van conduciendo, un indescriptible aburrimiento se apodera de ellos e imprime en sus rostros una marca de trivial descontento. De tarde en tarde, pasa un coche cargado de personas de color cuyos ocupantes dan auténticas muestras de estar pasándoselo bien, pero provocan indignación por su comportamiento excéntrico y acaban cayendo en manos de la policía debido a un accidente: pasárselo bien en días de fiesta es ilegal.

O, por ejemplo, observe a las personas que asisten a una fiesta. Todos llegan decididos a alegrarse, con el mismo tipo de férrea resolución con que uno decide no armar un alboroto en el dentista. Se supone que la bebida y el besuqueo son las puertas de entrada a la alegría, así que todos se emborrachan a toda prisa y procuran no darse cuenta de lo mucho que les disgustan sus acompañantes. Tras haber bebido lo suficiente, los hombres empiezan a llorar y a lamentarse de lo indignos que son, en el sentido moral, de la devoción de sus madres. Lo único que el alcohol hace por ellos es liberar el sentimiento de culpa, que la razón mantiene reprimido en momentos de más cordura.

Las causas de estos diversos tipos de infelicidad se encuentran en parte en el sistema social y en parte en la psicología individual (que, por supuesto, es en gran medida consecuencia del sistema social). Ya he escrito en ocasiones anteriores sobre los cambios que habría que hacer en el sistema social para favorecer la felicidad. Pero no es mi intención hablar en este libro sobre la abolición de la guerra, de la explotación económica o de la educación en la crueldad y el miedo. Descubrir un sistema para evitar la guerra es una necesidad vital para nuestra civilización; pero ningún sistema tiene posibilidades de funcionar mientras los hombres sean tan desdichados que el exterminio mutuo les parezca menos terrible que afrontar continuamente la luz del día. Evitar la perpetuación de la pobreza es necesario para que los beneficios de la producción industrial favorezcan en alguna medida a los más necesitados; pero ¿de qué serviría hacer rico a todo el mundo, si los ricos también son desgraciados? La educación en la crueldad y el miedo es mala, pero los que son esclavos de estas pasiones no pueden dar otro tipo de educación. Estas consideraciones nos llevan al problema del individuo: ¿qué puede hacer un hombre o una mujer, aquí y ahora, en medio de nuestra nostálgica sociedad, para alcanzar la felicidad? Al discutir este problema, limitaré mi atención a personas que no están sometidas a ninguna causa externa de sufrimiento extremo. Daré por supuesto que se cuenta con ingresos suficientes para asegurarse alojamiento y comida, y de salud suficiente para hacer posibles las actividades corporales normales. No tendré en cuenta las grandes catástrofes, como la pérdida de todos los hijos o la vergüenza pública. Son cuestiones de las que merece la pena hablar, y son cosas importantes, pero pertenecen a un nivel diferente del de las cosas que pretendo decir. Mi intención es sugerir una cura para la infelicidad cotidiana normal que padecen casi todas las personas en los países civilizados, y que resulta aún más insoportable porque, no teniendo una causa externa obvia, parece ineludible. Creo que esta infelicidad se debe en muy gran medida a conceptos del mundo erróneos, a éticas erróneas, a hábitos de vida erróneos, que conducen a la destrucción de ese entusiasmo natural, ese apetito de cosas posibles del que depende toda felicidad, tanto la de las personas como la de los animales. Se trata de cuestiones que están dentro de las posibilidades del individuo, y me propongo sugerir ciertos cambios mediante los cuales, con un grado normal de buena suerte, se puede alcanzar esta felicidad.

Puede que la mejor introducción a la filosofía por la que quiero abogar sean unas pocas palabras autobiográficas. Yo no nací feliz. De niño, mi himno favorito era «Harto del mundo y agobiado por el peso de mis pecados». A los cinco años se me ocurrió pensar que, si vivía hasta los setenta, hasta entonces solo había soportado una catorceava parte de mi vida, y los largos años de aburrimiento que aún tenía por delante me parecieron casi insoportables. En la adolescencia, odiaba la vida y estaba continuamente al borde del suicidio, aunque me salvó el deseo de aprender más matemáticas. Ahora, por el contrario, disfruto de la vida; casi podría decir que cada año que pasa la disfruto más. En parte, esto se debe a que he descubierto cuáles eran las cosas que más deseaba y, poco a poco, he ido adquiriendo muchas de esas cosas. En parte se debe a que he logrado prescindir de ciertos objetos de deseo —como la adquisición de conocimientos indudables sobre esto o lo otro— que son absolutamente inalcanzables. Pero principalmente se debe a que me preocupo menos por mí mismo. Como otros que han tenido una educación puritana, yo tenía la costumbre de meditar sobre mis pecados, mis fallos y mis defectos. Me consideraba a mí mismo —y seguro que con razón— un ser miserable. Poco a poco aprendí a ser indiferente a mí mismo y a mis deficiencias; aprendí a centrar la atención, cada vez más, en objetos externos: el estado del mundo, diversas ramas del conocimiento, individuos por los que sentía afecto. Es cierto que los intereses externos acarrean siempre sus propias posibilidades de dolor: el mundo puede entrar en guerra, ciertos conocimientos pueden ser difíciles de adquirir, los amigos pueden morir. Pero los dolores de este tipo no destruyen la cualidad esencial de la vida, como hacen los que nacen del disgusto por uno mismo. Y todo interés externo inspira alguna actividad que, mientras el interés se mantenga vivo, es un preventivo completo del ennui. En cambio, el interés por uno mismo no conduce a ninguna actividad de tipo progresivo. Puede impulsar a escribir un diario, a acudir a un psicoanalista, o tal vez a hacerse monje. Pero el monje no será feliz hasta que la rutina del monasterio le haga olvidar su propia alma. La felicidad que él atribuye a la religión podría haberla conseguido haciéndose barrendero, siempre que se viera obligado a serlo para toda la vida. La disciplina externa es el único camino a la felicidad para aquellos desdichados cuya absorción en sí mismos es tan profunda que no se puede curar de ningún otro modo.

Hay varias clases de absorción en uno mismo. Tres de las más comunes son la del pecador, la del narcisista y la del megalómano.

Cuando digo «el pecador» no me refiero al hombre que comete pecados: los pecados los cometemos todos o no los comete nadie, dependiendo de cómo definamos la palabra; me refiero al hombre que está absorto en la conciencia del pecado. Este hombre está constantemente incurriendo en su propia desaprobación, que, si es religioso, interpreta como desaprobación de Dios. Tiene una imagen de sí mismo como él cree que debería ser, que está en constante conflicto con su conocimiento de cómo es. Si en su pensamiento consciente ha descartado hace mucho tiempo las máximas que le enseñó su madre de pequeño, su sentimiento de culpa puede haber quedado profundamente enterrado en el subconsciente y emerger tan solo cuando está dormido o borracho. No obstante, con eso puede bastar para quitarle el gusto a todo. En el fondo, sigue acatando todas las prohibiciones que le enseñaron en la infancia. Decir palabrotas está mal, beber está mal, ser astuto en los negocios está mal y, sobre todo, el sexo está mal. Por supuesto, no se abstiene de ninguno de esos placeres, pero para él están todos envenenados por la sensación de que le degradan. El único placer que desea con toda su alma es que su madre le dé su aprobación con una caricia, como recuerda haber experimentado en su infancia. Como este placer ya no está a su alcance, siente que nada importa: puesto que debe pecar, decide pecar a fondo. Cuando se enamora, busca cariño maternal, pero no puede aceptarlo porque, debido a la imagen que tiene de su madre, no siente respeto por ninguna mujer con la que tenga relaciones sexuales. Entonces, sintiéndose decepcionado, se vuelve cruel, se arrepiente de su crueldad y empieza de nuevo el terrible ciclo de pecado imaginario y remordimiento real. Ésta es la psicología de muchísimos réprobos aparentemente empedernidos. Lo que les hace descarriarse es su devoción a un objeto inalcanzable (la madre o un sustituto de la madre) junto con la inculcación, en los primeros años, de un código ético ridículo. Para estas víctimas de la «virtud» maternal, el primer paso hacia la felicidad consiste en liberarse de la tiranía de las creencias y amores de la infancia.

El narcisismo es, en cierto modo, lo contrario del sentimiento habitual de culpa; consiste en el hábito de admirarse uno mismo y desear ser admirado. Hasta cierto punto, por supuesto, es una cosa normal y no tiene nada de malo. Solo en exceso se convierte en un grave mal. En muchas mujeres, sobre todo mujeres ricas de la alta sociedad, la capacidad de sentir amor está completamente atrofiada, y ha sido sustituida por un fortísimo deseo de que todos los hombres las amen. Cuando una mujer de este tipo está segura de que un hombre la ama, deja de interesarse por él. Lo mismo ocurre, aunque con menos frecuencia, con los hombres; el ejemplo clásico es el protagonista de Las amistades peligrosas. Cuando la vanidad se lleva a estas alturas, no se siente auténtico interés por ninguna otra persona y, por tanto, el amor no puede ofrecer ninguna satisfacción verdadera. Otros intereses fracasan de manera aún más desastrosa. Un narcisista, por ejemplo, inspirado por los elogios dedicados a los grandes pintores, puede estudiar bellas artes; pero como para él pintar no es más que un medio para alcanzar un fin, la técnica nunca le llega a interesar y es incapaz de ver ningún tema si no es en relación con su propia persona. El resultado es el fracaso y la decepción, el ridículo en lugar de la esperada adulación. Lo mismo se aplica a esas novelistas en cuyas novelas siempre aparecen ellas mismas idealizadas como heroínas. Todo éxito verdadero en el trabajo depende del interés auténtico por el material relacionado con el trabajo. La tragedia de muchos políticos de éxito es que el narcisismo va sustituyendo poco a poco al interés por la comunidad y las medidas que defendía. El hombre que solo está interesado en sí mismo no es admirable, y no se siente admirado. En consecuencia, el hombre cuyo único interés en el mundo es que el mundo le admire tiene pocas posibilidades de alcanzar su objetivo. Pero aun si lo consigue, no será completamente feliz, porque el instinto humano nunca es totalmente egocéntrico, y el narcisista se está limitando artificialmente tanto como el hombre dominado por el sentimiento de pecado. El hombre primitivo podía estar orgulloso de ser un buen cazador, pero también disfrutaba con la actividad de la caza. La vanidad, cuando sobrepasa cierto punto, mata el placer que ofrece toda actividad por sí misma, y conduce inevitablemente a la indiferencia y el hastío. A menudo, la causa es la timidez, y la cura es el desarrollo de la propia dignidad. Pero esto solo se puede conseguir mediante una actividad llevada con éxito e inspirada por intereses objetivos.

