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El pueblo y los libros (1)
Por Emilio de Miguel Calabia
ABC, 23 DIC 2021
En “El pueblo y los libros”, el poeta y crítico literario Adam Kirsch pasa revista a 18 obras clásicas de la literatura judía. Se trata de un recorrido fascinante, porque si hay un pueblo que se ha visto influido por la palabra escrita, ése ha sido el pueblo judío.
Todo empezó en el año 622 con el Deuteronomio. Ese año el Rey Josías descubrió un manuscrito de leyes en el Templo de Jerusalén, que algunos estudiosos creen que era el actual libro del Deuteronomio. En un desarrollo que prefigura a Kafka, los judíos descubrieron que habían sido culpables durante generaciones de haber violado un código de leyes que desconocían. El Dios de la Biblia a veces podía ser un poco desconcertante.
El Deuteronomio cierra la Torah, que son los primeros cinco libros de la Biblia cuya redacción tradicionalmente se atribuía a Moisés, que los habría escrito al dictado de Dios. El Deuteronomio recapitula la Historia de Israel con una intención didáctica: explicar cómo fue el proceso que llevó a los israelitas a la Tierra Prometida. La entrada en la Tierra Prometida se contará ya fuera de la Torah en el Libro de Josué. Un tema recurrente en el Deuteronomio es el pacto entre Israel y Yahvé. Cuando Israel es fiel, Yahvé la recompensa sin medida y cuando se olvida de Dios y rompe el pacto, Yahvé lo castiga también sin medida. La relación entre Dios y su pueblo es un poco bipolar.
El otro libro del Antiguo Testamento en el que se detiene Kirsch es el libro de Ester. Existen varios libros en el Antiguo Testamento que hablan de la experiencia del exilio y de vivir entre pueblos extraños, tratando de mantenerse fieles a sus leyes y sus costumbres y de evitar la asimilación. El Libro de Ester también habla de judíos en el exilio y de las amenazas de vivir en tierra extranjera, pero destaca por varios rasgos poco habituales.
El libro cuenta que el rey persa Asuero andaba buscando una esposa, cuando sus ojos se posaron sobre Ester, la pupila de Mordecai, un alto funcionario judío. El rey desposa a Ester, la cual, siguiendo los consejos de su tío, mantiene en secreto su condición de judía. Asuero nombra a Haman Primer Ministro. A éste se le despierta un odio feroz contra Mordecai y, por extensión, contra todos los judíos, porque Mordecai se negó a postrarse ante él, como era la costumbre. Haman manda órdenes por todo el imperio para que los judíos sean masacrados. Ester decide organizar una fiesta a la que invitará a Asuero y a Haman para pedir clemencia para los judíos.
Entretanto, el rey tiene problemas de sueño y se hace leer las crónicas reales para conciliarlo. Una de las lecturas le recuerda que en el pasado Mordecai desbarató una conspiración en su contra. Asuero decide recompensarlo. Le pregunta a Haman: “¿Qué debería hacerse por un hombre a quien el rey desea honrar?” Haman, creyendo que él es quien va a ser honrado, responde que a tal hombre habría que vestirle con vestimentas reales y conducirle por las calles montado en el caballo real. Asuero lo aprueba para Mordecai y ordena que Haman conduzca el caballo.
Tiene lugar el banquete que Ester había preparado. Durante el mismo Ester revela que ella misma es judía y que las órdenes de Haman implican que también ella tenga que morir. Haman, aterrado, se echa en el triclinio de Ester para pedir piedad. Asuero malinterpreta la situación y cree que Haman le está intentando poner los cuernos delante de sus propias narices. Haman termina colgado, Mordecai ascendido a Primer Ministro y los judíos salvados.
Hay varias cosas notables en el libro. La primera es que Dios está ausente. Los protagonistas recurren a su astucia para salir del paso, no a pedir la ayuda divina. La segunda es que la historia no muestra ningún reparo ante un matrimonio mixto o ante la idea de que Ester y Mordecai coman comida no-kosher. Más aún, los protagonistas llevan nombres babilonios: Ester alude a la diosa del amor Ishtar y Mordecai al dios Marduk. Estas peculiaridades del libro hicieron que algunos tuvieran sus dudas sobre si incluirlo entre los libros canónicos. Curiosamente, el Libro de Ester no figura entre los Rollos del Mar Muerto, lo que seguramente se deba a que la secta que los compuso no lo consideraba canónico.
¿Por qué esta fabulita entusiasmó tanto a los judíos que hasta le dedicaron una festividad, Purim? Tal vez porque toca puntos muy sensibles para los judíos. Mordecai y Ester están a un paso de la asimilación y si no caen en ella es por lealtad a su pueblo, no por cuestiones religiosas. Haman es el epítome del antisemita, que desea aniquilar a los judíos. Más de 2.000 años después Haman se llamaría Adolf Hitler, pero no habría ninguna Ester para salvar a los judíos.
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El pueblo y los libros (2)
Por Emilio de Miguel Calabia
ABC, 26 DIC 2021
El judaísmo entró en contacto con el helenismo a finales del siglo III a.C. El helenismo supuso un desafío intelectual novedoso. Hasta entonces los judíos habían estado en contacto con pueblos del mismo área cultural (babilonios, asirios, persas, caldeos…) y había entre todos ellos un aire de familia. Con los griegos era distinto. Los griegos sentían una curiosidad intelectual, un deseo de conocer los orígenes del mundo y su funcionamiento y un respeto por los libros que tenían mucho en común con los judíos. Pero las diferencias entre las bases del pensamiento de unos y otros no podían ser más distintas.
