LA VIDA DE DISRAELI, por André Maurois (y Parte 17)

INDICE DE ENTRADAS DE «LA VIDA DE DISRAELI»

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VIDA DE DISRAELI
Reina Victoria de Inglaterra y sus nueve hijos

Eduardo VII

Ruiza, M., Fernández, T. y Tamaro, E. (2004). Biografia de Eduardo VII. En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea. Barcelona (España). Recuperado de https://www.biografiasyvidas.com/biografia/e/eduardo_vii.htm el 26 de julio de 2020.

 

(Sandringham, 1841 – Londres, 1910) Rey de Gran Bretaña e Irlanda, segundo hijo de la reina Victoria I de Inglaterra (1837-1901) y del príncipe consorte Alberto. Al contrario que su madre, Eduardo se interesó sobremanera por las cuestiones de política exterior, en las que tuvo un papel destacado a pesar de que su petición de ser consultado sobre decisiones políticas fuera ignorada la mayoría de las veces por sus primeros ministros. Su huella se dejó sentir en los acuerdos de la Entente Cordiale y la Entente Anglo-rusa, por su influencia sobre la mayoría de las familias reales europeas, con las que estaba emparentado. Fue el impulsor del poderío naval británico. Su reinado señaló la cúspide de la prosperidad y el poder colonial de Inglaterra. Antes de ser coronado rey se hacía llamar Alberto, mientras que en sus círculos más íntimos se le conocía con el cariñoso diminutivo de «Bertie».

 

Eduardo VII de Inglaterra

 

Aunque Eduardo siguió escrupulosamente el austero y recio programa educativo trazado por sus padres, el joven príncipe heredero no tardó mucho tiempo en decepcionar a sus progenitores por su escaso interés en los estudios. En sus primeros años de vida, el príncipe creció bajo la opresiva tutela materna. De naturaleza despierta y algo rebelde, amante de las aventuras, desde muy pequeño acompañó a sus padres en varios viajes oficiales al exterior, como el que hicieron en 1856 a París en la Corte del emperador Napoleón III (1852-1870). Eduardo quedó gratamente impresionado por la sociedad parisina y la refinada cultura francesa, francofilia que jamás abandonaría y que a la postre resultaría determinante, cuando accedió al trono, para buscar el acercamiento político y militar con el país galo.

Tras acabar su primera formación académica en Edimburgo, donde se interesó por la química industrial, el príncipe Eduardo adquirió una ligera instrucción militar sirviendo en el 16º Regimiento de Húsares, para, en 1858, ingresar en la Universidad de Oxford, en donde tan sólo estuvo dos años, dados los resultados tan penosos que obtuvo en todas las asignaturas. En 1860, Eduardo fue enviado al Canadá como representante de la Corona, acompañado del ministro para las Colonias, el duque de Newcastle. El objetivo del viaje no era otro que introducir al príncipe en los asuntos de Estado e iniciar su formación política para cuando accediera al trono.

Pero durante toda su estancia americana, Eduardo se limitó a inaugurar edificios y a realizar un viaje de placer que le llevó a recorrer gran parte de los Estados Unidos invitado expresamente por el presidente de aquel país, James Buchanan (1857-1861). De vuelta a Inglaterra en noviembre de ese mismo año, Eduardo reinició sus estudios universitarios en Cambridge. Si la anterior experiencia fue nefasta, la segunda superó con creces los malos resultados obtenidos en Oxford, hasta el punto de que, harto de estudiar y de la rigidez que le era impuesta, el príncipe se fugó del centro para dirigirse de incógnito a Londres, donde finalmente fue descubierto por dos empleados del palacio de Buckingham en la estación de Cadington, los cuales le condujeron de nuevo a Cambridge.

La muerte prematura del príncipe consorte Alberto, el 14 de diciembre de 1861, encerró a la reina Victoria en una actitud de incomprensión severa con respecto a su hijo y heredero. La consecuencia de ese dolor se tradujo en un despiadado y riguroso alejamiento de Eduardo de los asuntos de Estado por orden expresa de su madre, circunstancia que sumió a éste en una profunda depresión moral, tanto por la muerte de padre como por el desprecio de que era objeto y la frialdad con la que la reina no dejó de tratarle casi hasta su muerte.

Incluso cuando Eduardo tenía más de cincuenta años, la reina Victoria no dejó de reprenderle en público y en privado por todas aquellas iniciativas emprendidas por éste que la reina considerase inoportunas. Con intención de liberarse de la opresión materna y de la asfixia que sentía en palacio, en febrero de 1862 emprendió un largo viaje de placer que le llevó a Egipto y a Tierra Santa. Una vez de regreso a Inglaterra, en la primavera siguiente, el 10 de marzo de 1863 contrajo matrimonio con la princesa Alejandra de Dinamarca, hija mayor del futuro rey Cristian IX.

 

Eduardo VII y su esposa Alejandra

 

Los ideales germanófobos de la princesa de Gales fueron fácilmente compartidos por Eduardo, máxime cuando a partir de 1888 comenzó a gestarse una franca hostilidad entre éste y su sobrino, el recién coronado kaiser de Alemania Guillermo II (1888-1918). Este hecho forzó al príncipe a buscar la amistad de los países antigermanos. De esta unión nacieron cinco hijos, entre ellos: Alberto Víctor, duque de Clarence y heredero a la Corona, pero de corto alcance y aquejado de fuertes desequilibrios psíquicos, que murió en 1892; el duque de York, futuro rey Jorge V (1910-1936); y una hija, Maud, que se convirtió en reina de Noruega en 1905 por su matrimonio con Haakon VII (1905-1957).