El megalómano se diferencia del narcisista en que desea ser poderoso antes que encantador, y prefiere ser temido a ser amado. A este tipo pertenecen muchos lunáticos y la mayoría de los grandes hombres de la historia. El afán de poder, como la vanidad, es un elemento importante de la condición humana normal, y hay que aceptarlo como tal; solo se convierte en deplorable cuando es excesivo o va unido a un sentido de la realidad insuficiente. Cuando esto ocurre, el hombre se vuelve desdichado o estúpido, o ambas cosas. El lunático que se cree rey puede ser feliz en cierto sentido, pero ninguna persona cuerda envidiaría esta clase de felicidad. Alejandro Magno pertenecía al mismo tipo psicológico que el lunático, pero poseía el talento necesario para hacer realidad el sueño del lunático. Sin embargo, no pudo hacer realidad su propio sueño, que se iba haciendo más grande a medida que crecían sus logros. Cuando quedó claro que era el mayor conquistador que había conocido la historia, decidió que era un dios. ¿Fue un hombre feliz? Sus borracheras, sus ataques de furia, su indiferencia hacia las mujeres y sus pretensiones de divinidad dan a entender que no lo fue. No existe ninguna satisfacción definitiva en el cultivo de un único elemento de la naturaleza humana a expensas de todos los demás, ni en considerar el mundo entero como pura materia prima para la magnificencia del propio ego. Por lo general, el megalómano, tanto si está loco como si pasa por cuerdo, es el resultado de alguna humillación excesiva. Napoleón lo pasó mal en la escuela porque se sentía inferior a sus compañeros, que eran ricos aristócratas, mientras que él era un chico pobre con beca. Cuando permitió el regreso de los émigrés tuvo la satisfacción de ver a sus antiguos compañeros de escuela inclinándose ante él. ¡Qué felicidad! Sin embargo, esto le hizo desear obtener una satisfacción similar a expensas del zar, y acabó llevándole a Santa Elena. Dado que ningún hombre puede ser omnipotente, una vida enteramente dominada por el ansia de poder tiene que toparse tarde o temprano con obstáculos imposibles de superar. La única manera de impedir que este conocimiento se imponga en la conciencia es mediante algún tipo de demencia, aunque si un hombre es lo bastante poderoso puede encarcelar o ejecutar a los que se lo hagan notar. Así pues, la represión política y la represión en el sentido psicoanalítico van de la mano. Y siempre que existe una represión psicológica muy acentuada, no hay felicidad auténtica. El poder, mantenido dentro de límites adecuados, puede contribuir mucho a la felicidad, pero como único objetivo en la vida conduce al desastre, interior si no exterior. 

Está claro que las causas psicológicas de la infelicidad son muchas y variadas. Pero todas tienen algo en común. La típica persona infeliz es aquella que, habiéndose visto privada de joven de alguna satisfacción normal, ha llegado a valorar este único tipo de satisfacción más que cualquier otro, y por tanto ha encauzado su vida en una única dirección, dando excesiva importancia a los logros y ninguna a las actividades relacionadas con ellos.

Existe, no obstante, una complicación adicional, muy frecuente en estos tiempos. Un hombre puede sentirse tan completamente frustrado que no busca ningún tipo de satisfacción, solo distracción y olvido. Se convierte entonces en un devoto del «placer». Es decir, pretende hacer soportable la vida volviéndose menos vivo. La embriaguez, por ejemplo, es un suicidio temporal; la felicidad que aporta es puramente negativa, un cese momentáneo de la infelicidad. El narcisista y el megalómano creen que la felicidad es posible, aunque pueden adoptar medios erróneos para conseguirla; pero el hombre que busca la intoxicación, en la forma que sea, ha renunciado a toda esperanza, exceptuando la del olvido. En este caso, lo primero que hay que hacer es convencerle de que la felicidad es deseable. 

Las personas que son desdichadas, como las que duermen mal, siempre se enorgullecen de ello. Puede que su orgullo sea como el del zorro que perdió la cola; en tal caso, la manera de curarlas es enseñarles la manera de hacer crecer una nueva cola. En mi opinión, muy pocas personas eligen deliberadamente la infelicidad si ven alguna manera de ser felices. No niego que existan personas así, pero no son bastante numerosas como para tener importancia. Por tanto, doy por supuesto que el lector preferiría ser feliz a ser desgraciado. No sé si podré ayudarle a hacer realidad su deseo; pero desde luego, por intentarlo no se pierde nada.

 

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-III-

Competencia

 

Si le preguntan a cualquier estadounidense, o a cualquier hombre de negocios inglés, qué es lo que más le impide disfrutar de la existencia, contestará «la lucha por la vida». Lo dirá con toda sinceridad; está convencido de ello. En cierto sentido, es verdad; pero en otro, y se trata de un sentido muy importante, es rotundamente falso. La lucha por la vida, desde luego, es algo que ocurre. Puede ocurrirle a cualquiera de nosotros si tiene mala suerte. Le ocurrió, por ejemplo, a Falk, el héroe de Conrad, que se encontró en un barco a la deriva, siendo uno de los dos únicos hombres de la tripulación que disponían de armas de fuego, y con nada de comer excepto los demás hombres. Cuando ambos agotaron la comida en que podían estar de acuerdo, comenzó una auténtica lucha por la vida. Falk venció, pero se hizo vegetariano para el resto de sus días. Ahora bien, no es a esto a lo que se refiere el hombre de negocios cuando habla de «la lucha por la vida». Se trata de una frase inexacta que ha adoptado para dar dignidad a algo básicamente trivial. Pregúntenle a cuántos hombres conoce, con su mismo estilo de vida, que hayan muerto de hambre. Pregúntenle qué les ocurrió a sus amigos que se arruinaron. Todo el mundo sabe que un hombre de negocios arruinado vive mejor, en lo referente a comodidades materiales, que un hombre que nunca ha sido bastante rico como para tener ocasión de arruinarse. Así pues, cuando la gente habla de lucha por la vida, en realidad quieren decir lucha por el éxito. Lo que la gente teme cuando se enzarza en la lucha no es no poder conseguirse un desayuno a la mañana siguiente, sino no lograr eclipsar a sus vecinos.

Es muy curioso que tan pocas personas parezcan darse cuenta de que no están atrapadas en las garras de un mecanismo del que no hay escapatoria, sino que se trata de una noria en la que permanecen simplemente porque no se han percatado de que no les va a llevar a un nivel superior. Estoy pensando, por supuesto, en hombres que andan por los altos caminos del poder, hombres que ya disponen de buenos ingresos y que, si quisieran, podrían vivir con lo que tienen. Hacer eso les parecería vergonzoso, como desertar del ejército a la vista del enemigo, pero si les preguntas a qué causa pública están sirviendo con su trabajo no sabrán qué responder, excepto repitiendo todas las perogrulladas típicas de los anuncios sobre la dureza de la vida.

Consideremos la vida de uno de estos hombres. Podemos suponer que tiene una casa encantadora, una esposa encantadora y unos hijos encantadores. Se levanta por la mañana temprano, cuando ellos aún duermen, y sale a toda prisa hacia su despacho. Allí, su deber es desplegar las cualidades de un gran ejecutivo; cultiva una mandíbula firme, un modo de hablar decidido y un aire de sagaz reserva calculado para impresionar a todo el mundo excepto al botones. Dicta cartas, conversa por teléfono con varias personas importantes, estudia el mercado y, llegada la hora, sale a comer con alguna persona con la que está haciendo o espera hacer un trato. Este mismo tipo de cosas se prolonga durante toda la tarde. Llega a casa cansado, con el tiempo justo para vestirse para la cena. En la cena, él y otros varios hombres cansados tienen que fingir que disfrutan con la compañía de señoras que aún no han tenido ocasión de cansarse. Es imposible predecir cuántas horas tardará el pobre hombre en poder escapar. Por fin, se va a dormir y durante unas pocas horas la tensión se relaja.