Filón de Alejandría, un judío que vivió en la cosmopolita ciudad de Alejandría a caballo de los siglos I a.C. y I d.C., intentó armonizar la Torah y la filosofía griega. En su planteamiento, la Torah no es únicamente una crónica de la Historia del pueblo judío y de sus leyes, sino que es la expresión racional de verdades sobre el mundo y la moralidad al mismo nivel de lo que hubieran podido filosofar Platón y Aristóteles.
Filón es un hombre a caballo entre dos mundos, una experiencia que antes y después de él tendrían muchos judíos. Culturalmente se siente muy judío, pero es consciente de que su patriotismo es el mismo que un griego o un romano pueda sentir por Grecia o Roma. Cree en la vinculación especial que los judíos tienen con su Dios, pero la pone en un marco relativo. Cuando pida respeto para la religión judía, lo hará desde las categorías jurídicas romanas y en tanto que ciudadano leal del Imperio.
La mayor parte de la producción intelectual de Filón gira en torno a la Biblia. Su manera de leerla es muy distinta de la de los rabinos tradicionales y se aproxima más a la de los teólogos liberales modernos. Su postura es ambivalente. Por un lado quiere preservar las tradiciones judías y por otro buscar armonizar la sabiduría judía con la griega. Por ejemplo, en su tratado “Sobre la creación” trata de reconciliar el Génesis, con un Dios que crea el mundo de la nada, con la cosmología griega, que decía que el universo es eterno y que Dios es sólo el primer principio que puso la materia en movimiento. Filón de Alejandría tendría a la postre más influencia sobre el pensamiento cristiano, que sobre el judío. El pensamiento judío sobre la Biblia discurriría por cauces diferentes a los que él había abierto.
Desde el siglo V a.C. la práctica del judaísmo había girado en torno al Templo de Jerusalén. Era el único sitio legítimo para los sacrificios. Era el punto de atracción para los judíos de todo el mundo. La destrucción del Templo de Jerusalén por Tito en el 70 a. C. supuso una conmoción para el judaísmo. Ya no era posible practicar la religión como se había venido haciendo desde hacía siglos.
Fue Yochanan ben Zakkai, que escapó de Jerusalén durante el asedio, quien reformó el judaísmo, que pasó de estar centrado en el Templo y los sacrificios en él a convertirse en una religión de leyes y oraciones practicadas en casa o en la sinagoga.
El judaísmo rabínico se basó en dos grandes textos. El primero es la Misnah, la colección de tradiciones orales judías sobre la Ley, que Yehuda haNasí elaboró en el siglo III d.C. y que los rabinos consideran igual de sagrada que la misma Torah; de hecho al hablar de la Torah los rabinos se refieren al conjunto de los cinco libros supuestamente escritos por Moisés (la Torah, sensu strictu) y la Misnah. El segundo es el Talmud, que fue elaborándose entre los siglos III y V d. C. y que recoge las discusiones entre los rabinos de Babilonia en torno a la Misnah. En ellas los rabinos trataban de desvelar cuál era el espíritu que animaba a las leyes y cómo podían aplicarse en situaciones nuevas.
El Talmud se convirtió durante los siguientes mil años y más en la base de la educación hebrea. La progresión era: a los cinco, la Biblia; a los diez, la Misnah; a los quince, el Talmud. El Talmud es inabarcable. Como dice Kirsch, “puedes nadar en él una vida entera y nunca llegar a la orilla o al fondo”.
Tal vez porque el Talmud era tan inabarcable apareció una obrita que permitía sumergirse en el mundo intelectual de los rabinos y no perecer en el intento: “Pirkei Avot”, los “Capítulos de los padres”. Es una recolección de aforismos rabínicos compilada hacia el 250 d.C., que permite acercarse a sus ideales y sus temores. Existe otro libro que permite entender mejor el contexto de “Pirkei Avot”, “Los padres según el Rabino Nathan”, que es un comentario del primero.
Ambas obras permiten asistir a la transición del judaísmo del Templo al judaísmo rabínico. Ya no son los sacrificios, sino la piedad lo que cuenta. Los autores se preguntan cómo pudo ser la ruina de Israel y la respuesta es: “El exilio llega al mundo por la idolatría, la indecencia sexual, el derramamiento de sangre y el abandono de la tierra [esto último alude a no haber respetado el mandato de dejar la tierra en barbecho cada siete años]”. Otros aforismos interesantes del libro: “Sed tan cuidadosos en el cumplimiento de un mandamiento menor como en el de un mandamiento mayor, ya que no conocéis la recompensa por los mandamientos”; “La ofrenda de pájaros y el inicio de la menstruación son los principales elementos de las leyes, mientras que la astronomía y la geometría no son más que los entrantes de la sabiduría [Esto lo dijo el rabino Eleazar ben Chisma: o bien tenía un sentido del humor muy peculiar, o bien sabía algo que los demás no sabemos. Va a ser lo segundo: las normas sobre la ofrenda de pájaros eran muy complicadas, mientras que la menstruación era un tema indigno. El mensaje subyacente del rabino es que la Ley, incluso en lo más recóndito o lo más trivial, es mucho más importante que los saberes seculares]”; “El estudio de la Torah es más querido por Dios que la quema de las ofrendas. De aquí que cuando un sabio se sienta y expone a la congregación, la Escritura lo cuenta como si hubiese hecho una ofrenda de grasa y sangre en el altar”; “Es bueno añadir el estudio de la Torah a algún tipo de trabajo, pues el trabajo requerido por ambos le quita su poder al pecado. El estudio de la Torah sin trabajo termina siendo inútil y siendo causa de pecado [me encanta el pragmatismo de esta máxima. Si tienes a alguien lo suficientemente ocupado, no tendrá ni ganas, ni fuerzas para pecar].”