Condenado por la reina Victoria a la inacción política, Eduardo se volcó hacia la actividad mundana y social, a la que por otra parte era tan aficionado; estableció su residencia en el palacio de Marlborough House, que se convirtió en el templo de la elegancia y en el centro neurálgico donde se reunían los grandes del reino y lo más granado de la sociedad inglesa y mundial (escritores, poetas, artistas, actores, intelectuales, banqueros, políticos, jefes de Estado, etc.). Apesar de su gordura, Eduardo se convirtió en el árbitro de la elegancia y los buenos modos, artes que cultivaba a la perfección gracias a su cosmopolitismo en sus gustos, que todos los que le rodeaban se apresuraban a imitar. Los bailes y fiestas que organizaba se hicieron famosos en todo el país, contrastando con la seriedad y sobriedad palaciega impuestas por su madre en Buckingham Palace.

Como viajero infatigable que era, tanto Eduardo como su esposa realizaron un buen número de viajes al extranjero, todos ellos criticados por la reina Victoria, pero que a la postre prestaron una labor diplomática a su país de primer orden durante los años previos al estallido de la Primera Guerra Mundial. Eduardo volvió a visitar París en 1868, luego Marieubad, Baden-Baden, Cannes (visita que contribuyó a poner de moda la Costa Azul entre la clase noble y adinerada de Europa), Potsdam, Schönbrunn y Peterhoft, siempre rodeado del esplendor y el lujo decadente propio de la Europa imperial de finales del siglo XIX.

Aunque consagrado a la buena vida, a los placeres de la mesa, a los hipódromos, al juego y a la compañía femenina, Eduardo no dejó a un lado sus labores como príncipe de Gales y heredero al trono británico. Ferviente imperialista y apasionado por la grandeza nacional, se dedicó a visitar los territorios del Imperio y en particular la India, viaje que realizó en 1875, recorriendo prácticamente toda la colonia (Bombay, Madrás, Calcuta, Capawora, Allahabad). Dos años antes representó a su madre en la Exposición Universal de Viena. En 1885 Eduardo visitó Irlanda y en 1889 viajó hasta San Petersburgo para asistir en nombre de la Corona a las exequias del zar Alejandro III de Rusia.

En 1894 acompañó a su madre a Alemania, en una visita de importancia diplomática, ya que las relaciones entre ambos países a pesar del parentesco de ambas coronas habían entrado en una fase especialmente crítica como consecuencia de la política anexionista y militar que había emprendido el joven emperador alemán. La vida disoluta y despreocupada del príncipe y la poca discreción de éste respecto de su vida privada, repleta de amantes, escándalos de todo tipo y fiestas continuas, reforzaron la convicción de la reina Victoria de que su hijo carecía de la responsabilidad y de las actitudes mínimas que se esperaban del heredero de una Corona tan importante como la británica.

Por fin, cuando contaba cincuenta y nueve años de edad, Eduardo fue proclamado rey de Gran Bretaña el 25 de junio de 1901. En contra de la opinión general de la clase política debido a su pasado, el nuevo rey impresionó favorablemente al asumir desde un primer momento la grave responsabilidad que se abatía sobre sus espaldas tras ser coronado el rey de la primera potencia mundial en aquellos momentos. Toda su preocupación fue devolver a la realeza británica su esplendor, reafirmando al mismo tiempo sus prerrogativas. Para ello, insistió en que las ceremonias de su coronación, postergadas al 9 de agosto de 1902 como consecuencia de una grave recaída de su salud, fueran del todo punto suntuosas.

Nada más subir al trono, Eduardo VII expresó sus deseos de ser estrictamente respetuoso con la Constitución y las leyes que se acordaran en el Parlamento. No obstante, siendo como era tan meticuloso en cuestiones de etiqueta, representación y jerarquía, tuvo que someterse a la voluntad de todos sus primeros ministros, con los que nunca llegó a sintonizar de manera correcta, especialmente con Arthur James Balfour, jefe del Gobierno entre 1902 y 1905, y con el marqués de Lansdowne, jefe del Foreign Office. Finalmente, su pereza y ánimo, tan poco acorde para redactar informes e interesarse por los asuntos internos del reino, provocaron que éste abandonara la política interior enteramente en manos de sus ministros.

Aun así, uno de los dos campos en los que Eduardo VII mostró una absoluta predilección e interés fue el de las cuestiones militares y navales en concreto. Eduardo VII aportó todo su apoyo incondicional a las reformas del ejército llevadas a cabo por Richard Burton, vizconde de Cloan, quien llevó a cabo un ambicioso programa para modernizar las instalaciones y el material, ambos totalmente obsoletos. Gracias a la colaboración de John Arbuthnot Fisher, primer lord del Almirantazgo, Eduardo VII logró imponerse a la mayoría de los miembros del Parlamento que se oponían a la modernización de la flota inglesa. Demostrando una gran clarividencia en cuestiones de política exterior, Eduardo VII mandó a Fisher adoptar la flota inglesa a las nuevas perspectivas de lucha contra la marina alemana.

Fisher reconstruyó por completó todos los puertos importante de la isla y concentró en ellos todos los barcos de guerra británicos que se encontraban desperdigados por todos los océanos. También se construyeron nuevos y más potentes acorazados, los famosos Dreagnoughts, buques que disponían de un colosal tonelaje y de los avances más modernos en artillería naval. De los treinta y siete acorazados con que contaba Gran Bretaña cuando Eduardo VII subió al trono en 1901, a su muerte la marina británica contaba con cincuenta y seis, capaces de desplazar cerca de 900.000 toneladas, a los que había que sumar un buen número de submarinos, cruceros, torpederos y destroyers.