La vida laboral de este hombre tiene la psicología de una carrera de cien metros, pero como la carrera en que participa tiene como única meta la tumba, la concentración, que sería adecuada para una carrera de cien metros, llega a ser algo excesiva. ¿Qué sabe este hombre de sus hijos? Los días laborables está en su despacho; los domingos está en el campo de golf. ¿Qué sabe de su mujer? Cuando la deja por la mañana, ella está dormida. Durante toda la velada, él y ella están comprometidos en actos sociales que impiden la conversación íntima. Probablemente, el hombre no tiene amigos que le importen de verdad, aunque hay muchas personas con las que finge una cordialidad que le gustaría sentir. De la primavera y la cosecha solo sabe lo que afecta al mercado; probablemente, ha visto países extranjeros, pero con ojos de total aburrimiento. Los libros le parecen una tontería, y la música cosa de intelectuales. Año tras año, se va encontrando cada vez más solo; su atención se concentra cada vez más y su vida, aparte de los negocios, es cada vez más estéril. He visto algún estadounidense de este tipo, ya de edad madura, en Europa, con su esposa y sus hijas. Evidentemente, éstas habían convencido al pobre hombre de que ya era hora de tomarse unas vacaciones y dar a sus hijas la oportunidad de conocer el Viejo Mundo. La madre y las hijas, extasiadas, le rodean y llaman su atención hacia todo nuevo elemento que les parezca típico. El pater familias, completamente agotado y completamente aburrido, se pregunta qué estarán haciendo en su oficina en ese momento, o qué estará ocurriendo en la liga de béisbol. Al final, sus mujeres dan el caso por perdido y llegan a la conclusión de que todos los varones son unos patanes. Nunca se les ocurre pensar que el hombre es una víctima de la codicia de ellas; y tampoco es esta toda la verdad, como tampoco la costumbre hindú de quemar a las viudas es exactamente lo que parece a los ojos de un europeo. Probablemente, en nueve de cada diez casos, la viuda era una víctima voluntaria, dispuesta a morir quemada para alcanzar la gloria y porque la religión lo exigía. La religión y la gloria del hombre de negocios exigen que gane mucho dinero; por tanto, igual que la viuda hindú, sufre de buena gana el tormento. Para ser feliz, el hombre de negocios estadounidense tiene antes que cambiar de religión. Mientras no solo desee el éxito, sino que esté sinceramente convencido de que el deber de un hombre es perseguir el éxito y que el hombre que no lo hace es un pobre diablo, su vida estará demasiado concentrada y tendrá demasiada ansiedad para ser feliz. Consideremos una cuestión sencilla, como las inversiones. Casi todos los norteamericanos preferirían obtener un 8 por ciento con una inversión arriesgada que un 4 por ciento con una inversión segura. La consecuencia es que se pierde dinero con frecuencia y las preocupaciones y las angustias son constantes. Por mi parte, lo que me gustaría obtener del dinero es tiempo libre y seguridad. Pero lo que quiere obtener el típico hombre moderno es más dinero, con vistas a la ostentación, el esplendor y el eclipsamiento de los que hasta ahora han sido sus iguales. La escala social en Estados Unidos es indefinida y fluctúa continuamente. En consecuencia, todas las emociones esnobistas son más inestables que en los países donde el orden social es fijo; y aunque puede que el dinero no baste por sí mismo para engrandecer a la gente, es difícil ser grande sin dinero. Además, a los cerebros se les mide por el dinero que ganan. Un hombre que gana mucho dinero es un tipo inteligente; el que no lo gana, no lo es. A nadie le gusta que piensen que es tonto. Por tanto, cuando el mercado está inestable, el hombre se siente como los estudiantes durante un examen.

Creo que habría que admitir que en las angustias de un hombre de negocios interviene con frecuencia un elemento de miedo auténtico, aunque irracional, a las consecuencias de la ruina. El Clayhanger de Arnold Bennett, a pesar de su riqueza, seguía teniendo miedo de morir en el asilo. No me cabe duda de que aquellos que en su infancia sufrieron mucho a causa de la pobreza viven atormentados por el terror a que sus hijos sufran de manera similar, y les parece que es casi imposible acumular suficientes millones para protegerse contra ese desastre. Probablemente, estos temores son inevitables en la primera generación, pero es mucho menos probable que afecten a los que nunca han conocido mucha pobreza. En cualquier caso, son un factor secundario y algo excepcional del problema.

La raíz del problema está en la excesiva importancia que se da al éxito competitivo como principal fuente de felicidad. No niego que la sensación de éxito hace más fácil disfrutar de la vida. Un pintor, pongamos por caso, que ha permanecido desconocido durante toda su juventud, seguramente será más feliz si se reconoce su talento. Tampoco niego que el dinero, hasta cierto punto, es muy capaz de aumentar la felicidad; pero más allá de ese punto, no creo que lo haga. Lo que sostengo es que el éxito únicamente puede ser un ingrediente de la felicidad, y saldrá muy caro si para obtenerlo se sacrifican todos los demás ingredientes.

El origen de este problema es la filosofía de la vida predominante en los círculos comerciales. Es cierto que en Europa todavía existen otros círculos con prestigio. En algunos países existe una aristocracia; en todos hay profesiones prestigiosas, y en casi todos los países, excepto en los más pequeños, el ejército y la marina inspiran gran respeto. Pero aunque es cierto que siempre hay un elemento de competencia por el éxito, sea cual fuere la profesión, también es cierto que lo que se respeta no es el mero éxito, sino la excelencia, del tipo que sea, a la que se ha debido el éxito. Un hombre de ciencia puede ganar dinero o no, pero desde luego no es más respetado si lo gana que si no lo gana. A nadie le sorprende enterarse de que un ilustre general o almirante es pobre; de hecho, en tales circunstancias, la pobreza misma es un honor. Por estas razones, en Europa la lucha competitiva puramente monetaria está limitada a ciertos círculos, que posiblemente no son los más influyentes ni los más respetados. En Estados Unidos la situación es distinta. La milicia representa un papel muy poco importante en la vida nacional para que sus valores ejerzan alguna influencia. En cuanto a las profesiones de prestigio, ningún profano puede decir si un médico sabe realmente mucho de medicina o si un abogado sabe mucho de derecho, por lo que resulta más fácil juzgar sus méritos por los ingresos, reflejados en su nivel de vida. Los profesores, por su parte, son servidores a sueldo de los hombres de negocios, y como tales inspiran menos respeto que el que se les rinde en países más antiguos. La consecuencia de todo esto es que en Estados Unidos los profesionales imitan a los hombres de negocios, y no constituyen un tipo aparte como en Europa. Por consiguiente, en todo el sector de las clases acomodadas no hay nada que mitigue la lucha cruda y concentrada por el éxito financiero.

Desde muy jóvenes, los chicos estadounidenses están convencidos de que esto es lo único que importa, y no quieren que se les moleste con formas de educación desprovistas de valor pecuniario. En otro tiempo, la educación estaba concebida en gran parte como una formación de la capacidad de disfrute (me refiero a las formas más delicadas de disfrute, que no son accesibles para la gente completamente inculta). En el siglo XVIII, una de las características del «caballero» era entender y disfrutar de la literatura, la pintura y la música. En la actualidad, podemos no estar de acuerdo con sus gustos, pero al menos eran auténticos. El hombre rico de nuestros tiempos tiende a ser de un tipo muy diferente. Nunca lee. Si decide crear una galería de pintura con el fin de realzar su fama, delega en expertos para elegir los cuadros; el placer que le proporcionan no es el placer de mirarlos, sino el placer de impedir que otros ricos los posean. En cuanto a la música, si es judío puede que sepa apreciarla; si no lo es, será tan inculto como en todas las demás artes. El resultado de todo esto es que no sabe qué hacer con su tiempo libre. El pobre hombre se queda sin nada que hacer como consecuencia de su éxito. Esto es lo que ocurre inevitablemente cuando el éxito es el único objetivo de la vida. A menos que se le haya enseñado qué hacer con el éxito después de conseguirlo, el logro dejará inevitablemente al hombre presa del aburrimiento.

El hábito mental competitivo invade fácilmente regiones que no le corresponden. Consideremos, por ejemplo, la cuestión de la lectura. Existen dos motivos para leer un libro: una, disfrutar con él; la otra, poder presumir de ello. En Estados Unidos se ha puesto de moda entre las señoras leer (o aparentar leer) ciertos libros cada mes; algunas los leen, otras leen el primer capítulo, otras leen las reseñas de prensa, pero todas tienen esos libros encima de sus mesas. Sin embargo, no leen ninguna obra maestra. Jamás se ha dado un mes en que Hamlet o El rey Lear hayan sido seleccionados por los Clubes del Libro; jamás se ha dado un mes en que haya sido necesario saber algo de Dante. En consecuencia, se leen exclusivamente libros modernos mediocres, y nunca obras maestras. Esto también es un efecto de la competencia, puede que no del todo malo, ya que la mayoría de las señoras en cuestión, si se las dejara a su aire, lejos de leer obras maestras, leería libros aún peores que los que seleccionan para ellas sus pastores y maestros literarios.

La insistencia en la competencia en la vida moderna está relacionada con una decadencia general de los criterios civilizados, como debió de ocurrir en Roma después de la era de Augusto. Hombres y mujeres parecen incapaces de disfrutar de los placeres más intelectuales. El arte de la conversación general, por ejemplo, llevado a la perfección en los salones franceses del siglo XVIII, era todavía una tradición viva hace cuarenta años. Era un arte muy exquisito, que ponía en acción las facultades más elevadas para un propósito completamente efímero. Pero ¿a quién le interesa en nuestra época una cosa tan apacible? En China, el arte todavía florecía en toda su perfección hace diez años, pero supongo que, desde entonces, el ardor misionero de los nacionalistas lo habrá barrido por completo hasta hacerlo desaparecer. El conocimiento de la buena literatura, que era universal entre la gente educada hace cincuenta o cien años, está ahora confinado a unos cuantos profesores. Todos los placeres tranquilos han sido abandonados. Unos estudiantes estadounidenses me llevaron a pasear en primavera por un bosque cercano a su universidad; estaba lleno de bellísimas flores silvestres, pero ni uno de mis guías conocía el nombre de una sola de ellas. ¿Para qué les iba a servir semejante conocimiento? No podía aumentar los ingresos de nadie.