El “Pirkei Avot” consagra la idea de que en lo sucesivo la aristocracia del pueblo judío serán los estudiosos de la Torah: “Deja que tu casa sea un punto de encuentro para los sabios; siéntate humildemente a sus pies; y, sediento, bebe de sus palabras.” De alguna manera se trata de un sistema meritocrático, toda vez que la posesión de riquezas puede ayudar a tener tiempo para dedicarse a estudiar la Torah, pero son al final los dones naturales y el esfuerzo los que determinan quiénes llegarán a la cúspide.
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El pueblo y los libros (3)
Por Emilio de Miguel Calabia
ABC, 29 DIC 2021
La Edad Media en la Europa cristiana fue un período duro para los judíos. Apartados de muchos trabajos, viviendo en guetos, escarnecidos, siendo víctimas de pogroms ocasionales… Inevitablemente uno podía preguntarse: ¿seguro que éstos son el Pueblo elegido que adora al verdadero Dios?
En el siglo XII, un judío español que sin duda debía de estar haciéndose la misma pregunta, escribió “El Libro de los jázaros: El Libro de la prueba y demostración en defensa de la Fe despreciada”, más conocido como “Cuzary”. Los jázaros a los que alude eran un pueblo de origen turco que entre los siglos VII y X crearon un gran imperio en las estepas del este de Rusia y de Kazajstán. Parece que parte del imperio se convirtió al judaísmo, aunque no están claras ni la fecha, ni la amplitud de la conversión. Lo más probable es que buena parte de las élites se convirtieran al judaísmo y puede que la conversión permease ligeramente a las demás capas de la población. Dada la postración de los judíos europeos, la idea de un poderoso imperio judío era como un sueño y más todavía con la leyenda que decía que hubo una disputa doctrinal en la que un cristiano, un musulmán, un filósofo y un judío defendieron sus respectivas fes y ganó el judío.
El Rey siente curiosidad por el judaísmo. Ahora es el turno del rabino. Sin haber hecho nada, va ganando dos cero por los errores de los contrarios. El rabino no habla de la naturaleza de Dios como hubiera cabido esperar. Su defensa es histórica: el judaísmo se basa en una serie de acontecimientos que le ocurrieron al Pueblo Elegido. Al Rey le mosquea un Dios tan localista. La respuesta del rabino es que los judíos no adoran a un Dios abstracto, sino a un Dios que se ha manifestado al Pueblo Elegido en momentos determinados. Entonces viene la pregunta incómoda, la que mil años después en otras latitudes se haría el Rey siamés Narai con respecto al cristianismo: “¿Por qué Dios se ha revelado sólo a los judíos?” Era una pregunta que a los judíos no había incomodado mientras estuvieron en el área cultural mesopotámica, donde los dioses nacionales eran la norma, pero, tras el contacto con el universalismo helénico, se había convertido en una pregunta mucho más difícil de responder.
Halevi recurre a una tautología para justificarlo: Dios escogió a los judíos porque son cualitativamente superiores al resto de los hombres y lo son porque Dios les escogió. “La Ley nos fue dada, porque Él nos condujo fuera de Egipto, y siguió con nosotros, porque somos los elegidos de la Humanidad”. Desde Adán, en cada generación hubo una persona que portó la bendición de Dios, pero a partir de Jacob esa bendición se difundió a todo el pueblo de Israel. “Cualquier gentil que se nos una incondicionalmente comparte nuestra buena fortuna, sin ser, no obstante, completamente igual a nosotros.” Increíblemente los argumentos convencen al Rey, que se convierte al judaísmo, aunque sólo sea para convertirse en un judío de segunda.
Desde el primer contacto con el helenismo, los judíos se habían enfrentado al problema de compatibilizar su fe con la razón, un problema que, por cierto, también se encontrarían cristianos y musulmanes. Entre los pensadores judíos medievales, el que daría una respuesta más satisfactoria fue el judío cordobés Maimónides en su “Guía de los Perplejos”.
El punto de partida es que hay hombres que, cuando empiezan a recibir instrucción en cuestiones avanzadas (matemáticas, lógica y astronomía,- las bases de la educación superior musulmana), no saben cómo reconciliarlas con lo enseñado por la Biblia. Sin embargo, razón y fe son necesarias para llegar a Dios y contraponerlas es un error. brecurre al mismo método al que recurrió San Agustín de Hipona ochocientos años antes: no hay que tomar la Biblia literalmente en todos los casos, porque muy a menudo habla en forma de parábolas y metáforas. Hay verdades que Dios eligió velar y en ocasiones lo hizo porque la mayoría de la gente no está preparada para asimilarlas. Como en muchas otras tradiciones religiosas y seculares, la verdad está reservada a una élite superior que entiende.
