ANTON CHEJOV, «EL HOMBRE QUE DIVISÓ LA LIBERTAD», por Jesús López Pacheco

ANTON CHEJOV, EL HOMBRE QUE DIVISÓ LA LIBERTAD

 

El lago

 

Era un lago muy profundo y en ambos lados se elevaban abruptos peñascos. Se podían divisar los grandes bosques de la orilla opuesta y el color primaveral de las nuevas hojas; aquella margen del lago era más escarpada, quizá con más árboles y un follaje más espeso. Esa mañana el agua permanecía en calma y tenía un color verde azulado; realmente era un hermoso lago, con cisnes, patos y, ocasionalmente, una embarcación con pasajeros.

El parque estaba muy bien cuidado y si uno se acercaba a la orilla se encontraba muy cerca del agua completamente limpia, cuya cualidad y belleza parecían penetrar dentro de uno; se podía percibir su aroma, la suave fragancia del aire, el verde césped y uno era parte de eso, moviéndose con la pausada corriente, con los reflejos y la quietud profunda del agua.

Resultaba extraño experimentar una sensación tan grande de afecto, no por algo o por alguien, sino la plenitud de lo que puede llamarse amor. Lo único que importaba era sentir su misma profundidad, pero no con la pequeña mente ridícula y con los incesantes murmullos del pensamiento, sino con el silencio. El silencio es el único medio o instrumento que puede profundizar en ese algo que elude a una mente contaminada.

No sabemos lo que es el amor; conocemos sus síntomas, el placer, la ansiedad, el dolor, etcétera; tratamos de resolver los síntomas, lo cual se vuelve un deambular en medio de la oscuridad y empleamos nuestra vida en eso, hasta que finalmente llega la muerte.

Allí, mientras uno permanecía en la orilla del lago contemplando la belleza del agua, todos los problemas humanos, los problemas de las instituciones, la relación del hombre con el hombre, lo cual es la sociedad, todo eso encontraría su justo lugar si uno de forma silenciosa pudiera profundizar en esta cosa que llamamos amor. Hemos hablado muchísimo sobre el amor; todo joven dice que ama a alguna mujer, el sacerdote a su dios, la madre a sus hijos y, por supuesto, el político juega con eso. En realidad hemos desvalorizado esa palabra cargándola con unos valores sin sentido producto de nuestros estrechos y mezquinos yoes. En este pequeño contexto limitado tratamos de encontrar esa otra cosa, pero amargamente regresamos a nuestra confusión y desdicha de todos los días. Sin embargo, esa cosa estaba allí, en el agua, en todo lo que había alrededor, en la hoja, en el pato que trataba de engullir un pedazo grande de pan, en la mujer que pasaba cojeando; no era una identificación romántica ni una astuta verbalización racionalizada, sino que estaba allí, tan real como ese automóvil o aquel barco.

El amor es la única cosa que dará respuesta a todos nuestros problemas; no, no una respuesta, porque entonces no habría más problemas. Tenemos problemas de todas clases y tratamos de resolverlos sin ese amor, por eso se multiplican y crecen. No es posible alcanzarlo o retenerlo pero, a veces, si permanecemos a la orilla del camino o junto al lago observando una flor, un árbol o al granjero labrando la tierra, si estamos en silencio, no soñando, ni acumulando fantasías o aburridos, sino en profundo silencio, entonces, tal vez, el amor llegue a uno.

Si viene, no trate de atraparlo, no lo atesore como una experiencia; una vez eso le toque, usted nunca más volverá a ser el mismo. Permita que eso actúe y no su codicia, su ira o su justificada indignación social, porque el amor es realmente muy intenso, indómito, y su belleza nada tiene de respetable. Sin embargo, no lo queremos porque sentimos que podría ser demasiado peligroso. Somos animales domesticados dando vueltas en una jaula que hemos construido para nosotros mismos, una jaula con sus rivalidades, sus disputas, sus intolerables líderes políticos, sus gurús que explotan nuestra vanidad y la suya propia con gran delicadeza, o groseramente; dentro la jaula podemos tener anarquía u orden, lo cual se convierte finalmente en desorden. Esto ha venido sucediendo durante muchos siglos, avanzamos y retrocedemos, modificamos los patrones de la estructura social, quizá acabamos con la pobreza aquí o allá, pero si consideramos todo eso lo más importante, entonces perderemos lo otro. De vez en cuando uno debe permanecer solo y, si es afortunado, el amor puede llegar, ya sea con el caer de una hoja o desde aquel distante árbol solitario en medio de un campo desierto.

Jiddu Krishnamurti, 1968

 

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EL HOMBRE QUE DIVISÓ LA LIBERTAD

Como hombres, todos pueden tener una justificación; como miembros de una sociedad a cuya podredumbre han contribuido, no

Por Jesús López Pacheco

ANTON CHEJOV; EL HOMBRE QUE DIVISÓ LA LIBERTAD
“La humanidad es un camino en marcha que lleva a la felicidad suprema, la cual es posible en este mundo. Yo me hallo en las primeras filas” (A. Chéjov).

 

La obsesión de Chéjov, se podría resumir del siguiente modo: vivimos una vida sórdida, que se nos va tragando; nosotros estamos ya sacrificados, no gozaremos de una vida mejor, pero nuestro sacrificio tiene que valer, es indudable que servirá para que esa vida mejor surja algún día sobre la tierra.

Debemos trabajar, debemos procurar ir abandonando estas costumbres y estas ideas que nos destruyen, que manchan nuestra dignidad de seres humanos; estamos en la obligación de tener esperanza, de creer que la felicidad -no la utópica Felicidad, con mayúscula, que algunos confunden con el limbo- es posible en este mundo; debemos tenerla y propagarla. Sobre todo, debemos trabajar, porque, sea como sea la vida futura, si es mejor, tendrá que estar basada sobre el trabajo, sobre el respeto al trabajo.