El problema no afecta simplemente al individuo, ni puede evitarlo un solo individuo en su propio caso aislado. El problema nace de la filosofía de la vida que todos han recibido, según la cual la vida es una contienda, una competición, en la que solo el vencedor merece respeto. Esta visión de la vida conduce a un cultivo exagerado de la voluntad, a expensas de los sentidos y del intelecto. Aunque es posible que, al decir esto, estemos poniendo el carro delante de los caballos. Los moralistas puritanos han insistido siempre en la importancia de la voluntad en los tiempos modernos, aunque en un principio insistían más aún en la fe. Es posible que la época del puritanismo engendrara una raza en la que la voluntad se había desarrollado en exceso mientras los sentidos y el intelecto quedaban subalimentados, y que dicha raza adoptara la filosofía de la competencia por ser la más adecuada a su carácter. Sea como fuere, el prodigioso éxito de estos modernos dinosaurios que, como sus prototipos prehistóricos, prefieren el poder a la inteligencia, está dando lugar a que todos los imiten: se han convertido en el modelo del hombre blanco en todas partes, y lo más probable es que esto se siga acentuando durante los próximos cien años. Sin embargo, los que no si guen la moda pueden consolarse pensando que, a la larga, los dinosaurios no triunfaron; se exterminaron unos a otros, y los espectadores inteligentes heredaron su reino. Nuestros dinosaurios modernos se están exterminando solos. Por término medio, no tienen más que dos hijos por pareja; no disfrutan de la vida lo suficiente como para desear engendrar hijos. A estas alturas, la sumamente exigente filosofía que han heredado de sus antepasados puritanos ha demostrado no estar adaptada al mundo. Las personas cuyo concepto de la vida hace que sientan tan poca felicidad que no les interesa engendrar hijos están biológicamente condenadas. No tardarán mucho en ser sustituidas por algo más alegre y festivo.

La competencia, considerada como lo más importante de la vida, es algo demasiado triste, demasiado duro, demasiado cuestión de músculos tensos y voluntad firme, para servir como base de la vida durante más de una o dos generaciones, como máximo. Después de ese plazo tiene que provocar fatiga nerviosa, diversos fenómenos de escape, una búsqueda de placeres tan tensa y tan difícil como el trabajo (porque relajarse resulta ya imposible), y al final la desaparición de la estirpe por esterilidad. No es solo el trabajo lo que ha quedado envenenado por la filosofía de la competencia; igualmente envenenado ha quedado el ocio. El tipo de ocio tranquilo y restaurador de los nervios se considera aburrido. Tiene que haber una continua aceleración, cuyo desenlace natural serán las drogas y el colapso. El remedio consiste en reconocer la importancia del disfrute sano y tranquilo en un ideal de vida equilibrado.

 

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-VI-

Envidia

 

Después de la preocupación, una de las causas más poderosas de infelicidad es, probablemente, la envidia. Yo diría que la envidia es una de las pasiones humanas más universales y arraigadas. Es muy aparente en los niños antes de que cumplan un año, y todo educador debe tratarla con muchísimo respeto y cuidado. La más ligera apariencia de que se favorece a un niño a expensas de otro es notada al instante y causa resentimiento. Todo el que trata con niños debe observar una justicia distributiva absoluta, rígida e invariable. Pero los niños son solo un poco más claros que las personas mayores en sus manifestaciones de envidia y de celos (que es una forma especial de la envidia). La emoción tiene tanta fuerza en los adultos como en los niños. Fijémonos, por ejemplo, en las sirvientas; recuerdo que una de las sirvientas de nuestra casa, que estaba casada, quedó embarazada y le dijimos que no debía llevar cargas pesadas; el resultado instantáneo fue que ninguna de las otras quiso ya levantar pesos, y todo el trabajo de este tipo tuvimos que hacerlo nosotros mismos. La envidia es la base de la democracia. Heráclito afirma que habría que ahorcar a todos los habitantes de Éfeso por haber dicho «ninguno de nosotros estará antes que los demás». El movimiento democrático en los estados griegos debió de inspirarse casi por completo en esta pasión. Y lo mismo se puede decir de la democracia moderna. Es cierto que hay una teoría idealista, según la cual la democracia es la mejor forma de gobierno. Yo mismo creo que esta teoría es cierta. Pero no existe ningún aspecto de la política práctica en el que las teorías idealistas tengan fuerza suficiente para provocar grandes cambios; cuando se producen grandes cambios, las teorías que los justifican son siempre un camuflaje de la pasión. Y la pasión que ha dado impulso a las teorías democráticas es, sin duda, la pasión de la envidia. Lean ustedes las memorias de madame Roland, a quien se representa con frecuencia como una noble mujer inspirada por el amor al pueblo. Descubrirán que lo que la convirtió en una demócrata tan vehemente fue que la hicieran entrar por la puerta de servicio cada vez que visitaba una mansión aristocrática.

Entre las mujeres respetables normales, la envidia desempeña un papel extraordinariamente importante. Si va usted sentado en el metro y entra en el vagón una mujer elegantemente vestida, fíjese cómo la miran las demás mujeres. Verá que todas ellas, con la posible excepción de las que van mejor vestidas, le dirigen miradas malévolas y se esfuerzan por sacar conclusiones denigrantes. La afición al escándalo es una manifestación de esta malevolencia general: cualquier chisme acerca de cualquier otra mujer es creído al instante, aun con las pruebas más nimias. La moralidad elevada cumple el mismo propósito: los que tienen ocasión de pecar contra ella son envidiados, y se considera virtuoso castigarlos por sus pecados. Esta modalidad particular de virtud resulta, desde luego, gratificante por sí misma.

Sin embargo, en los hombres se observa exactamente lo mismo, con la única diferencia de que las mujeres consideran a todas las demás mujeres como competidoras, mientras que los hombres, por regla general, solo experimentan este sentimiento hacia los hombres de su misma profesión. ¿Alguna vez el lector ha cometido la imprudencia de alabar a un artista delante de otro artista? ¿Ha elogiado a un político ante otro político del mismo partido? ¿Ha hablado bien de un egiptólogo delante de otro egiptólogo? Si lo ha hecho, apuesto cien contra uno a que provocó una explosión de celos. En la correspondencia entre Leibniz y Huyghens hay numerosas cartas en que se lamenta el supuesto hecho de que Newton se había vuelto loco. «¿No es triste», se decían uno a otro, «que el genio incomparable del señor Newton haya quedado nublado por la pérdida de la razón?». Y aquellos dos hombres eminentes, en una carta tras otra, lloraban lágrimas de cocodrilo con evidente regodeo. Lo cierto es que la desgracia que tan hipócritamente lamentaban no había ocurrido, aunque unas cuantas muestras de comportamiento excéntrico habían dado origen al rumor.

Entre todas las características de la condición humana normal, la envidia es la más lamentable; la persona envidiosa no solo desea hacer daño, y lo hace siempre que puede con impunidad; además, la envidia la hace desgraciada. En lugar de obtener placer de lo que tiene, sufre por lo que tienen los demás. Si puede, privará a los demás de sus ventajas, lo que para él es tan deseable como conseguir esas mismas ventajas para sí mismo. Si se deja rienda suelta a esta pasión, se vuelve fatal para todo lo que sea excelente, e incluso para las aplicaciones más útiles de las aptitudes excepcionales. ¿Por qué un médico ha de ir en coche a visitar a sus pacientes, cuando un obrero tiene que ir andando a trabajar? ¿Por qué se ha de permitir que un investigador científico trabaje en un cuarto con calefacción, cuando otros tienen que padecer la inclemencia de los elementos? ¿Por qué un hombre que posee algún raro talento, de gran importancia para el mundo, ha de librarse de las tareas domésticas más fastidiosas? La envidia no encuentra respuesta a estas preguntas. Sin embargo, y por fortuna, existe en la condición humana una pasión que compensa esto: la admiración. Quien desee aumentar la felicidad humana debe procurar aumentar la admiración y reducir la envidia.

¿Existe algún remedio para la envidia? Para el santo, el remedio es la abnegación, aunque entre los mismos santos no es imposible tener envidia de otros santos. Dudo mucho de que a san Simeón el Estilita le hubiera alegrado de verdad saber que había otro santo que había aguantado aún más tiempo sobre una columna aún más delgada. Pero, dejando aparte a los santos, la única cura contra la envidia en el caso de hombres y mujeres normales es la felicidad, y el problema es que la envidia constituye un terrible obstáculo para la felicidad. Yo creo que la envidia se ve enormemente acentuada por los contratiempos sufridos en la infancia. El niño que advierte que prefieren a su hermano o a su hermana adquiere el hábito de la envidia, y cuando sale al mundo va buscando injusticias de las que proclamarse víctima; si ocurren, las percibe al instante, y si no ocurren, se las imagina. Inevitablemente, un hombre así es desdichado, y se convierte en una molestia para sus amigos, que no pueden estar siempre atentos para evitar desaires imaginarios. Habiendo empezado por creer que nadie le quiere, su conducta acaba por hacer realidad su creencia. Otro contratiempo de la infancia que produce el mismo resultado es tener padres sin mucho espíritu paternal. Aunque no haya hermanos injustamente favorecidos, el niño puede percibir que los niños de otras familias son más queridos por sus padres que él por los suyos. Esto le hará odiar a los otros niños y a sus propios padres, y cuando crezca se sentirá como Ismael. Hay ciertos tipos de felicidad a los que todos tienen derecho por nacimiento, y los que se ven privados de ellos casi siempre se vuelven retorcidos y amargados.