La “Guía” fue polémica en su tiempo. Hubo judíos que la consideraron herética y otros que la vieron como un hito filosófico. A la larga serían los segundos los que ganarían y la obra de Maimónides marcaría al judaísmo posterior. No sólo eso, la “Guía” influiría sobre filósofos cristianos como Santo Tomás de Aquino y Duns Escoto, que estaban inmersos en la misma tarea: reconciliar razón y fe en el cristianismo.
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El pueblo y los libros (4)
Por Emilio de Miguel Calabia
ABC, 01 ENERO 2022
Aldous Huxley en “La filosofía perenne” decía que toda religión tiene tres componentes: intelectual, ritual y místico. Hay fieles a los que llena lo primero, otros más aptos para lo segundo y unos terceros que vibran con lo tercero. Una de las cumbres de la mística judía, que daría origen al pensamiento cabalístico, es el “Zohar” de Moisés de León, un libro que, por cierto, fascinó a Jorge Luis Borges.
El “Zohar” le da una vuelta de tuerca a la lectura alegórica de la Torah. La Torah es mucho más profunda y misteriosa de lo que una lectura superficial sugeriría. La Torah oculta verdades cósmicas sobre la verdadera naturaleza de Dios. El “Zohar”, afortunadamente, permite penetrar en esos misterios y nos advierte que estudiar la Torah es una manera de compartir el poder de Dios. No sólo eso. Mientras que Maimónides y otros filósofos habían dicho que sólo podemos conocer a Dios por la vía negativa, o sea, sabemos lo que no es, aunque no sepamos lo que positivamente es, el “Zohar” dice que si este mundo es el espejo de Dios,- no solo su creación-, leyendo el libro del mundo, podremos conocer a Dios. La originalidad del “Zohar” es que señala que Dios necesita al hombre tanto como el hombre necesita a Dios. Corresponde al hombre completar la creación.
Desde comienzos de nuestra era, distintas tradiciones (cristianismo, maniqueísmo, zoroastrismo, gnosticismo…) se habían preguntado como era posible que un Dios bueno y misericordioso hubiese creado un mundo tan imperfecto e impregnado del mal como el nuestro. El “Zohar” da una de las respuestas más ingeniosas que nunca se hayan dado a esa cuestión.
Dios es incognoscible, es el infinito. Es como el océano que no puede ser asido; sin embargo, el océano adopta una forma según la tierra que lo limita. La tierra define al océano, al contenerlo. Lo mismo ocurre con Dios y los “sefirot”. Los “sefirot” son los nodos por los que Dios transita de lo incognoscible a este mundo. Los “sefirot” se estructuran en un árbol que baja desde arriba y están entrelazados entre sí de una manera peculiar. Éste árbol, al que yo le encuentro concomitancias neoplatónicas, explica el desenvolvimiento de Dios hasta llegar a la creación y explica la existencia del mal en el mundo.
Todo arranca con Keter–la Corona, que es la voluntad divina que comienza a desplegarse dirigida hacia la creación. La sigue Jojmah–el Pensamiento que se despliega en Binah–el Entendimiento, la fuente de la que fluye el universo. Estos primeros tres sefirot son sutiles y difíciles de aprehender. Se diría que aún están tan cerca de la fuente, de la infinitud de Dios, que se nos escapan. Son los siguientes tres sefirot los que nos ponen en contacto con aspectos de Dios a los que sí que podemos acceder: 1) Jesed– el Amor de Dios, es la generosidad sin límites e incondicional; 2) Gevurah– el Poder de Dios cuando castiga e impone leyes; 3) Tiferet– la Misericordia, que equilibra Jesed y Gevurah.
Aquí se produce la primera ruptura. Gevurah no siempre se queda satisfecha con quedar sometida a Tiferet y desea manifestarse sin restricciones, violentamente. Cuando esto ocurre, se convierte en “el otro lado”, la fuerza del mal en el mundo, de la que los demonios extraen su fuerza. La explicación de la existencia del mal en el mundo es un desequilibrio en los poderes de Dios. De alguna manera esto me recuerda a las disquisiciones sobre la Fuerza y su lado oscuro en “La Guerra de las Galaxias”. Ignoro si George Lucas se inspiró en la Cábala, pero no me extrañaría.
Tiferet es el principio masculino y se une al principio femenino, Malkut– el Reino, por medio de Yesod– la Fundación. Dado que el árbol cabalístico es un trasunto del ser humano, analógicamente podemos interpretar que la esencia divina se transmite de Tiferet a Malkut, de la misma manera que el semen se transmite del hombre a la mujer. Cuando Tiferet y Malkut se unen como hombre y mujer, el árbol cabalístico está en armonía y el mundo es bendecido.
Otro nombre de Malkut es Shejinah, la Divina Presencia que mora en el Pueblo de Israel. Shejinah es la mediadora entre el árbol de los sefirot y este mundo. Cuando Adán comió del árbol del bien y del mal, separó Shejinah de Tiferet. Moisés de León compara a Shejinah con la luna, que recibe la luz del sol y pasa por fases de oscurecimiento y luminosidad. Es posible reunir a Shejinah con Tiferet y ésta es la misión del Pueblo judío. El objetivo último de la Ley es armonizar a Dios consigo mismo. La conclusión es que Dios necesita tanto del ser humano como éste necesita de Dios.