La otra gran pasión de Eduardo VII se desarrolló en el plano diplomático y en las relaciones con el exterior. Durante los nueve años de su reinado, el monarca intentó llevar la dirección de la política exterior de su país e imponer sus iniciativas, empeño por el cual mantuvo serios encontronazos con el Parlamento. A los pocos días de ser nombrado rey, Eduardo VII forzó al Gobierno para que firmara la paz con el Transvaal que puso fin a la sangrienta Guerra de los Boers. Siguiendo la misma senda de la cordialidad y la confraternación, el monarca también jugó un destacado papel en el estrechamiento de las relaciones bilaterales con Japón, los Estados Unidos y España, monarquía con la que también estaba emparentada la casa real de los Windsor.

Debido a su famosa visita oficial a Francia, en 1903, Eduardo VII contribuyó decisivamente a la firma de la alianza, al año siguiente, entre ambos países conocida como Entente Cordial, viaje en el que, gracias a sus hábiles palabras y a su actitud tan jovial que conquistó el aplauso de los parisienses y la confianza del presidente de la República francesa Émile Loubet, se produjo el deshielo necesario para que ambos países se unieran en contra de una más que posible agresión por parte de Alemania. Eduardo VII también hizo saber en público su deseo de acercarse a la Rusia zarista, la cual llevaba bastante tiempo enfrentada a Alemania por cuestiones territoriales en el este de Europa y en los Balcanes. Sus sentimientos antialemanes fueron siempre a la par con el clima de competencia tan severa que existía entre ambos países.

Los últimos meses de su reinado quedaron ensombrecidos por el gran debate surgido por el presupuesto del primer ministro David Lloyd George y por la crisis constitucional que se originó a propósito de la Cámara de los Lores. De forma súbita, justo en medio de la tempestad política que sacudía a todo el país, Eduardo VII cayó gravemente enfermo a finales de abril de 1910, y falleció repentinamente el 6 de mayo.

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LA VIDA DE DISRAELI

Por André Maurois*

PARTE 17

*Traducción del francés por Remee de Hernández 

 

X

EL MUNDO EXTERIOR

<No todo lo que es serio es siempre verdad>, había escrito un día Beaconsfield  a la reina, y de buena gana hubiera añadido: <Aquello que parece moral no es siempre es moral>; pero el lector ingles es serio y moral, y aquel que sepa presentarle una cuestión de hecho como un asunto de conciencia obtendrá su voto, por lo menos en provincias.

Las elecciones no fueron sino un duelo entre Beaconsfield y Gladstone. En Londres era Beaconsfield el más popular de ambos. No solamente los tories, sino incluso los liberales moderados, afirmaban su confianza en él y su horror hacia Gladstone. Para el bajo pueblo de la capital era ya una institución. Si tomaba una berlina, el cochero le decía:<Sé quién es usted, señor, y he leído todos sus libros.> Cuando volvía de la Cámara de los Lores, con su abrigo de cuello de astracán flotándole sobre su cuerpo flaco, y apoyado en el brazo de fiel Corry, atravesaba lentamente el Parque, deteniéndose a veces a respirar, los transeúntes lo reconocían y admiraban el valor de aquel anciano medio muerto que paseaba aun sobre la vida sus miradas benévolas y tristes. A veces, las pequeñas prostitutas, a la caza entre la niebla dorada, atraídas por el cuello de  piel, se aproximaban a él y murmuraban sus ofertas humildes y trágicas. El viejo ministro llevaba su  mano al sombrero y respondía con gran cortesía: <Esta noche, no, my dear; esta noche, no> En casi todas las clases sociales las mujeres sentían simpáticas hacia él. En cierta comida de Gaiety Girls se hizo esta pregunta:<¿A quién preferiría usted por marido, a Gladstone o a Disraeli?> Todas aquellas lindas muchachas eligieron a Disraeli; una sola dijo:<Gladstone.>-dijo ella-: quisiera casarme con Gladstone para hacerme robar por Disraeli y ver la cara de Gladstone después.> Un joven lord que asistía al banquete refirió la frase a Beaconsfield y lo felicitó por la extensión de su popularidad:

-Debe usted de estar muy contento-le dijo-; he visto ayer a la reina, que lo tiene por el hombre más grande de su reino, y a unas bailarinas que lo adoran.

El rostro inmóvil se iluminó un poco:

-Naturalmente lo estoy-dijo-: ya conoce usted mis tiernos sentimientos respecto a las mujeres.

Pero cuando refirió esta historia al final de un Consejo de ministros, éstos permanecieron fríos, mirándose unos a otros.