Pero el envidioso puede decir: «¿De qué sirve decirme que el remedio de la envidia es la felicidad? Yo no puedo ser feliz mientras siga sintiendo envidia, y viene usted a decirme que no puedo dejar de ser envidioso hasta que sea feliz». Pero la vida real nunca es tan lógica. Solo con darse cuenta de las causas de los sentimientos envidiosos ya se ha dado un paso gigantesco hacia su curación. El hábito de pensar por medio de comparaciones es fatal. Cuando nos ocurre algo agradable, hay que disfrutarlo plenamente, sin pararse a pensar que no es tan agradable como alguna otra cosa que le puede ocurrir a algún otro. «», dirá el envidioso, «hace un día espléndido y es primavera y los pájaros cantan y las flores se abren, pero tengo entendido que la primavera en Sicilia es mil veces más bella, que los pájaros cantan mucho mejor en las arboledas del Helicón y que las rosas de Sharon son mucho más bonitas que las de mi jardín». Y solo por pensar esto, el sol se le nubla y el canto de los pájaros se convierte en un chirrido estúpido y las flores no vale la pena ni mirarlas. Del mismo modo trata todas las demás alegrías de la vida. «», se dirá, «la mujer de mi corazón es encantadora, y yo la quiero y ella me quiere, pero ¡cuánto más exquisita debió de ser la reina de Saba! ¡Ah, si yo hubiera tenido las oportunidades que tuvo Salomón!». Todas estas comparaciones son absurdas y tontas; lo mismo da que la causa de nuestro descontento sea la reina de Saba o que lo sea el vecino de al lado. Para el sabio, lo que se tiene no deja de ser agradable porque otros tengan otras cosas. En realidad, la envidia es un tipo de vicio en parte moral y en parte intelectual, que consiste en no ver nunca las cosas tal como son, sino en relación con otras. Supongamos que yo gano un salario suficiente para mis necesidades. Debería estar satisfecho, pero me entero de que algún otro, que no es mejor que yo en ningún aspecto, gana el doble. Al instante, si soy de condición envidiosa, la satisfacción que debería producirme lo que tengo se esfuma, y empiezo a ser devorado por una sensación de injusticia. La cura adecuada para todo esto es la disciplina mental, el hábito de no pensar pensamientos inútiles. Al fin y al cabo, ¿qué es más envidiable que la felicidad? Y si puedo curarme de la envidia, puedo lograr la felicidad y convertirme en envidiable. Seguro que al hombre que gana el doble que yo le tortura pensar que algún otro gana el doble que él, y así sucesivamente. Si lo que deseas es la gloria, puedes envidiar a Napoleón. Pero Napoleón envidiaba a César, César envidiaba a Alejandro y Alejandro, me atrevería a decir, envidiaba a Hércules, que nunca existió. Por tanto, no es posible librarse de la envidia solo por medio del éxito, porque siempre habrá en la historia o en la leyenda alguien con más éxito aún que tú. Podemos librarnos de la envidia disfrutando de los placeres que salen a nuestro paso, haciendo el trabajo que uno tiene que hacer y evitando las comparaciones con los que suponemos, quizá muy equivocadamente, que tienen mejor suerte que uno.

La modestia innecesaria tiene mucho que ver con la envidia. La modestia se considera una virtud, pero personalmente dudo mucho de que, en sus formas más extremas, se deba considerar tal cosa. La gente modesta necesita tener mucha seguridad, y a menudo no se atreve a intentar tareas que es perfectamente capaz de realizar. La gente modesta se cree eclipsada por las personas con que trata habitualmente. En consecuencia, es especialmente propensa a la envidia y, por la vía de la envidia, a la infelicidad y la mala voluntad. Por mi parte, creo que no tiene nada de malo educar a un niño de manera que se crea un tipo estupendo. No creo que ningún pavo real envidie la cola de otro pavo real, porque todo pavo real está convencido de que su cola es la mejor del mundo. La consecuencia es que los pavos reales son aves apacibles. Imagínense lo desdichada que sería la vida de un pavo real si se le hubiera enseñado que está mal tener buena opinión de sí mismo. Cada vez que viera a otro pavo real desplegar su cola, se diría: «No debo ni pensar que mi cola es mejor que ésa, porque eso sería de presumidos, pero ¡cómo me gustaría que lo fuera! ¡Ese odioso pavo está convencido de que es magnífico! ¿Le arranco unas cuantas plumas? Así ya no tendría que preocuparme de que me compararan con él». Hasta puede que le tendiera una trampa para demostrar que era un mal pavo real, de conducta indigna de un pavo real, y denunciarlo a las autoridades. Poco a poco, establecería el principio de que los pavos reales con colas especialmente bellas son casi siempre malos, y que los buenos gobernantes del reino de los pavos reales deberían favorecer a las aves humildes, con solo unas cuantas plumas fláccidas en la cola. Una vez establecido este principio, haría condenar a muerte a los pavos más bellos, y al final las colas espléndidas serían solo un borroso recuerdo del pasado. Así es la victoria de la envidia disfrazada de moralidad. Pero cuando todo pavo real se cree más espléndido que los demás, toda esa represión es innecesaria. Cada pavo real espera ganar el primer premio en el concurso, y cada uno, viendo la pava que le ha tocado en suerte, está convencido de haberlo ganado.

La envidia, por supuesto, está muy relacionada con la competencia. No envidiamos la buena suerte que consideramos totalmente fuera de nuestro alcance. En las épocas en que la jerarquía social es fija, las clases bajas no envidian a las clases altas, ya que se cree que la división en pobres y ricos ha sido ordenada por Dios. Los mendigos no envidian a los millonarios, aunque desde luego envidiarán a otros mendigos con más suerte que ellos. La inestabilidad de la posición social en el mundo moderno y la doctrina igualitaria de la democracia y el socialismo han ampliado enormemente la esfera de la envidia. Por el momento, esto es malo, pero se trata de un mal que es preciso soportar para llegar a un sistema social más justo. En cuanto se piensa racionalmente en las desigualdades, se comprueba que son injustas a menos que se basen en algún mérito superior. Y en cuanto se ve que son injustas, la envidia resultante no tiene otro remedio que la eliminación de la injusticia. Por eso en nuestra época la envidia desempeña un papel tan importante. Los pobres envidian a los ricos, las naciones pobres envidian a las ricas, las mujeres envidian a los hombres, las mujeres virtuosas envidian a las que, sin serlo, quedan sin castigo. Aunque es cierto que la envidia es la principal fuerza motriz que conduce a la justicia entre las diferentes clases, naciones y sexos, también es cierto que la clase de justicia que se puede esperar como consecuencia de la envidia será, probablemente, del peor tipo posible, consistente más bien en reducir los placeres de los afortunados y no en aumentar los de los desfavorecidos. Las pasiones que hacen estragos en la vida privada también hacen estragos en la vida pública. No hay que suponer que algo tan malo como la envidia pueda producir buenos resultados. Así pues, los que por razones idealistas desean cambios profundos en nuestro sistema social y un gran aumento de la justicia social, deben confiar en que sean otras fuerzas distintas de la envidia las que provoquen los cambios.

Todas las cosas malas están relacionadas entre sí, y cualquiera de ellas puede ser la causa de cualquiera de las otras; la fatiga, en concreto, es una causa muy frecuente de envidia. Cuando un hombre se siente incapacitado para el trabajo que tiene que hacer, siente un descontento general que tiene muchísimas probabilidades de adoptar la forma de envidia hacia los que tienen un trabajo menos exigente. Así pues, una de las maneras de reducir la envidia consiste en reducir la fatiga. Pero lo más importante, con gran diferencia, es procurarse una vida que sea satisfactoria para los instintos. Muchas envidias que parecen puramente profesionales tienen, en realidad, un motivo sexual. Un hombre que sea feliz en su matrimonio y con sus hijos no es probable que sienta mucha envidia de otros por su riqueza o por sus éxitos, siempre que él tenga lo suficiente para criar a sus hijos del modo que considera adecuado. Los elementos esenciales de la felicidad humana son simples, tan simples que las personas sofisticadas no son capaces de admitir qué es lo que realmente les falta. Las mujeres de las que hablábamos antes, que miran con envidia a toda mujer bien vestida, no son felices en su vida instintiva, de eso podemos estar seguros. La felicidad instintiva es rara en el mundo anglófono, y sobre todo entre las mujeres. En este aspecto, la civilización parece haber equivocado el camino. Si se quiere que haya menos envidia, habrá que encontrar la manera de remediar esta situación; y si no se encuentra esa manera, nuestra civilización corre el peligro de acabar destruida en una orgía de odio. En la Antigüedad, la gente solo envidiaba a sus vecinos, porque sabía muy poco del resto del mundo. Ahora, gracias a la educación y a la prensa, todos saben mucho, aunque de un modo abstracto, sobre grandes sectores de la humanidad de los que no conocen ni a un solo individuo. Gracias al cine, creen que saben cómo viven los ricos; gracias a los periódicos, saben mucho de la maldad de las naciones extranjeras; gracias a la propaganda, se enteran de los hábitos nefastos de los que tienen la piel con una pigmentación distinta de la suya. Los amarillos odian a los blancos, los blancos odian a los negros, y así sucesivamente. Habrá quien diga que todo este odio está incitado por la propaganda, pero ésta es una explicación bastante superficial. ¿Por qué la propaganda es mucho más efectiva cuando incita al odio que cuando intenta promover sentimientos amistosos? La razón, evidentemente, es que el corazón humano, tal como lo ha moldeado la civilización moderna, es más propenso al odio que a la amistad. Y es propenso al odio porque está insatisfecho, porque siente en el fondo de su ser, tal vez incluso subconscientemente, que de algún modo se le ha escapado el sentido de la vida, que seguramente otros que no somos nosotros han acaparado las cosas buenas que la naturaleza ofrece para disfrute de los hombres. La suma positiva de placeres en la vida de un hombre moderno es, sin duda, mayor que en las comunidades más primitivas, pero la conciencia de lo que podría ser ha aumentado mucho más. La próxima vez que lleve a sus hijos al parque zoológico, fíjese en los ojos de los monos: cuando no están haciendo ejercicios gimnásticos o partiendo nueces, muestran una extraña tristeza cansada. Casi se podría pensar que querrían convertirse en hombres, pero no pueden descubrir el procedimiento secreto para lograrlo. En el curso de la evolución se equivocaron de camino; sus primos siguieron avanzando y ellos se quedaron atrás. En el alma del hombre civilizado parece haber penetrado parte de esa misma tensión y angustia. Sabe que existe algo mejor que él y que está casi a su alcance; pero no sabe dónde buscarlo ni cómo encontrarlo. Desesperado, se lanza furioso contra el prójimo, que está igual de perdido y es igual de desdichado. Hemos alcanzado una fase de la evolución que no es la fase final. Hay que atravesarla rápidamente, porque, si no, casi todos pereceremos por el camino y los demás quedarán perdidos en un bosque de dudas y miedos. Así pues, la envidia, por mala que sea y por terribles que sean sus efectos, no es algo totalmente diabólico. En parte, es la manifestación de un dolor heroico, el dolor de los que caminan a ciegas por la noche, puede que hacia un refugio mejor, puede que hacia la muerte y la destrucción. Para encontrar el camino que le permita salir de esta desesperación, el hombre civilizado debe desarrollar su corazón, tal como ha desarrollado su cerebro. Debe aprender a trascender de sí mismo, y de este modo adquirirá la libertad del universo.