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El pueblo y los libros (5)
Por Emilio de Miguel Calabia
ABC, 05 ENERO 2022
Si en el siglo XII, Maimonides había intentado conciliar razón y fe, desde el punto de partida de que la fe es verdadera, en el siglo XVII Baruch Spinoza en su Tratado Teológico-Político también se acercará a la religión desde la razón. Pero en su caso – es el signo de los tiempos-, sus conclusiones serán muy diferentes.
El “Tratado” no es una obra de pensamiento específicamente judío. Spinoza no lo escribió pensando en su comunidad, de la que había sido expulsado unos años antes, aunque abordase cuestiones que ya habían preocupado a Filón de Alejandría y a Maimónides. Spinoza es contemporáneo de Descartes y de Newton y está en los albores de una explicación materialista y mecanicista del mundo. Su libro está dirigido a los intelectuales de su tiempo que empezaban a explorar nuevas sendas filosóficas.
Alejándose del Dios de la Biblia, Spinoza defiende un Dios inmanente; Dios es la totalidad de lo que existe. “… porque el poder de la naturaleza no es nada más que el poder de Dios mismo, es cierto que dejamos de entender el poder de Dios en tanto que ignoramos las causas naturales”. Dios es perfecto en el sentido de que Dios/la naturaleza no podría ser de otra manera que como es. Pero esa manera de entender su perfección no implica que sea perfectamente justo, amoroso o sabio. Todo está determinado por las leyes de la naturaleza, lo que implica que no tenemos libre albedrío. No somos entes independientes, sino modalidades de la existencia de Dios. Amar a Dios significa aceptar la necesidad absoluta de todo lo que existe, de la misma manera que aceptamos los principios matemáticos. Esta aceptación es lo que nos hace felices. El Dios de Spinoza no interviene en los asuntos humanos, ni escucha las oraciones, ni siente emociones. La única manera de aproximarse a él es mediante la comprensión que proporciona el intelecto.
La aproximación de Spinoza implica que la Biblia no es un registro de acontecimientos verdaderos dictada por Dios. En la Biblia, la manera habitual por la que Dios se comunica con los hombres es mediante la profecía y la revelación. Pero si Dios es la naturaleza, la totalidad de lo existente, también podemos conocerle mediante la ciencia. “Las leyes naturales son sencillamente los decretos de Dios y se siguen de la necesidad y la perfección de la naturaleza divina”. El poder divino no se manifiesta en milagros (por ejemplo en la suspensión de la ley de la gravedad), sino en el curso regular de los acontecimientos (esto es, en la aplicación ininterrumpida de la ley de de la gravedad).
Esa lectura de la Biblia le llevó también a plantearse la afirmación de que los judíos eran el Pueblo elegido por Dios, que recibió Sus leyes y vive bajo Su gobierno. Spinoza considera que creerse el Pueblo elegido es una vanidad infantil por parte de los judíos. El Dios de Spinoza no singulariza a individuos o a pueblos. La bienaventuranza es simplemente la sabiduría y el conocimiento de la verdad, que son comunes a toda la raza humana. Hay también una bienaventuranza interna, que es el disfrute de la paz, la salud y la abundancia, que los hombres tratan de preservar dándose constituciones justas y equilibradas. Los judíos de los tiempos bíblicos gozaron de esa bienaventuranza interna, gracias a las leyes que les dio Moisés. Pero ahora, al no existir un Estado judío, las leyes de Moisés han periclitado. No obstante, al ser la bienaventuranza interna equivalente al éxito mundano, Spinoza no descarta que en un futuro los judíos puedan restablecer su propio Estado.
La obra de Spinoza retoma temas que ya habían preocupado a Maimónides y a muchos otros pensadores judíos: ¿qué sentido tiene la Ley judía? ¿cómo se concilian razón y fe? ¿cómo se ha de leer la Biblia? La respuesta de Spinoza es que razón y fe son irreconciliables y él opta por la razón. Su ruptura con la tradición fue tan profunda, que haría falta que pasase más de un siglo para que el pensamiento de Spinoza comenzase a ejercer su influjo sobre el pensamiento judío.
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El pueblo y los libros (6)
Por Emilio de Miguel Calabia
ABC, 07 ENERO 2022
La época de la Ilustración en Alemania fue un momento singular en la Historia de los judíos. Por primera vez se les abrieron las puertas de la sociedad gentil. El precio a pagar no pocas veces era la asimilación o, al menos, una moderada insistencia en sus caracteres judíos. La Ilustración podía ser abierta de miras en lo filosófico, lo religioso y lo étnico, pero las clases existen. No era lo mismo llamar a las puertas de los salones alemanes si eras un judío rico y cultivado de Berlín que si eras un judío campesino de Prusia oriental. Esa dicotomía la podemos ver en las trayectorias de Solomon Maimon y de Moses Meldelssohn.
Solomon Maimon escribió una “Autobiografía” peculiar, que gira entre lo picaresco y lo existencial. Un detalle de cómo era el personaje: habiendo decidido que su vida era un lastre y que no servía para nada, una noche borracho fue a buscar un canal al que tirarse. Allí se quedó con medio cuerpo fuera del pretil y medio cuerpo dentro, sin acabar de decidirse. Finalmente su propia indecisión le hizo reírse. Abandonó el pretil y se fue a dormir.