El partido, en aquella vela de armas, encontraba sorprendente el apartamiento del jefe. A un joven diputado recientemente elegido le hablaba del Judío errante, de Byron, a quien él llamaba su y moral, y de los perros de ladi Bradford. Al señor Baring, que volvía de Egipto, le hacia el elogio de los jesuitas y le pedía detalles sobre los pelicanos del Nilo. Incluso en su correspondencia con la reina se dejaba derivar hacia el arte:<Lord Beaconsfield acaba de leer, para distraer sus noches, algunas piezas de Shakespeare; entre ellas, el Sueño de una noche de verano. Hacia un cuarto de siglo que no había vuelto a leerlas. Lo que más le ha llamado la atención es que la intriga del Sueño de una noche de verano ocurre durante una noche de mayo; ¿de dónde sale, pues, ese titulo incongruente? Vuestra majestad tiene mucho gusto poético y mucha cultura. ¿Podría usted acaso, señora, reflexionar y explicar ese misterio?>

La reina y las bailarinas no eran electoras. En las aldeas de Escocia no vacilaban los hombres entre el profeta de Midlothian y el mago de Dowing Street. Desde los primeros resultados se pudo prever que la derrota conservadora seria más ruidosa aun de lo que había sido seis años antes del desastre liberal. El país, que a la sazón atravesaba una crisis agrícola y otra financiera, sufría, y, como todos los enfermos, se volvía del otro lado esperando mejorar.

Los conservadores fueron aplastados.

 

 

<Nuestras cabezas -escribió Gladstone- hállanse aun turbadas por el magno acontecimiento de la última quincena, que ha causado gran placer, estoy seguro de ello, en la inmensa mayoría del mundo civilizado>.

El leñador iba a podar toda la vegetación exótica y malsana que había crecido en seis años y que había extendido su sombra mortífera sobre las virtuosas praderas inglesas. Ya se arremangaba las mangas a lo largo de sus brazos aun vigorosos…Beaconsfield aceptó la derrota con igualdad de alma. Iba, pues, a tener, antes de morir, un poco de reposo entre sus árboles y sus libros. Sentía solamente abandonar a otros en un momento difícil, la cartera de Negocios Extranjeros, y, sobre todo, separarse de la reina.

El hada estaba en Baden y no podía creer las nuevas que recibía. En cuanto tuvo por cierta la noticia, telegrafió: <La vida no será ya para mí sino disgustos y sufrimientos: considero esto como una desgracia publica.> Beaconsfield respondió que también a él le costaba mucho el renunciar a sus conversaciones, en el curso de las cuales su majestad se había dignado mezclar las confidencias domesticas a las confidencias imperiales, y que para él habían tenido un encanto inexpresable. Ella le hizo prometer que no la abandonaría y que continuaría aconsejándola sobre sus asuntos privados, e incluso, a pesar de todo, sobre los asuntos públicos, y, en fin, que en la oposición seguiría velando por los destinos de Inglaterra.

Tanto la reina como el ministro esperaban con cierta ingenuidad evitar a Gladstone era Granville y Hartingon. Era lógico que la reina llamase a uno de estos dos hombres, o preferentemente a Hartington, que en la oposición había sido perfecto. Disraeli había estimado siempre a Hartington desde que lo vio, joven diputado, bostezar ante su propio primer discurso. Pero Gladstone frustró aquellos planes tan sencillos con una humildad inexorable. Granville y Hartington, tras una oscura conversación, luminosa en demasía, que con él entablaron, comprendieron que combatiría a todo Ministerio cuyo jefe no fuese él mismo. La reina tuvo que resignarse.

Se había, pues, terminado aquella grata intimidad política. La audiencia de despedida fue harto melancólica: la reina dio a su viejo amigo su estatuilla en bronce, una escayola de su poney. Beaconsfield besó las manos de la reina; ella le hizo prometerle que le escribiría a menudo y que iría a verla. Hubiera deseado probarles de algún modo su reconocimiento haciéndolo duque cuando menos; pero él juzgó que sería un  error tras el fracaso suyo ante la nación. El no deseaba más que un favor: la dignidad de par para Montagu Corry. Este se convirtió, pues, en lord Rowton, honor sin precedente para un secretario particular. <¡No se ha visto nunca nada semejante-dijeron los celosos-desde que Calígula hizo cónsul a su caballo!>

Beaconsfield cumplió su promesa y fue algunas veces a ver a la reina. La primera vez que comió en Windsow, algunas semanas después de haber dejado el poder, ésta le dijo:<Estoy tan contenta esta noche, que cuanto ha pasado me parece una horrible pesadilla.> Hallóla animada, encantadora, hasta bonita y una vez más reconoció que la amaba de veras. Ella siguió escribiéndole, ora para decirle solamente una frase gentil:<Pienso en usted incluso, después de comer, veo su retrato que me mira desde su sitio, contra la pared>; ora incluso, a pesar de la Constitución, para hablarle de los asuntos del país. Sobre este punto fue él de una discreción  absoluta, y la reina no tuvo con ello el menor disgusto.

El había pasado durante toda su vida, siguiente un rimo regular, de la acción a la creación, y en esta ocasión otra vez, no obstante su edad, deseó crear. <Cuando tengo ganas de leer una novela escribo una.> ¿Quién hubiera podido, en efecto, escribir para él las novelas que le agradaban? Era necesario que una vez más un héroe ambicioso llegara a ministro en las ultimas paginas y que misteriosas y reales influencias pudieran ejercerse en su favor. Endimión fue la historia de un joven político cuyos éxitos se lograron por amistades femeninas. Desde sus primeras páginas aparecía una discreta humana, en la que renacía vagamente la sombra de la pobre Sara, y a lo largo de todo el libro, una serie de bellas conspiradoras empujaban hacia Dowing Street al débil Endimión. No carecía de defectos aquel libro; pero lo que encantaba era el encontrar en él tan fuerte, tan intacto, el gusto de aquel viejo por la juventud.