 

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-IX-

Miedo a la opinión pública

 

Muy pocas personas pueden ser felices sin que su modo de vida y su concepto del mundo sean aprobados, en términos generales, por las personas con las que mantienen relaciones sociales y, muy especialmente, por las personas con que viven. Una peculiaridad de las comunidades modernas es que están divididas en sectores que difieren mucho en cuestiones de moral y creencias. Esta situación comenzó con la Reforma, o tal vez con el Renacimiento, y se ha ido acentuando desde entonces. Había protestantes y católicos que no solo tenían diferencias en asuntos de teología, sino en muchas cuestiones prácticas. Había aristócratas que se permitían hacer ciertas cosas que no eran toleradas entre la burguesía. Después, hubo latitudinarios y librepensadores que no aceptaban la imposición de un culto religioso. En nuestros tiempos, y a todo lo ancho del continente europeo, existe una profunda división entre socialistas y no socialistas, que no solo afecta a la política sino a casi todos los aspectos de la vida. En los países de habla inglesa, las divisiones son muy numerosas. En algunos sectores se admira el arte y en otros se lo considera diabólico, sobre todo si es moderno. En ciertos sectores, la devoción al imperio es la virtud suprema, en otros se considera un vicio y en otros una estupidez. Para las personas convencionales, el adulterio es uno de los peores delitos, pero grandes sectores de la población lo considera excusable, y hasta positivamente encomiable. El divorcio está absolutamente prohibido para los católicos, pero casi todos los no católicos lo consideran un alivio necesario del matrimonio.

Debido a todas estas diferencias de criterio, una persona con ciertos gustos y convicciones puede verse rechazada como un paria cuando vive en un ambiente, aunque en otro ambiente sería aceptada como un ser humano perfectamente normal. Así se origina una gran cantidad de infelicidad, sobre todo en los jóvenes. Un chico o una chica capta de algún modo las ideas que están en el aire, pero se encuentra con que esas ideas son anatema en el ambiente particular en que vive. Es fácil que a los jóvenes les parezca que el único entorno con el que están familiarizados es representativo del mundo entero. Les cuesta creer que, en otro lugar o en otro ambiente, las opiniones que ellos no se atreven a expresar por miedo a que se les considere totalmente perversos serían aceptadas como cosa normal de la época. Y de este modo, por ignorancia del mundo, se sufre mucha desgracia innecesaria, a veces solo en la juventud, pero muchas veces durante toda la vida. Este aislamiento no solo es una fuente de dolor, sino que además provoca un enorme gasto de energía en la innecesaria tarea de mantener la independencia mental frente a un entorno hostil, y en el 99 por ciento de los casos ocasiona cierto reparo a seguir las ideas hasta sus conclusiones lógicas. Las hermanas Brontë nunca conocieron a nadie que congeniara con ellas hasta después de publicar sus libros. Esto no afectó a Emily, que tenía un temperamento heroico y grandilocuente, pero sí que afectó a Charlotte, que, a pesar de su talento, siempre mantuvo una actitud muy similar a la de una institutriz. También Blake, como Emily Brontë, vivió en un aislamiento mental extremo, pero al igual que ella poseía la grandeza suficiente para superar sus malos efectos, ya que jamás dudó de que él tenía razón y sus críticos se equivocaban. Su actitud hacia la opinión pública está expresada en estos versos:

El único hombre que he conocido

que no me hacía casi vomitar

ha sido Fuseli: era mitad turco y mitad judío.

Así que, queridos amigos cristianos, ¿cómo os va?

 

Pero no hay muchas personas cuya vida interior tenga este grado de fuerza. Casi todo el mundo necesita un entorno amistoso para ser feliz. La mayoría, por supuesto, se encuentra a gusto en el ambiente en que le ha tocado vivir. Han asimilado de jóvenes los prejuicios más en boga y se adaptan instintivamente a las creencias y costumbres que encuentran a su alrededor. Pero para una gran minoría, que incluye a prácticamente todos los que tienen algún mérito intelectual o artístico, esta actitud de aquiescencia es imposible. Una persona nacida, por ejemplo, en una pequeña aldea rural se encontrará desde la infancia rodeada de hostilidad contra todo lo necesario para la excelencia mental. Si quiere leer libros serios, los demás niños se reirán de él y los maestros le dirán que esas obras pueden trastornarle. Si le interesa el arte, sus coetáneos le considerarán afeminado, y sus mayores dirán que es inmoral. Si quiere seguir una profesión, por muy respetable que sea, que no haya sido común en el círculo al que pertenece, se le dice que está siendo presuntuoso y que lo que estuvo bien para su padre también debería estar bien para él. Si muestra alguna tendencia a criticar las creencias religiosas o las opiniones políticas de sus padres, es probable que se meta en graves apuros. Por todas estas razones, la adolescencia es una época de gran infelicidad para casi todos los chicos y chicas con talentos excepcionales. Para sus compañeros más vulgares puede ser una época de alegría y diversión, pero ellos quieren algo más serio, que no pueden encontrar ni entre sus mayores ni entre sus coetáneos del entorno social concreto en que el azar les hizo nacer.

Cuando estos jóvenes van a la universidad, es muy probable que encuentren almas gemelas y disfruten de unos años de gran felicidad. Si tienen suerte, al salir de la universidad pueden encontrar algún tipo de trabajo que les siga ofreciendo la oportunidad de elegir compañeros con gustos similares; un hombre inteligente que viva en una ciudad tan grande como Londres o Nueva York casi siempre puede encontrar un entorno con el que congeniar, en el que no sea necesario reprimirse ni portarse con hipocresía. Pero si su trabajo le obliga a vivir en una población pequeña y, sobre todo, si necesita conservar el respeto de la gente corriente, como ocurre por ejemplo con los médicos y abogados, puede verse obligado durante casi toda su vida a ocultar sus verdaderos gustos y convicciones a la mayoría de las personas con que trata a lo largo del día. Esta situación se da mucho en Estados Unidos, debido a la gran extensión del país. En los lugares más improbables, al norte, al sur, al este y al oeste, uno encuentra individuos solitarios que saben, gracias a los libros, que existen lugares en los que no estarían solos, pero que no tienen ninguna oportunidad de vivir en dichos lugares, y solo muy de vez en cuando pueden hablar con alguien que piense como ellos. En estas circunstancias, la auténtica felicidad es imposible para los que no están hechos de una pasta tan extraordinaria como la de Blake y Emily Brontë. Si se quiere conseguir, hay que encontrar alguna manera de reducir o eludir la tiranía de la opinión pública, y que permita a los miembros de la minoría inteligente conocerse unos a otros y disfrutar de la compañía mutua.

En muchísimos casos, una timidez injustificada agrava el problema más de lo necesario. La opinión pública siempre es más tiránica con los que la temen obviamente que con los que se muestran indiferentes a ella. Los perros ladran más fuerte y están más dispuestos a morder a las personas que les tienen miedo que a los que los tratan con desprecio, y el rebaño humano es muy parecido en este aspecto. Si se nota que les tienes miedo, les estás prometiendo una buena cacería, pero si te muestras indiferente empiezan a dudar de su propia fuerza y por tanto tienden a dejarte en paz. Desde luego, no estoy hablando de las formas extremas de disidencia. Si defiendes en Kensington las ideas que son convencionales en Rusia, o en Rusia las ideas convencionales en Kensington, tendrás que atenerte a las consecuencias. No estoy pensando en estos casos extremos, sino en rupturas mucho más suaves con lo convencional, como no vestirse correctamente, pertenecer a cierta iglesia o abstenerse de leer libros inteligentes. Estas salidas de lo convencional, si se hacen alegremente y sin darles importancia, no en plan provocador sino con espontaneidad, acaban tolerándose incluso en las sociedades más convencionales. Poco a poco, se puede ir adquiriendo la posición de lunático con licencia, al que se le permiten cosas que en otra persona se considerarían imperdonables. En gran medida, es cuestión de simpatía y buen carácter. A las personas convencionales les enfurece lo que se sale de la norma, principalmente porque consideran estas desviaciones como una crítica contra ellas. Pero perdonarán muchas excentricidades a quien se muestre tan jovial y amistoso que deje claro, hasta para los más idiotas, que no tiene intención de criticarlos.