Maimon había nacido en el campo lituano, en un contexto que para él venía definido por la pasividad, la vulnerabilidad, la falta de sentido común y la obstinación de los judíos. La única área en la que sus correligionarios mostraban diligencia era en el estudio del Talmud. Los talmudistas gozaban de un inmenso prestigio, ocupaban las posiciones de honor en la comunidad y eran unos yernos muy cotizados. Era un estado de cosas que el “Pirkei Avot” habría reconocido, pero en el siglo XVIII había comenzado a perder su atractivo. Maimon reconoce que no toda la culpa era de los rabinos, cuyas virtudes admite. Lo que más critica es la educación de los niños en condiciones antihigiénicas y centrada en el estudio del Talmud, excluyendo cualquier otra materia. Una frase de su padre, cuando le encontró dibujando en una hoja: “¿Quieres convertirte en pintor? Tienes que estudiar el Talmud y convertirse en rabino. Quien comprende el Talmud, comprende todo.”
A pesar de sus recelos, Maimon fue un niño prodigio del Talmud y desde muy pronto resultó evidente que estaba llamado a convertirse en rabino. Irónicamente, la misma inteligencia que le llevaba a descollar en el estudio del Talmud, le estaba convirtiendo en un escéptico. A los once años, su fama era tanta, que se había convertido en un candidato a yerno muy solicitado. El relato de los intentos por casarle tiene el encanto de la literatura del absurdo. Una candidata con posibles y amigable fue rechazada por su padre porque tenía una pierna torcida. Otra candidata murió de viruela y su madre lo lamentó porque ya tenía cocinados los pastelitos para la boda. El padre de Maimon lo comprometió con dos familias distintas. El padre de una de las candidatas intentó secuestrarlo.
A pesar de todas esas vicisitudes, logró casarse a la provecta edad de once años. Sus peleas con su suegra darían para un capítulo entero. En cierta ocasión se escondió bajo su cama, fingió que era un espíritu y pidió a la suegra que se portase mejor con su yerno. Como no consumaba el matrimonio, – pobrecito mío, lo que debía saber sobre el sexo a sus once añitos-, le llevaron a una bruja para que le curase del hechizo que le impedía funcionar. Y debió de curarle, porque a los catorce años ya era padre.
No es de extrañar que Maimon no viese el momento de salir huyendo. Maimon tenía ansia de conocimiento. Aprendió de manera autodidacta latín y alemán y con su ayuda fue penetrando en otras materias laicas. Algo estaba cambiando. Un judío inteligente y con ansia de conocimiento ya no sentía que lo único que merecía estudiar era el Talmud. Al contrario, no encontraba sentido en centrarse en su estudio. La única manera de desarrollarse intelectualmente era abandonar Lituania e ir a Berlín.
Maimón nunca había llegado a encajar en su Lituania natal, pero tampoco lograría encontrar su hueco en la cultura germánica. Irónicamente, cada vez que se veía sin dinero, quien acudía en su ayuda era la comunidad judía por el respeto que tenían a un talmudista de prestigio. El Talmud, al que tenía por inútil, fue lo que le dio de comer en muchas ocasiones.
Maimón recorrió media Europa, sin encontrar su sitio en ninguna parte. Tenía una habilidad especial para alienarse a los amigos y quemar puentes. Era un hombre que se había desarraigado de su medio, pero no había logrado aclimatarse al mundo gentil. El mismo lo contaría: “Había recibido demasiada educación como para regresar a Polonia, a pasar mi vida en la miseria sin una ocupación o una sociedad racional y a volver a hundirme en la oscuridad de la superstición y la ignorancia, de las que apenas me había liberado con tantísimo esfuerzo. Por otra parte, triunfar en Alemania era algo con lo que no podía contar, debido a mi ignorancia del idioma, así como de las maneras y costumbres de su gente, a las que nunca había sido capaz de adaptarme debidamente.”
La vida de Mendelssohn, a quien también atrajo la cultura alemana, fue muy distinta y todo arranca de sus comienzos. Mendelssohn había nacido en la ciudad alemana de Dessau y, como Maimón, fue un prodigio del Talmud y parecía encaminado a convertirse en rabino. A los catorce años huyó a Berlín para estudiar. Fue la lectura de Maimónides la que le abrió la mente y le encaminó hacia la filosofía secular.
A los 37 años Mendelssohn se hizo un nombre con la publicación de “Fedón”, un tratado en defensa de la inmortalidad del alma. Mendelssohn se convirtió en el hombre de moda en los círculos ilustrados de Berlín y encarnó para muchos la posibilidad del judaísmo de salir del gueto e integrarse en el mundo gentil. La posición de Mendelssohn no era tan cómoda como podría parecer. Tenía un pie en cada uno de los campos. Quería igualdad para su pueblo, pero no que éste abandonara el judaísmo, aunque sí ciertas prácticas arcaicas. Su postura recibió un golpe bajo, pero comprensible, en un panfleto anónimo titulado “La búsqueda de la luz y el derecho” que señalaba que si los judíos renunciaban a sus leyes y a su obligatoriedad, estarían abandonando el judaísmo. La conclusión era obvia para el autor del panfleto: Mendelssohn, lo quisiera o no, había renunciado a la religión de sus antepasados y lo que correspondía era convertirse al cristianismo.