Lord Rawton se encargó de vender los derechos de autor, y obtuvo por ellos diez mil libras esterlinas que sirvieron para amueblar, en fin, en Londres una nueva casa para lord Beaconsfield, quien firmó un contrato para nueve años.<¡Esto me lleva ya hasta la salida!> La novela fue acogida con curiosidad, pero tuvo menos éxito que Lotario. El editor dijo a Beaconsfield que perdía dinero con ella, y éste le ofreció al punto generosamente la anulación del contrato. Longman rehusó, y una edición popular equilibrólo de la suma que faltaba.

 

Casa de Lord Beaconsfield en Londres

***

Beaconsfield tenía setenta y seis años. La caza del Poder había perdido para él todo atractivo; no creía en ella:<He sabido un poco en mi vida lo que es la acción –decía-; es una existencia de esperanzas fallidas y de energías malgastadas.> Si dejaba a su espíritu espigar por los campos del recuerdo, podía hacer amplia cosecha de lecciones de modestia. Había visto a los whigs empeñados en hacer una reforma, cuyo primer efecto era separarlos del Poder, y a los tories, considerar como un triunfo la extensión de esta reforma detestada. Había visto a Peel emancipar a los católicos tras de haber arruinado a Canning; a Disraeli, abandonar la protección después de haber derrotado a Peel; estaba viendo ahora a Gladstone amenazar a Rusia después de haber maldecido a Beaconsfield. Había visto a los más pacíficos de los ministros hacer la más belicosa de los políticos y a la más germanófila de las reinas complacerse en combatir a Bismarck. ¿Y cuáles serían, tras cincuenta años, las consecuencias de su propia política en Berlín?

Por su parte, el había permanecido asombrosamente fiel a sus ideas juveniles, y su programa de 1880 hubiera podido llevar la firma de Coningsby. Pero mientras en tiempos de Coningsby creía él en el poder casi sin límites del genio individual, reconocía ahora la fuerza inmensa del mundo exterior. No descorazonado ni descorazonante, sino modesto, infinitamente modesto. Bajo las umbrías de Deepdene, Smythe, Manners y Dizzi habían pensado que un gran hombre, apoyado en la Iglesia y en la joven nobleza, podía rehacer a Inglaterra. Beaconsfield, viejo ya, veía sobre todo en la Iglesia una reunión de dignatarios celosos, y de candidatos al obispado, de sectas rivales; y si había encontrado entre la nobleza joven amigos a menudo deliciosos, no halló nunca esa gran escuela de jefes naturales descrita por él con tanto cariño. Había querido dar a toda una nación un ideal romántico y había fracaso. Había fracasado porque él era un aristócrata del espíritu, y el carácter de Inglaterra es esencialmente el de la clase media.

 

 

Pero la derrota no era sino relativa. Nada le hubiera desagradado tanto como verla interpretada como un patético desastre intelectual. Había rehecho, pieza por pieza un gran partido; había restablecido el equilibrio de las fuerzas históricas con las transformadoras. Gracias a él, Inglaterra iba a poder conocer el ritmo sano de las alternativas. Su vida no había sido perdida. Pero cada día desconfiaba mas de las palabras, y buscaba muy lejos bajo ellas lo que era la realidad, que cada vez encontraba menos fuera de los individuos, y en grado superior, fuera de las naciones que, por ser Estados evolucionados, han llegado a ser individuos. Ciertos filósofos políticos pretendían que en este final de vida se había tornado un whig, y el más liberal de entre los whigs. La verdad era que sólo pertenecía a un partido por lealtad. De buena gana, como Solón, hubiera respondido al que le hubiere preguntado:<¿Qué cual es la mejor Constitución? ¿Para quién y en qué momento?>

Por  otra parte, había conservado toda su afición por la admirable aventura de la vida. No había cesado de creer en la eficacia de la acción; pero quería que ésta fuera medida y limitada. No había perdido su confianza sino en los grandes intentos.<Era, en suma, el siguiente viejo fenómeno, único, pero divertido: un viejo romántico que no se deja ya engañar por la ilusión romántica y que, sin embargo, se complace en ella aun, un cínico ardiente.> En cierto modo, su vejez era más feliz que su juventud.<En la juventud todo parece grave, sin remedio; en la vejez se sabe que todo se arregla mejor o peor.> Permanecía curioso; gustaba de rodearse de hombres nuevos; se tomaba grandes molestias por llevar a jóvenes intelectuales al partido conservador. <Porque un partido –decía– ésta perdido si no recibe una constante aportación de hombres jóvenes y enérgicos.>

En 1881, uno de los primeros socialistas ingleses, el señor Hyndman, pidió una entrevista a lord Beaconsfield. Por paradójico que parezca, esperaba ganárselo y lograr para él el apoyo de los conservadores para ciertos proyectos de leyes obreras. Había leído Sybil, y se sentía atraído hacia el viejo jefe por la inclinación de éste hacia el pueblo bajo. Se le recibió y se le introdujo en un salón de muros rojos y dorados, cuyas butacas Áureas también estaban cubiertas de damasco encarnado. Hyndman esperó un instante, tras el cual la puerta se abrió y apareció por ella una extraña silueta. Un anciano vestido con larga bata roja, tocado de un fez rojo, la cabeza caída sobre el pecho, un ojo medio cerrado y el otro cerrado por completo. Bajo el fez pasaba la curva brillante, acharolada, del último rizo negro. La impresión de ruina, de fatiga, era tal, que el joven perdió todas las esperanzas: <¡Ay!…—pensó–. Llego demasiado tarde. ¿Me dará tiempo siquiera para ver alzarse sus parpados? ¿Me responderá de otro modo que con un epigrama sarcástico y cansado?>

Sentóse el viejo y permaneció silencioso en un rígida inmovilidad. Esperaba, pero es muy difícil dirigir la palabra a una estatua.