Sin embargo, este método de escapar a la censura es imposible para muchos, cuyos gustos u opiniones les granjean la antipatía del rebaño. Su falta de simpatía les hace sentirse a disgusto y adoptar una actitud beligerante, aunque guarden las apariencias o se las arreglen para evitar los temas espinosos. Y así, las personas que no están en armonía con las convenciones de su entorno social tienden a ser irritables y difíciles de contentar, y suelen carecer de buen humor expansivo. Estas mismas personas, transportadas a otro entorno donde sus puntos de vista no se considerasen raros, cambiarían por completo de carácter aparente. Dejarían de ser serias, tímidas y reservadas, y se volverían alegres y seguras de sí mismas; dejarían de ser ásperas y se volverían suaves y de trato agradable; dejarían de vivir centradas en sí mismas para volverse sociables y extravertidas.

Así pues, siempre que sea posible, los jóvenes que no se sienten en armonía con su entorno deberían procurar elegir una profesión que les dé oportunidades de encontrar compañía similar a ellos, aun cuando esto signifique una considerable pérdida de ingresos. Con frecuencia, ni siquiera saben que esto es posible, porque su conocimiento del mundo es muy limitado y puede que piensen que los prejuicios habituales en su casa son universales. Ésta es una cuestión en la que los mayores podrían ayudar mucho a los jóvenes, ya que para ello es imprescindible tener mucha experiencia de la humanidad.

En esta época del psicoanálisis es habitual suponer que si algún joven no está en armonía con su entorno, tiene que deberse a algún trastorno psicológico. En mi opinión, esto es un completo error. Supongamos, por ejemplo, que los padres de un joven creen que la teoría de la evolución es abominable. En un caso así, solo se necesita inteligencia para discrepar de ellos. No estar en armonía con el propio entorno es una desgracia, de acuerdo, pero no siempre es una desgracia que haya que evitar a toda costa. Cuando el entorno es estúpido, lleno de prejuicios o cruel, no estar en armonía con él es un mérito. Y estas características se dan, en cierta medida, en casi todos los entornos. Galileo y Kepler tenían «ideas peligrosas», como se dice en Japón, y lo mismo les ocurre a los hombres más inteligentes de nuestros tiempos. No conviene que el sentido social esté tan desarrollado que haga que hombres así teman la hostilidad social que podrían provocar sus opiniones. Lo deseable es encontrar maneras de conseguir que esa hostilidad sea lo más ligera e ineficaz posible.

En el mundo moderno, la parte más importante de este problema surge en la juventud. Si un hombre ya está ejerciendo la profesión adecuada en el entorno adecuado, en la mayoría de los casos logrará escapar de la persecución social, pero mientras sea joven y sus méritos no estén demostrados, se expone a estar a merced de ignorantes que se consideran capaces de juzgar en asuntos de los que no saben nada, y que se escandalizan si se les insinúa que una persona tan joven puede saber más que ellos, con toda su experiencia del mundo. Muchas personas que han logrado al fin escapar de la tiranía de la ignorancia han tenido que luchar tanto y durante tanto tiempo contra la represión, que al final acaban amargados y con la energía debilitada. Existe la cómoda idea de que el genio siempre logra abrirse camino; y apoyándose en esta doctrina, mucha gente considera que la persecución del talento juvenil no puede hacer mucho daño. Pero no existe base alguna para aceptar esa idea. Es como la teoría de que siempre se acaba descubriendo al asesino. Evidentemente, todos los asesinos que conocemos han sido descubiertos, pero ¿quién sabe cuántos más puede haber de los que no sabemos nada? De la misma manera, todos los hombres de genio de los que hemos oído hablar han triunfado sobre circunstancias adversas, pero no hay razones para suponer que no ha habido innumerables genios más, malogrados en la juventud. Además, no solo es cuestión de genio, sino también de talento, que es igual de necesario para la comunidad. Y no solo es cuestión de salir a flote del modo que sea, sino de salir a flote sin quedar amargado y falto de energías. Por todas estas razones, no conviene ponerles muy duro el camino a los jóvenes.

Si bien es deseable que los mayores muestren respeto a los deseos de los jóvenes, no es deseable que los jóvenes muestren respeto a los deseos de los viejos. Por una razón muy simple: porque se trata de la vida de los jóvenes, no de la vida de los viejos. Cuando los jóvenes intentan regular la vida de los mayores, como por ejemplo cuando se oponen a que un padre viudo se vuelva a casar, incurren en el mismo error que los viejos que intentan regular la vida de los jóvenes. Viejos y jóvenes, en cuanto alcanzan la edad de la discreción, tienen igual derecho a decidir por sí mismos y, si se da el caso, a equivocarse por sí mismos. No se debe aconsejar a los jóvenes que cedan a las presiones de los viejos en asuntos vitales. Supongamos, por ejemplo, que es usted un joven que desea dedicarse al teatro, y que sus padres se oponen, bien porque opinen que el teatro es inmoral, bien porque les parezca socialmente inferior. Pueden aplicar todo tipo de presiones; pueden amenazarle con echarle de casa si desobedece sus órdenes; pueden decirle que es seguro que se arrepentirá al cabo de unos años; pueden citar toda una sarta de terroríficos casos de jóvenes que fueron tan insensatos como para hacer lo que usted pretende y acabaron de mala manera. Y por supuesto, puede que tengan razón al pensar que el teatro no es la profesión adecuada para usted; es posible que no tenga usted talento para actuar o que tenga mala voz. Pero si éste es el caso, usted lo descubrirá enseguida, porque la propia gente de teatro se lo hará ver, y aún le quedará tiempo de sobra para adoptar una profesión diferente. Los argumentos de los padres no deben ser razón suficiente para renunciar al intento. Si, a pesar de todo lo que digan, usted lleva a cabo sus intenciones, ellos no tardarán en ceder, mucho antes de lo que usted y ellos mismos suponen. Eso sí, si la opinión de los profesionales es desfavorable, la cosa es muy distinta, porque los principiantes siempre deben respetar la opinión de los profesionales.

Yo creo que, en general, dejando aparte la opinión de los expertos, se hace demasiado caso a las opiniones de otros, tanto en cuestiones importantes como en asuntos pequeños. Como regla básica, uno debe respetar la opinión pública lo justo para no morirse de hambre y no ir a la cárcel, pero todo lo que pase de ese punto es someterse voluntariamente a una tiranía innecesaria, y lo más probable es que interfiera con la felicidad de miles de maneras. Tomemos como ejemplo la cuestión de los gastos. Muchísima gente gasta dinero en cosas que no satisfacen sus gustos naturales, simplemente porque creen que el respeto de sus vecinos depende de que posean un buen coche o de que puedan invitar a buenas cenas. En realidad, un hombre que pueda claramente comprarse un coche pero prefiera gastarse el dinero en viajar o en una buena biblioteca acabará siendo mucho más respetado que si se hubiera comportado exactamente como todos los demás. No tiene sentido burlarse deliberadamente de la opinión pública; eso es seguir bajo su dominio, aunque de un modo retorcido. Pero ser auténticamente indiferente a ella es una fuerza y una fuente de felicidad. Y una sociedad compuesta por hombres y mujeres que no se sometan demasiado a los convencionalismos es mucho más interesante que una sociedad en la que todos se comportan igual. Cuando el carácter de cada persona se desarrolla individualmente, se conservan las diferencias entre tipos y vale la pena conocer gente nueva, porque no son meras copias de las personas que ya conocemos. Ésta ha sido una de las ventajas de la aristocracia, ya que a los que eran nobles por nacimiento se les permitía una conducta errática. En el mundo moderno estamos perdiendo esta fuente de libertad social, y, por tanto, se ha hecho necesario pensar más en los peligros de la uniformidad. No quiero decir que haya que ser intencionadamente excéntrico, porque eso es tan poco interesante como ser convencional. Lo único que digo es que uno debe ser natural y seguir sus inclinaciones espontáneas, siempre que no sean claramente antisociales.

En el mundo moderno, debido a la rapidez de la locomoción, la gente depende menos que antes de sus vecinos más próximos. Los que tienen automóvil pueden considerar vecino a cualquier persona que viva a menos de treinta kilómetros. Tienen, por tanto, muchas más posibilidades de elegir compañía que las que se tenían en otros tiempos. En cualquier zona populosa, hay que tener muy mala suerte para no conocer almas afines en un radio de treinta kilómetros. La idea de que hay que conocer a los vecinos inmediatos se ha extinguido ya en los grandes centros urbanos, pero aún sigue viva en las poblaciones pequeñas y en el campo. Ahora es una tontería, porque ya no hay necesidad de depender de los vecinos inmediatos para tener vida social. Cada vez es más posible elegir nuestras compañías en función de la afinidad, y no en función de la mera proximidad. La felicidad es más fácil si uno se relaciona con personas de gustos y opiniones similares. Es de esperar que las relaciones sociales se desarrollen cada vez más en esta línea, y podemos confiar en que de este modo se reduzca poco a poco, hasta casi desaparecer, la soledad que ahora aflige a tantas personas no convencionales. Indudablemente, esto aumentará su felicidad, pero también está claro que reducirá el placer sádico que los convencionales experimentan ahora teniendo a los excéntricos a su merced. Sin embargo, no creo que éste sea un placer que deba interesarnos mucho preservar.