El resultado de ese desafío fue su libro más conocido, “Jerusalem”, que aboga por la libertad absoluta de conciencia en cuestiones religiosas y pide simplemente la admisión de los judíos en la sociedad europea en términos libres e iguales. Para ello, es necesario que seguir la religión del Estado deje de ser necesaria para tener la ciudadanía y aspirar a empleos públicos; es decir, que en última instancia Iglesia y Estado tienen que estar separados. En el libro, también realiza una defensa del judaísmo: las verdades de la razón y las de la religión provienen igualmente de Dios; así pues, no puede haber contradicción entre ellas. La esencia del judaísmo no son las creencias, sino la Ley. “La religión revelada es una cosa, la legislación revelada es otra.” Un judío demuestra que lo es, cumpliendo con la Ley. En su vida pública debe respetar la Ley del Estado en que reside y en su vida privada, la Ley de Dios. El Dios de los judíos es el mismo que el del resto de la Humanidad, pero a los judíos les pide más que a otros naciones.
La vía propuesta por Mendelssohn para su pueblo no era sencilla. ¿Vivir públicamente sometido a unas leyes y en el ámbito privado someterse voluntariamente a otras? Si todo depende de la conciencia del individuo, ¿por qué no renunciar a la ley privada? Eso fue lo que ocurrió con los descendientes de Mendelssohn. Todos sus nietos fueron bautizados en el cristianismo.
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El pueblo y los libros (y 7)
Por Emilio de Miguel Calabia
ABC, 09 ENERO 2022
En el siglo XVIII muchos judíos se hicieron preguntas sobre su religión. Unos pocos, como Maimón, encontraron que el estudio del Talmud era inútil. Otros, como Mendelssohn, buscaron un equilibrio entre el Talmud y los ideales del racionalismo y la Ilustración. Para otros, menos intelectuales, el rabinismo, con su énfasis en el estudio del Talmud y en una moral puritana, resultaba insatisfactorio. Así fue como surgió el hasidismo, que ponía el acento en la alegría del espíritu y rechazaba los formalismos. Para muchos judíos fue una liberación.
En la difusión del hasidismo la narración de historias tuvo mucha importancia. Para personas semi-instruidas las doctrinas envueltas en el ropaje de los cuentos tradicionales tenían mucho más atractivo que la sequedad de las predicaciones rabínicas tradicionales. El narrador hasidí más notable, y también el más heterodoxo, fue Nachman de Bratislava, cuyas historias no se parecen a nada de lo que escribían los otros hasidíes.
Los cuentos de Nachman fueron invenciones suyas. No se basan en cuentos populares preexistentes, aunque utilizan elementos y técnicas de éstos. Sus historias están plagadas de princesas, reyes y animales que hablan. Tienen elementos intemporales, que aparecen en las narraciones de todo el mundo: bebés intercambiados al nacer, héroes que parten en una búsqueda ardua. Son historias llenas de paradojas, en las que resulta difícil discernir el mensaje, aunque el objetivo último de Nachman era despertar religiosamente a los oyentes, un poco como las anécdotas que se suelen contar de los maestros zen.
Un ejemplo de uno de sus cuentos desconcertantes, “El toro y el carnero”. En un país lejano un Rey decreta que todos sus súbditos tienen que convertirse o exiliarse. Algunos judíos eligen quedarse y seguir practicando su religión en privado. Uno de ellos se convierte en un ministro del Rey. Muere el Rey y le sucede su hijo. El Rey se entera de que hay una conspiración para derribarle. Se lo revela y cuando el Rey le pregunta lo que quiere como recompensa, el ministro pide simplemente que le dejen ser judío en público y llevar abiertamente su tallith (el chal que los judíos se ponen sobre los hombros en la oración) y su tefillin (cajitas de cuero que se pueden llevar en el brazo o en la cabeza y que contienen pasajes de las Escrituras). Hasta aquí la historia recuerda al Libro de Ester, aunque con una orientación más religiosa.
A regañadientes, el Rey concedió lo solicitado. Su sucesor era un Rey muy sabio. Reunió a sus astrólogos y les preguntó qué podría destruir a sus descendientes. La respuesta fue “un toro y un carnero”; mientras los evitase, su linaje perviviría. A ese Rey, le sucedió otro que era un tirano. Conociendo la profecía ordenó que se eliminasen todos los toros y carneros del reino. A continuación prohibió a su ministro (que a todo esto había sobrevivido ya a tres reinados) que practicase abiertamente su religión. Tras esto, tiene un sueño en el que los signos zodiacales Tauro (el toro) y Aries (el carnero) se ríen de él. El Rey se da cuenta de que la amenaza contra su dinastía sigue vigente. Aterrado acude a un sabio, que le dice que en determinado lugar existe una varilla de hierro que sobresale del suelo; si va a ella, sus miedos desaparecerán. Como en los cuentos las cosas nunca son fáciles del todo,- exactamente como en la vida-, le advierte de que para llegar a la varilla tendrá que caminar por un camino de fuego. El Rey llega al camino y observa que por él van reyes y judíos con su thallit y su tefilin. Asume que si esos judíos han podido, él también puede. Lo intenta y… arde y se convierte en basurilla.
La explicación de lo sucedido es que la profecía se refería a los thallit, que se hacen con la lana del carnero, y a los tefilin, que se confeccionan con la piel de los toros. Los reyes que iban por el camino, eran reyes que se habían portado bien con los judíos. Moraleja de la historia: lo difícil no es recibir mensajes de Dios, sino interpretarlos correctamente.