 

EL AMOR AL HOMBRE Y LOS INTELECTUALES DECADENTES

Junto a esto, el amor al hombre, a la Naturaleza; la crítica de los intelectuales decadentes, de los falsos intelectuales, de “esos que, bajo el disfraz de un profesor, de un mago sabio, ocultan su falta de talento, su torpeza, su tremenda falta de corazón”; el arrepentimiento y la rabia por haberse dejado engañar con falsas ideas que solo sirven para esclavizar a los hombres.

La denuncia de la falta de piedad, del desprecio por el hombre y sus fuerzas maravillosas, por la Naturaleza; la denuncia del “demonio de la destrucción”; la repulsa por la ociosidad y el hastío, que llegan a hacerse contagiosos; el odio a la rutina… Solo la belleza puede proporcionar un descanso, un oasis en medio de la sequedad de semejante vida; pero hasta ella está corrompida por la ociosidad, por las costumbres sucias: “En el hombre todo tiene que ser bello: el rostro, la vestimenta, el alma y los pensamientos” («Tío Vania», acto II).

 

“La humanidad es un camino en marcha que lleva a la felicidad suprema, la cual es posible en este mundo. Yo me hallo en las primeras filas” (A. Chéjov).

 

La fe está aumentada, tiene una vida más firme: “Dentro de doscientos, trescientos años, la vida en la tierra será increíblemente hermosa, asombrosa. El hombre necesita una vida así, y si por ahora no existe, su deber es presentirla, esperar, soñar, prepararse para ella; para eso tiene que ver y saber más de lo que vieron o supieron su padre y su abuelo” («Tres hermanas», acto I).

 

EL PESIMISMO DE UN ALMA MÍSTICA NACIONAL

Chéjov se opone a la teoría pesimista sobre el pueblo ruso, en cuanto no atribuye su abulia ni sus arrebatos irracionales a estados místicos más o menos turbios, a una especie de alma mística nacional que pesa sobre cada acto de cada hombre.

El dolor, como elemento purificador, apenas aparece en su obra. Sobre la obra de Dostoyevski, el gran místico del sufrimiento, Chéjov se limitaba a decir: “Está bien, pero esta falta de modestia es presuntuosa”. Poco a poco fue abandonando las doctrinas de Tolstoi, cuya influencia puede apreciarse al comienzo de su obra. “La razón y la justicia me dicen que la electricidad y el vapor son mejores para la humanidad que la castidad y el vegetarianismo” (Carta a Suvorin, 24 de marzo de 1.894).

El no podía conformarse con una aceptación de la situación vergonzosa en que se encontraba el hombre ruso. Y mucho menos podía cantarla, considerarla innata e inevitable. “Cuando se escucha a un hombre culto de aquí, civil o militar, siempre está cansado de luchar con la mujer, cansado de luchar con la casa, cansado de luchar con la propiedad, cansado de luchar con los caballos… Al hombre ruso le es propio en sumo grado un elevado modo de pensar; pero, dígame, ¿por qué vuela tan bajo en la vida? ¿Por qué?” («Tres hermanas», acto II).

 

LA VULGARIDAD DE LOS INDIVIDUOS Y SUS INSTITUCIONES

Su obra entera es la contestación a esta pregunta, y solo un hombre que se preocupó de contestarla pudo llegar a tener la esperanza y a expresarla como él lo hizo, cuando apenas si estaba permitido el hacerlo: “No hacen más que comer, beber, dormir; después…, nacen otros que también comen, beben, duermen y, para no embotarse de tedio, dan variedad a su vida con bajas calumnias, con vodka, con naipes, con pleitos. Y las mujeres engañan a sus maridos, y los maridos mienten, fingen no ver, no oír nada, y una influencia irresistiblemente vulgar pesa sobre los niños, y la chispa divina se apaga en ellos y se convierten en miserables, parecidos entre sí, como los cadáveres, igual que sus padres y sus madres…”

El presente es abominable; pero, en cambio, cuando pienso en el futuro, ¡qué bien me siento! Tan ligero, tan libre…, y a lo lejos, despunta una luz, diviso la libertad…” («Tres hermanas», acto IV). Chéjov ha ido ganando en observación psicológica, ha ido aplicando su ternura hasta que llega a ser como una atmósfera que llena toda la escena.

Sin embargo, no es menos la denuncia que hace de su sociedad; lo que ocurre es que, progresivamente, ha ido dejando de acusar a los individuos para hacerlo a las instituciones. Como hombres, todos pueden tener una justificación; como miembros de una sociedad a cuya podredumbre han contribuido, no. Paralelamente ha ido creciendo también la esperanza. Ya no hay titubeos al expresarla.

 

NO SE MUERE DEL TODO CUANDO SE MUERE

Su pueblo y la Humanidad pueden sentirse orgullosos de que haya existido. No se equivocó él cuando pensó que no se muere del todo cuando se muere. Su fuerza de vidente, casi profética, partió de la realidad y a la realidad volvió.

Nos gusta terminar este prólogo con unas palabras suyas («El jardín de los cerezos«, acto IV), llenas de fe en el hombre y en la vida, que podían serle aplicadas a él con toda justicia:

La humanidad es un camino en marcha que lleva a la felicidad suprema, la cual es posible en este mundo. Yo me hallo en las primeras filas”.

 

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ANTON CHÉJOVTeatro completo, prólogo de Jesús López Pacheco, Aguilar, 1979. Filosofía Digital, 2006

 

 

 

 

 


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