El miedo a la opinión pública, como cualquier otra modalidad de miedo, es opresivo y atrofia el desarrollo. Mientras este tipo de miedo siga teniendo fuerza, será difícil lograr nada verdaderamente importante, y será imposible adquirir esa libertad de espíritu en que consiste la verdadera felicidad, porque para ser feliz es imprescindible que nuestro modo de vida se base en nuestros propios impulsos íntimos y no en los gustos y deseos accidentales de los vecinos que nos ha deparado el azar, e incluso de nuestros familiares. No cabe duda de que el miedo a los vecinos inmediatos es mucho menor ahora que antes, pero ahora existe un nuevo tipo de miedo, el miedo a lo que pueda decir la prensa, que es tan terrorífico como todo lo relacionado con la caza de brujas medieval. Cuando los periódicos deciden convertir a una persona inofensiva en un chivo expiatorio, los resultados pueden ser terribles. Afortunadamente, la mayor parte de la gente se libra de este destino por tratarse de desconocidos, pero a medida que la publicidad va perfeccionando sus métodos, aumentará el peligro de esta nueva forma de persecución social. Es una cuestión demasiado grave para tratarla a la ligera cuando uno es la víctima; y se piense lo que se piense del noble principio de la libertad de prensa, yo creo que hay que trazar una línea más marcada que la que establecen las actuales leyes sobre difamación, y que habría que prohibir todo lo que haga la vida insoportable a individuos inocentes, aun en el caso de que hayan dicho o hecho cosas que, publicadas maliciosamente, puedan desprestigiarles. No obstante, el único remedio definitivo para este mal es una mayor tolerancia por parte del público. El mejor modo de aumentar la tolerancia consiste en multiplicar el número de individuos que gozan de auténtica felicidad y, por tanto, no obtienen su mayor placer infligiendo daño a sus prójimos.

 

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Bertrand Russell (Biografía)

Biografías y vidas

 

(Trelleck, 1872 – Plas Penrhyn, 1970) Filósofo y matemático británico. Su abuelo, el notable político y orador John Russell, había sido nombrado conde por la reina Victoria I de Inglaterra, y desempeñó los cargos de primer lord del Tesoro y primer ministro. Los padres del joven Bertrand, de mentalidad liberal con ciertos matices radicales, hubieran deseado para su hijo una brillante carrera política. Y así, luego de la formación recibida en el Trinity College de Cambridge, el joven fue enviado en 1888 y para largo tiempo a los Estados Unidos, a fin de que pudiera estudiar allí la vida política y las instituciones del país.

De nuevo en la patria, y en calidad de «fellow» en el Trinity College, se vio alejado de tal institución en 1916 debido a la actitud pacifista intransigente adoptada en el curso de la Primera Guerra Mundial. Ello le valió asimismo cuatro meses de cárcel, durante los cuales redactó su Introducción a la filosofía matemática (Introduction to Mathematical Philosophy, 1919).

Anteriormente, en 1900, había publicado un importante libro acerca de Leibniz, y en 1910 Principia mathematica (en colaboración con el filósofo Alfred North Whitehead), texto que proponía una interpretación «logística» de las matemáticas. Dicha tesis de la reducción absoluta de tal ciencia a lógica había sido también sostenida en Principles of Mathematics, en 1903. La «teoría de los tipos», la de los números como «clases de clases» y la «paradoja de Russell» fueron los resultados más significativos de esta amplia labor de investigación.

En 1920 nuestro autor se hallaba en Rusia. El mismo año llegó hasta Pekín, y en tal ocasión fue considerado muerto por numerosos periódicos europeos; ello se redujo, en la realidad, a una mera pulmonía. Vuelto a Inglaterra, el filósofo publicó, entre 1921 y 1927, algunos libros que difundieron ulteriormente su celebridad: Análisis de la mente (Analysis of Mind, 1921) y Análisis de la materia (Analysis of Matter, 1927). Con su segunda esposa, Dora Black, con la cual contrajo matrimonio en 1921 (en 1894 se había casado con Alys Smith), estableció en Londres, de 1927 a 1932, una escuela infantil inspirada en una pedagogía progresiva y despreocupada.

En 1936 celebró terceras nupcias con Patricia Spence, y en 1938 fue llamado a la Universidad de Chicago en calidad de «visiting professor» de filosofía. El año siguiente enseñó en la California University de Los Ángeles. En 1940 su cargo en el City College de Nueva York dio lugar a una polémica extremadamente áspera, y provocó apasionadas protestas en algunos ambientes: se le reprochaba la exposición en forma singularmente cruda de sus opiniones acerca de la vida sexual.

Además de las investigaciones de carácter lógico-matemático, Bertrand Russell había en efecto cultivado, y con singular fortuna, el estudio de problemas sociales y ético-políticos, y publicado, en consecuencia, textos como Matrimonio y moral (Marriage and Morale, 1929), La conquista de la felicidad (The Conquest of Happiness, 1930) y La educación y el orden social (Education and the Social Order, 1932). En tales obras el autor se revelaba escritor delicado y agudo, a quien el racionalismo y la elegante ironía inducían a soluciones con frecuencia paradójicas, pero siempre muy estimulantes.

En 1950 recibió el premio Nobel de Literatura. En 1952, a los ochenta años, se unía en cuartas nupcias a Edith Finch, y en 1953 publicada la novela Satanás en los suburbios y otras narraciones (Satan in the Suburbs and Other Stories). En 1955 dio a la imprenta el testamento espiritual de Albert Einstein, y se manifestó abiertamente en favor de la prohibición de la guerra atómica y de los conflictos bélicos en general.

El pensamiento de Bertrand Russell

Russell rechazó pronto el idealismo metafísico en que fue educado. Su teoría del conocimiento es realista y quiere conectar, a semejanza de la de su colega George Edward Moore, con las intuiciones del sentido común ordinario. Por un lado, es el heredero de la vetusta tradición del empirismo británico, una corriente filosófica unida siempre al espíritu del liberalismo y de la Ilustración, que pretende reducir todo contenido cognitivo a los datos de la experiencia sensible. Por otro, es el lógico contemporáneo más ambicioso, obsesionado con la idea de un lenguaje simbólico perfecto que elimine toda ambigüedad expresiva. El resultado de todas estas preocupaciones es el llamado atomismo lógico de Russell, una sobria metafísica empirista que se cuenta entre los mejores logros de la filosofía contemporánea.

En sus Principia mathematica (1910-1913), escritos en colaboración con Alfred North Whitehead, propuso la solución de problemas lógicos que venían atormentando a la filosofía y a la matemática de las últimas décadas. Sus trabajos en la «teoría de tipos» y en la «teoría de las descripciones» pueden citarse entre lo más representativo del estilo analítico de filosofar, que parte de la lógica para tratar de esclarecer rompecabezas seculares de la historia del pensamiento.

Russell consideraba misión del intelectual la difusión de una cultura que habitúe a los hombres a la revisión de sus propias ideas y a la tolerancia mutua; la ciencia, en calidad de tal, no basta para la felicidad de los seres humanos, quienes, en la consecución de tal objetivo, deben acudir al arte, al amor y al respeto recíproco. El mismo Russell no fue un ejemplo de convencionalismo ni de adhesión a los valores establecidos.

Buena parte de su obra es de contenido social y moral, en una vena inconformista muy poco apta para mentes esquemáticas. Respecto a la filosofía política, escribió varios estudios, entre ellos Los caminos de la libertad (1924), en el cual expuso las etapas históricas del socialismo, el anarquismo y el sindicalismo y trató temas relacionados con el gobierno, la ciencia y la cultura en el socialismo, además de analizar las ideas de Karl Marx, Mijail Bakunin y otros.

En Vieja y nueva moral sexual (1929) analizó algunas instituciones y valores básicos de la sociedad como el matrimonio, la prostitución, la naturaleza del amor, la educación sexual, el divorcio y otros temas vinculados a la moralidad sexual. En su obra El Poder en los hombres y en los pueblos (1938), examinó la categoría del poder, ampliándola a numerosos atributos sociales, militares, científicos, públicos y económicos; lo más interesante de su análisis es la tesis que figuró décadas después como uno de los elementos claves de la filosofía moderna de que entre tales instituciones y figuras no hay jerarquía alguna, sólo relaciones más o menos dinámicas que se solapan unas a otras según las circunstancias históricas.

En 1945 publicó la amplia Historia de la filosofía occidental, obra impresionante por su erudición, el poder persuasivo a través de relaciones originales entre filósofos y tendencias, y sobre todo por la maestría de la prosa, no exenta de ingenio y sentido del humor, lo que propicia el acercamiento amable de los lectores a este libro monumental por su extensión y propósitos.

 

Cómo citar este artículo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «Biografia de Bertrand Russell». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en https://www.biografiasyvidas.com/biografia/r/russell_bertrand.htm [fecha de acceso: 19 de abril de 2023].

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CAUSAS DE LA FELICIDAD: (LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD, de Bertrand Russell – 1930): «¿Es todavía posible la felicidad?», «Intereses no personales», «Esfuerzo y resignación» y «El hombre feliz».

 

 


1 Comment

  1. BUSCAREMOS RECUPERAR NUESTRA FELICIDAD.

    Y es que, como decía Ortega, el trabajo sin reconocimiento genera melancolía. Infelicidad.

    Tras estos 8 años de sinsabores, amenazas de muerte, incluso intentos de asesinarnos, habrá quien se alegre con esta noticia:

    Este verano volveremos al ejercicio de la abogacía en nuestros Despachos y suspenderemos la actividad de AUSAJ, aunque seguiremos llevando los asuntos que estamos gestionando desde AUSAJ, hasta su finalización.

    Y es que, en España, ha desaparecido cualquier espacio para la Independencia de criterio. Y, sin embargo, son muchas las visitas que tenemos en Punto Crítico (más de 6.000.000 en 2022, pese a estar absolutamente Cancelados, lo que podría parecer sorprendente).

    Intentaremos que los Posts ya publicados continúen siendo accesibles.

    Hasta la vista y mucha suerte a todos.

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