El cuento, por cierto, es un poco más pesimista que el Libro de Ester. Aquí los judíos no salen bien parados, ni se vengan de sus perseguidores. La única esperanza es que a la larga Dios no deja de castigar a los reyes inicuos. El Rey en el que Nachman podía estar pensando, – el Zar de todas las Rusias-, recibiría su merecido un siglo después.
Desde el aplastamiento de la rebelión de Bar Kochba en el 135 d.C., la suerte de los judíos había sido la de ser una minoría, cuya suerte dependía de la benevolencia o malevolencia del gobernante de turno. En el siglo XVIII se les abrió otra vía: la asimilación, que a menudo,- aunque no siempre-, incluía la conversión o al menos una dilución su religiosidad y sus costumbres. A finales del siglo XIX, un publicista, Theodor Herzl, dio con una tercera vía para que los judíos pudieran ser un pueblo como los demás: la constitución de un Estado judío.
Herzl era secular y en un principio no estaba tan interesado en el judaísmo como en el antisemitismo. Aunque en el Imperio Austro-Húngaro y en Alemania los judíos habían conseguido la igualdad de derechos, había surgido una corriente de odio contra ellos a la que pronto se le dio el nombre de antisemitismo. Era más que un mero repudio individual de los judíos; era un movimiento social abierto y que estaba orgulloso de serlo. Richard Wagner, su mujer Cósima, Elisabeth Förster-Nietzche, el alcalde de Viena Karl Lueger, el asunto Dreyfus son otros tantos ejemplos del antisemitismo finisecular, un antisemitismo que, incluso, te podía abrir la puerta de algunos salones.
Una idea que tuvo Herzl para resolver lo que entonces se denominaba “la cuestión judía”, fue que todos los judíos en masa se convirtieran al cristianismo bajo los auspicios del Papa. Una ventaja de una conversión en masa es que ningún judío concreto sería señalado con el dedo por sus correligionarios. Es de esas ideas que las oyes y respondes al autor: “Genial, Flanagan, ¿qué estabas fumando cuando se te ocurrió eso?”
La siguiente idea que tuvo pareció en su momento igual de descabellada: la creación de un Estado judío. En los meses siguientes al anuncio de su idea, tuvo que oír muchas veces la pregunta sobre los productos exóticos que fumaba. Otro habría tirado la toalla, pero Herzl optó por escribir un libro: “El Estado judío”.
“El Estado judío” es un panfleto de ochenta y tantas páginas, en la que Herzl imagina cómo sería ese futuro Estado. Resulta curioso que, un libro que tuvo tantísima influencia y dio origen al movimiento sionista, resultase tan equivocado como profecía. Herzl imaginó un movimiento generalizado de los judíos europeos hacia su nuevo Estado. Aunque prefería que ese Estado estuviese ubicado en Palestina, no descartaba otras ubicaciones como Argentina o Uganda. El éxodo implicaría la liquidación de los bienes de los judíos en Europa. Parte de los fondos que se obtuvieran se utilizarían para la instalación de los judíos emigrados en su nuevo Estado y parte para la construcción de infraestructuras. Herzl imaginó que el proceso podría durar 20 años y pensaba que podría obtenerse la aquiescencia del Imperio Otomano, que entonces gobernaba Palestina. Herzl pensaba que una vez establecido el Estado judío, el antisemitismo desaparecería y los judíos no tendrían más enemigos. También pensaba que la población árabe que ya ocupaba Palestina, recibiría a los inmigrantes con los brazos abiertos, ya que apreciaría su impulso modernizador.
Si el libro tuvo el impacto que tuvo, no fue por sus cualidades intrínsecas (pocas), como por la excelencia de Herzl como propagandista y la manera en que supo captar el signo de los tiempos. A diferencia de generaciones de judíos que habían soñado con el regreso a la Tierra Prometida desde una óptica religiosa y que habían estado esperando a un Mesías, Herzl utilizó el lenguaje de la modernidad: acción política, planificación económica, progreso tecnológico. Y además dio con un lema magnífico (los humanos somos seres simbólicos y un lema llamativo nos puede influir más que un discurso): “Si lo quieres, no es un sueño”.
Herzl plasmó su idea de cómo sería el futuro Estado judío en una novela bastante mala, “Vieja nueva tierra”. Aquí le sucedió como a muchos escritores mediocres, cuando intentan escribir una obra con mensaje: el mensaje se come a lo literario y el resultado es un texto demasiado largo para panfleto y demasiado didáctico para novela.
Más que contar la sosa trama de la novela, prefiero contar cómo es ese nuevo país que Herzl describe: ciudades hermosas; un canal que conecta el Mediterráneo con el Mar Muerto; ferrocarriles movidos por electricidad y no por carbón contaminante; las empresas funcionan como cooperativas de productores y consumidores; no existe la propiedad privada de la tierra, sino que es arrendada al Estado por 49 años; el periodismo (la profesión de Herzl) funciona de manera cooperativa y son los lectores los accionistas de los diarios; la población árabe de Palestina está encantada con la modernización que han traído los inmigrantes judíos y reina la armonía intercomunal.
Herzl murió en 1904 y no llegó a ver ni el Estado que imaginó, ni el Holocausto y los horrores que lo precederían. El Holocausto aniquilaría la cultura judía que durante siglos se había desarrollado en el mundo germánico y en Europa Oriental y el Estado de Israel crearía un nuevo “ethos” judío.
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