-Lord Beaconsfield -dijo Hyndman tímidamente-, la paz con el honor es una formula muerta; la paz con el confort era lo que el pueblo hubiera deseado oír.

Una ceja se alzó. <Paz con confort no es una mala frase, no.> Abrió los dos ojos y sonrió:

-Me figuro que tiene usted ideas propias sobre este asunto, señor Hyndman. ¿Qué entiende usted por confort? ¿Eh?

-Mucho para comer, bastante para beber, una casa agradable, una educación completa, y distracciones suficientes para todos.

-La utopía hecha de encargo. ¿No? Un bello sueño, eso sí… ¿Y cree usted que tiene la menor probabilidad de realizar esa política?…Sin el partido conservador, al menos, yo se lo aseguro. En cuanto quiera usted actuar se verá rodeado por una falange de grandes familias, hombres, y sobre todo mujeres, que lo pondrán en completa derrota. Esta Inglaterra, créame, señor Hyndman, es un país difícil de mover…; un país con el que hay que esperar mas desengaños que éxitos…Se le puede hacer esto- y las manos del señor Beaconsfield, primero apretadas una contra otra, se separaban como media pulgada, penosamente, como si para separarlas el viejo ministro hubiera tenido que levantar un mundo-, y acaso esto -y ganó otra media pulgada-; pero nunca esto…

Y las manos descarnadas de la momia, tras un último y vano esfuerzo para separarse más, cayeron sobre sus rodillas.

 

Estatua de Disraeli en Londres

 

XI

SU FLOR FAVORITA

HUGHENDEN…, la sociedad…, los libros…, los recuerdos. <No le he hablado a ningún ser humano desde hace quince días>, le escribía a la duquesa de Rutland. Esto le proporciona un gran reposo. <Apenas si he cambiado con alguien algunas palabras en tres semanas; pero las delicias de vivir en el campo durante el verano han sido siempre, y siguen siendo, nuevas para mí. Los pavos reales inmóviles se tuestan al sol sobre el césped de terciopelo verde. Tan silenciosos como inmóviles, lo cual es una ventaja. Por la mañana se pavonean, chillan, dedicándose al amor y a la guerra.> A él también le agrada cocer al sol sus viejos miembros, y por la noche, pasearse a la luz de las estrellas a la hora shakespeariana, cuando los murciélagos comienzan su danza resbaladiza y gris. Continúa rodeándose de flores. Desde las violetas y las primaveras hasta las gardenias y las orquídeas. Después de las flores, lo que prefiere son los lindos rostros, las voces musicales y la gracia inmaterial y salvaje que tienen algunas veces los niños y las mujeres. Durante su juventud deseó que la vida fuese como una interminable y gloriosa procesión, y llegó a serlo. Entonces, harto de aquel brillante desfile, solo anhelaba la inmóvil tibieza. Cuando un debate urgente lo obligaba a acudir a la Cámara de los lores, tomaba el tren de la noche.<No puedo resistir a la fascinación de las notas pesadas del cuco, del arrullo de los palomos…, a la llama de los espinos albos…>

 

***

Las navidades de 1880 las pasó sólo, en Hugheaden. Se llevaba un libro a la mesa y leía durante diez minutos después de las comidas. Era a menudo la historia de la República Veneciana, su lectura favorita desde hacia sesenta años; otras veces, algún clásico: Lucio, Horacio, Teocrito, Virgilio, que le agradaban cada vez más. Frente a él, en el comedor, de muros cubiertos de roble, estaba el retrato de la reina por von Angeli. El hada aparecía en él un poco seca, un tanto dura. Luego iba a sentarse junto al fuego en la biblioteca, leía otro poco y cerraba los ojos para soñar. El grito de una lechuza anidada en un tejado le recordó las facciones demacradas, tan fatigadas y queridas, de Mary-Ann. Creía escuchar aquella charla, que con tanto valor sostuvo hasta última hora. Un tronco resbaló del hogar. El anciano arregló el fuego, levantando un haz de chispas. Imagen brillante y breve de la vida. Hacia cerca de cincuenta años que en un minúsculo salón ornado con cortinas de gasa blanca vio sonreír a su alrededor aquellos encantadores rostros sherisdanescos…Carolina Norton… ¡Qué hermosa había sido, con sus trenzas negras y sus ojos morados!…Lo fue hasta el final. <Si, seré hermosa hasta en mi ataúd.>

Y ya hacía tres años que estaba en ese ataúd, después de una vida difícil.<El amor -decía ya hacia el final de sus existencia-, el amor en la vida… me recuerda siempre aquella anciana propietaria de Brighton que me decía: <Vive usted en la casa; pero todo lo demás es un regalo...> <Si, el amor es un regalo en la vida…Hay que pagarlo como un regalo.> Las ancianas entrevén la verdad… la misma reina decía: <A media que voy envejeciendo comprendo cada vez peor al mundo…: no llego a penetrar en sus pequeñeces…; cuando veo tanta frivolidad, me parece que estamos todos un poco locos...> Todos estamos un poco locos… El, por ejemplo, había dedicado su vida a buscar… ¿el qué? ¿Que le ha proporcionado la verdadera felicidad? Algunas miradas de gratitud de Mary-Ann…, las bellas amistades de Manners y de Bentick, la confianza de Derby, ya viejo…, la de la reina, algunas sonrisas de ladi Bradford…Un joven secretario lo sorprende animando el fuego, respirando con dificultad y murmurando a media voz, como para él solo:<Sueños…Sueños…>

Se retiraba a su habitación.

Se complugo en decorar el hall y la escalera con los retratos de los que ornaron su vida. Aquello recibió el nombre de Galería de la Amistad. Como subía lenta y penosamente, podía detenerse ante cada retrato… He aquí los largos bucles que rodeaban la carita de ladi Bradford…Buenas noches, Selina frívola, amable…los ojos ensoñadores y la cara pesada de Luis Napoleón…Byron, que Dizzi no conoció y que, sin embargo, formó a Dizzi… Lyndhurst, de facciones preciosas, pintado por D´Orsay…, y el mismo D´Orsay, con su collar de barba negra…<¡Ah!…¡Ah!…¡Mi amigo!…> Bradford… Mary-Derby…El último peldaño.

***

 

El día 31 de diciembre volvió a Londres. <Quiero ver a mucha gente y habituarme a la divina voz humana. No es empresa fácil la de salir de la profunda soledad en que vivo para entrar en la Cámara de los Lores y pronunciar un discurso sobre un Imperio que se derrumba>. Le era tanto más penoso el hablar cuanto que el asma no lo abandonaba ya nunca. Lord Granville, jefe liberal se sorprendió al verlo, él, tan paciente siempre, reclamar con una insistencia casi violenta un turno de palabra y hasta llegó a responderle un poco rudamente Beaconsfield, silencioso, aceptó aquel sofión. Más tarde, lord Rowton le explicó a Granville que el anciano, enfermo, no conseguía ya la tregua necesaria para hablar más que usando de cierta droga, cuyos efectos solo duraban una hora.<Le hubiese sido fácil explicarme...>, dijo Granville, confuso. Pero lord Beaconsfield no explicaba jamás.

En cuanto se sentía un poco mejor frecuentaba la sociedad. Algunas veces era el encanto de todos por el giro melancólico de sus viejos epigramas y por la gracia anticuada de su cortesía. La brevedad de sus frases se hizo tan célebre como su brillo durante su juventud. A una mujer que tenía un brazo desnudo le murmuró sencillamente: Canova.

Otras veces permanecía silencioso durante toda una comida, tan inmóvil de cuerpo y de rostro que parecía una momia, un faraón embalsamado por manos piadosas y sepultado entre los objetos que amó: las cristalerías, las fuentes de plata, las flores.

A pesar del fracaso electoral, conservó todo su prestigio. En el Club conservador se veía un lugar de honor su retrato, del cual la monstruosa fijeza de la vista atraía las miradas de todos. En el marco estaba grabado en verso de Homero:<El solo es sabio; los demás son sombras fugitivas.> En su fuero interno no sentía ni rencor ni nostalgia. Visitando el taller de sir John Millais, miró largamente un croquis que representaba a Gladstone.

-¿Le agradaría tenerlo?-le preguntó el pintor-. No me atrevía a ofrecérselo.

-¡Ah! Me encantaría. No se imagine que yo haya detestado nunca a William Gladstone. No. La única razón que me ha distanciado de él es que he llegado a comprenderlo.

Aquel mes de enero de 1881 fue glacial.

El frio producía en lord Beaconsfield un a modo de sopor que le obligaba a permanecer días enteros echado en un diván. En esos días un rayo de sol tenía para él mucho más valor que el collar de la Jarretera. No se despertaba más que para escribirle a ladi Bradford o a ladi Chesterfield. En febrero y a principios de marzo, aun pudo salir un poco, hablar en los Lores y comer con el príncipe de Gales y con Harcourt. Espiaba ansiosamente la primavera, pero ésta no llegaba. Hacia fines de marzo se enfrió y hubo de guardar cama. Respiraba muy difícilmente. Cuando la reina recibió de él unas cartitas penosamente trazadas con lápiz, se intranquilizó y preguntó quién lo cuidaba. Era todavía el doctor Kidd, el homeópata. La reina indicó la conveniencia de una consulta; pero los reglamentos de los médicos prohíben todo contacto con un homeópata. Por fin la voluntad real, hizo deponer los odios profesionales. El diagnostico fue el siguiente: bronquitis con asma espasmódica.

Al principio los médicos abrigaron alguna esperanza; pero el enfermo decía:<No resistiré a este ataque. Siento que es de todo punto imposible.> En tiempos escribía:<Hay que saber caminar con orgullo hacia la muerte>. Pidió con insistencia que se le dijese si estaba moribundo, añadiendo:<Preferiría vivir; pero no me da miedo la muerte.>Asistió a su propia agonía con el desenfado de un artista. Nunca dio muestras de mayor paciencia. Todos cuantos lo vieron quedaron encantados. Tendido, corrigió penosamente las pruebas de su último discurso: <No quiero pasar a la Historia con la reputación de un mal gramático.> Conservó hasta ultima hora el odio por las prosaicas comodidades. A una enfermera que pretendió, para sostenerle, colocar en su espalda una almohada neumática, le dijo:<Quíteme eso, quiéteme ese emblema de mortalidad.>

 

 

La reina seguía con ansiedad la enfermada de su anciano amigo. En varias ocasiones mostró deseos de verlo; pero los doctores se opusieron, temiendo que su visita agitase demasiado al paciente. Todos los días telegrafiaba de Windsor para tener noticias:<Le envío algunas primaveras de Osborne. Pensé hacerle una  visita; pero he comprendido que es mejor que esté tranquilo y no hable. Le suplico que sea bueno y obedezca a los médicos, no haciendo ninguna imprudencia.> La soberana veló para que su habitación estuviese siempre llena de primaveras y de violetas. La mirada del enfermo se posaba con gusto en aquellos macizos de colores puros. Cuando Victoria hubo de partir para la isla de Wight, envió a un mensajero con más flores y una carta. Como Beaconsfield se sintiera muy débil para leerla de por sí, le dio vuelta entre sus manos con cierto embarazo, y tras un momento de reflexión, dijo:<Esta carta debía serme leída por lord Barrington, un consejero privador.> Siempre le agradó que se respetasen las tradiciones. Fue, pues, llamado el consejero privado: <Mi muy querido lord Beaconsfield: Le envió sus flores favoritas de la primavera…> ¡Cuanta armonía llevaba al lecho de Dizzi, moribundo, aquella mezcla de solemnidad y de poesía campestre!

Fuera, la multitud aguardaba noticias. Un gentleman ofreció su sangre. No se podía suponer que el extraño mago, que de un modo tan curioso supo hacerse nacional, pudiese desaparecer como otro mortal cualquiera. Circulaban los relatos más estrambóticos, se decía que había pedido un confesor jesuita; pero la verdad era que lord Beaconsfield, no era más misterioso que todos los demás, y que lentamente se iba hundiendo en la inmovilidad final. El 19 de abril, hacia las dos de la mañana, el doctor Kidd comprendió que se aproximaba el fin. Lord Rowton estaba allí, guardando entre las suyas la mano derecha de aquel cuerpo inmóvil. De pronto, el moribundo levantó lentamente el busto, echando los hombros hacia atrás, y los que lo rodeaban reconocieron, sorprendidos, el movimiento que le era familiar cuando se levantaba en la Cámara para tomar la palabra. Sus labios se movieron; pero sus amigos, inclinados sobre él, no pudieron oír ni una palabra. Cayó hacia atrás  no volvió a salir de su sueño.

 

St Michael’s Church and the grave of Benjamin Disraeli (1804-1881), late 19th century. (Photo by The Print Collector/Print Collector/Getty Images)

***

En nombre del Gobierno, Gladstone ofreció los funerales públicos y una tumba en la abadía de Westminster; pero los ejecutores testamentarios pensaron que lord Beaconsfield hubiera deseado reposar en Hughenden, cerca de su mujer, en el pequeño cementerio próximo a la iglesia. El entierro se hizo, pues, muy modestamente, en el parque, ante el príncipe de Gales y algunos amigos. Sobre el ataúd fueron depositadas dos coronas de la reina. Una, de primaveras frescas, llevaba esta inscripción: <Sus flores favoritas.> En la otra escribió la soberana de su puño y letra: <Un testimonio de afecto verdadero, de amistad y de respeto.>

En aquel momento estaba en Osborne, demasiado lejos para poder asistir a la ceremonia; pero a su regreso tuvo empeño en visitar la tumba, recorriendo a pie, desde el castillo, el mismo camino que siguió la comitiva fúnebre. Ella misma costeó un monumento que se elevó en la iglesia. En él figuraban las armas de par y el perfil de mármol de lord Beaconsfield, debajo del cual se leía:

 

A LA QUERIDA Y HONRADA MEMORIA DE BENJAMIN, CONDE DE BEACONSFIELD

ESTE MONUMENTO LE HA SIDO DEDICADO POR SU AGRADECIDA  SOBERANA Y AMIGA VICTIORIA R.I.

Los reyes aman al que habla con acierto.

(Salmo XVI ,13)

 

Fue muy discutida la inscripción regia:<Sus flores favoritas.> Unas primaveras…La sencillez de aquella elección molestaba a los adversarios demediado constantes. Gladstone, sentado a la mesa junto a ladi Dorothy Nevill, le dijo que dudaba mucho del gusto de lord Beaconsfield por aquellas flores:

<Dígame, lady Dorothy, por su honor: ¿le ha oído usted alguna vez a lord Beaconsfield expresar particular admiración por las  primaveras? La gloriosa flor de lis era, me parece, mas de su gusto.>

Pero el año siguiente, al aproximarse el 19 de abril, fecha del aniversario de su muerte, muchos discípulos y amigos suyos pidieron a los floristas de Londres la preparación de ramos Beaconsfield para el ojal hechos con primaveras frescas. Cuando llegó aquel día, por las aceras de West-End circularon muchos hombres con la solapa adornada. Cada año fue extendiéndose más la costumbre, hasta la creación de una Liga conservadora, que tomó el nombre de Liga de la Primavera. En el pequeño paseo del Parlamento, todos los años recibió la estatua de Disraeli la visita de innumerables fieles que acudían para ofrecerle su flor favorita.

Un año después de la muerte de Disraeli, el docto Ball se aproximó en el Carlton Club a lord Eustace Cecil.

¿Recuerda usted -le preguntó el doctor- las conversaciones aquí en la biblioteca cuando indignados contra nuestros jefes, los llamábamos el Judío y el Jockey?…Y ahora, esta misma mañana, cuando he pasado cerca de Westminster, he visto la estatua de Disraeli cubierta de flores… ¡Ah!… ¡Ya pudieran decir que lo han canonizado como a un santo!

¿Cómo a un santo? No. Disraeli distaba mucho de ser un santo; pero acaso como un antiguo espíritu de la primavera, siempre vencido y siempre renaciente, como símbolo de todo lo que puede cumplir en un universo hostil y frio una larga juventud de corazón.

 

FIN DE «DISRAELI»

 

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